XV
XV
Los enganchadores
Tiempo es ya de volver la vista a uno de los personajes más importantes de esta historia, que montado en un hermoso caballo, sigue la ruta de París a Burdeos, rodeado de cinco compañeros, cuyos ojos chispeaban al menor choque de saco lleno de escudos de oro que el teniente Ferguzón lleva pendiente del arzón de su silla. Esta armonía regocijaba y recreaba a la cuadrilla, como el sonido del parche y de los instrumentos reanima a los soldados en las marchas.
—No importa, no —decía uno de los seis hombres—, diez mil libras es un hermoso dinero.
—Es decir —contestó Ferguzón—, que éste sería un dinero muy bueno si no debiera nada a nadie; pero este dinero debe una compañía a la señora princesa, nimium satis est, como dice la antigüedad, lo que puede traducirse con estas palabras: lo demasiado sólo puede ser bastante.
—Pero, querido Barrabás, nosotros no tenemos el famoso bastante que corresponde al demasiado.
—Que no nos vaya a salir caro el bien parecer —dijo Cauviñac—, todo el dinero del colector real se ha convertido en arneses, justillos y brocados. Estamos flamantes como unos señores, y llevamos nuestro lujo hasta el extremo de tener bolsas; verdad es que nada tienen dentro. ¡Oh, apariencia!
—Hablad por nosotros, capitán, y no por vos —repuso Barrabás—. Vos tenéis una bolsa con diez mil libras.
—Amigo —dijo Cauviñac—, tú no has entendido, o has comprendido mal lo que Ferguzón acaba de decir respecto a nuestras obligaciones hacia la princesa.
—Yo no soy de esos que se comprometen a una cosa y hacen otra. El señor Lenet me ha entregado diez mil libras para alzar una compañía y la alzaré aunque el demonio me lleve.
—Ahora me resta otras cuarenta mil el día en que esté formada; y si entonces no paga esas cuarenta mil libras, nos veremos…
—¡Con diez mil libras! —exclamaron en coro cuatro voces irónicas, porque sólo Ferguzón, plenamente confiado en los recursos de su jefe, parecía estar convencido de que Cauviñac llevaría a cabo lo que había prometido.
—¡Con diez mil libras alzaréis una compañía!
—Sí —dijo Cauviñac—; aunque se deba añadir algo más.
—¿Y quién ha de añadir ese algo más? —preguntó una voz.
—No seré yo —dijo Ferguzón.
—Entonces, ¿quién? —preguntó Barrabás.
—¡Pardiez! El primero que caiga. Esperad; justamente veo un hombre allá abajo, en el camino. Vais a ver…
—Ya comprendo —dijo Ferguzón.
—¿Y nada más?
—Admiro.
—Sí —dijo uno de los caballeros aproximándose a Cauviñac—, comprendo perfectamente que tratáis de cumplir vuestra promesa, capitán; sin embargo, pudiéramos perder mucho por el bien parecer. Hoy somos necesarios; pero si mañana se alza la compañía, se pondrán en ella oficiales de confianza, y se nos despedirá a nosotros, después de haber tenido el trabajo de formarla.
—Sois un necio, en cinco letras, amigo Carrotel; y no es ésta la primera vez que os lo digo —repuso Cauviñac—. El miserable razonamiento que acabáis de hacer os priva del grado que os destinaba en la compañía; porque es evidente que nosotros seremos los seis oficiales de este pequeño ejército. Tenía intenciones de nombraros subteniente de un tirón, Carrotel; pero no seréis más que sargento. Barrabás, vos que nada habéis dicho, y merced a la mezquindad que acabáis de oír, ocuparéis ese puesto hasta tanto que ahorquen a Ferguzón; en cuyo caso ascenderéis a teniente por derecho de antigüedad.
—Pero no perdamos de vista a mi soldado, que percibo allá abajo.
—¿Pero tenéis alguna idea de quién es ese hombre, capitán? —dijo Ferguzón.
—Ninguna.
—Debe ser paisano. Trae una capa negra.
—¿Estás seguro?
—Mirad cómo la levanta el viento. ¿Lo veis?
—Si trae capa negra debe ser hacendado; entonces tanto mejor. La compañía que vamos a reclutar es para el servicio de los príncipes, y es necesario que se componga de buena gente. Si fuera para ese modrego de Mazarino, cualquier cosa era buena; pero para los príncipes, ¡ah, Ferguzón! Tengo la idea de que mi compañía me ha de honrar, como dice Falstaff.
Toda la cuadrilla metió espuelas para atrapar al paisano, que iba tranquilamente por en medio del arrecife.
Cuando el digno hombre, que iba montado en una buena mula, vio a los brillantes caballeros que venían a galope, se apartó respetuosamente a un lado del camino, y saludó a Cauviñac.
—Es atento —dijo éste—, buen principio; pero no sabe el saludo militar, y será necesario enseñárselo.
Cauviñac le devolvió el saludo; y colocándose después a su lado, le dijo:
—Caballero, ¿queréis decirme si amáis al rey?
—¡Pardiez! —respondió el paisano.
—¡Admirable! —dijo Cauviñac moviendo los ojos con alegría.
—¿Y a la reina?
—Indudablemente.
—¡Excelente! ¿Y al señor de Mazarino?
—¡El señor de Mazarino es un gran hombre, caballero, y le admiro!
—Perfectamente. En ese caso —continuó Cauviñac—, tenemos el gusto de encontrar un buen servidor de Su Majestad.
—Caballero, me glorío de ello.
—¿Y estáis dispuesto a darle pruebas de vuestro celo?
—En todas ocasiones.
—¡Esto es magnífico! No hay como las carreteras para proporcionar semejantes encuentros.
—¿Qué queréis decir? —dijo el paisano, empezando a mirar a Cauviñac con cierta inquietud.
—Quiero decir, caballero, que es necesario que nos sigáis.
El paisano dio sobre la silla un salto de sorpresa y terror.
—¡Seguiros! ¿Y a dónde, caballero?
—No sé a punto fijo a donde vamos.
—Caballero, yo no viajo sino en compañía de las personas que conozco.
—Eso es muy justo, y al mismo tiempo propio de un hombre prudente. Voy, pues, a deciros quiénes somos.
El paisano hizo un movimiento como para indicar que ya creía haberlo adivinado. Cauviñac continuó, sin darse por entendido de este movimiento.
—Yo soy Rolando de Cauviñac, capitán de una compañía que está ausente, es verdad, pero dignamente representada por Luis Gabriel Ferguzón, mi teniente; por Jorge Guillermo Barrabás, mi subteniente; por Ceferino Carrotel, mi sargento, y por esos otros señores, que uno es mi furriel y el otro mi aposentador. Ya nos conocéis, caballero —añadió Cauviñac con la más franca sonrisa—, y así me atrevo a esperar que ya no nos tendréis antipatía.
—Pero, señor —respondió el paisano—, yo he servido ya a Su Majestad en la milicia urbana, y pago tal cual mis impuestos, cuotas, cargos, etcétera.
—Ya, concedo, caballero —continuó Cauviñac—; pero no os engancho para servir a Su Majestad, sino a los señores príncipes, cuyo indigno representante veis en mí.
—¡Al servicio de los príncipes, que son enemigos del rey! —exclamó el paisano cada vez más admirado—. Entonces, ¿por qué me preguntabais si amaba a Su Majestad?
—Porque, mi amigo, si no hubieseis amado al rey, si hubieseis acusado a la reina y blasfemado del señor de Mazarino, me hubiera guardado muy bien de molestaros separándoos de vuestras ocupaciones; pues en tal caso me hubierais sido sagrado como un hermano.
—Pero, en fin, caballero yo no soy ningún esclavo.
—Yo no soy un siervo.
—No, señor; sois soldado, es decir, perfectamente libre de aspirar a ser capitán, como yo, o mariscal de Francia, como el señor de Turena.
—Caballero, yo he pleiteado mucho en mi vida.
—¡Ah! Tanto peor, tanto peor; es una costumbre pícara la de los pleitos. Yo jamás he tenido pleitos, lo que tal vez sea por haber estudiado para abogado.
—Pero pleiteando he aprendido las leyes del reino.
—Eso es muy largo de contar. Sabéis, caballero, que desde las Pandectas de Justiniano hasta el acuerdo del parlamento rebatido a la muerte del mariscal de Ancre, en que se decide que jamás un extranjero podrá ser ministro de Francia, hay diez y ocho mil setecientas setenta y dos leyes, sin contar las reales órdenes, decretos y edictos gubernativos; pero, en fin, hay organizaciones privilegiadas dotadas de una memoria maravillosa; Pic de la Mirandola hablaba doce lenguas a los diez y ocho años. ¿Y qué fruto habéis sacado del conocimiento de esas lenguas? —dijo Cauviñac.
—El fruto… el fruto de saber que sin autorización no se puede detener a nadie en medio de un camino real.
—La tengo, amigo. Vedla aquí.
—¿De la señora princesa?
—De Su Alteza, misma Y Cauviñac se alzó ligeramente el sombrero.
—Pero qué, ¿hay dos reyes en Francia? —exclamó el paisano.
—Sí, señor, y ved ahí por lo que tengo el honor de reclamar vuestra asistencia, y por lo que miro como un deber alistaros a su servicio.
—Apelaré al parlamento, caballero.
—Ése es un tercer rey, efectivamente, a quien también tendréis probablemente ocasión de servir. Nuestra política no tiene límites. Conque, andando, mi amigo.
—Eso es imposible, señor; se me espera para cierto asunto.
—¿Dónde?
—En Orléans.
—¿Quién?
—Mi procurador.
—¿Para qué?
—Para un asunto de dinero.
—¡El primer asunto es el servicio del Estado, caballero! —¿No puede el Estado pasar absolutamente sin mí?
—¡Contamos con vos! Y en verdad que nos haréis falta; sin embargo, si, como decís, vais a Orléans por un asunto de dinero…
—Sí, señor; por un asunto de dinero.
—¿De cuánto?
—De cuatro mil libras.
—¿Que vais a recibir?
—No; que voy a dar.
—¿A vuestro procurador?
—Justamente, caballero.
—¿Por un pleito ganado?
—No; perdido.
—En efecto, eso merece consideración… ¡Cuatro mil libras!
—Cuatro mil libras.
—Ésa es justamente la cantidad que desembolsaréis, dado caso que Sus Altezas los príncipes consientan en admitir un sustituto mercenario en reemplazo de vuestros servicios.
—Con cien escudos pago un sustituto, yo.
—¡Un sustituto de vuestra clase; un sustituto que monte en mula los pies hacia afuera, como vos; un sustituto que sepa diez y ocho mil setecientas setenta y dos leyes! Vamos caballero, para un hombre ordinario, concedo, serían suficientes cien escudos; pero si nos contentamos con hombres ordinarios, no podremos hacer frente al rey. Nada, nada, necesitamos hombres de vuestro mérito, de vuestro rango y talle. ¡Qué diablos!, no rebajéis vuestro mérito. ¡Me parece que bien valéis cuatro mil libras!
—Ya veo adonde se quiere venir a parar —exclamó el paisano—; esto es un robo a mano armada.
—Caballero, nos insultáis —dijo Cauviñac—, y os desollaríamos vivo para reparar ese insulto, si no tuviésemos que mantener una buena reputación en los ejércitos de los príncipes; no, no se dirá tal de nosotros. Dadme vuestras cuatro mil libras, pero no vayáis a creer que sea esto una exacción; al menos es menester que lo creáis así.
—¿Y quién le pagará entonces a mi procurador?
—Nosotros.
—¿Vosotros? ¿Pero me daréis un recibo?
—En regla.
—¿Firmado por él?
—Firmado por él.
—En ese caso, ya es otra cosa.
—Ya veis.
—¿Conque aceptáis?
—Preciso será, puesto que no puedo hacer otra cosa.
—Ahora, dadnos las señas de la habitación del procurador, y algunas nociones indispensables.
—Ya os he dicho que era una condena, resultado de un pleito perdido.
—¿Contra quién?
—Contra un tal Biscarrós, demandante como heredero de su mujer, que era natural de Orléans. —¡Atención!— dijo Ferguzón.
Cauviñac hizo con el rabo del ojo una seña, que quería decir:
—Nada temas; estoy a la mira.
—Biscarrós —dijo Cauviñac—, ¿no es un posadero de las cercanías de Liburnio?
—Justamente. Que habita entre esa ciudad y San Martín de Cubzac.
—En la posada del «Becerro de Oro».
—El mismo.
—¿Le conocéis?
—Un poco.
—¡El miserable! Hacerme condenar al pago de una cantidad…
—¿Que no le debíais?
—Sí tal… pero que no esperaba pagarle.
—Comprendo; es cosa dura.
—Por lo tanto, os juro que estimaría más ver ese dinero en vuestras manos que no en las suyas. —En ese caso, creo que quedaréis contento.
—Pero, ¿y mi recibo?
—Venid con nosotros y le obtendréis en debida forma.
—¿Cómo lo conseguiréis?
—Eso me toca a mí.
Siguieron caminando hacia Orléans, adonde llegaron cerca de las dos. El paisano condujo a los enganchadores a la posada más próxima a su procurador. Era esta posada un horrible degolladero, con la enseña de la «Paloma del Diluvio».
—¿Cómo se va a componer esto? —dijo entonces el paisano—. Yo bien quisiera no deshacerme de mis cuatro mil libras sino en cambio de mi recibo.
—Eso es lo de menos. ¿Conocéis la letra de vuestro procurador?
—Perfectamente.
—¿Y dándoos su recibo, no tendréis ninguna dificultad en entregarnos vuestro dinero?
—Ninguna. Pero sin el dinero no dará recibo mi procurador.
—¡Oh! Le conozco muy bien.
—Yo anticipo la suma —dijo Cauviñac.
Y sacando al mismo tiempo de su bolsa cuatro mil libras, dos mil de ellas en luises y el resto en medias pistolas, alineó las pilas ante los ojos admirados del paisano.
—Se necesita saber cómo se llama vuestro procurador.
—Maese Robodín.
—Pues bien; tomad una pluma y escribid.
El paisano obedeció.
«Maese Robodín, os remito las cuatro mil libras de costas e intereses en que he sido condenado contra Maese Biscarrós, que sospecho hará de ellas un uso culpable.
Tened la bondad de entregar al portador vuestro recibo en forma».
—¿Y qué más? —preguntó el paisano.
—La fecha y la firma.
El paisano puso la fecha y la firma.
—Toma esta carta y este dinero —dijo Cauviñac a Ferguzón—; disfrázate de molinero, y ve a casa del procurador.
—¿Y qué es lo que voy a hacer con el procurador?
—Darle ese dinero, y traerte su recibo.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—No comprendo.
—Ni os hace falta; así saldrá mejor la comisión.
Ferguzón tenía gran confianza en su capitán, y sin replicar, se encaminó a la puerta.
—Decid que nos suban vino del mejor —dijo Cauviñac—; debe estar alterado el señor.
Ferguzón saludó en señal de obediencia y salió. Media hora después volvió y encontró a Cauviñac sentado a la mesa con el paisano; ambos estaban haciendo los honores a ese famoso vinillo de Orléans, que tanto alegraba el palacio gascón de Enrique IV.
—¿Y bien? —preguntó Cauviñac.
—Y bien, aquí está el recibo.
—¿Es éste? —dijo Cauviñac, pasando el pedazo de papel timbrado al paisano.
—El mismo.
—¿Está en regla?
—Perfectamente.
—¿No tendréis ya ninguna dificultad en entregarme contra este recibo vuestro dinero?
—Ninguna.
—Dádmelo, pues.
El paisano contó las cuatro mil libras; Cauviñac las metió en su bolsón, donde reemplazaron a las ausentes.
—¿Y esto mediante soy ya libre? —dijo el paisano.
—¡Oh, sí! A menos que no tengáis empeño en servir.
—No personalmente; pero…
—¿Qué?… Veamos —dijo Cauviñac—, tengo un presentimiento de que no nos hemos de separar sin hacer algún otro negocio.
—Puede ser —dijo el paisano completamente tranquilo por la posesión de su recibo—; pues habéis de saber que tengo un sobrino.
—¡Ah, ya!
—Mozo terco y camorrista.
—Del cual desearíais veros libre.
—No precisamente; pero me parece que sería un buen soldado.
—Enviádmele, que yo me encargo de hacerle un héroe.
—¿Conque le alistaréis?
—Con mucho gusto.
—También tengo un ahijado, mozo de mérito, que piensa recibir las órdenes, y por el cual estoy obligado a pagar una gruesa pensión.
—De suerte que preferiríais tomase el mosquete, ¿no es así? Enviadme el ahijado con el sobrino, y os costará quinientas libras por entrambos, nada más.
—¿Quinientas libras? No comprendo.
—Sin duda, al entrar se paga.
—Entonces, ¿por qué me queríais pagar por no entrar?
—Ésas son razones particulares. Vuestro sobrino y vuestro ahijado deben pagar doscientas cincuenta libras cada uno, y no volveréis a saber más de ellos.
—¡Cáspita! Muy seductor es eso que me decís. ¿Y estarán bien?
—Es decir, que una vez que le hayan tomado el gusto al servicio bajo mis órdenes, no querrán trocar su posición por la del emperador de la China. Preguntad a esos señores cómo los trato.
—¡Responded, Barrabás, Carrotel!
—Es cierto —dijo Barrabás que vivimos como unos señores.
—¿Y cómo están vestidos? Mirad.
Carrotel hizo una pirueta girando sobre un pie, a fin de mostrar a todas luces su magnífico traje.
—El hecho es que no hay nada que decir con respecto al porte.
—Nada. ¿Y qué, me enviaréis a vuestros dos jóvenes?
—Eso quisiera. ¿Os detendréis aquí mucho tiempo?
—No, mañana temprano partimos; pero a fin de esperarles iremos al paso. Dadnos las quinientas libras, y es negocio concluido.
—No tengo más que doscientas cincuenta.
—Bien, ellos pueden traer las otras doscientas cincuenta, lo cual os servirá de pretexto para enviármelos; porque sin un pretexto, sospecharían algo.
—Pero es muy fácil —dijo al paisano—, que me contesten que uno sólo basta para la comisión.
—Decidles que los caminos no están seguros, y le dais a cada uno ciento veinte y cinco libras; éste será un adelanto hecho sobre su sueldo.
—El paisano abrió los ojos admirado.
—En verdad —dijo—, no hay como los militares para salir de cualquier atolladero.
Y después de haber contado las doscientas cincuenta libras, que entregó a Cauviñac, se marchó pasmado de haber encontrado ocasión de colocar por quinientas libras a un sobrino y un ahijado, que le costaban al año más de cien pistolas.