XXI
XXI
La sorpresa
Después de haberse marchado Barrabás, llamó Canolles al oficial, y le rogó le guiase en la revista que quería pasar a sus nuevos estados.
El oficial se puso en el momento a sus órdenes.
Encontró a la puerta una especie de Estado Mayor, compuesto de los demás personajes principales de la ciudadela; conducido por ellos, y pidiendo explicación de todos los recursos de la localidad, vio los baluartes, medias lunas, casamatas, bodegas y graneros. Por último, a las once de la mañana volvió a su habitación, después de haberlo visitado todo. Marchóse entonces su escolta, y quedó solo con el primer oficial que encontró a su llegada.
—Ahora —dijo éste acercándosele misteriosamente—, no le queda más que ver al señor gobernador un sólo aposento y una sola persona.
—¡Oh! —murmuró Canolles.
—El aposento de esa persona es aquél —dijo el oficial extendiendo el dedo hacia una puerta, que en efecto aún no había abierto el barón.
—¡Ah! ¿Es aquél? —dijo Canolles.
—Sí.
—¿Y allí está la persona?
—Sí.
—Bien, bien; pero dispensad, me siento muy fatigado de haber caminado noche y día, y no tengo esta mañana la cabeza muy buena. Explicaos con alguna más claridad, si lo tenéis a bien.
—Bueno, señor gobernador —continuó el oficial con la más fina sonrisa—. El aposento…
—De la persona… —repuso Canolles.
—Que os espera… es aquél. Comprendéis ahora, ¿no es así?
Canolles hizo un movimiento, cual si viniese del país de las abstracciones.
—Sí, sí, perfectamente —dijo—. ¿Y puedo entrar?
—Sin duda, pues que os espera.
—¡Vamos, pues! —dijo Canolles.
Y latiendo violentamente su corazón, sin ver a dónde iba, sintiendo confundirse sus temores y sus deseos, a punto de creerse próximo a enloquecer, empujó el barón una segunda puerta, y percibió detrás de una tapicería a la alegre, a la bulliciosa Nanón, que dando un grito como para asustarle, vino a echar sus brazos al cuello del caballero.
El barón quedó inmóvil, con los brazos caídos y la mirada atónita.
—¡Vos! —dijo balbuceando.
—¡Yo! —contestó ella multiplicando sus risas y sus besos.
La memoria de sus agravios cruzó por la imaginación del barón, que conociendo en el acto el nuevo beneficio de aquella fiel amiga, quedó agobiado bajo el peso de los remordimientos y la gratitud.
—¡Ah! —dijo por último—, vos me habéis salvado, cuando me perdía como un insensato: vos velabais sobre mí; sois mi ángel tutelar.
—No me llaméis vuestro ángel, porque soy un diablo —repuso Nanón—; sólo que no aparezco sino en los buenos momentos, confesadlo.
—Tenéis razón, querida amiga; porque a la verdad, creo que me salváis del patíbulo.
—También lo creo. Vaya, barón, ¿cómo estabais, siendo tan perspicaz, tan fino, para dejaros llevar por esas princesas remilgadas? El barón se abochornó en extremo; pero Nanón se había propuesto no echar de ver nada de su turbación.
—No lo sé —dijo él—. A la verdad, yo mismo no lo comprendo.
—¡Oh, son muy astutas! ¡Señores, señores, queréis hacer la guerra a las mujeres! ¿Qué es lo que me han contado? Os han mostrado en vez de la joven princesa una doncella de honor, una camarera, un muñeco… ¿qué sé yo?
El barón sentía tocar la fiebre con sus trémulos dedos y su cerebro trastornado.
—He creído ver a la princesa —contestó—, yo no la conocía.
—¿Y quién era?
—Una dama de honor, según creo.
—¡Ah!, pobre chico. La culpa tiene el traidor de Mazarino. ¡Qué diablos! Cuando se encarga a cualquiera persona una misión tan importante y difícil como ésa, se le da un retrato. Si hubierais tenido o visto al menos un retrato de la princesa, ciertamente la hubierais conocido.
—Pero no hablemos de eso. ¿Sabéis que ese pícaro de Mazarino quería echaros a los sapos, so pretexto de que habíais sido traidor al rey?
—Ya lo creí así.
—Pero yo he dicho: Hagámosle echar a las Nanones.
—¿He obrado bien? Decid.
Por muy preocupado que el barón estuviese con la idea de la señora de Cambes, aunque llevase su retrato sobre el corazón, no pudo resistir a esta exquisita bondad, a aquella alma que centellaba en los más lindos ojos del mundo. Bajó, pues, la cabeza, y apoyó sus labios en la mano delicada que se le tendía.
—¿Y habéis venido aquí a esperarme?
—Yo iba a encontraros en París para traeros aquí. Os llevaba vuestro despacho, porque esta ausencia se me hacía demasiado larga, y a solas con el señor de Epernón, me aburría, porque el peso de sus negocios gravitaba todo entero sobre mi vida monótona. Supe vuestro percance. A propósito, me olvidaba deciros, que sois mi hermano, ¿lo sabéis?
—Creí adivinarlo al leer vuestra carta.
—Sin duda nos habían vendido. La carta que os había escrito cayó en malas manos. El duque llegó furioso; yo le dije que erais mi hermano, pobre Canolles; de suerte que ahora estamos protegidos por la unión más legítima.
—¡Ea!, ya estáis poco menos que casado, mi pobre amigo.
Canolles se dejó arrastrar por el indecible atractivo de aquella mujer. Después de haber besado sus blancas manos, besó sus negros ojos… la sombra de la vizcondesa debió escaparse cubriéndole lúgubremente la cabeza.
—Desde entonces —continuó Nanón—, todo le he previsto, todo le he evitado; he hecho del señor de Epernón vuestro protector, o mejor dicho, vuestro amigo, y he aplacado la cólera de Mazarino. Por último, he escogido por retiro a San Jorge; porque bien lo sabeis, caro amigo, que todavía quieren apedrearme. No queda en el mundo nadie que me ame un poquito más que vos, mi querido Canolles. Vaya, decidme que me amáis.
Y la seductora sirena, echando ambos brazos al cuello de Canolles, fijó su ardiente mirada en los ojos del joven, como para buscar su pensamiento en lo más profundo de su corazón.
El barón sintió en aquel corazón que trataba de leer Nanón, que no podía continuar insensible a tantos sacrificios. Un presentimiento oculto le decía que había en Nanón algo más que amor, la generosidad; y que no sólo le amaba, sino que le perdonaba también.
El barón hizo un movimiento de cabeza, que respondía a la demanda de Nanón, porque no se había atrevido a decirle de palabra que la amaba, aunque todos sus recuerdos concurriesen en su favor en el fondo de su pecho.
—He elegido la isla de San Jorge —continuó ella—, para poner a salvo mi dinero, mis pedrerías y mi persona. ¿Qué otro hombre que el que me ama, me ha dicho, que puede salvar mi vida? ¿Quién sino mi dueño puede conservar mis tesoros? Sí, querido amigo, todo está en vuestras manos, mi existencia, mis riquezas; velaréis cuidadosamente por todo. ¿Seréis buen amigo y guardia fiel?
En este momento resonó una trompeta en la plaza de armas, y vino a vibrar en el corazón de Canolles. Tenía delante de sí el amor más elocuente que jamás ha existido, y a cien pasos de allí la guerra amenazadora, la guerra que inflama y embriaga.
—¡Oh, sí, Nanón! —exclamó—. Vuestra persona y vuestros bienes están seguros a mi lado; y os juro que moriré por salvaros del menor peligro.
—¡Gracias, mi noble caballero! Estoy bien convencida de vuestro valor y de vuestra generosidad. ¡Ay de mí! —añadió sonriendo. ¡Quisiera estar tan segura de vuestro amor!
—¡Oh! —murmuró el barón—, vivid segura…
—Bien, bien —dijo Nanón—, obras son amores. El amor no se prueba con juramentos; y por lo que hagáis, caballero, juzgaré de vuestro amor.
Y pasando alrededor del cuello de Canolles los brazos más lindos del mundo, inclinó su cabeza sobre el pecho palpitante del joven.
—Ahora —dijo ella para sí—, es menester que olvide, y olvidará.