Ella es mía
— ¿A qué hora es la exhibición? —El cartel de Bienvenida a la ciudad le dio la excusa perfecta para sacarle de su mutismo.
— A la una —no apartó los ojos de la carretera.
— Oh, pues hay tiempo de sobra entonces…
— Sí.
El silencio volvía a pesar demasiado.
— Hace un día estupendo… aunque parece que va a hacer mucho calor.
— Ahá.
Algo andaba mal. Los monosílabos no eran normales en él.
— Daniel, ¿te pasa algo?
— No.
— ¿Va todo bien?
— Sí.
— ¿Seguro?
Daniel eludió responder tomando la salida de la carretera que indicaba la dirección del hotel. Y Beth sabía lo que le estaba pasando, se estaba arrepintiendo. Ahora, en este mismo momento.
Pero seguía adelante, no daba media vuelta.
Traspasaron las puertas del complejo y, en vez de dirigirse al edificio principal, tomó un caminito de grava en el que un cartel indicaba la dirección a las Mobile Homes. Creyó que se limitaría a llevarla a un simple hotel para echarle un polvo, pero en vez de eso… ¿había alquilado una cabaña?
Vaya, eso sí que era una sorpresa.
Su silencio mataba. Cierto era que no iban allí para hablar, pero el cambio de actitud tan radical que había sufrido desde que se montaran en el coche hasta llegar a este punto, le estaba desesperando. Intentó que la frustración y la rabia no le dominaran hasta que tuviera la posibilidad de estar cara a cara con él, sin distracciones, y borrar de manera fulminante cualquier duda que amenazara su deseo.
Y no iba a hacerlo precisamente hablando.
Daniel condujo hasta detenerse frente a la más alejada de las cabañas, estacionó en el hueco habilitado para ello y salió del coche a la vez que lo hacía Beth. Ambos se quedaron mirando la puerta de la cabaña como si esperaran que alguien saliera a recibirles. Beth giró la mirada hacia la mano de Daniel cuando sacó de su bolsillo la llave de acceso. Se la tendió.
El llavero en su mano extendida decía: Cógeme.
Su serio semblante decía: No lo hagas.
Completamente decidida cogió la llave de su mano y sin esperar que dijera nada, se encaminó con paso decidido hasta la puerta, abrió y entró. No quiso saber si Daniel le seguía o se quedaba fuera.
— Woow, vaya —recorrió la estancia con asombro y se quitó las gafas para poder apreciar todo el conjunto—. Que monada de sitio —paseó despreocupada por la estancia avanzando lentamente de manera felina—, si hasta tiene cocinita y todo.
— Ejem… —Daniel carraspeó apoyado en el quicio de la puerta— quizá me pasé un poco al elegir este sitio, —se le veía claramente incómodo cuando se deshizo de sus gafas y clavó los ojos en el suelo—. Buscaba algo discreto y… bueno, me pareció… no sé…
— No, no. Si está genial —se desplazó de la cocina al saloncito con sinuosos andares— y tiene chimenea también, muy cuco —sonrió con malicia mientras se dejaba caer en uno de los sofás—. Oh, que cómodos ¿los has probado?
— No, solo entré para verla.
— ¿Vas a quedarte ahí todo el día? —se descalzó con naturalidad y subió los pies al sofá.
— No, claro que no —entró y cerró despacio la puerta.
— Ven, siéntate y relájate un poco —palmeó el sofá a su lado— . ¿Ya te estás arrepintiendo?
— Aún estamos a tiempo de parar esto, Beth —frunció el ceño. Accedió a sentarse pero un poco más retirado— antes de que no haya manera de pararlo.
— Esto ya no hay quien lo pare —le corrigió—, estamos aquí. Tú y yo —le miró con intensidad, él tragó sonoramente—. Creía que ambos teníamos claro qué ocurriría —buscó su mano y entrelazó sus dedos—. Ahora no puedes echarte atrás… —tiró de su mano para impulsarse y acercarse.
— No me estoy… mierda —jadeó cuando notó sus manos subir por su pecho— Beth, espera —ya estaba a horcajadas sobre él.
— Daniel… —tiró del pelo de su nuca para elevarle la cabeza y que la mirara a los ojos— No pienses, vacía tu cabeza… —onduló sus caderas frotándose y causándole una inmediata erección— Eso es, así… ¿ves? —Pasó la lengua por sus labios— no es tan difícil… —susurró en su oído.
— Oh, joder… —su olor le llenó las fosas nasales acelerándole el corazón— última oportunidad… —dejó que sus manos subieran por sus piernas y se anclaran a sus demandantes caderas. Su voz sonó gutural— Detenme o ya no podré parar… —se relamió tragando el agua que se había formado en la boca.
— No quiero detenerte —le mordió los labios con ansia mientras sacaba la camiseta de la cinturilla de sus pantalones—. Lo que quiero es que me folles… —metió las manos por debajo— quiero que me devores —clavó las uñas en sus abdominales— ahora.
Vaaaaaale. ¿Cordura? ¿Qué es eso?
— Dios… —sus manos volaban sobre los botones de su camisa— voy a hacerlo, cielo —cuando hubo desabrochado el último abrió las solapas con violencia descubriendo sus pechos—. Oh, Dios santo… —sus ojos quedaron enganchados del eléctrico color de su ropa interior— Me encanta el azul…
Y ya no hubo quien tuviera valor de parar aquello.
La lascivia poseyó de brutal forma el cuerpo de Daniel. Todos y cada uno de los músculos de su cuerpo despertaron como si gozaran de libre albedrío, preparándose y anhelando con fiereza un único y morboso propósito.
La postura dominante que hasta ese instante había adoptado Beth, se desvaneció cuando con un violento movimiento se levantó del asiento, anclándola a su cuerpo e invirtiendo los papeles que hasta ese momento habían desempeñado.
La tumbó de espaldas en el sofá y se dejó caer contra ella propiciando que sus bocas se buscaran entre frenéticos besos y desesperados mordiscos. Sus respiraciones eran tan aceleradas que los feroces jadeos les lastimaron las gargantas.
Cuando Beth notó sus manos recorrer sus costillas y atrapar sus pechos con excesiva fuerza no pudo evitar que una victoriosa sonrisa le decorara la boca. La humedad de su lengua hacía estragos en su piel, trazando salvajemente un camino perfecto hacia la curva de su cuello. Intentó deshacerse de la camiseta que a él le cubría, a la vez que él retiraba de su pecho una de las copas del sujetador. Necesitaba tener esa rosada cúspide en su boca.
Terminó de sacarse la camiseta del cuerpo antes de volver a cernirse sobre su pecho y atrapar implacablemente entre sus dientes el duro y erecto pezón que contemplaba. Beth gimió extasiada cuando recorrió su espalda con las uñas, su perfecta y marmórea espalda, con la que tantas veces se había permitido delirar. Dura, suave, poderosa.
Le observó elevarse unos centímetros para meter una mano entre sus cuerpos y desabrocharle los botones de los vaqueros. El cuerpo entero de Beth dio una violenta sacudida a causa del brusco y único tirón. Él metió las manos por la abertura apretándole las caderas y desplazándolas después hacia su espalda. Tiró de ella para elevarla y volver a sentarla a horcajadas sobre él. Le quitó del todo la camisa y desesperado por tener más espacio para moverse, la inclinó hacia atrás lanzando su boca con un beso devastador y dejando el sofá en el impulso para caer sobre ella en el suelo.
— ¡Oh, Joder! —fue un sonoro golpe.
Beth gritó por el impacto, pero más aún, por sentirse aprisionada entre la cálida madera del suelo y su duro miembro, que se frotaba de manera despiadada contra su pelvis. Se abrió de piernas para dejarle hueco entre ellas. Daniel volvió a atrapar uno de sus pezones con los dientes, mojándolo y mordiéndolo. Apoyó una mano en el suelo equilibrándose y permitiendo que su otra mano se ocupara de masajear todas y cada una de sus deliciosas curvas.
Ella se concentró en abrirle los pantalones. Cuando lo consiguió introdujo la mano en sus bóxer y le atrapó con fiereza, consiguiendo que con un siseo él elevara la cabeza, la mirara y que de su garganta saliera un demoledor jadeo que podría haberse tachado de pornográfico. Un sonido que fue salvaje y atrozmente erótico. Beth quedó momentáneamente paralizada por ese feroz brillo que refulgió en su mirada y la sádica sonrisa que segundos después apareció en sus labios, no ayudó absolutamente en nada a paliar su inmovilidad.
— Beth… —un latigazo de miedo la recorrió al escuchar su ronca voz.
Vio en el fondo de sus ojos ese demonio que decían que habitaba en su cuerpo. Ese que, en muy pocas ocasiones, emergía y salía de su guarida, pero que ella en ese instante supo captar en su interior. Irremediablemente, y de manera obscena y perversa, su sexo hormigueó, empapándose.
Daniel serpenteó sin dejar de mirarla y descendió por su cuerpo hasta su ombligo dibujando un sinuoso sendero con su lengua. Agarró los laterales de sus vaqueros y los hizo deslizarse por sus piernas mientras su lengua saboreaba cada centímetro de piel que la tela iba dejando expuesta. Sus caderas, sus muslos, sus pantorrillas, sus tobillos.
— Deliciosa… —arrojó la prenda lejos y emprendió el camino de regreso.
— Ohhh... —la piel le abrasaba en contacto con su ávida lengua.
Cuando llegó de nuevo, entre besos y mordiscos, a la base de su cuello volvió a presionarla sin piedad contra su erección, sabiendo que pocas capas más de tela tendrían que desaparecer para poder meterse en esa húmeda cavidad que notaba palpitar bajo su vientre.
Y necesitaba hacerlo ya, no podría esperar mucho más. Necesitaba tenerla en una cama y sentir su duro pene ajustarse a su contorno, deslizarse prietamente dentro de ella. Necesitaba penetrarla casi más que respirar y dejándose llevar por un incívico impulso se levantó, dejándola tendida y expuesta.
Se descalzó con un par de expertos movimientos mientras ella recorría con lasciva mirada su perfecto torso desnudo, sus marcados abdominales, la fortaleza de sus brazos. Sonrió complacido cuando vio sus brillantes ojos detenerse en su recorrido y entornarse al clavarlos en la delirante V que su masculino vientre marcaba y se apreciaba justo encima de la cinturilla de su sensualmente desabrochado pantalón.
— Daniel… —elevó las manos reclamando su piel.
Aprovechó ese movimiento para agarrarla por las muñecas, levantarla de un tirón del suelo y estrellarla contra su cuerpo obligándola a rodearle la cintura con las piernas. Sus respectivos apetitos no se hicieron de rogar y volvieron a lamer, chupar y succionar los carnosos y accesibles labios que encontraban en el otro.
Avanzó unos pasos hasta el pie de la escalera notando como su erección pugnaba por salirse de sus bóxer y refugiarse en su interior. Con cada impulso que daba para subir los escalones su mente lo imaginaba ejecutando una cruel penetración. Solo tenía que apartar la delicada tela que atesoraba sus pliegues, liberar su dureza de la prisión de su ropa interior, y sería posible. Sería despiadadamente posible.
Y hubiera sido hecho realidad si Beth no hubiera cambiado de postura justo en ese momento, como si hubiera adivinado sus prontas intenciones. En mitad de la corta escalera deshizo el nudo de sus piernas en torno a él, nada más sentirse equilibrada sobre el escalón lo empujó violentamente contra la pared y se arrodilló luchando con sus pantalones hasta que estuvieron fuera de su cuerpo. Los arrojó a lo alto del tramo de escaleras.
— Oh, siii… —jadeó presa de la más devastadora lujuria.
Se deleitó tocando la piel de sus férreas piernas, suaves y libres de vello como correspondía a un buen nadador, mientras sus ojos no se apartaban del imposible y enorme bulto que se escondía tras la íntima prenda. Lo hizo descender de una sola vez y tuvo que retirarse con una mano en el pecho impactada de pronto ante semejante despliegue de hombría. Daniel sonrió, mientas los hacía desaparecer, orgulloso y complacido por lo que decía su expresión.
Beth quería probarla, extendió su mano y atrapó el grueso contorno sin ninguna vacilación. La boca se le hizo agua, necesitaba averiguar a qué sabía… alzó los ojos para enredarlos con los suyos. Mientras su mano le acariciaba toda la longitud lentamente, se relamió los labios.
— Ofrécemela… —viciosa, obscena.
— Ven a por ella… —arrogante.
— Dámela… —exigente, altiva.
— Gánatela… —perverso.
Separó los labios entreabriendo la boca sin soltarle la mirada y dejó de acariciarle dejando la mano quieta en la base de su dureza. Avanzó con segura lentitud acortando el aire que empezaba a escasear entre ellos. Sólo unos pocos centímetros la separaban ya de su rosado glande, pero se detuvo a uno sólo y sacó la lengua para tocar con su punta la sensible superficie.
— Oahhhh… —unas gotas preseminales se escaparon, humedeciendo la zona— Joder…
— Dámela… —otro húmedo y leve roce circundando su contorno, apreciando su íntimo sabor.
— Ohhh… sí —se rindió impulsando sus caderas y cediendo a su petición— Más…
— No —se retiró sin aceptarle—. Ahora ya no.
Los ojos de Daniel llamearon frustrados y sorprendidos.
Ella sonrió dañina.
Y en ese instante se desataron los infiernos.
La levantó sin ningún tipo de contemplación por los brazos y se la cargó al hombro mientras un rugido atroz salía de la varonil garganta. Ella gritó impotente cuando se vio cargada de esa manera, como hacían los trogloditas con sus hembras en la edad media, arrastrada y obligada aunque no quisieran.
Y luchó por liberarse mientras él terminaba de subir los escalones que quedaban, y no porque no quisiera, sino porque estaba convencida de que eso le gustaría. Pataleó y se quejó golpeando y mordiendo cada parte de piel que tenía a su alcance. Una fuerte sacudida le hizo creer que caía al vacío, pero sólo era el impulso con que él la lanzó para tirarla sobre la cama.
Sin darle tiempo a colocarse se abalanzó salvajemente sobre ella, desparramando almohadones y cobertores, interceptando todos sus intentos de huida. En el forcejeo consiguió magistralmente deshacerse de su sujetador e inmovilizándole ambas muñecas con una sola mano, le quitó hábilmente las bragas con la otra.
Tuvo que emplearse a fondo, pues no dejaba de retorcerse y hasta consiguió morderle en una ocasión que descuidó sus peligrosos dientes. Cuando por fin la tuvo desnuda la liberó y dejó que se resistiera un poco más. Pero sólo un poco, el deseo que le abrasaba las entrañas ya había rebasado con creces su límite tolerable y volvió a someterla hasta que por fin la tuvo prisionera bajo su cuerpo.
Jadeante y acalorada.
— Dime que no lo haga… —le obligó a dejarle sitio entre sus piernas— Dime que no.
Agresiva y terriblemente hermosa.
— No lo hagas… —siseó perdiéndose en sus verdes y furiosos ojos— no quiero que lo…
Y en ese instante la penetró hasta el fondo arrancándole un grito devastador a su garganta.
— ¡¡OOOOHHHHHHH… DIOS!!
Se abrió paso en su cuerpo reclamando su espacio en él. Le maravilló la sensación de opresión, lo increíblemente estrecha que la sentía, la rugosa calidez que lo envolvía.
Perfecta. Adecuada. Ideal.
Comenzó el sensual balanceo, alimentándose de las sensaciones que el frágil cuerpo de Beth le trasmitía. Se dejó embargar por un eufórico frenesí, que aumentaba de intensidad según se incrementaba la velocidad de sus embestidas. Mordió su boca mientras ella jadeaba contra la suya. Sintió como su respiración se volvía irregular cuando los primeros síntomas de un devastador orgasmo empezaron a sacudirla.
Duro, despiadado e implacable… se separó.
— ¡¡NO, NO, NO…!! —Se sintió vacía y hueca sin sentirle dentro— Espera… no me dejes así… —intentó volver a penetrarse pero él lo evitó, incorporándose.
— Lo siento, mi vida… —se apartó entre temblores intentando recordar dónde había puesto los malditos condones— Joder, dónde demonios…
— En mi bolso… abajo —no quería separase, físicamente no lo soportaría—, pero no puedo esperar Daniel… —se incorporó y tiró de su pelo mientras le besaba de nuevo con toda la pasión que la consumía—. Si piensas bajar… yo voy contigo —se colgó de su cuello y lamió sus labios.
— Espera —vio su pantalón tirado cerca del comienzo de la escalera. Sonrió, allí estaban los malditos—. Vale, hay que llegar hasta ellos… ¿lista? —ella enroscó las piernas en sus caderas a modo de respuesta.
— Cuando quieras… —Daniel se impulsó para levantarse. Beth aprovechó el movimiento para volver a penetrarse.
— ¡¡JODER!! —se dejó caer sentado y tuvo que hacer esfuerzos titánicos por no derramarse en ese mismo instante.
— Date prisa… —jadeo en su oído, meciéndose y desesperándolo— ya no aguanto…
— Joder, Beth… así no puedo, cielo… —la intentó alejar de sus caderas—. Por favor, será un segundo…
— Está bien, de acuerdo —bufó dejándole libre y sintiéndose dolorosamente incompleta sin él.
Daniel salió en busca del pantalón y sacó del bolsillo trasero un par de condones. Abrió uno y se lo colocó de camino a la cama, donde una más que dispuesta Beth le esperaba tendida sobre su espalda, abierta y hermosa como jamás había visto a ninguna otra mujer.
La miró y la deseó con un ansia inhumana y completamente irracional. Era suya, esa increíble e indomable mujer era de su absoluta propiedad en ese instante e iba a poseer, de todas las formas conocidas, lo que ella le ofrecía por voluntad propia.
Trepó sobre ella pasando una mano por debajo de su cintura y colocándola como él quería. Le abrió aún más las piernas y sin perder ni un instante, volvió a introducirse hasta su misma base en su tierna y cálida carne. Dio a sus caderas un ritmo constante y demoledor, entrando y saliendo, una y otra vez, mientras buceaba en esos expresivos ojos marrones que le observaban.
Sus respiraciones, sus jadeos, y sus sentidos se sincronizaron como si de dos perfectos relojes suizos se trataran. El orgasmo los alcanzó a la vez, mirándose cada uno en los ojos del otro. Destruyendo a su paso toda emoción por pequeña o insignificante que fuera y creándolas de nuevo mucho más intensas y fuertes.
Supieron de primera mano lo que era estar en la gloria.
Con los corazones desbocados y las manos entrelazadas, se dejaron caer exhaustos sobre los cómodos almohadones, intentando cada uno y ya por separado, volver a encontrar su propio ritmo interior.