9.

Ella dormía con el niño prendido al pecho.

Estaba a punto de amanecer y lo último que el hombre se concedió fue abrir ligeramente la puerta de la alcoba para observarlos.

Logró reconstruir las figuras dormidas a través de las respiraciones que se acompasaban en el rumor de un mismo sueño. La de ella más honda y más indolente, como desligada de la voluntad y el cansancio, y la del niño más precisa, como si en el cuerpecillo el aire tomara del sueño el aliento necesario.

Escuchó el rumor, sorbió el aroma de la lana de las mantas y del cabello que reposaba en la almohada, también el de la leche que el niño había mamado y que en todo momento, hasta después de bañarlo y echarle colonia, exhalaba su piel.

A lo que olía el niño, a lo que olía la alcoba, a lo que la madre acariciaba en el perfume de la carne tan tierna, como si desde el poder de sus pechos toda la casa rezumara el alimento que aseguraba la salud del hijo.

Las figuras parecieron estremecerse un instante en la oscuridad, cuando el hombre cerró los ojos y apretó el puño. El gesto no contenía otro reclamo que el del desánimo, nada alteraba la condición de un sentimiento ya sometido a la decisión de lo que estaba haciendo.

Cerró la puerta de la alcoba, caminó por el pasillo, cedió a la tentación de beber un vaso de agua en la cocina. Lo hizo sin encender la luz, cuando todavía el amanecer seguía siendo apenas una amenaza que no rozaba el frío esmaltado de los azulejos.

Llegó a la puerta, había dejado los escuetos bártulos en el descansillo y, casi en el momento de cerrarla, vio a su hija que venía hacia él como una aparición.

—¿Adónde vas?… —quiso saber la niña, que tenía en la mirada una resolución muy distinta al sopor que imprime el sueño.

—¿Qué haces levantada? Vas a despertar a mamá…

La niña llegó a su lado. Los ojos persistían en la pregunta y en la extrañeza.

—Voy a hacer unas cosas, vuelvo pronto —dijo el hombre manteniendo la puerta entornada.

—Nos dejas… —musitó la niña, humedeciendo las palabras.

—No digas tonterías, vuelvo en seguida.

Acercó la mano a su cara, le acarició la mejilla.

—Acuéstate, no hagas ruido.

—Es que no puedo dormir.

—Es muy temprano, tienes que hacerlo. Para mediodía ya he vuelto. Vamos, Lila, que podemos despertarlos.

La niña alzó los hombros indecisa.

—Soñaba.

—Vamos, vamos, tengo que irme, me están esperando. Llego tarde.

—Soñaba que te marchabas muy lejos.

—No voy a ningún sitio. Acuéstate y duerme.

—¿Y si lo vuelvo a soñar, y si no estás cuando despierte?…

—Está tu madre, está el niño.

—¿Y tú?

—Yo no voy a ningún sitio, no seas boba.

Ambrosio Leda sabe el costo que tiene cerrar la puerta sin esperar siquiera a que la niña regrese a la habitación.

El desánimo concierne a un desaliento que se llena de culpabilidades, como si ese imprevisto suceso echara por tierra todos los planes o supusiera el mayor vuelco en la estrategia doméstica de la huida.

Esa imagen de Lila, descalza, insomne, con el camisón demasiado grande cubriendo su cuerpo enjuto, está en el límite de un recuerdo que no puede permitirse y, sin embargo, en aquel amanecer de enero el recuerdo no es otra cosa que una advertencia inmediata, el aviso de que lo que está haciendo tiene un precio que podrá contabilizarse en una cantidad de sufrimiento difícil de medir.

Lila se acuesta y el hombre, como en tantas ocasiones a lo largo de los siete años de vida de la hija, está sentado en la cama, velando en silencio el sueño que no tarda en llegar, sin que la niña le requiera para que le cuente un cuento o le diga cualquier cosa, sólo que esté con ella, como el testigo silencioso que ofrece el acompañamiento sin más testimonio que su presencia.

La soledad de los perdidos
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