La entrevista
Cuando Daniel regresó al centro después de su comida con George, se fue directo a su despacho. Al pasar por la rotonda vio a Beth dormida en un sofá y a Sandy hablando con la enfermera del control. Hizo amago de acercarse a hablarle pero él la disuadió levantando una mano como si fuera una señal de Stop y sin aminorar el paso abrió con su tarjeta magnética las puertas y se perdió en el pasillo del bloque “D”. Anduvo a paso rápido hasta su despacho y una vez dentro cerró la puerta.
Afortunadamente Rachel aún no había vuelto de comer y aprovechó este hecho para echar la llave por dentro. La manía de su ayudante de no llamar a su puerta le sacaba de quicio y en esos momentos necesitaba estar solo. Haber tenido que recordarle a George el caso de Johannah había avivado también el recuerdo en su memoria y aunque no había un solo día que no lo recordara en un momento u otro, haberlo puesto en palabras era como echar sal en una herida que ya dolía por si sola sin necesidad de que la tocaran.
Rodeó su mesa y se sentó mirando la cubierta del expediente de Beth. Sacó del bolsillo de su chaqueta su móvil y las llaves y los dejó al lado de la abultada carpeta. Se quedó mirando los tres objetos sopesando que hacer. Volver a ojear el expediente, coger sus llaves y abrir su archivo para sacar el de Johannah o desconectar de todo y llamar con su móvil a Trish e invitarla a cenar…
Miró su reloj. En tres horas tenía sesión con Beth, pero pensando en que era viernes, que su humor no estaba para sutilezas, y que tenía que empaparse bien de los informes psicológicos de Beth antes de empezar a tratarla, decidió cancelar la sesión y transformarla en una sencilla y rápida entrevista. El fin de semana le daría tiempo, a ella para adaptarse al centro y a él para elegir la terapia más conveniente.
Cogió sus llaves y sacó el expediente de Johannah, apartando el de Beth y el móvil. Iba a disponerse a abrirlo y ojear las observaciones que su mentor fue recogiendo a lo largo de sus sesiones con ella, cuando el movimiento compulsivo del pomo de su puerta se lo impidió.
Oyó como Rachel suspiraba y maldecía por lo bajo mientras él volvía a abrir el cajón superior de su escritorio para guardar el expediente y alejarlo de los ojos de su avispada ayudante.
— Toc, toc, toc… —su voz acompañó los golpes en la puerta— ¿Da usted su permiso, doctor?
— Un momento… —no tenía nada por lo que esperar pero solo por fastidiarla se tomó su tiempo para llegar a la puerta.
— Puedo volver más tarde si está “usted” muy ocupado —la intención de las palabras era clara.
— Yaaa vooooy —quitó el pestillo y abrió—. Adelante, no te cortes.
— Dime que no venga y no te molestaré —pasó airada ante él tirando de un maletón de proporciones exageradas—, no me agrada tu compañía más que a ti la mía.
— ¿Qué traes ahí?
— El equipaje de la señorita Dawson. Lo ha traído un chófer.
— Perfecto, yo me ocuparé —le quitó el tirador de la maleta de la mano—. Puedes tomarte el resto de la tarde libre.
— ¿Vas a hacerlo tú solo?
— Sí.
— ¿No quieres que te ayude?
— No.
— ¿Qué mosca te ha picado, Daniel? Estás muy raro…
— Voy a llevar personalmente el caso de Beth ¿Qué hay de raro en eso? Ya lo he hecho en otras ocasiones.
— Si no lo digo por eso, lo digo porque me des el resto de la tarde libre.
— Es viernes Rachel, aprovecha y saca a tu marido a cenar por ahí. Yo me quedo aquí el fin de semana, así que disfruta y vuelve el lunes con las pilas a tope.
— Definitivamente te ha dado fiebre o algo —el teléfono comenzó a sonar—, ya lo cojo yo.
— ¡Cuánta amabilidad! —Daniel colocó la maleta encima de la mesa que tenían para las inspecciones.
— Despacho del doctor Smith ¿Dígame? —en un segundo mudó la expresión— Un momento, por favor —tapó el auricular— es tu amiga Trisssssssh ¿quieres hablar con ella?
— Ahora no. Dile que más tarde la llamo —intentaba abrir el cierre de la maleta.
— ¿Señorita Scott? El doctor no puede ponerse en este instante... Sí, descuide… No hay de qué. Buenas tardes. —colgó.
— ¿Tienes la llave de ésto?
— Ya sabía yo que algo escondías —sonrió ladina tendiéndole una pequeña llavecita dorada— vas a volver a quedar con ella…
— Rachel… —levantó la vista de la pequeña cerradura— mi vida privada no es asunto tuyo ¿de acuerdo?
— ¿Pero es que esta tía no se cansa nunca? ¿Cuántas veces le has dado calabazas ya? ¿quinientas? Y siempre vuelve a por más…
— Rachel, basta —la miró decidido a pararle los pies—. O te largas o te quedas, pero no me jodas.
— Será mejor que me vaya —cogió su abrigo y su bolso— no vaya a ser que te joda el polvo con mi opinión de esa tía.
— Que tengas buen fin de semana, Rachel —volvió a centrarse en el cierre de la maleta.
— Iba a desearte lo mismo, pero he cambiado de opinión —le miró de arriba abajo antes de salir por la puerta— espero que te lo pases fatal y que la cenita se te indigeste.
— Adiós, Rachel —resopló resignado pero sonriente—. Dale recuerdos a John de mi parte.
— Y tú una patada en el culo a Trisssssssh de la mía.
Salió sin esperar la réplica y dando un portazo. Daniel no entendía muy bien por qué su ayudante odiaba de esa manera a Trish. Vale que la mujer no era el paradigma de la decencia e integridad femenina, pero sí lo era de la belleza. No era muy inteligente tampoco, pero se podía mantener una conversación bastante amena con ella si no se profundizaba demasiado. Pero la mejor característica que atesoraba, según le parecía a Daniel, es que podías no volver a llamarla en meses y nunca se enfadaba, ni montaba escenitas por eso. Y eso para un hombre que tenía el tiempo libre muy escaso, era una bendición.
Consiguió abrir la maleta y se sorprendió bastante del contenido de la misma. Sabía que Beth era de buena familia y que económicamente no había tenido carencias pero aquellas ropas, caras y de buenas firmas, contrastaban con los harapos malolientes que llevaba puestos la noche de su ingreso. Fue sacando una a una las prendas y sometiéndolas al rutinario proceso de exploración en busca de cualquier objeto punzante, cuchilla, o utensilio que pudiera usar para dañarse ella misma o a los demás. Nada.
Se sorprendió al ver la ropa interior, toda elegante y fina lencería que igualmente desentonaba con su propietaria y que estaba seguro de que formaban parte de la última colección de Victoria´s Secret. También encontró varios libros y un neceser de aseo bastante completo, que pasó a confiscar pues él se encargaría de facilitarle la lectura que creyera conveniente y los objetos que contenía el neceser, como tijeras, rizadores de pestañas, corta uñas y demás estaban prohibidos. Una vez terminada la inspección colocó de nuevo las prendas como pudo y cerró la maleta dejándola al lado de su mesa.
Volvió a sumergirse en el expediente de Beth, decidió que no iba a buscar similitudes entre el caso de Johannah y el suyo. Prefería no dejarse influenciar por las conclusiones a las que había llegado su mentor y llevar este caso con la novedad y la exclusividad que merecía.
Un par de horas después empezó a acusar el cansancio acumulado y las pocas horas de sueño que llevaba en el cuerpo. Pensó que lo mejor sería terminar cuanto antes su entrevista con ella y descansar unas horas y una buena ducha, que le harían recuperar la energía necesaria para tener otra satisfactoria cita con Trish.
Y así se encontraba, pensando en lo que la cita iba a depararle, cuando el timbre del teléfono le sacó de su estado de semifantasía.
— ¿Dígame? —era la enfermera de recepción— No es molestia, ¿Qué ocurre?... ¿Ha venido sola?... no, no se moleste, saldré a buscarla yo mismo. Gracias Doris.
A Sandy tenían que tocarle mucho la moral para que dejara sola a una novata por el centro en su primer día. Si algo admiraba de su joven ayudante era que nunca perdía ni la paciencia ni la sonrisa, por muy problemática que fuera la interna.
Cogió sus llaves y salió del despacho en dirección al control de acceso, pasó la tarjeta por el sistema de apertura y abrió la puerta. Vio a una muy enfurruñada Beth sentada en el mismo sofá donde unas horas antes la había visto echarse un sueñecito. Ella levantó la vista y obedeció el gesto que él le hizo con la mano para que le siguiera. Recorrieron el pasillo en silencio y una vez dentro del despacho cerró la puerta y la invitó a sentarse.
Beth reconoció al instante la maleta que había al lado del escritorio de Daniel y automáticamente su expresión se endureció mientras tomaba asiento, hecho que a Daniel no le pasó desapercibido.
— Como ves ya han llegado tus cosas —señaló la maleta— ¿Te has instalado ya?
— Esas no son mis cosas —Beth le miró directamente— son las cosas que mi madre compra para mí y que pretende que use.
— ¿No es lo mismo? Independientemente de quién las compre… son tuyas. Las ha traído el chófer de tu familia.
— No, no es lo mismo —frunció el ceño—. Mis cosas me las compro y las pago yo ¿les ha echado un vistazo, doctor Smith?
— Sabes que sí.
— ¿Y cree que son de mi estilo?
— No sé cuál es tu estilo —cruzó las manos encima de su expediente— esperaba que me ayudaras tú a descubrirlo.
— Pues ya le digo que no es ese —señaló la maleta con la barbilla— puede devolverla o tirarla a la basura. No voy a ponerme nada de eso.
— ¿Y qué vas a ponerte durante tu estancia aquí? No han traído nada más.
— Si me permite hacer una llamada me pondré en contacto con alguien que me traerá mis verdaderas cosas.
— Por supuesto —giró el teléfono acercándoselo— todo tuyo.
— Sería mucho pedir… —descolgó el auricular— ¿un poco de privacidad?
— Es mucho pedir, sí —asintió con la cabeza y se encogió de hombros—. Normas del centro. Marca el cero para llamadas al exterior.
— Gracias —dijo con fastidio. Marcó el cero y luego el número. Esperó señal.
Mientras ella esperaba Daniel tamborileó sus dedos encima de su expediente. Se recostó en la silla y empezó a girarla de derecha a izquierda. Parecía que no había nadie en casa. Beth colgó con los dedos y sin quitarse el auricular de la oreja volvió a marcar y esperó. Nada.
Daniel empezó a silbar una especie de melodía a la vez que llevaba sus manos detrás de su cabeza, sin quitarle ojo. Por fin Beth se rindió y colgó el aparato con demasiada energía.
— ¿No contestan?
— Ya lo ha visto.
— Lo intentaremos más tarde —zanjó el tema—. Ahora, vamos a intentar entablar una conversación ligera e intrascendente. Nada profundo ni cargado de dobles significados —cerró su expediente apartándolo a un lado—. Digamos que será una primera toma de contacto para que vayamos conociéndonos un poco más ¿te parece bien?
— ¿Ésto forma parte de la terapia? —preguntó un poco confundida por lo extraño del asunto.
— No. La terapia la empezaremos el lunes. Solo serán preguntas personales, nada relacionado con lo que hacemos aquí. Hoy solo saciaremos nuestra mutua curiosidad. Yo te cuento algo personal y después tú me lo cuentas a mí. Si tengo dudas te pregunto y si las tienes tú me preguntas a mí… es un juego sencillo.
— De acuerdo —cruzó los brazos delante del pecho—, si eso es lo que quiere que hagamos eso haremos.
— Tutéame, por favor.
— Preferiría no hacerlo.
— No soy tan viejo como para que me llames de usted.
— No es por la edad. No tuteo a mis terapeutas.
— Aún no soy tu terapeuta, quedamos en que empezaríamos con eso el lunes.
— ¿Entonces quien se supone que es hoy para mí?
— Un nuevo amigo al que intentas conocer…
— Yo no quiero conocerle, es usted quien quiere conocerme a mí.
— No hace ni un minuto que has aceptado el juego y ya intentas echarte atrás…
— No me estoy echando atrás, simplemente no quiero tutearle.
— Pues no lo hagas.
— No pensaba hacerlo.
— Si te sientes incómoda podemos dejarlo…
— ¿Qué coño pretende, confundirme?
— No, solo pretendo conocerte. Pero si no estás preparada para hablar conmigo no hay problema, podemos esperar al lunes y hacerlo todo más profesional.
— No me siento incómoda, me limito a contestar sus preguntas.
— Aún no te he preguntado nada Beth, y parece por la expresión de tu cara que te haya sometido a un tercer grado…
La blanca sonrisa que vio en sus labios la descolocó por completo. Era cierto que no le había preguntado nada y que ella misma estaba poniendo las barreras para dificultar la conversación. Y ésto en vez de enfadarle o sacarle de sus casillas parecía no afectarle en absoluto. Seguía sonriente y relajado. Desde luego no estaba frente al típico loquero y aunque siempre se las había apañado para no dejarse manipular decidió aflojar un poco sus defensas. Pero solo lo suficiente para ver con qué tipo de profesional estaba tratando.