VI
VI
Los dos hermanos
Un rayo que hubiera caído a los pies de Nanón, no le habría causado mayor sorpresa que la que experimentó a esta aparición inesperada, ni probablemente le habría arrancado una exclamación más dolorosa que la que a su pesar se escapó de sus labios.
—¡Él! —exclamó.
—Sin duda, mi amable hermanita —respondió una voz enteramente apacible.
—¡Pero perdonad —continuó el dueño de aquella voz reparando en el duque de Epernón—, perdonad! ¡Tal vez es inoportuno!
Y saludó profundamente al gobernador de la Guiena, que le acogió con un gesto de benevolencia.
—¡Cauviñac! —murmuró Nanón—, pero tan bajo, que más bien fue pronunciado este nombre con el corazón que con los labios.
—Muy bienvenido, señor de Canolles —dijo el duque con el gesto más placentero del mundo—, vuestra hermana y yo no hemos hecho otra cosa que hablar de vos desde anoche, y desde anoche deseábamos veros.
—¡Ah! ¡Deseabais verme! ¿De veras? —dijo Cauviñac dirigiendo a Nanón una mirada llena de cierta expresión indefinible de ironía y de duda.
—Sí —dijo Nanón—, el señor duque ha tenido la bondad de desear que le fueseis presentado.
—Sólo el temor de ser inoportuno, monseñor —dijo Cauviñac inclinándose ante el duque, me ha impedido reclamar antes este honor.
—En efecto, barón —dijo el duque—, yo he admirado vuestra delicadeza, y os tengo que reñir por lo mismo.
—¡A mí, monseñor! ¡Reñirme por mi delicadeza!
—¡Ah! ¡Ah!
—Sí; porque si vuestra buena hermana no hubiese cuidado de vuestros intereses…
—¡Ah! —dijo Cauviñac dirigiendo a Nanón una mirada de elocuente reproche—, ¡ah! ¿Mi buena hermana ha cuidado de los intereses de… su señor?…
—¡Hermano! —dijo con viveza Nanón—; ¿qué cosa más natural?
—Y aún hoy mismo. ¿A qué le debo el placer de veros?
—Sí —dijo Cauviñac—, ¿a qué le debéis el placer de verme, monseñor?
—¡Es claro! ¡A la casualidad! A la simple casualidad, que ha hecho que volváis.
—¡Ah! —exclamó Cauviñac en su interior—; es decir que yo había partido.
—¡Sí, habíais partido, mal hermano! Y sin avisármelo más que con dos letras, que sólo han aumentado mi inquietud.
—¡Qué queréis, mi querida Nanón! Es menester disimular algo a los enamorados —dijo el duque sonriendo.
—¡Oh!, ¡oh! Esto se complica —dijo para sí Cauviñac—. Según parece estoy enamorado.
—Vamos —dijo Nanón—, confesad que lo sois.
—No lo negaré, no —replicó Cauviñac con sonrisa de triunfo inquiriendo con avidez la verdad en las miradas de los otros, para con la ayuda de algunos indicios poder confeccionar una mentira de a folio.
—Sí, sí —dijo el duque—, pero almorcemos, si os place, y nos contaréis almorzando vuestros amores, barón. Francineta, un cubierto para el señor barón de Canolles.
—Aún no os habréis desayunado, ¿es verdad, capitán?
—No, monseñor; y confieso francamente que el aire fresco de la mañana me ha despertado prodigiosamente el apetito.
—Decid más bien de la noche, mal bicho —dijo el duque—, porque desde ayer parece que corréis la posta.
—¡A fe mía!, es extraño —se dijo Cauviñac por lo bajo—, el cuñado ha tenido buen acierto. ¡Pues bien! No me opongo; sea desde la noche…
—¡Vamos! —dijo el duque dando el brazo a Nanón, y pasando al comedor seguido de Cauviñac—; aquí tenéis, si no me engaño, con qué hacer frente a vuestro apetito, por muy bueno que sea.
En efecto, Biscarrós se había extendido, los manjares no eran numerosos, pero sí exquisitos y suculentos. El vino rubio de la Guiena y el encendido de Borgoña se desprendían de las botellas sobre las copas como perlas de oro y cascadas de rubíes.
Cauviñac devoraba.
—Este mocito trabajaba con buenos ánimos —dijo el duque—; ¿y vos, Nanón, no coméis?
—No tengo apetito, monseñor.
—¡Esta hermana tan querida! —exclamó Cauviñac—. Vamos cuando pienso que el placer de verme le ha quitado el apetito, en verdad, ¡yo no quisiera que me amase hasta ese extremo!
—Vaya, este aloncito, Nanón —dijo el duque.
—Para mi hermano, monseñor, para mi hermano —dijo la joven, que veía desocuparse el plato de Cauviñac con una rapidez portentosa, y que temía ver reproducirse sus pullas después de desaparecer los manjares.
Cauviñac tendió su plato con una sonrisa de extremado reconocimiento. El duque puso el alón en el plato, y Cauviñac lo volvió delante de sí.
—¿Qué nos decís de bueno, Canolles? —dijo el duque con una familiaridad que pareció a Cauviñac de muy buen agüero—. Parece que os agrada que no se hable ya de amores.
—Nada de eso, todo lo contrario, hablad, monseñor, hablad, no os contengáis —dijo el joven, a quien el Medoc y el Chambertín, combinado por medio de dosis sucesivas e iguales, empezaban a hacerle soltar la lengua.
—¡Oh! Monseñor es muy diestro en punto a chanzas —dijo Nanón.
—Podemos hacerle entrar en el capítulo del hidalguito —dijo el duque.
—Sí —añadió Nanón—, del hidalguito que encontrasteis anoche.
—¡Ah!, sí, en el camino —dijo Cauviñac.
—Y posteriormente en el parador de Maese Biscarrós —añadió el duque.
—¡Y posteriormente en el parador de Maese Biscarrós! —repuso Cauviñac—, tenéis razón.
—¿Según eso, le habéis encontrado realmente? —preguntó Nanón.
—¿Al hidalguito?
—Sí.
—¿Cómo era? Veamos, decídnoslo con franqueza.
—¡Oh!, sin reparo —repuso Cauviñac—, era un lindísimo jovencito, rubio, esbelto, elegante, y viajaba con una especie de escudero.
—El mismo —dijo Nanón mordiéndose los labios.
—¿Y os habéis enamorado?
—¿De quién?
—Del hidalguito rubio, esbelto y elegante.
—¡Bah!, monseñor —dijo Cauviñac, que estaba a punto de rasgar el velo que le cubría—. ¿Qué queréis decir?
—¿Conserváis aun sobre vuestro corazón el guantecito gris perla? —continuó el duque, riendo con soma.
—¿El guantecito gris perla?
—Sí, aquel que olíais y besabais tan apasionadamente anoche. Cauviñac no llegaba a comprender del todo.
—Aquél, en fin, que os hizo sospechar la astucia, la metamorfosis —decía el duque, recargando su acento sobre cada sílaba.
Cauviñac acabó de comprenderlo todo a esta sola palabra.
—¡Ah! —exclamó—, ¿conque el hidalguito era una mujer?, pues, señor, por mi honor que no lo había sospechado.
—Sospecharlo, no —murmuró Nanón.
—Dadme de beber, hermana mía —dijo Cauviñac—. No se quién ha vaciado la botella que tengo a mi lado, lo cierto es que no tiene nada.
—¡Vamos!, ¡vamos! —dijo el duque—, todo puede remediarse, una vez que el amor no le impide beber ni comer; así no padecerá la causa del rey.
—¡Padecer la causa del rey! —exclamó Cauviñac—, ¡jamás! El servicio del rey es lo primero. ¡Los negocios del rey son sagrados! Monseñor, ¡a la salud de Su Majestad!
—¿Se puede contar con vuestra lealtad, barón?
—¿Con mi lealtad al rey?
—Sí.
—Ya lo creo, si se puede contar. ¡Bah! Me dejaría descuartizar por él, sin tardanza…
—Es muy natural —dijo Nanón, temiendo que en su entusiasmo producido por el medoc y el chambertín, no olvidase Cauviñac el personaje cuyo papel representaba para entrar en su propia individualidad—, es muy natural, ¿no sois, merced a las bondades del señor duque, capitán al servicio de Su Majestad?.
—¡Oh!, jamás lo olvidaré —dijo Cauviñac con visible emoción, y poniendo la mano sobre su pecho.
—Ya veremos, barón, ya veremos más adelante —dijo el duque.
—¡Gracias, monseñor, gracias!
—Todo requiere un principio.
—Ciertamente.
—Sí, vos sois bastante tímido, mi joven amigo —repuso el duque de Epernón—. Cuando necesitéis protección, recurrid a mí, ahora que ya es inútil andar con rodeos, y que no tenéis necesidad de ocultaros, una vez que ya sé que sois el hermano de Nanón…
—Monseñor —exclamó Cauviñac—, en lo sucesivo recurriré a vos directamente.
—¿Me lo prometéis?
—Empeño mi palabra.
—Haréis perfectamente.
—Esperad un poco, y vuestra hermana os enterará de lo que se trata, pues tiene una carta que confiaros de parte mía. Tal vez en lo interesante del mensaje que os confío está contenida vuestra fortuna. Tomad los consejos de vuestra hermana, joven, que es una gran cabeza, tiene un alma privilegiada y un corazón generoso. Amad a vuestra hermana, barón, y de este modo obtendréis mis más distinguidos favores.
—Monseñor —exclamó Cauviñac con entusiasmo—, mi hermana sabe hasta qué punto la quiero, y que mis deseos no son otros que de verla feliz, poderosa y… rica.
—Me agrada ese ardor —dijo el duque—, quedaos pues con Nanón, mientras yo voy a ocuparme de cierto truhán.
—Y a propósito, barón —continuó el duque—, tal vez podríais darme algunos indicios acerca de ese bandido.
—Con mucho gusto —dijo Cauviñac—. Sólo falta que sepa de qué bandido me quiere hablar monseñor; hay tantos, especialmente en los tiempos que corremos.
—Tenéis razón; pero éste es uno de los más osados que yo he conocido.
—¡De veras! —dijo Cauviñac.
—¡Figuraos que ese miserable, en cambio de la carta que os escribió ayer vuestra hermana, y que había adquirido por medio de una infame violencia, me ha arrancado una firma en blanco!
—¡Una firma en blanco! ¿De veras? ¿Pero qué interés podíais tener —preguntó con aire sencillo Cauviñac—, en poseer esa carta de una hermana a su hermano?
—¿Olvidáis que yo ignoraba este parentesco?
—¡Ah! Es cierto.
—Y que yo tuve la necedad, perdonádmela, Nanón —continuó el duque tendiendo la mano a la joven—; y que tuve la necedad de estar celoso de vos.
—¡Verdaderamente! ¡Celoso de mí! ¡Ah! ¡Qué injusto habéis sido, monseñor!
—Quería, pues, preguntaros si teníais algunas sospechas, o podéis darme algunos indicios de quién sea el que ha representado conmigo el papel de delator.
—No por cierto… Pero ya sabéis, monseñor, que semejantes acciones no quedan impunes, y algún día sabréis quién ha cometido ésta.
—¡Oh! Ciertamente, lo sabré algún día —dijo el duque—, y para ello tengo ya tomadas mis precauciones; pero habría estimado más saberlo enseguida.
—¡Ah! —repuso Cauviñac aplicando el oído—. ¡Ah! ¿Tenéis tomadas ya vuestras precauciones, monseñor?
—Sí, sí; y mucha ha de ser la suerte del perillán —continuó el duque—, si la firma en blanco no le sirve para colgarle.
—¡Oh! —dijo Cauviñac—; ¿y cómo podréis distinguir esa firma de las demás que ponéis en vuestras órdenes, monseñor?
—Para eso le tengo hecha una señal.
—¡Una señal!
—Sí, invisible, para todos, pero que yo reconoceré con la ayuda de un procedimiento químico.
—¡Tate, tate! —dijo Cauviñac—, es una de las cosas más ingeniosas lo que habéis hecho, monseñor; pero es menester procurar que él no recele de la trama.
—¡Oh! No hay peligro, ¿quién se lo ha de decir?
—¡Ah! Es cierto —repuso Cauviñac—; ni a Nanón ni yo creo que seamos capaces…
—Ni yo —dijo el duque.
—¡Ni vos! Tenéis mucha razón, monseñor. Algún día llegaréis a saber quién es ese hombre, y entonces…
—Y entonces, como mi palabra no estará empeñada, pues que ya habrá sido satisfecho se deseo en cambio de la firma; entonces, digo, le haré colgar.
—¡Amén! —dijo Cauviñac.
—Mas ahora —continuó el duque—, ya que no podéis darme ningunos indicios de este truhán…
—No, monseñor, me es imposible.
—Pues bien, os dejo con vuestra hermana. Nanón —continuó el duque—, dad a ese mocito las instrucciones necesarias, y sobre todo que no pierda el tiempo.
—Descuidad, monseñor.
—Entendeos los dos.
Y el duque hizo con su mano un saludo gracioso a Nanón y un gesto amistoso a su hermano, y bajó la escalera, habiendo prometido antes estar de vuelta probablemente durante el día.
Nanón acompañó al duque hasta la mesa de la escalera.
—¡Cuernos! —dijo Cauviñac—; ha hecho perfectamente el digno señor en prevenirme. ¡Vamos, vamos, no es tan tonto como parece! ¿Pero qué haré yo con la firma en blanco? ¡Diablo! Lo que se hace con un billete, le daré de baja.
—Ahora, caballero —dijo Nanón entrando y cerrando la puerta—; ahora acaba de decir el duque de Epernón, entendámonos los dos.
—Sí, querida hermanita —respondió Cauviñac—, nos entenderemos los dos, porque yo he venido únicamente por tener el gusto de hablar contigo; ahora conviene sentarse.
—Ten la bondad de tomar asiento.
Y Cauviñac aproximó una silla a la suya, e hizo entender con la mano a Nanón que aquel asiento le estaba destinado.
Nanón se sentó con un ceño que no anunciaba nada bueno.
—¿Cómo es —dijo Nanón— que no estás donde debieras estar?
—¡Ah!, queridita hermana, ¡que poco galante eres! Si yo estuviera donde debo estar, no estaría aquí, y por consiguiente no tendrías el placer de verme.
—¿No habías deseado recibir las órdenes?
—No, yo no, di más bien que las personas interesadas en mi suerte, y tú particularmente, habéis deseado hacerme entrar en esa senda, pero yo jamás he tenido por la iglesia una vocación muy decidida.
—Sin embargo, tu educación ha sido enteramente religiosa.
—Sí, hermana mía, y yo creo haberla aprovechado, santamente.
—Fuera sacrilegio, señor mío; no hay que burlarse con las cosas santas.
—No me burlo, querida hermanita, no hago más que referir la verdad. Escucha, tú me mandaste a seguir mis estudios con los hermanos mínimos de Angulema.
—Bien; ¿y qué?
—Pues bien; yo he hecho mis estudios. Sé el griego como Homero, el latín como Cicerón, y la teología como Juan Hus. Y no habiendo más que aprender entre aquellos dignos hermanos, salí de su poder, siempre siguiendo tus instrucciones, para ir a profesar en el convento de las carmelitas de Ruán.
—Se te ha olvidado decir que yo te había prometido una renta anual de cien pistolas, y que he cumplido exactamente mi promesa. Cien pistolas para un carmelita, me parece que era más que suficiente.
—No lo niego, mi querida hermana; pero el pretexto de que yo no era carmelita todavía, tan sólo el convento ha sido quien ha disfrutado constantemente de esta renta.
—Y aunque así fuese, al consagrarte a la iglesia, ¿no habías hecho voto de pobreza?
—Te juro, hermana mía, que si yo he hecho ese voto, lo he cumplido también. No hay nadie más pobre que yo.
—¿Pero cómo has salido del convento?
—¡Ah! Te lo voy a decir. Lo mismo que Adán salió del paraíso terrenal, la ciencia es la que me ha perdido, hermana mía; sabía yo demasiado.
—¿Cómo sabías demasiado?
Figurate tú que entre las carmelitas, cuya reputación en nada se parece a la de Pic de la Mirandola, la de Erasmo y Descartes, pasaba yo por un prodigio, de ciencia, se supone; de lo que resultó que cuando el señor duque de Longueville vino a Ruán con la pretensión de hacer que aquella ciudad se declarase a favor del parlamento, se me comisionó para ir a arengar a dicho señor, lo que el señor de Longueville se mostró, no sólo muy satisfecho de mi talento, sino que también me dijo si quería ser su secretario. Esto pasaba justamente cuando estaba ya próximo a pronunciar mis votos.
—Sí, ya me acuerdo; y no me he olvidado que con pretexto de hacer tu despedida al mundo, me pedisteis cien pistolas, que te hice entregar en propia mano.
—Y las únicas que mis manos han tocado, a fe de hidalgo.
—Pero debíais renunciar al mundo.
—Sí, tal era mi intención; pero ha sido la misma Providencia, que sin duda tiene sus miras sobre mí, y lo ha dispuesto de otro modo por el conducto del señor de Longueville, y no ha querido que fuese fraile. Yo me he conformado con la voluntad de esa buena Providencia, y debo decirlo, no tengo de qué arrepentirme.
—¿Según eso ya no eres religioso?
—No, al menos por ahora, querida hermana. No me atreveré a tener la osadía de decirte que no volveré a serlo algún día, porque ¿cuál es el hombre que puede decir hoy lo que le pasará mañana?
—¿No acaba de fundar el señor de Rancé la orden de la Trapa?
—Acaso haré yo lo mismo que el señor de Rancé inventando cualquiera orden nueva. Pero, por de pronto, me he lanzado a la guerra; y bien veis, que por algún tiempo, esto me ha hecho profano e impuro, con todo yo me purificaré en la primera ocasión.
—¿Vos guerrero? —dijo Nanón encogiéndose de hombros.
—¿Por qué no? ¡Válgame Dios! No os diré que sea yo un Dunois, un Duqueslin, Bayardo, un caballero sin miedo y sin tacha. No, tengo el orgullo de decir que carezco de faltas que echarme en cara, ni preguntaré como el ilustre condottieri Esforzia, qué cosa es el miedo.
—Soy hombre, y como dice Plauto: Homo sum et nihil humanum a me alienum puto; lo que quiere decir: Soy hombre, y no juzgo extraño a mí nada de cuanto es humano. Yo tengo miedo, como lo es permitido tenerlo a todo hombre; lo que no me impide ser valiente cuando llega la ocasión. Manejo, cuando me veo precisado, la espada y la pistola con bastante destreza; pero mi verdadera inclinación, mi vocación decidida, es la diplomacia, ya ves, yo mucho me equivoco, mi querida Nanón, o con el tiempo llegaré a ser un gran político, ¡es una hermosa carrera la política! ¡Mira el señor de Mazarino, si no le cuelgan, a donde podrá llegar! Pues bien, yo soy como el señor de Mazarino; y como a él, uno de mis temores, y el mayor sin duda, es el de ser colgado. Felizmente tú estás aquí, querida Nanón, y esto me da una firme confianza.
—¿Conque eres hombre de armas?
—Y hombre de corazón, cuando es menester. ¡Oh! Mi permanencia al lado del señor de Longueville me ha servido de mucho.
—¿Y qué has aprendido a su lado?
—Lo que se aprende cerca de los príncipes, a guerrear, a intrigar, a ser traidor.
—¿Y eso te ha conducido?…
—A la posición más elevada.
—Posición que has tratado poco en perder.
—¡Qué diablos! El señor de Condé también ha perdido la suya. Nadie es dueño de los sucesos. —¡Querida hermana! ¡Tal como aquí me ves, he gobernado a París!
—¡Tú!
—¡Sí, yo!
—¿Por cuánto tiempo?
—Una hora y tres cuartos, reloj en mano.
—¿Tú has gobernado a París?
—En jefe.
—¿Cómo ha sido eso?
—De una manera muy sencilla. Ya sabes que el señor coadjutor, el señor de Gondy, abad de Gondy…
—Sí, bien.
—Era dueño absoluto de la ciudad. Pues bien, en aquellos momentos estaba yo bajo las órdenes del señor duque de Elbeuf. Este señor es un príncipe Loreno, y no es nada vergonzoso depender de él. Mas conviene saber que el señor de Elbeuf era enemigo del coadjutor; y yo promoví un motín a favor del Elbeuf, esta insurrección me elevó por poco tiempo a la cumbre del poder; pero desgraciadamente el señor de Elbeuf no tardó en avenirse con el coadjutor, siendo yo la víctima del tratado que hicieron entre sí, en tal caso me vi precisado a entrar al servicio del señor de Mazarino; pero el señor de Mazarino es un hombre inútil; de suerte que como sus recompensas eran proporcionadas a mis vicios, acepté la oferta que se me hizo de emprender una nueva asonada en honra del consejero Broussel, cuyo fin era el nombrar Canciller al señor Seguier. Pero mis gentes fueron torpes, y no le acogotaron más que a medias. En medio de esta zarracina me vi amenazado de un gran peligro. El señor de la Meilleraye me disparó un pistoletazo casi a quemarropa; pero afortunadamente me eché a tierra con tiempo, pasando de este modo la bala por encima de mi cabeza, y el ilustre mariscal sólo consiguió matar a una vieja.
—¡Qué cadena de horrores! —exclamó Nanón.
—¡Cómo ha de ser, querida hermana! Son percances de la guerra civil.
—Ahora comprendo, cómo un hombre capaz de tales cosas se ha atrevido a hacer lo que tú hiciste ayer.
—¿Y qué hice? —preguntó Cauviñac con el aire más cándido del mundo—. ¿A qué me atreví?
—¡Has tenido la audacia de engañar en su cara a un personaje tan ilustre como el señor duque de Epernón! Pero lo que aun no puedo comprender, lo que jamás hubiera llegado a pensar, lo confieso, es que un hermano, colmado de mis beneficios, haya concebido fríamente el proyecto de perder a su hermana.
—¡Perder a mi hermana!… ¿yo? —dijo Cauviñac.
—¡Sí, tú! —replicó Nanón—. ¿Era preciso que yo escuchara el relato que acabas de hacerme, y que prueba que eres capaz de todo, para reconocer la letra de este billete? ¡Mira! ¿Negarás que esta carta anónima está escrita por ti?
Y Nanón indignada le mostró a su hermano la carta de delación que el duque le había entregado la noche anterior. Cauviñac la leyó sin alterarse.
—Y bien —dijo por último—, ¿qué tienes que decir de esa carta? ¿La encuentras, acaso, mal redactada? Si esto fuera, lo sentiría por ti; pues sólo probaría que no entiendes ni una jota de literatura.
—No se trata de su relación, señor mío, se trata del hecho. ¿Eres tú o no quien ha escrito esta carta?
—Yo he sido, yo, sin duda alguna. Si hubiese tratado de negar el hecho, habría desfigurado la letra, pero era inútil; jamás he tenido intención de ocultarme a tus ojos, y además yo quería que reconocieses que la carta era mía.
—¡Oh! —prorrumpió Nanón con un gesto de horror—; ¡y lo confiesas!
—Éste es un rasgo de humildad, querida hermana, sí; y es menester que te lo diga de una vez, he sido impulsado por una especie de venganza.
—¡De venganza!
—Sí, muy natural.
—¡Venganza contra mí, desdichado! ¡Piensa bien en lo que dices! ¿Qué mal te he hecho yo para que conciba tu alma la idea de vengarte de mí?
—¿Me preguntas lo que has hecho? ¡Ah! Nanón ponte en mi lugar. Yo dejé a París, porque tenía allí muchos enemigos; ésta es la desgracia de todos los hombres políticos. Acudo a ti implorando tu protección; ¿recuerdas eso? Recibiste tres cartas; y no podrás decir que te era desconocida la letra, pues era exactamente la misma del billete anónimo, y además de esto, las cartas iban firmadas. En ellas te pedía cien miserables pistolas.
—¡Cien pistolas! A ti que tienes millones. Esto era una miseria; pero bien sabes que ésta es la cantidad que acostumbro pedirte. Sin embargo, mi hermana me rechaza; me presento en su casa, y no sólo me la niegan, sino que soy despedido. Entonces, dije yo para mí, tal vez se halle apurada, y ésta es la ocasión de probarle que sus beneficios no han ido a parar a las manos de un ingrato; o acaso no goza de completa libertad, y siendo así es perdonable. Ya ves que mi corazón trataba de disculparte; pero como es natural, me informé, y supe, no sólo que mi hermana era libre y feliz, sino rica, muy rica, y que un tal barón de Canolles, un extraño, usurpaba mis privilegios y obtenía la protección que se me debía a mí. Entonces, lo confieso, los celos me trastornaron la cabeza.
—Di mejor la codicia. ¿Qué te importaba que tuviese yo relaciones con el barón de Canolles?
—A mí nada; ni menos habría soñado en inquietarme, si hubieras continuado tus relaciones conmigo.
—¿Sabes que si yo dijera al señor de Epernón una sola palabra, si le confesara sin rodeos quien tú eres, estabas perdido?
—Ciertamente.
—Tú mismo, no hace mucho, has oído de su propia boca cuál es la suerte que le espera al que le ha arrebatado esa firma en blanco.
—No me hables de eso, al oírle me he estremecido hasta la médula de mis huesos, y bien he necesitado todo el poder que tengo sobre mí para no hacerme traición.
—¿Y no tiemblas, tú que sin embargo confiesas que no desconoces el miedo?
—No, porque esa declaración probaría que el señor de Canolles no es tu hermano; entonces, siendo dirigidas a un extraño las palabras de tu carta, tomaban un significado poco favorable. Más vale, créeme, haber hecho sin rodeos una confesión como la que acabas de hacer, ingrata, por no decir ciega. Te conozco para darte este último renombre; por consiguiente, debes considerar cuántas ventajas previstas por mí han resultado, por mis afanes. Poco hace te encontrabas terriblemente comprometida, y temblabas de ver llegar al señor de Canolles, que no estando prevenido, se habría embrollado horriblemente en la intriga de esa novelita de familia, mi presencia, por el contrario, lo ha salvado todo. Tu hermano ya no es un misterio, el señor de Epernón le ha adoptado, y debo decirlo, con bastante galantería. Ahora ya no tiene el hermano necesidad de ocultarse, porque es de esa casa, de aquí puede nacer la seguridad en la correspondencia, citas exteriores e interiores, con tal que el hermano de cabellos y ojos negros no lleve su imprudencia hasta el extremo de presentarse cara a cara al duque de Epernón. Una capa se parece a otra capa, como un huevo a otro, ¡qué diablos! Y cuando el señor de Epernón vea salir una capa de tu casa, ¿quién podrá decirle si es o no la capa de un hermano? He aquí como puedes ser tan libre como el aire.
—Sólo para hacerte un obsequio me he despojado de mi nombre de bautismo, y sacrifico mi libertad tomando el de Canolles; sacrificio que deberías agradecerme y recompensarme.
A este flujo de palabras, hijo de una avilantez increíble, Nanón petrificada no encontraba razones que oponer; y Cauviñac, aprovechándose de esta victoria conseguida por asalto, continuó:
—Además, querida hermanita, ya que nos vemos reunidos, después de tan larga ausencia, ya que al cabo de tantos reveses nos volvemos a ver, confiesa que de aquí en adelante vas a dormir tranquila, merced a la seguridad que el amor colocará sobre ti. Vas a vivir tan pacífica como si toda la Guiena te adorase, lo que no es cierto, como sabes; pero será preciso que pase por donde nosotros queramos. En efecto, yo me instalo en tu casa, el señor duque de Epernón me hace coronel, y en vez de seis hombres, tengo dos mil a mis órdenes. Con estos dos mil hombres reproduzco los doce trabajos de Hércules; se me nombra duque y par, la señora de Epernón muere, el señor de Epernón se casa contigo…
—Antes de todo eso, dos cosas —dijo Nanón con brevedad.
—¿Cuáles, querida hermana? Hablad, ya te escucho.
—La primera, que devuelvas esa firma en blanco al duque, sin cuyo requisito serás colgado, bien has oído la sentencia de su propia boca, y la segunda que salgas de aquí en este momento, si no quieres mi perdición, sé que esto no importaría, pero te perderás conmigo; y ésta es una razón, según creo, para que tomes mi pérdida en consideración.
—Dos respuestas, señora mía, esa firma en blanco es propiedad mía, y tú no puedes oponerte a que yo me deje colgar, si ése es mi gusto.
—¡Poco se perdiera!
—¡Gracias! Pero no llegará el caso, tranquilízate. Ya te he manifestado desde luego mi repugnancia hacia ese género de muerte; pero guardo mi firma, a no ser que tengas el capricho de querérmela comprar, en cuyo caso, podremos hacer el trato.
—No me hace falta. Las firmas en blanco soy yo quien las da.
—¡Dichosa Nanón!
—¿Conque la guardas?
—Sí.
—¿A riesgo de lo que te pueda suceder?
—Nada temas, tengo en qué emplearla. En cuanto a retirarme, no esperes que cometa yo tan grande falta, estando el duque de por medio. Hay más, en tu deseo de desembarazarte de mí, has olvidado una cosa.
—¿Cuál?
—Esa comisión importante de que me ha hablado el duque, y debe hacer mi fortuna.
Nanón palideció.
—Pero desgraciado —dijo—. ¿Ignoras que esa comisión no está destinada para ti? ¿No sabes que abusar de tu posición sería un crimen, y un crimen que tarde o temprano encontraría su castigo?
—Por eso no quiero yo abusar. Sólo deseo usar, ya ves.
—Además, en la comisión se designa al señor de Canolles.
—Y bien, ¿acaso no me llamo yo barón de Canolles?
—Sí, pero en la corte no sólo es conocido por el nombre, sino también por su fisonomía. El señor de Canolles ha estado en la corte muchas veces.
—Por fin, ésa es una razón que convence, ésta es la primera que me das, y ya ves cómo me rindo a ella.
—Además, que allí encontrarías a tus enemigos políticos —dijo Nanón— y tal vez, aunque bajo diferente aspecto, no sea tu fisonomía menos conocida que la de Canolles.
—¡Oh! Eso no era un obstáculo si, conforme ha dicho el duque, la comisión tiene por objeto hacer un gran servicio de la Francia. El mensaje abriría camino al gran servicio de la Francia. El mensaje abriría camino al mensajero. Además, un servicio de esta importancia lo allana todo y la amnistía de lo pasado es siempre la condición primera de las conversiones políticas. Así, pues, querida hermana, créeme, no estás tú en el caso de imponerme tus condiciones, sino yo en el de proponerte las mías.
—Veamos, ¿cuáles son?
—Desde luego, como te decía hace poco, la primera que se establece en todo tratado, es decir, amnistía general.
—¿Es eso todo?
—Después el saldo de nuestras cuentas.
—¿Eso quiere decir que te debo alguna cosa?
—Me debes las cien pistolas que te había pedido, y que me rehusaste con tanta inhumanidad.
—Aquí tienes doscientas.
—Enhorabuena; ya te reconozco, Nanón.
—Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que repararás el mal momento que has causado.
—Nada más justo. ¿Y qué tengo que hacer?
—Vas a montar a caballo, y a emprender el camino de París, hasta que encuentres al barón de Canolles.
—¿Entonces pierdo su nombre?
—Se lo devuelves.
—¿Y qué debo decirle?
—Debes entregarle esta orden que ves aquí, y asegurarte de que parte enseguida para cumplimentarla.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—¿Es menester que sepa quién soy yo?
—Por el contrario, es muy importante que lo ignore.
—¡Ah! ¡Nanón! ¿Te avergüenzas de tenerme por hermano? Nanón reflexionó un momento sin responder; y después dijo:
—Pero, ¿cómo me convenceré de que desempeñas exactamente mi comisión? Si hubiera para ti alguna cosa sagrada, te exigiría un juramento.
—Puedes hacer otra cosa.
—¿Qué?
—Prometerme otras cien pistolas para después de terminada la comisión.
Nanón se encogió de hombros, y dijo:
—Negocio concluido.
—Está bien. No quiero exigirte un juramento, pues me basta tu palabra. Por consiguiente, no hablemos más; cien pistolas a la persona que te entregue de mi parte el recibo del señor de Canolles.
—Sí; pero hablas de un tercero. ¿Tratas acaso de no volver?
—¡Quién sabe! A mí también me llama un negocio a las inmediaciones de París.
—¡Ah! —dijo Cauviñac—, no está eso muy en el orden; pero no importa, querida, la mano; sin rencor, eso sí.
—Sin rencor; pero a caballo.
—A caballo, sí, ahora mismo, el tiempo necesario para beber el trago de despedida.
Cauviñac echó en su copa el resto de la botella de Chambertín, saludó a su hermana con una cortesía llena de gracia, y montando a caballo, al cabo de un instante desapareció entre una nube de polvo.