65.

Lo que más incidía en la memoria del hombre que llegó a la Estación de Balma un dieciséis de enero quince años atrás, aunque en el esfuerzo de borrar el pasado se produjera consecuentemente un proceso de liquidación de sí mismo, la premeditada metamorfosis que le depararía el olvido, era el recuerdo de su hija Lila.

La niña tenía siete años cuando lo descubrió en el pasillo de su casa, la noche en que el hombre se iba. Una última mirada desde la puerta de la alcoba a su esposa dormida, al niño que apenas rebullía en sus brazos, alimentado y satisfecho entre el olor de la lana y la leche, y cuando las pisadas más cuidadosas se deslizaban con el sigilo de quien se va llevando algo inapreciable, el bien mayor que en la familia pudiera existir, la niña lo llamaba, o el nombre del padre sonaba con el temor de lo que no logra comprenderse; la misma pronunciación de un requerimiento de ayuda en la extrañeza de un mal sueño.

Lila acababa de despertarse. El hombre había tenido ocasión de darle un rápido beso en la frente. La niña volvía del mal sueño como si el roce de los labios del padre fuese una mera caricia que no la rescataba y la dejaba entregada a su suerte.

Lo que imprimía ese roce era sin duda el amor del hombre por ella, la desolación de la despedida, la conciencia de que en el beso ya se marcaba la distancia que los separaría para siempre; y la emoción comprimida en el gesto del padre no fue un consuelo para la niña dormida, sino precisamente la advertencia de lo que se estaba produciendo en la huida del hombre, en el abandono que tenía el precio más alto de su desaparición.

Podía ser la fecha en que Lila cumplía años.

En los primeros tiempos, cuando ya el esfuerzo del olvido daba sus resultados y el hombre perseveraba en el vacío de la conciencia que estaba resultando el mejor aval para el vacío de la memoria, no era el rostro de la niña lo que tomaba forma, casi siempre en la duermevela o cuando el sueño se hacía resistente y algo goteaba en la oquedad del chamizo, por los entresijos del techo o en el agujero de la chimenea. El rostro de Lila seguía velado, ni siquiera resaltaba sobre la almohada donde por última vez lo contempló.

Lo que tomaba forma era el cuerpecillo que corría como llevado por el aire en el juego de alguna persecución, y siempre entre la risa o el alboroto de la niña que se entretiene sin que ninguna otra cosa le importe, llevada por el señuelo de su propia alegría, queriendo ir tan lejos como sus patas de pájaro le permitan o con ganas de volar si le fuera posible.

Lila es el garabato que ella misma dibujaba, cuando el hombre recuerda los cuadernos donde se retrataba a sí misma y a sus amigas, poniendo debajo de cada retrato el nombre correspondiente.

—Y en este que no se parece a ninguno —decía, con el lapicero cogido entre los dedos como un punzón— pones tú el nombre que te dé la gana, pero que no sea el mío, porque no soy yo.

El cuerpecillo corría en el recuerdo. Las líneas del garabato veloz en el que el hombre apreciaba el crecimiento, como si un año tras otro, en la fecha que más se aproximara al tránsito de la edad, la carrera tomase mayor consistencia en la dirección de su lejanía.

—Eres una niña tan espigada como desgarbada.

—Ni soy la más delgada ni la más alta.

—Llegará un día en que lo seas.

—No quiero que me vuelvas a medir. Lo que quiero es andar descalza, me aprietan los zapatos.

Escuchaba la voz. La distancia no difuminaba las palabras con que contestaba Lila a los requerimientos, y en la duermevela del hombre la voz de la niña reconvertía el eco de su llamada en una risa cantarina que repercutía en la lejanía de la carrera, cuando los zapatos de charol brillaban como dos diminutas porcelanas.

Se iba en el recuerdo. Crecía. Los años que pudiera ir cumpliendo ya no lograba contabilizarlos con exactitud. Del tiempo había hecho el hombre su mejor aliado para librarse de él. Un tiempo que se destruye en la confianza de no necesitarlo, cuando ya nada relumbra entre el día y la noche y es únicamente la noche la que ofrece la tarea de acarrear la vida, sin que las horas determinen otra cosa que el cansancio de sobrevivir, indecisas e inciertas como las calles y las esquinas de la Ciudad de Sombra.

—Te pareces a tu madre. Eres el retrato diminuto de tu madre.

—Pero no me miro en el espejo como hace ella. Yo no quiero verme ni que me mire nadie. No me gusta que me vean.

La soñaba con inquietud porque también en el trance del sueño el garabato de Lila perdía la intensidad de la mirada y el sentimiento, se apagaba como el retrato instantáneo que apenas sostiene la huella del fogonazo, y luego deja en el despertar un vacío donde rebosa el desaliento.

La misma sensación con que las pérdidas apenas reponen la melancolía de lo que desapareció.

De eso se trataba en el largo aprendizaje que el hombre emprendió de forma premeditada e insistente, sabiendo que la melancolía era el mal menor en el resultado de su decisión, comprendiendo que la razón que mejor justificaba los pasos del fugitivo no era otra que la que escindía definitivamente el olvido y el recuerdo.

—De todas formas, déjame verte. Cierra si quieres los ojos, yo te miro y tú no te das cuenta de que te estoy mirando.

La soledad de los perdidos
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