162.

—No puedo soportarlos —decía Lepo Corada cuando otras noches volvió a encontrarse con Ambrosio Leda a la salida del Lucerna—, y sin embargo me atraen, y no me resisto a venir y espiarlos desde el ventanal. Éste es el único agujero de esa Europa que nos aborrece, la puta Europa de los sonámbulos que aquí son verdaderos, y el único conducto, como ya te dije otras veces, por el que uno puede irse de Balma, sin más contratiempo, eso sí, que el de perder la conciencia.

Ambrosio no tenía mucho interés en escuchar a Lepo, que estaba visiblemente nervioso, como si el resultado de aquel baile estático y tenaz incidiera en su organismo, alterando también lo que el pensamiento se negaba a aceptar, como si todo proviniera de la herencia malsana de un mundo secuestrado en el estupor del sueño.

—Son monigotes. Vienen al Lucerna tras levantarse de la cama, atraídos por esa música de un cafetín centroeuropeo o vete a saber, del último barrio del París ocupado o de la Rusia que perdió el compás. En ningún caso se trata de la charanga de la verbena ni del pasodoble legionario. No hay en la Ciudad de Sombra nada que se le parezca. El bullicio está reñido con estas piezas fantasmales que concitan un mismo ánimo desnortado en el que no quedan atributos, apenas la caricatura de una pléyade de románticos y utópicos echados a perder.

Había una rara atracción en aquellas primeras veces en que Ambrosio Leda se acercó al Lucerna, el sentimiento de unos impulsos imaginarios que orientaban la predicción de ese otro mundo en el que el sonambulismo, como decía Lepo Corada, delataba a una secta de cristianos mutilados que no podrían refugiarse en lo sagrado. La derrota y el fracaso rezumaban en el ensueño, evocando su perdición, la referencia extraviada de sus gestos e ideologías. El baile tenía el poder de una evocación y de una metáfora. La melodía resultaba, al fin, como la contraseña de su derrota moral.

—Lo dice Tiedra, amigo mío —señalaba Lepo, que muchas noches se mantenía especialmente intranquilo, apostado al pie del ventanal del Lucerna, que semejaba una pecera llena de peces tan quietos como desorientados—, y yo de estas cosas hablo por su boca; el periodismo no da más de sí al lado de la cátedra, aunque se trate del Instituto Belarmino Cavieda, y en el bachillerato las mentes anden estreñidas y los más listos confundan la velocidad con el tocino. Tiedra ganó la cátedra antes de que las rifaran.

De la pecera emanaba el fluido de la luz azulada que acompañaba muy bien a la sensación submarina que el Lucerna esparcía aunque la noche no tuviera niebla, y aquel lugar ilimitado de la Ciudad de Sombra, tan ajeno a la misma realidad de sus estribaciones, destilaba la melancolía de los bailarines, sin que esa melancolía, según constataba Lepo, más allá del aliciente estético de la música, no pudiera sostenerse con su dignidad irreal frente al inmisericorde tañido de los realistas. La lucha por la vida de aquellos hombres, de aquellos bailarines sonámbulos, era la misma que a los románticos y utópicos había hecho víctimas de su poder.

—Ese poder —indicaba Lepo, sin que en su cabeza hubiese el mínimo alivio— cuyo eje, amigo mío, no es otro que el de la persecución inflexible y despiadada del propio interés.

Ambrosio Leda había entrado al Lucerna detrás de Lepo en alguna de aquellas primeras noches, y había bebido con él las paralelas copas que servía el muchacho desgarbado, mientras la violinista gorda y el acordeonista flaco seguían estirando la melodía hasta el infinito.

—Son las palabras de Tiedra —decía Lepo—, y no me corresponde a mí aclararlas más allá de lo que signifiquen para entender a estos seres, históricamente caducos, que se colaron por el agujero de Balma desde el que puede respirarse el aire de la Europa aborrecible. Aquí, amigo mío, tenemos engatillado el destino en lo universal, pero la pistola volverá a ser la que era cuando la engrasemos.

Ambrosio había ido detrás de Lepo al salir del Lucerna, las copas las habían dejado a deber.

—Son el patetismo y el sonambulismo, como dijo Tiedra cuando estaba sereno —recordó Lepo Corada, a punto de desaparecer en la primera esquina—, lo propio de quienes se resistieron a asumir que las reglas del juego habían sido alteradas drásticamente y de una vez por todas. Los sonámbulos, ya los ves, bailando como bobos en el agujero, no son otra cosa que almas perdidas en un mundo que los trata como mutilados del espíritu. Seres débiles, enfermos paralizados por una fe inocua y, al tiempo, incapaces de atenerse a la lógica de algunos de los nuevos absolutismos. Nada que rascar, amigo mío, y nada que nos pete, aunque en algunas ocasiones pudiera gustarnos mover los pies. Bailan en un más allá que históricamente no nos concierne, y por lo que asegura Tiedra en las ocasiones en que se mantiene sin que la pajarita se le deshaga, nada importa que Europa se escurra por el agujero o que uno de nuestros sonámbulos meta la pata en él, ya que Balma en ningún caso se dará por aludida.

La soledad de los perdidos
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