60.

—¿Y podías reconocer la Ciudad, era tan fácil mirar mientras te llevaban y darte cuenta de que estabas mucho más cerca de lo que hubieras pensado?…

—Cuando la vida cambió de tal manera, quiero decir que cuando todo se vino abajo y la vida dejó de ser lo que era, se hizo tan distinta, tan impensable, el cambio afectó a todo. Se transforma lo que eres y también dónde estás. No podía reconocerla, ni siquiera de eso se trataba. La Ciudad cambió en la proporción en que yo lo hice.

—No podemos ser los mismos cuando ya no nos dejaron serlo. Yo no soy el que baja todas las mañanas por las escaleras, llega al portal, asoma a la Calle Vendimiario, mira a la izquierda y a la derecha porque tengo esa manía, doy un paso y respiro el aire de las acacias.

—Es que tengo otra experiencia. No sé si los de Balma sabéis de la Ciudad lo mismo que los de Armenta o Borenes saben de las suyas. Yo nunca supe lo imprescindible de Ordial, jamás me interesó saberlo. Fui teniendo de ella un conocimiento en el día a día, como si lo que más me importara fuese descubrirla y, al tiempo, desconocerla, quiero decir que podía perderme, jugar a esa suerte de andar con la conciencia vacía. El conocimiento de otras cosas jamás se correspondió con el de la Ciudad. Los pasos más libres, las pisadas más inconclusas.

—La verdad es que no la reconocía, tampoco me importaba. Esa mañana me llevaban a mí solo, me trasladaban de sitio según llegué a saber. Tres meses recluido fueron suficientes para que entre la conciencia y la memoria se hiciese una pasta poco moldeable. El pensamiento alcanzaba la lejanía de un ensimismamiento enfermizo. Podía estar inmóvil muchas horas. ¿No tuvisteis nunca la sensación de la quietud como un vuelo que se parece a la caída, el vuelo al revés podría decirse, del suelo al aire, o de la tierra a las nubes? No hablo de la quietud como sosiego o reposo, me refiero a la mera falta de movimiento.

—En mi caso era todo lo contrario. Iba y venía. Me levantaba como si hasta en el sueño hubiera estado mordiéndome los nervios. Recuerdo haber mirado por la ventana, cuando me llevaban por el pasillo con los demás, y haber visto la chimenea de la Azucarera, en el margen del río como una costra azulada. Esa imagen apresurada que apenas se perfila al verla es igual que la de un cuadro que también recuerdo. Y ambas se mueven, no digo que se desfiguren, que se pongan borrosas, sino que se mueven. Si en la Ciudad ya no vives como viviste, si eres otro desde que te cogieron, la Ciudad no puede ser la misma, tampoco tú lo eres. Estoy de acuerdo en eso.

—Y, sin embargo, Balma no se acomodó a lo que sus habitantes hicieron con ella, más allá, por supuesto, de los bombardeos o de las ocasionales destrucciones e incendios. Era fiel a sí misma en el sentido histórico y urbano que a su destino le correspondía. Yo no creo que Balma se haya malvendido. Lo que le cueste el abandono pudiera parecerse mucho al precio que tuvo en sus orígenes. Un campamento que también sufrió la desolación, el crecimiento, la decadencia, el abandono. Los romanos se iban con viento fresco y buena parte de sus fundaciones se quedaban en los huesos. Una civilización de ruinas, como toda civilización que se precie.

—Pero, volviendo a lo de antes, ¿podías o no podías reconocerla? Me refiero a las calles, una acera rota, la farola de la esquina, la fachada del Hotel Cosmopolita o del Teatro Asmodeo. El aire mismo, a lo que huele el pavimento recién regado, o lo que dejó la noche entre los desperdicios, cuando todavía los de la limpieza no recogieron la basura.

—Nada que resalte en su cercanía. Nada que se interponga en ese sentimiento del que hablaba antes. La memoria y la conciencia se hicieron una pasta poco moldeable. No hay un recuerdo que gane la batalla al miedo que se deshizo en mis manos, al pensamiento derretido entre las figuraciones de lo que va a ser de mí, y de lo que pude hacer para que no me detuvieran.

—Las mañanas siempre son frías en esos casos. Se rompen con el tañido de una campana que suena a destiempo. Intentas reconocer tu nombre cuando te llaman, lo esperas como si ya fuera inminente que lo pronunciasen, y nadie lo dice, nadie te reclama. Entonces en vez de quedarte tranquilo, sufres el vértigo de una expectativa que no se cumple. El nombre de la Ciudad tampoco es un reclamo, casi se parecería más a esas palabras que se evitan porque traen mala suerte.

La soledad de los perdidos
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