XLIX
XLIX
La despedida del siglo
En el espacio de ocho días con sus noches, la vizcondesa de Cambes estuvo yerta y delirando sobre la cama, adonde se le había conducido desmayada después de haber recibido la fatal noticia.
Sus camareras velaban en torno suyo, y Pompeyo guardaba la puerta. Tan sólo este antiguo criado, arrodillado ante el lecho de su desgraciada señora, podía despertar en ella un destello de razón.
Numerosas eran las visitas que se acercaban a su puerta; pero el fiel escudero, inflexible en su consigna como un soldado veterano, defendía vigorosamente la entrada, tanto por la convicción que tenía de que toda visita sería importuna a su señora, cuanto por la orden del médico, que temía sufriese la vizcondesa de Cambes alguna fuerte emoción.
Todas las mañanas se presentaba Lenet a la puerta de Clara, pero no era mejor recibido que los otros. La princesa misma se presentó a su vez con un gran séquito un día que acababa de visitar a la madre del pobre Richón, que habitaba en un arrabal de la ciudad. El fin de la princesa, aparte del interés que le inspiraba la señora de Cambes, era el de blasonar de una imparcialidad completa.
Se presentó dándose la importancia de una soberana; pero Pompeyo le hizo observar que tenía una consigna de la cual no podía separarse; que todo hombre, sin exepción de los duques y generales, y todas las mujeres, inclusas las princesas, estaban sujetas a estas consignas, y la señora de Condé más que ninguna, atendiendo a que después de lo ocurrido, su vista podía acarrear a la enferma una crisis terrible.
La señora de Condé, que satisfacía o creía satisfacer un deber, y que no deseaba otra cosa que retirarse, no se lo dejó repetir, y partió con su comitiva.
Al noveno día había recobrado la vizcondesa su conocimiento; se había observado que mientras su delirio no había cesado de llorar. Aunque por lo común la fiebre sigue a las lágrimas, las suyas, por decirlo así, habían abierto un surco bajo sus párpados, circundados de un color rojo y azul pálido, como los de la sublime Virgen de Rubens.
El día noveno, como llevamos dicho, en el momento en que menos lo esperaba, y cuando se empezaba a desesperar, recobró la razón como por encanto. Sus lágrimas se agotaron, sus ojos circularon en torno de ella, deteniéndose con una triste sonrisa en sus camareras, que la habían cuidado con tanto esmero, y en Pompeyo, que la había guardado con tanto afán. Entonces, permaneciendo silenciosa con los ojos enjutos y apoyada en el codo por algunas horas, prosiguió en el mismo pensamiento que incesantemente renacía con más vigor en su inteligencia regenerada.
Luego, súbitamente y sin pensar en si sus fuerzas corresponderían a su resolución dijo:
—Vestidme.
Las camareras se le acercaron admiradas y quisieron hacerle algunas observaciones. Pompeyo dio algunos pasos por la sala juntando las manos como para implorar.
Pero la señora de Cambes repitió cariñosamente aunque con fuerza:
—¡He dicho que me vistáis, vestidme!
Las doncellas se dispusieron a obedecer. Pompeyo se inclinó y salió andando de espaldas.
¡Ay! A lo rollizo y sonrosado de sus mejillas había sustituido la sequedad y la palidez de los moribundos. Su mano, siempre bella y de hechicera forma, se alzaba diáfana y de un blanco mate como el del marfil, que oscurecía la blancura de la batista en que estaba envuelta.
Bajo su delicado cutis corrían las venas violadas, síntomas de la consunción causada por un largo padecimiento.
Los vestidos que se había quitado la víspera, y que por decirlo así, dibujaban su elegante talle, caían a su alrededor en anchos pliegues. Se le visitó conforme deseaba, pero el tocado duró mucho, porque estaba tan débil, que por tres veces se sintió mal. Cuando ya estuvo vestida se acercó a una ventana, pero retrocedió súbitamente como si la vista del cielo y de la ciudad le hubiese aterrado; fue a sentarse a una mesa, pidió tintero y pluma, y escribió a la señora de Condé pidiéndole que le hiciera el favor de otorgarle una audiencia. Diez minutos después de haber enviado esta carta por medio de Pompeyo, se oyó el ruido de un carruaje que paraba delante del edificio, y casi enseguida fue anunciada la señora de Tourville.
—¿Sois vos seguramente —preguntó aquélla a la señora de Cambes—, quien ha escrito a la princesa pidiéndole una audiencia? —Sí, señora— le dijo la vizcondesa; —¿me la negará?
—Todo lo contrario, querida niña, porque vengo a deciros de su parte que bien sabéis que no necesitáis audiencia, y que podéis entrar a todas horas del día y de la noche en el palacio de Su Alteza.
—Gracias, señora —contestó Clara—; voy a aprovecharme del permiso.
—¿Cómo? —dijo la de Tourville—. ¿Vais a salir en ese estado?
—Tranquilizaos, señora —contestó la de Cambes—, me siento perfectamente.
—¿Y vais a venir?
—Dentro de un momento.
—Voy a prevenir a Su Alteza de vuestra llegada.
Y la señora de Tourville salió como había entrado, después de haber hecho a la señora de Cambes una ceremoniosa reverencia. La noticia de esta inesperada visita produjo, como se deja conocer, un gran efecto en aquella pequeña corte. La situación de la señora de Cambes había inspirado un interés tan vivo como general, por que faltaba mucho para que todos aprobasen la conducta de la señora de Condé en las últimas circunstancias. La curiosidad llegaba a su colmo, oficiales, damas de honor y cortesanos ocupaban el gabinete de la princesa, no pudiendo creer en la visita prometida, porque el día anterior se había pintado como casi desesperada la situación de la vizcondesa de Cambes.
Súbitamente anunciaron a la señora vizcondesa de Cambes. Clara apareció.
Al aspecto de aquel semblante pálido como la cera, frío e inmóvil como el mármol y sus ojos hundidos y opacos, que no tenían más que un destello, último reflejo de las lágrimas que había vertido, un doloroso murmullo se levantó en torno de la princesa.
La vizcondesa de Cambes no pareció notarlo.
Lenet se levantó conmovido y le tendió la mano.
Pero la vizcondesa, sin dar la suya, hizo un saludo lleno de nobleza a la princesa y se dirigió hacia ella atravesando toda la longitud de la sala con paso firme; pero como estaba tan pálida, a cada paso que daba podía creerse que iba a caer.
La señora de Condé, muy agitada y pálida también, vio acercarse a la vizcondesa, con un sentimiento parecido al espanto, y no tuvo poder para ocultar este sentimiento que a su pesar se dibujaba en su rostro.
—Señora —dijo Clara con una voz grave—, he solicitado una audiencia de Vuestra Alteza que ha tenido a bien acordarme, para preguntarle delante de todos si desde que tengo el honor de servirle se encuentra satisfecha de mi fidelidad y decisión.
La princesa se llevó el pañuelo a los labios, y contestó balbuceando:
—Sin duda alguna, querida Clara, en todas ocasiones he estado contenta de vos, y más de una vez os he manifestado mi gratitud.
—Esta manifestación es preciosa para mí, señora —contestó la vizcondesa de Cambes—, porque ella me autoriza para solicitar el favor de despedirme de Vuestra Alteza.
—¿Cómo? —exclamó la señora de Condé—. ¿Me abandonáis, Clara?
La vizcondesa saludó respetuosamente y calló.
En todos los semblantes se veía la vergüenza, el remordimiento o el dolor. Un silencio fúnebre se había apoderado de toda la asamblea.
—¿Pero por qué me dejáis? —dijo la princesa.
—Me restan pocos días de vida, señora —repuso la señora de Cambes—, y estos pocos días deseo emplearlos en la salvación de mi alma.
—Clara, querida Clara —exclamó la princesa—, reflexionad…
—Señora —interrumpió la de Cambes—, dos gracias tengo que pediros. ¿Puedo esperar que me las concedáis?
—¡Oh, hablad! —exclamó la princesa—, pues tendría muchísimo gusto en hacer algo por vos.
—Lo podéis hacer, señora.
—Entonces, ¿cuáles son?
—La primera es que me concedáis la abadía de Santa Raimunda, vacante por la muerte de la señora de Montvey.
—¡Una abadía para vos, querida niña! Reflexionadlo bien.
—La segunda, señora —continuó la vizcondesa con un leve temblor en la voz—, es que se me permita hacer sepultar en mi dominio de Cambes el cuerpo de mi prometido, el señor Raoul de Canolles, asesinado por los habitantes de Burdeos.
La señora de Condé se volvió comprimiendo su corazón con su mano. El duque de Larochefoucault palideció y perdió su compostura. Lenet abrió la puerta de la sala y huyó precipitadamente.
—¿No contesta Vuestra Alteza? —dijo la vizcondesa—. ¿Lo niega? ¿Acaso he pedido mucho?
La princesa no tuvo fuerzas más que para hacer un movimiento de cabeza en señal de asentimiento, y cayó desmayada en su sitial. La señora de Cambes se volvió, como lo hubiera hecho una estatua movida por un resorte, y abriendo los circunstantes una ancha calle delante de ella, pasó erguida e impasible por delante de todas aquellas frentes inclinadas. Tan sólo cuando hubo salido de la sala, se notó que nadie había pensado en socorrer a la princesa.
Al cabo de cinco minutos se sintió el ruido de un carruaje en el patio. Era la vizcondesa de Cambes que se alejaba de Burdeos.
—¿Qué decide Vuestra Alteza? —preguntó la marquesa de Tourville a la princesa luego que ésta volvió en sí.
—Que se obedezca a la señora vizcondesa de Cambes en el cumplimiento de los dos deseos que ha manifestado hace poco, y al mismo tiempo que se le suplique nos perdone.