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Los aprestos de caza
El día designado para la realización de los graves proyectos de Pedro Lenet, era uno de los más lóbregos de la primavera, de esa estación llamada la más bella del año, y que casi siempre es, particularmente en Francia, la más desagradable. Una lluvia menuda y espesa caía sobre las terrazas de Chantilly, formando una bruma gris, que oscurecía los sotillos del jardín y los arbolados del parque.
En los anchurosos patios esperaban ensillados y atados a los postes, cincuenta caballos, con las orejas gachas, la mirada triste, y escarbando impacientemente la tierra de vez en cuando con sus pies, también esperaban apareados y reunidos en grupos, varias trabillas de perros, que despedían un aliento vaporoso mezclado de largos aullidos, y aunque con un esfuerzo común trataban de arrastrar al criado que los contenía y enjuagaba al mismo tiempo las orejas, empapadas con la lluvia.
Los picadores, con uniforme, vagaban de acá para allá con las manos a la espalda y la trompa terciada. Varios oficiales endurecidos por la intemperie en los campamentos de Rocroy o de Lens, mitigaban el fastidio de la espera, conversando en grupos sobre las terrazas o en las escaleras exteriores.
A todos se les había prevenido que era día de ceremonia, y cada cual adoptaba el aire más solemne para ver al señor duque de Enghien vestido con sus primeros calzones, correr un gamo. Los oficiales al servicio del príncipe, los clientes de aquella ilustre casa habían cumplido religiosamente con su deber acudiendo a Chantilly. Las inquietudes que desde luego produjo la enfermedad de la señora princesa viuda, habían sido disipadas por un boletín favorable de Bourdelot, la princesa después de sangrada, había tomado aquella misma mañana el emético, remedio universal en aquella época.
A las diez habían llegado ya todos los convidados por billete personal de la señora de Condé, cada uno había sido introducido después de haber presentado su respectivo billete, y a los que le hubieran olvidado por acaso, después de reconocidos por Lenet, se le permitió la entrada en virtud de una seña que está dirigida al portero.
Estos convidados, en unión con la servidumbre de la casa, podían componer una reunión de ochenta o noventa personas, cuyo mayor número se hallaba alrededor de un magnífico caballo blanco, que con cierta especie de orgullo sostenía delante una gran silla a la francesa, un sillín de terciopelo, con dosel destinado al señor duque de Enghien, y cuyo puesto debía ocupar después que Vialas, su escudero, hubiese ocupado la silla principal.
Sin embargo, aun no se decía nada de emprender la caza, y parecía que se esperaba a otros convidados. A eso de las diez y media entraron en el castillo tres nobles, seguidos de seis criados, armados todos hasta los ojos, los cuales traían unas maletas tan henchidas, que habría podido decirse que iban a dar la vuelta a toda Europa; y observando en el patio los postes y estacas que parecían estar allí destinados al efecto, quisieron atar en ellos sus caballos.
En aquel momento, un hombre vestido de azul, con un talabarte de plata y una alabarda en la mano, se acercó a los recién venidos, los que se conocía eran viajeros llegados de lejos, por su equipaje mojado completamente por la lluvia y sus botas sucias de barro.
—¿De dónde venís, señores? —dijo esta especie de portero cruzando su alabarda.
—Del norte —respondió uno de los caballeros.
—¿Y a dónde vais?
—Al entierro.
—¿La prueba?
—Ved nuestra gasa.
En efecto, cada uno de los tres caballeros llevaba una gasa en su espada.
—Disimulad, señores —dijo entonces el portero—; el castillo está a vuestra disposición. Una mesa hay preparada, un aposento templado, y lacayos que sólo esperan vuestras órdenes. En cuanto a vuestras gentes, serán tratadas según costumbre.
Los tres nobles, francos hidalgos de lugar, hambrientos y curiosos, saludaron, echaron pie a tierra, dejaron la brida en manos de sus lacayos, haciéndose mostrar el camino del comedor, se dirigieron a él. Un camarero que les esperaba a la puerta, les sirvió de guía.
Entretanto los criados de la casa habían tomado de manos de los extraños lacayos los caballos, que condujeron a las caballerizas después de estrillados, acepillados y enjutos con paja, colocándoles entre una gamella provista de avena y un armero abandonado guarnecido de haces de paja.
Apenas los tres hidalgos se habían sentado a la mesa, cuando otros seis caballeros, seguidos de seis lacayos, armados y equipados de la misma manera que los anteriores, entraron como ellos, y del mismo modo al ver los postes quisieron atar en ellos sus caballos. Pero el hombre de la alabarda, que había recibido una rígida consigna, se aproximó a ellos y renovando sus preguntas, dijo:
—¿De dónde venís?
—De Picardía. Somos oficiales de Turena.
—¿A dónde vais?
—Al entierro.
—¿La prueba?
—Ved nuestra gasa.
Y lo mismo que los primeros, enseñaron la gasa que pendía de la empuñadura de sus espadones.
Hicieron las mismas invitaciones a estos últimos que a los primeros, y fueron a tomar asiento a la mesa. Iguales cuidados se tuvieron con sus caballos, que fueron conducidos a ocupar su puesto en la caballeriza.
Detrás de éstos llegaron otros cuatro, renovándose con ellos la misma escena.
Desde las diez a las once, ya de dos en dos, de cuatro en cuatro, de cinco en cinco, solos o acompañados, suntuosos o mezquinos, pero todos bien montados, armados y equipados, llegaron hasta cien caballeros, a quienes el alabardero diciéndole de dónde venían, y añadiendo que iban al entierro, en prueba de lo cual mostraban su gasa.
Cuando todos hubieron comido y trabado relaciones mientras que sus gentes refrescaban y tomaban reposo sus caballos, entró Lenet en la sala donde todos estaban reunidos, y les dijo:
—Caballeros, la señora princesa me ha encargado que os dé las gracias por el honor que de parar en su casa le habéis hecho, al ir a reunimos al señor duque de Larochefoucault, que os aguarda para celebrar las exequias de su señor padre. Tened por vuestra esta casa, y no dudo que gustaréis de tomar parte en la diversión de la caza, dispuesta para después de comer, por el señor duque de Enghien, que toma posesión de sus primeros calzones. Un murmullo de aprobación y de gracias lisonjeras acogió esta primera parte del discurso de Lenet, que como hábil orador, había interrumpido su arenga, estando seguro del efecto que debía producir.
—Terminada la caza —continuó—, se os servirá la cena en la mesa de la princesa, que desea daros por sí misma las gracias; y enseguida seréis completamente dueños de continuar vuestro camino. Algunos de los hidalgos presentaron una particular atención a la exposición de este programa, que parecía atentar algo a su libre albedrío; pero prevenidos sin duda por el duque de Larochefoucault, esperaban una cosa parecida, pues ninguno contestó. Unos se fueron a visitar sus caballos, otros recurrieron a sus maletas para ponerse en estado de aparecer dignamente ante las princesas, y otros en fin, continuaron de sobremesa hablando del tiempo, que parecía tener alguna analogía con los sucesos del día.
Muchos se paseaban debajo del gran balcón sobre el cual, terminado su tocado, debía aparecer el señor duque de Enghien, confiado por última vez al cuidado de las mujeres. Entretanto el joven príncipe, en el fondo de su aposento con sus nodrizas y niñeras, ignoraba su importancia. Pero lleno ya de aristocrático orgullo, contemplaba con impaciencia el rico y a la vez severo traje con que por primera vez iba a ser vestido, se componía este traje de terciopelo negro bordado de plata mate, que daba a su apariencia el aspecto sombrío de luto; queriendo su madre pasar por viuda a toda costa, había meditado insertar en cierta arenga estas palabras, pobre huerfanito.
Pero no era el príncipe quien con más codicia miraba aquel espléndido ropaje, insignia de su tan esperada virilidad; a dos pasos de él, otro niño de algunos meses más de edad, rubio, colorado y lleno de salud, fuerza y petulancia, devoraba con la vista el lujo de que su feliz compañero estaba rodeado. Ya muchas veces no pudiendo resistir a su curiosidad, se había atrevido a llegar hasta la silla en que estaban colocados los hermosos vestidos y había con recelo tentado la tela y acariciado los bordados mientras que el pequeño príncipe miraba a otro lado; pero aconteció que una vez el duquecito de Enghien volvió a tiempo la vista, y Perico retiró la mano demasiado tarde.
—¡Cuidado! —gritó el principito con aspereza—, ¡cuidado, Perico, no vayas a estropear mis calzones! Son de terciopelo, ¿lo sabes?, y eso se echa a perder manoseándolo, ¿estás? Te prohíbo que toques a mis calzones.
Perico ocultó la culpable mano detrás de la espalda, moviendo alternativamente sus hombros, con esa acción de mal humor tan familiar entre los niños de todas clases y condiciones.
—No te incomodes, Luis —dijo la princesa a su hijo—, que se desfiguraba con un gesto muy feo. Si Perico vuelve a tocar tus calzones, le haremos azotar.
Perico cambió su mueca embotijada por otra amenazadora y dijo:
—Si monseñor es príncipe, yo soy jardinero; y si monseñor quiere impedirme que toque su ropa, yo le impediré jugar con mis gallinas. ¡Oh! ¡Bien sabe ya monseñor que yo soy más fuerte que él; bien lo sabe!
Apenas había dicho imprudentes palabras, cuando la nodriza del príncipe, madre de Perico, asió al independiente nene por la muñeca, y le dijo:
—Perico, ¿has olvidado que monseñor es tu amo, el amo de todo lo que hay en el castillo y sus alrededores, y que por consiguiente, son suyas tus gallinas?
—¡Toma! —dijo Perico—. Yo creía que era mi hermano…
—Tu hermano de leche, sí.
—Entonces, si somos hermanos, debemos partir las cosas como hermanos; y si mis gallinas deben ser para él, sus vestidos también deben ser para mí.
Iba la nodriza a explicarle a su hijo la diferencia, que hay entre un hermano uterino y uno de leche; pero el joven príncipe, que quería que Perico presenciase su triunfo completo, porque Perico sobre todo deseaba excitar la admiración y la envidia, no la dejó contestar.
—No tengas cuidado, Perico —dijo él—, no estoy incomodado contigo; pronto me vas a ver sobre mi gran caballo blanco y sobre mi hermoso sillón. Voy a correr la caza, y yo soy quien va a matar el gamo.
—¡Ah, sí! —respondió el irreverente Perico—, con las muestras más impertinentes de ironía; y estaréis mucho tiempo a caballo.
El otro día quisisteis montar mi pollino, y os echó enseguida al suelo.
—Sí. Pero hoy —repuso el joven príncipe con toda la majestad que pudo evocar en su ayuda y encontrar en su memoria—, sí, pero represento a mi papá, y no caeré.
—Además, que como Vialas me tendrá del brazo…
—Vamos, vamos —dijo la princesa por cortar la discusión de Perico y del duque de Enghien—, ¡vamos, vestid al príncipe! Ya es la una, y todos los nobles esperan con impaciencia. Lenet, mandad que toquen a partida.
En el mismo instante se oyó en el patio el sonido del cuerno, que penetró hasta el fondo de las habitaciones.
Entonces cada cual corrió en busca de su caballo, fresco ya y reposado, merced a los cuidados que se habían tenido con ellos, y ocupó la silla, el montero con sus sabuesos y los picadores con sus trahíllas de perros, partieron los primeros. Dividiéronse los caballeros en dos alas; y el duque de Enghien, sostenido por Vialas, no tardó en aparecer montado sobre su caballo blanco, rodeado de damas de honor, escuderos y gentiles hombres, y seguido de su madre, cuyo aparato deslumbraba, montada sobre un caballo negro como el azabache. Iba a su lado manejando con la hechicera gracia su caballo, la vizcondesa de Cambes, que estaba adorable con su traje de mujer, que había recobrado con mucho gusto.
En cuanto a la de Tourville, en vano se le buscaba pues había desaparecido desde la antevíspera; como otro Aquiles, se había ocultado en su tienda.
Esta brillante cabalgata fue acogida con unánimes aclamaciones. Empinándose sobre los estribos, mostraban unos a la princesa y al duque de Enghien a otros de los nobles, que no habiendo estado j amás en la corte, desconocían todas estas pompas reales. El niño saludaba con deliciosa sonrisa, la princesa con una dulce majestad, eran la esposa y el hijo del que sus mismos enemigos apellidaban el primer capitán de Europa. Pero este primer capitán de Europa era perseguido y aprisionado por los mismos que había él salvado del enemigo de Lens, y defendido contra los rebeldes en San Germán. Estos hechos excedían a los que él necesitaba para el entusiasmo, y así fue que el regocijo llegó a su colmo.
La princesa saboreó con exceso todas estas demostraciones de su popularidad; y a consecuencia de algunas palabras que Lenet le dijo al oído, dio la señal de partir, y bien pronto atravesó la comitiva desde los terraplenes al parque, cuyas puertas estaban guardadas por soldados del regimiento de Condé.
Cerrándose los rastrillos detrás de los cazadores; y como si esta precaución no fuese bastante para evitar que algún falso cofrade se mezclase en la fiesta quedaron centinelas de los rastrillos, y al lado de cada uno un portero vestido como el del patio, con su alabarda como aquél, y con orden de no abrir más que a los que respondiesen a las tres preguntas que componían la consigna.
Un instante después de cerrarse los rastrillos, el sonido del cuerno y los ladridos de los perros, anunciaron que había salido el gamo.
Entretanto fuera del parque, al frente del muro de su recinto construido por el condestable Montmorency, y en la vuelta del camino, seis caballeros atentos al sonido de las trompetas y a los ladridos de los perros, se habían detenido y parecían tener consejo en tanto que acariciaban las crines de sus caballos, que estaban descansando.
Al ver sus trajes enteramente nuevos, los arneses brillantes de sus monturas, el lustre de sus capas galanamente caídas de sus hombros sobre las grupas de sus caballos, el lujo de sus armas, que se dejaban ver por las cuchilladas, artísticamente abiertas en el traje, no podía menos de causar admiración el aislamiento de estos hidalgos tan bellos y rozagantes, en ocasión en que toda la nobleza de las cercanías estaba reunida en el castillo de Chantilly. La brillantez de estos caballeros quedaba sin embargo eclipsada ante el lujo de su jefe, o del que parecía serlo, plumas en el sombrero, tahalí dorado, botas finas con acicates de oro, larga espada con empuñadura cincelada en figura de sol, tal era, con el aumento de una espléndida capa azul de cielo a la española, el equipo de este caballero.
—¡Pardiez! —dijo éste—, después de un rato de profundas reflexiones, durante cuyo intervalo los seis caballeros se miraban entre sí con aspecto embarazoso, ¿por dónde se entra a este parque, por la puerta o por el rastrillo?
—Presentémonos a la primera puerta o al primer rastrillo que encontremos a mano, y entraremos. Me parece que no se deja en la calle a caballeros de nuestro porte, cuando se han de presentar entre hombres vestidos como los que hemos encontrado esta mañana.
—Os repito, Cauviñac —dijo uno de los cinco caballeros a quienes se dirigía el discurso de su jefe—, que esas gentes mal vestidas, y que no obstante su traje y su porte de mendigos se encuentran ahora en el parque, nos llevan una gran ventaja; la de poseer la consigna. Nosotros no la tenemos y por lo mismo no entraremos.
—¿Lo creéis así, Ferguzón? —dijo con cierta deferencia hacia la oposición de su lugarteniente, y a quien nuestros lectores reconocerán por el aventurero que encontraron en las primeras páginas de esta historia.
—¡Que si creo! Estoy cierto de ello. ¿Pensáis acaso que esas gentes se reúnen para cazar? ¡Tarara! Esos conspiran, de positivo.
—Ferguzón tiene razón —dijo un tercero—; esas gentes conspiran, y nosotros no entraremos.
—La caza del gamo es buena cuando se la encuentra en el camino.
—Mayormente cuando se está cansado de cazar hombres, ¿no es verdad, Barrabás? —repuso Cauviñac—. ¡Pues bien! No se dirá que ésta nos ha dado en las narices.
—Nosotros tenemos todo lo necesario para figurar dignamente en esa fiesta; estamos brillantes como un escudo nuevo; si el señor duque de Enghien necesita soldados, ¿a dónde irá a buscarlos mejores? Si necesita conspiradores, ¿dónde los habrá más elegantes? El menos suntuoso de nosotros tiene trazas de capitán.
—Y vos, Cauviñac —repuso Barrabás—, perecéis a propósito para pasar por duque o par.
Ferguzón no decía nada y parecía reflexionar.
—Por desgracia —continuó Cauviñac riendo—, Ferguzón no está de parecer que cacemos hoy.
—¡Bah! —dijo Ferguzón—, no estoy tan falto de gusto.
—La caza es un placer noble que me agrada bajo todas formas; así, pues, por mi parte no hay que detenerse cuando hay oposición en los demás. Yo digo solamente que nos está impedida la entrada en este parque por puertas y rastrillos.
—¡Esperad! —exclamó Cauviñac—; ya tocan a vista las trompas.
—Pero —continuó Ferguzón—, eso no quiere decir que no cazaremos nosotros.
—¿Y cómo quieres que cacemos, cabeza de chorlito, si no podemos entrar?
—No digo que no podamos entrar —repuso Ferguzón.
—¿Y cómo quieres que entremos, cuando las puertas y los rastrillos abiertos para los otros, como has dicho, están cerrados para nosotros?
—¿Y por qué no hemos de hacer en este endeble muro, y sólo para nosotros, una brecha por donde poder pasar con nuestros caballos, cuando detrás de él no encontraremos a nadie que nos exija la reparación?
—¡Hurra! —exclamó Cauviñac requiriendo su sombrero con alegría—. Reparación completa, Ferguzón; ¡tú eres entre nosotros el hombre de recurso! Y cuando yo destrone al rey de Francia, para colocar en él al príncipe, he de pedir para ti la plaza del señor Mazarino. ¡A la obra, compañeros, a la obra!
A estas palabras, Cauviñac saltó de su caballo, y ayudado por sus compañeros, cuyos caballos bastó a tener uno sólo, se puso a demoler las piedras ya quebrantadas de la cerca.
En un abrir y cerrar de ojos habían ya hecho los cinco caballeros una brecha de tres o cuatro pies de ancho.
Entonces volvieron a montar en sus caballos y se lanzaron en el parque guiados por Cauviñac.
—Ahora —les dijo éste dirigiéndose hacia donde sonaban las trompas—, portaos con atención y delicadeza, y os convido a cenar esta noche con el señor duque de Enghien.