¿A qué le tienes miedo?

 

 

 

La taza de chocolate que sostenía se estampó ruidosamente contra el suelo haciéndose añicos. Daniel quería verla. La enfermera que se había encargado de trasmitirle que el doctor la esperaba en la consulta la miraba menos sorprendida de lo que pudiera haberlo hecho. No era tan extraño ver esas reacciones en las chicas cuando Daniel Smith las llamaba a su lado.

— Tranquila mujer —Sarah intentó trasmitirle confianza— lleva mucho tiempo sin hacer terapia contigo. Querrá ver si ya estás recuperada de la última antes de someterte a otra tortura diabólica —bromeó.

— No estoy preparada Sarah —Beth no captó la broma—, si me hace pasar por algo así otra vez no lo podré soportar.

— Últimamente has sido muy buena, has ido a los talleres y no has liado ninguna escenita extraña, ¿verdad?

— Verdad —intentó controlar los temblores de sus manos—, creo… no sé…

— Va a ser lo que te digo, mero control de comprobación —se puso la mochila al hombro— ahora tengo “Kellan sesión”, pero luego te veo y me cuentas.

— Ahá…

— ¡Suerte!

Así de repente, sin previo aviso, quería verla. Hoy, ahora. ¿Después de cuánto? ¿Semanas? Le resultó imposible medir el tiempo sin tener a mano ni un reloj ni un calendario donde mirar en qué puto día vivía.

De camino a la consulta fue repasando mentalmente lo que había hecho los últimos días, intentando encontrar algo censurable en ello. Algo que hubiera motivado que él quisiera volver a torturarla de alguna manera escabrosa y moralmente escandalosa. Nada.

Su aspecto tampoco es que hubiera mejorado mucho, sus camisetas gastadas y sus vaqueros raídos no eran el sumun de la elegancia, ni causaban estragos entre sus coquetas compañeras, pero se cuidaba mucho de ir limpia y aseada.

Sarah la sorprendió unos días después del “piscinazo” con un detalle que Beth agradeció sin mucho entusiasmo. Le había organizado y colocado todas sus cosas en el armario, poniendo a un lado toda “su ropa” y a otro lado la ropa que su madre le había mandado cuando llegó, y que había conseguido evitar que quemara como era su intención. Exceptuando, por supuesto, las prendas que pudo aprovechar para ella misma, escasas para su disgusto, por la diferencia de talla. ¿Debería vestirse un poco más adecuadamente para verle? Ya no le daba tiempo, pero se propuso seriamente volver a echar un vistazo a esa “otra ropa”.

Dr. D. Smith. La visión de la puerta y el conocimiento de lo que había tras ella le dejó frías las manos. Tocó con cautela y entró cuando él se lo autorizó.

— Buenos días —ella devolvió el saludo—. Pasa, siéntate.

— Claro —lo hizo y cruzó los brazos delante del pecho con nerviosismo.

— ¿Qué tal estás? —aún no la había mirado, estaba revolviendo los papeles de su expediente.

— Bien —sonó seca. No apartó los ojos del suelo a sus pies.

— ¿Algo interesante que quieras contarme? —pasó otra hoja.

— No —apenas le salió la voz del cuerpo. No llegaba sangre a sus apretadas manos.

— Beth —llamó y ella alzó lentamente los ojos para encontrase con los verdes de él— relájate, por Dios —le miró las retorcidas manos—  No has hecho nada por lo que debas preocuparte y de momento no he mordido a nadie…

— Uff… —resopló de alivio— lo siento. Yo… es que…

— Qué pasa —cruzó los dedos encima de los papeles.

— Vas a reírte de mí, pero es que… me tiemblan las piernas cada vez que… tengo que venir a verte. No puedo evitarlo.

— Lo entiendo, es perfectamente normal —sonrió con comprensión—. El miedo es una defensa natural de nuestro organismo, nos avisa de que debemos protegernos ante una posible amenaza inminente.

— Dicho así suena de lo más reconfortante, pero experimentarlo es…

— Hay algo que me gustaría que me aclararas, con respecto a éste tema. El primer día que hablamos —ella asintió— el día del juego… —ella volvió a asentir— me dijiste que no le tenías miedo a nada, que te gustaba vivir sin miedo…

— Así es…

— Pues hay algo que no me cuadra ¿Qué pasa con tu miedo al agua? Le tienes miedo al agua y vives con ello, ¿no es una contradicción?

— No le tengo miedo al agua —le aclaró—  no sé nadar y mi miedo es a morir ahogada. Evidentemente, es un miedo, pero uno que creo que todos llevamos. Cuando te dije aquéllo no hablaba de ese tipo de miedo.

— ¿A qué miedos te referías entonces?

— Pues al resto de miedos que una chica como yo se supone tiene que tener.

— ¿Cómo por ejemplo? —la miró con suspicacia.

— No sé, miedo a no encontrar una falda de mi talla, o de no gustarle al chico que me gusta, o a catear los finales, ya sabes… lo que las chicas de mi edad tienen en la cabeza.

— Esos son temores intrascendentes o meras incertidumbres —no se dejó liar por la maniobra de despiste—. El miedo es otra cosa y lo sabes —cargó de advertencia su tono de voz—. No intentes colgarme una vez más el cartel de “tonto”, Beth.

— Lo siento —supo al instante que la había cagado y los nervios volvieron a hacer acto de presencia— no pretendía… no te estoy…

— Ya, no querías hacerlo —suspiró con hastío reclinándose en su butaca—. Mira Beth, de verdad que admiro tu constancia para intentar encontrar un resquicio de estupidez al que agarrarte, pero ya te aviso de que no vas a encontrarlo —ella humilló la cabeza—. Podemos hacer ésto por las buenas o por las malas, no me importa el camino que prefieras, los dos son buenos para mí, pero piensa cuál de los dos es el que más te conviene a ti.

— Lo siento Daniel, de verdad —se dejó fulminar por sus escrutadores ojos—. No volveré a subestimarte —mordió su labio al ver que él no cambiaba de expresión—. En serio, perdóname, no quiero que te enfades, no pretendo insultarte ni creo que seas estúpido… —le miró avergonzada— lo siento. Por favor.

— De acuerdo —ablandó la dureza de su gesto y lo dejó pasar—, ahora continúa diciéndome cuáles son esos miedos a los que te referías.

— Está bien —dijo un poco más tranquila— veamos… supongo que me refería al miedo que una chica de veinticuatro años “normal” tendría —él hizo un gesto invitándola a continuar—. No me da miedo la soledad, bebo, fumo, me drogo, bueno… me drogaba —obvió la irónica sonrisa. Intentó explicarse— quiero decir que no me da miedo experimentar o probar cosas nuevas, ni los extraños, ni el sexo, ni a que me pase nada cuando salgo, ni a…

— Vale, vale, lo capto —dijo cortando su diatriba— Echando un vistazo a tu expediente eso es perfectamente apreciable —lo desplegó ante ella— me gustaría hablar de ésto un poco —señaló su hoja de delitos— si no tienes inconveniente, claro.

— Creo que está bastante bien explicado ahí —se acercó más a la mesa para leerlo— soy conflictiva.

— Eso ya lo sé, pero… —el teléfono se puso a sonar—disculpa un segundo —descolgó el auricular—. Dr. Smith… si Rachel, estoy en una sesión —dijo molesto—. No, no me conciertes nada para el día veinte, sabes que me gusta pasarlo solo —hizo un gesto de vomitar con los dedos que hizo que Beth esbozase una sonrisa— pues diles que estoy fuera del país o lo que te dé la gana… —resopló cansino— escucha, ¿podemos hablarlo luego? Estoy ocupado… —se mordió un labio y Beth fijó automáticamente la sensual imagen en su mente— pues vete tranquila, yo me haré cargo… bien, adiós —colgó resoplando—. Discúlpame, les tengo dicho que no me molesten durante las sesiones, pero a Rachel le gusta pensar que mis indicaciones no la conciernen a ella.

— No es problema —colocó un mechón de pelo detrás de su oreja—  ¿Qué pasa el día veinte?

— Es mi cumpleaños —Beth abrió mucho los ojos y él asintió— sí, los treinta por fin han llegado.

— ¿Naciste el 20 de julio de 1984? —dijo mirando el papel que había bajo sus manos.

— Si, ¿por qué lo preguntas así?

— ¿Crees en las casualidades o eres partidario del destino?

—  “Casualidad” me gusta más, es una palabra más práctica que mística.

— Mira el número de mi expediente —lo hizo (20.071/984) y quedó visiblemente impresionado— bonita casualidad, ¿no crees?

Tuvo que darle la razón en este caso. Jamás se le hubiera ocurrido encontrar ningún tipo de similitud entre un número de expediente y una fecha de cumpleaños, pero ella sí. Ella sí se había fijado, lo que le vino a confirmar que cada gesto, cada movimiento y cada expresión que hacía delante de sus ojos, quedaba automáticamente registrado en su memoria. No le superaba en interpretación de expresiones corporales, pero tenía otro tipo de percepción que a él se le escapaba. Ella tenía sensibilidad.

— Bueno, volviendo al tema que nos ocupaba… eres conflictiva. Eso ha quedado patente —ella asintió confirmando—, pero ahora parece que eso está cambiando, ¿no es así?

— Eso parece —no sabía muy bien dónde quería llevarle con la conversación— aparentemente al menos.

— Exacto, aparentemente —sonrió con amplitud— ahora me temes a mí, a mis terapias y a la piscina climatizada. ¿Correcto?

— Correcto —reconoció.

— Bien, y parece que eso es debido a que de alguna forma he hecho que veas las cosas desde otra perspectiva, la cual nadie antes te había enseñado, y que ha hecho que valores y sopeses las consecuencias de tus actos… ¿Cierto?

— Sí… —la inseguridad se hizo latente— pero no entiendo a dónde quieres ir a parar con todo ésto.

— Sencillo, ya sé cómo vamos a ayudarte. Y créeme que no te va a gustar nada —sonrió enigmáticamente—. Nada de nada.

— ¿Por qué no me sorprende oír eso? —Su corazón empezó a palpitar aterrado— te gusta que me tiemblen las piernas —no era una pregunta.

— No voy a obligarte a someterte a la terapia Beth, será un “Quid pro quo” —la miró intensamente acercándose un poco más por encima de la mesa— pídeme algo a cambio y te lo concederé, en la medida de lo posible, antes de comenzarla voluntariamente y con tu consentimiento.

— ¿Puedo saber cuál va a ser la terapia antes de pedir lo que quiera? —intentó pensar con rapidez.

— Claro, faltaría más… —sonrió con picardía— Voy a enseñarte a nadar.

— ¿¿¡¡Cómo!!?? —A Beth se le descolgó la mandíbula— Estarás de broma… —Daniel negó—  eso no… ya sabes que… —Daniel asintió— pero eso no… —Daniel volvió a asentir— no puedes hacerme una cosa así… —asintió una vez más— ¡Dios, me quiero morir! —se llevó las manos a la cara.

— Vamos Beth, no es para tanto. Soy capaz de cosas peores y aunque ya sabía que no iba a gustarte “nada de nada”, te garantizo que cuando haya terminado contigo no va a reconocerte ni tu madre, aparte de ser capaz de nadar como la mismísima Esther Williams.

— Tómatelo a broma si quieres —dijo completamente hundida—  pero me voy a morir en esa piscina… ¿Por qué no me pegas un tiro y terminamos antes? ¿Tienes que hacerme pasar por ésto? ¿Qué puede haber de terapéutico en arrojarme otra vez a una piscina?

— Lo comprenderás durante la terapia. Confía en mí.

— Menuda garantía…

— ¿Sabes ya qué es lo que vas a pedirme a mí?

— ¡¡SÍ!! —Exclamó a la desesperada y sin pensarlo—  ¡¡Quiero salir de este maldito centro!!

— Concedido —sentenció.

— Espera, espera… —le miró atónita— no estaba… lo he dicho por decir, no vale.

— Sí vale. He aceptado y es totalmente válido.

— ¡¡Pero si no sé ni lo que he pedido!! —estaba completamente descolocada.

— Has pedido salir de este centro —sonrió con malicia—  y voy a permitírtelo.

— Si me dejas salir tienes que saber que no tendré la menor intención de regresar…

— No vas a salir sola —evidentemente el “quid pro quo” tenía truco— alguien te acompañará y tendrá un periodo de validez muy corto.

— Eres un tramposo —le miró con reproche— me has engañado. Eso no es jugar limpio.

— Te esperaré el viernes en La Rotonda a las ocho —Beth le escuchaba sin creer lo que estaba oyendo—. Saldremos a cenar fuera, conozco un restaurante italiano en el que hacen los mejores Espagueti al Pomodoro de la ciudad —Beth volvió a dejar caer la mandíbula.

— ¿¿¡¡Qué vamos a hacer qué!!?? —ahora sí que estaba realmente asustada.

— Cenaremos, pasearemos y charlaremos… —le guiñó un ojo— lo pasaremos bien.

Su terapeuta, Daniel Smith, el doctor Daniel Smith, su “Elefante Rosa” acababa de invitarle a cenar.

Al salir de la consulta fue cuando realmente quiso morirse.

Flor de agua
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