91.

Es el anciano del mechón blanco el que está en la esquina, muy cerca de las carteleras del Cine Profundidades, donde ya nadie repone el anuncio de la película proyectada. El hombre tiene el mechón como un grumo en la frente y el resto de la cabeza rapada; viste con elegancia y mueve los brazos con el temblor de quien necesita que se los aten para sujetar el desasosiego.

—La contrariedad no es otra que la del sufrimiento con que el hijo contamina al padre —le dijo a Ambrosio cuando hace unos meses cruzaron las primeras palabras—. El cuadro que podría pintarle es el de un ser humano deshecho que mantiene las mutilaciones en carne viva.

—Yo lo único que hago es acarrear la mercancía —contestó Ambrosio, deseando zafarse—. La fila y la butaca donde vienen los clientes. Ya ve que ni siquiera recaudo. Nunca me entero de lo que trata la cinta que echan. Tampoco quiero saber nada de los que se aprovisionan.

—Pero aunque sólo sea por caridad, debe usted atenderme. Nadie necesita mayor comprensión que el que hizo del sufrimiento una vicisitud añadida. Lo que un padre sobrelleva no es el deber o la compasión. En mi caso es la inquietud de un castigo muy grande, porque el hijo contamina al padre y en la contaminación no existe la menor piedad. El hijo me tiene entre las garras, me vapulea, me extorsiona.

Ambrosio ve el mechón, y no se explica que el anciano haya podido salir del Cine sin haberle descubierto, posiblemente lo hizo por la puerta trasera que hay tras la pantalla, donde algunos de los durmientes permanecen tendidos en el suelo, arremolinados y tiritando bajo el frío polar o respirando con dificultad en la arena del desierto.

Sabe que la cabeza rapada del anciano es el resultado de alguna vejación del hijo que, en los ataques furibundos en que el dolor y la abstinencia lo soliviantan, toma las tijeras y lleva a cabo la amenaza a la que el hombre se aviene en el límite de la indefensión.

—No me queda otro remedio. La resolución no es el llanto desesperado de su ansiedad y congoja, es el capricho menos previsible. Un hijo en tal grado de alteración con las tijeras en ristre. Un padre que pone la cabeza sobre la pila del fregadero como el que estira el cuello para que la cuchilla de la guillotina se lo seccione.

El anciano va decidido hacia Ambrosio. Lo coge por las solapas. El gesto de su rostro tiene la mezcla de la indignación y la súplica. Los brazos le tiemblan, pero las manos se cierran como dos puños amenazantes.

—No me va a dejar usted tirado, no me va a decir que si quiero comulgar tengo que hacerlo con ruedas de molino…

Ambrosio hace un gesto de impotencia.

—¿Quiere dejarme en la estacada?… ¿Sabe usted cómo tengo al hijo, cerrado con tres llaves y decidido a cambiar las tijeras por la navaja de afeitar?…

—Me robaron la mercancía —dice Ambrosio, que siente los puños del anciano muy cerca del cuello.

—Deme las señas del ladrón. Dígame quién se llevó las ampollas. No soy el viejo a quien engañan cuatro trapisondistas en un cine de mala muerte. Tengo en el cuerpo el mismo veneno con que pica la víbora en la vena del enganchado. El hijo puede matar al padre y el padre llevarse por delante a los culpables. Voy a ahogarle a usted con el aborrecimiento de la privación. Lo mato como si lo afeitara ese desvariado que apenas puede llegar a ser medio hombre con el alcaloide.

Ambrosio cae al suelo. El anciano alza las manos y luego se las estrecha contra el pecho, convulsionado por el llanto.

—Vuelva al Cine —musita Ambrosio, aliviándose el cuello—. Le juro que haré lo posible por abastecerle. Alguien me debe las ampollas que usted necesita.

—Dios me perdone —dice el anciano, que pretende ayudar a Ambrosio a incorporarse—. En el sufrimiento de un padre y un hijo no hay mayor solidaridad que la del narcótico. Qué más quisiera yo que este desecho humano que se lame las mutilaciones pudiera morir anestesiado.

La soledad de los perdidos
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