XXII

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El encuentro

El mismo día que el barón había sido arrestado en Jaulnay delante de la vizcondesa, partió ésta con Pompeyo para reunirse con la señora princesa, que se hallaba a la vista de Coutras.

El primer cuidado del digno escudero, fue tratar de probar a su señora que si el bando de Cauviñac no había exigido ningún rescate, ni cometido violencia alguna con la hermosa viajera, debía atribuirse esta felicidad a su aspecto imponente y a su experiencia de la guerra. Verdad es que la vizcondesa, menos fácil de persuadir de lo que creyera Pompeyo, le hizo observar que había desaparecido y no se le había vuelto a ver hasta después de una hora lo menos; pero Pompeyo le dijo que durante aquella hora había estado oculto en un corredor, en el cual, con la ayuda de una escala, había preparado a la vizcondesa una fuga segura; sólo que había sido necesario hacer frente a dos soldados desenfrenados que le disputaban la posesión de aquella escala, de la que se había hecho él con el indómito valor que tenía acreditado.

Esta conversación llevó naturalmente a Pompeyo a hacer el elogio de los soldados de su tiempo, fieros contra el enemigo, como lo habían probado en el sitio de Montalbán y en la batalla de Corbía, pero políticos y afables para con sus compatriotas, cualidades, que preciso era confesarlo, afectaban poco a los soldados contemporáneos.

El hecho es que sin sospecharlo, Pompeyo acababa de escapar de un inmenso peligro, el de ser reclutado.

Como tenía por costumbre marchar con la vista al frente, el pecho descubierto militarmente y con una presencia de Nembrod, desde el primer momento había llamado la atención de Cauviñac; pero merced a los sucesos subsiguientes que habían cambiado el curso de las ideas del capitán; merced a doscientas pistolas que le había dado Nanón por no ocuparse de nadie más que de Canolles; merced a esa reflexión filosófica, de que la pasión de los celos es la más espléndida de todas, y que es menester explotar los celos cuando nos salen al encuentro, el querido hermano había despreciado a Pompeyo y dejado a la vizcondesa continuar su camino para Burdeos; porque en efecto, a los ojos de su hermana Nanón, Burdeos estaba aun muy cerca de Cambes en el Perú, en las Indias o en Groenlandia.

Por otra parte, cuando Nanón reflexionaba que de allí en adelante iba a poseer sola y a tener entre muy buenos muros a su querido Canolles, y que excelentes fortificaciones poco accesibles a los soldados del rey guardarían también a la señora de Cambes prisionera en su rebelión, sentíase dilatar por esos infinitos goces que sólo conocen sobre la tierra los niños y los amantes.

Ya hemos visto cómo este sueño se había realizado y cómo Canolles y Nanón se encontraron en la isla de San Jorge.

Al mismo tiempo la vizcondesa caminaba triste y atemorizada. Pompeyo, a pesar de todas sus jactancias, estaba muy distante de poderla tranquilizar; y no sin recibir gran sobresalto, vio a la caída de la tarde del día que saliera de Jaulnay, una considerable turba de caballeros, que venían siguiendo un camino transversal.

Eran estos caballeros los mismos que volvían del famoso entierro del duque de Larochefoucault, entierro, que bajo pretexto de rendir todos los honores oportunos a su padre, había servido al señor príncipe de Marsillac para sacar de Francia y de Picardía toda la nobleza que más detestaba aun a Mazarino y que no era afecta a la familia de Condé. Pero una cosa chocó singularmente a la vizcondesa, y sobre todo a Pompeyo, de aquellos caballeros, unos traían el brazo en cabestrillo, otros sostenían en el estribo una pierna cubierta de vendajes, y muchos de ellos tenían vendas ensangrentadas en la frente. Era menester verles de muy cerca para reconocer en aquellos caballeros tan mal parados, a los activos y rozagantes cazadores que corrieran el gamo en el parque de Chantilly.

Pero el miedo tiene ojos de lince. Pompeyo y la señora de Cambes reconocieron bajo aquellas ensangrentadas vendas, algunos semblantes.

—¡Cáspita! —dijo Pompeyo—. Ved ahí, señora, un entierro que se ha efectuado por malos caminos. Es preciso que la mayor parte de esos caballeros se hayan caído de sus caballos, para venir tan arañados.

—Eso estoy observando —dijo la vizcondesa.

—Esto me recuerda la retirada de Corbía —dijo Pompeyo con orgullo—; sólo que aquella vez no estaba yo en el número de los bravos que viene, sino en el de los que son traídos.

La señora de Cambes dijo con cierta inquietud a la vista de una expedición que se presentaba bajo tan tristes auspicios:

—¿Pero no manda nadie a estos caballeros? ¿No tienen jefe? ¿Ha sido muerto este jefe, que no se le ve? Mirad.

—Señora —repuso Pompeyo acomodándose erguidamente en la silla—, nada más fácil que conocer a un jefe entre la gente que comanda. Comúnmente, en un escuadrón, el oficial marcha en el centro con sus subalternos; en la acción marchaba detrás, o sobre el flanco de la tropa. Tened la vista hacia los diferentes puntos que os designo, y juzgaréis por vos misma.

—No veo nada, Pompeyo; pero se me figura que se nos sigue. Mirad hacia atrás…

—¡Hum, hum! No, señora —repuso Pompeyo tosiendo, pero sin volver la cabeza, por temor de ver efectivamente a alguno—. No viene nadie; pero mirad al jefe. ¿No podría ser aquel de la pluma roja?… No… ¿El de la espada dorada?… No… ¿Aquél del caballo pío, semejante al del señor de Turena?… No… Esto sí que es efectivamente raro; sin embargo, ahora no hay peligro, y el jefe pudiera dejarse ver, que no es aquí lo mismo que en Corbía.

—Os engañáis, Maese Pompeyo —dijo detrás del pobre escudero, poniéndole a punto de caer trastornado, una voz aguda y sarcástica—; os engañáis; esto es mucho peor que lo de Corbía. 

Volvió la señora de Cambes vivamente la cabeza, y vio a dos pasos de ella a un caballero de mediana talla y de una presencia sencillamente afectada, que la miraba con unos ojillos brillantes y profundos, como los del zorro.

Con sus espesos cabellos negros, sus labios delgados y volubles, su palidez biliosa y su frente sombría, inspiraba este caballero tristeza en medio del día, y de noche tal vez terror.

—¡El señor príncipe de Marsillac! —exclamó la señora de Cambes conmovida—. ¡Ah! Seáis bienvenido, caballero.

—Decid el duque de Larochefoucault, señora, porque ya que ha muerto mi padre, soy heredero de este nombre, bajo el cual, buenas o malas, van a inscribirse las acciones de mi vida.

—Venis… —dijo la vizcondesa con indecisión.

—Venimos batidos, señora.

—¡Batidos, justo cielo, vos!

—Sí. Digo que venimos batidos, señora, porque soy naturalmente poco fanfarrón, y me digo a mí mismo la verdad, como se lo digo a los demás. A no ser así, pudiera pretender que volvemos vencedores; pero en realidad, somos batidos, puesto que ha fracasado nuestro intento sobre Samur. He llegado muy tarde, y hemos perdido la plaza importante que Jarzé acababa de rendir. De aquí en adelante, suponiendo que la señora princesa se apodere de Burdeos, como se le había prometido, toda la guerra se concentrará en la Guiena.

—Pero, si como he creído entender —preguntó la vizcondesa—, se ha efectuado la capitulación de Samur sin combate, ¿cómo es que todos esos caballeros vienen heridos de ese modo?

—Porque —dijo Larochefoucault con una especie de orgullo que no le fue posible disimular, a pesar de su dominio sobre sí mismo—, porque hemos encontrado ciertas tropas reales.

—¿Y se las ha batido? —dijo con viveza la señora de Cambes.

—¡Oh, Dios mío, señora!

—¿Conque ya ha sido derramada por franceses la primera sangre francesa, y vos, señor duque, habéis dado el ejemplo?

—¡Yo, señora!

—¡Vos, tan mirado, tan frío, tan sabio!

—Algunas veces, cuando se defiende contra mí un partido injusto, a fuerza de apasionarme por la razón, llego a hacerme poco razonable.

—¿A lo menos, no estáis herido?

—No. Esta vez he sido más afortunado que en las Limas y en París. Entonces creía haber ganado ya bastante en la Guerra Civil, para no volver a entrar en cuentas con ella; pero me engañaba. ¿Qué queréis? El hombre suele alzar proyectos siempre sin consultar a la pasión, el único y verdadero arquitecto de su vida, que constantemente reforma su edificio, cuando no le destruye de un golpe.

La vizcondesa se sonrió. Acordóse que Larochefoucault había dicho que por los bellos ojos de la señorita de Longueville, había hecho la guerra a los reyes, y la haría a los dioses.

No se escapó al duque esta sonrisa; sin dejar a la señora de Cambes tiempo para hacer seguir a la sonrisa el pensamiento que la hiciera nacer, continuó:

—Pero, señora, permitidme que os felicite, porque a la verdad, sois un modelo de bravura.

—¿Por qué?

—¿Cómo por qué? ¡Viajar así sola, sin más que un escudero, como una Clorinda o una Bradamante!

¡Oh! A propósito, he sabido vuestra admirable conducta en Chantilly. Me han asegurado que habéis burlado admirablemente a un pobre diablo de oficial real…

—Victoria fácil, ¿no es cierto? —añadió el duque con aquella sonrisa y aquella mirada que tanto significaban en él.

—¿Cómo? —preguntó la vizcondesa conmovida.

—Digo fácil —continuó el duque—, porque no combatía contra vos con armas iguales. Con todo, me ha chocado una cosa en la relación que me han hecho de esa aventura…

Y el duque fijó sus ojillos en la señora de Cambes con más encarnizamiento que nunca.

No había medio de que la vizcondesa se batiese en retirada honrosa. En consecuencia, se preparó una defensa, que resolvió hacer lo más vigorosa posible.

—Hablad, señor duque —dijo—: ¿qué cosa es esa que os han colocado?

—Vuestra gran habilidad, señora, al ejecutar ese papelito cómico. Porque en efecto, si he de creerlo que se me ha dicho, el oficial había visto ya a vuestro escudero, y a vos misma, según creo.

Estas últimas palabras, aunque proferidas con toda la habilidad y reserva de un hombre de tacto, no dejaron de producir una profunda impresión en la vizcondesa.

—¿Que me había visto, decís?

—Poco a poco, señora, entendámonos; no soy yo quien lo dice, sigue hablando aun ese personaje indefinido a quien llaman «Se», y a cuyo poder están sometidos lo mismo los reyes que el último de sus vasallos.

—¿Y dónde me había visto?

—Se dice que el camino de Liburnio a Chantilly, en una aldea llamada Jaulnay, sólo que la entrevista no fue muy larga, con el motivo de haber recibido el caballero orden del señor duque de Epernón de partir en el mismo instante para Mantes.

—Pero si ese caballero me había ya visto, señor duque, ¿cómo era posible que no me conociese?

El famoso «Se», de que hace un momento os hablaba, y que a todo responde, decía que la cosa era posible, en atención a que la entrevista tuvo lugar a oscuras.

—Esta vez, señor duque —repuso la señora de Cambes palpitante—, no sé en verdad lo que queréis decir.

—Entonces —contestó el duque con una ingenuidad fingida—, quiere decir que se me habrá informado mal; y luego, por más que se diga, ¿qué es el encuentro de un instante? Verdad es, señora —añadió con galantería el duque—, verdad es que vuestro talento y vuestro rostro son capaces de dejar una impresión profunda, aunque la entrevista hubiese durado tan sólo un instante.

—Pero eso no era posible —contestó la señora de Cambes—, puesto que vos mismo habéis dicho que la entrevista se efectuó a oscuras…

—Es cierto, habláis perfectamente, señora; y confieso que soy el engañado, a no ser que antes de la entrevista os hubiese ya visto ese joven, en cuyo caso la aventura de Jaulnay no sería como se ha dicho un encuentro…

—¿Qué podía ser entonces? —repuso la señora de Cambes—. Cuidado con vuestras palabras, señor duque.

—Ya veis, me encuentro cortado; nuestra querida lengua francesa es tan pobre, que en vano busco una palabra que transmita mi pensamiento. Sería… un appuntamento, como dicen los italianos, una assignation, como dicen los ingleses.

—Pero, si no me engaño, señor duque —dijo la vizcondesa, esas dos palabras traducidas al Francés significan «cita».

—Vamos —contestó el duque—, he dicho una necedad en dos lenguas, y precisamente hablando con una persona que las entiende ambas. Perdonadme, señora, parece que el Italiano y el Inglés son tan pobres como el Francés.

La señora de Cambes se contrajo el corazón con la mano izquierda para respirar más libremente, pues se sentía sofocada. Se le ocurrió una cosa que siempre había sospechado, y es que por ella el señor de Larochefoucault había sido infiel a la de Longueville, de pensamiento o de deseo al menos; y que al hablar así, le impelía a hacerlo un sentimiento de celos. En efecto, dos años antes, el príncipe de Marsillac le había hecho la corte con la asiduidad que permitían aquel carácter reservado, sus perpetuas incertidumbres y aquellos eternos recelos que le constituían en el más rencoroso enemigo cuando dejaba de ser el amigo más complaciente.

Por esto la señora de Cambes no quiso romper con un hombre que llevaba tan de frente los negocios públicos y los más familiares intereses.

—¿Sabéis, señor duque —dijo—, que sois un hombre muy apreciado en las circunstancias en que nos encontramos, sobre todo, y Mazarino, aunque se pique, no tiene una policía tan bien montada como la vuestra?…

—Si no supiese nada, señora —repuso el duque de Larochefoucault—, me parecería mucho a ese buen ministro, y no tendría en tal caso ningún motivo de hacerle la guerra. Pero yo trato, poco más o menos, de estar al corriente de todo.

—¿Hasta de los secretos de vuestras aliadas, dado caso que los tuviesen?

—Acabáis de pronunciar una palabra que se interpretaría muy mal si se supiese: un secreto de mujer. ¿Luego ese viaje y ese encuentro son un secreto?

—Entendamos, señor duque, porque no tenéis razón más que a medias. El encuentro fue una casualidad. El viaje era un secreto, y un secreto de mujeres; pues en efecto, nadie tenía noticia de él más que la señora princesa y yo.

El duque se sonrió. Esta excelente defensa aguzaba su perspicacia.

—Y Lenet —dijo el duque—, y Richón, y la señora de Tourville, y hasta un cierto vizcondecito de Cambes, que no conozco, y de quien he oído hablar por primera vez en esta ocasión… Es cierto, que siendo este último hermano vuestro, me podréis decir que no salía el secreto de la familia.

La señora de Cambes se echó a reír por no irritar al duque, cuyo entrecejo veía ya ondular.

—¿Sabéis una cosa, duque?

—No; pero decídmela, y si es un secreto, señora, os prometo ser tan discreto como vos, y no decirlo más que a mi estado mayor.

—Está bien, podéis hacerlo; no deseo otra cosa, aunque por ello me haga enemiga de una gran princesa, cuyo odio no es muy conveniente arrostrar.

La frente del duque se coloró imperceptiblemente.

—Y bien, ¿ese secreto? —dijo.

—¿No sabéis qué compañero me destinaba la princesa en el viaje que me hiciera emprender? —¡No!

—¿Erais vos?

—En efecto, recuerdo que la señora princesa me envió a decir si podría servir de escolta a una persona que viajaba de Liburnio a París.

—¿Y vos rehusasteis?

—Me detenían negocios indispensables en Poitou.

—Sí, teníais que recibir los correos de la señora de Longueville.

Larochefoucault miró vivamente a la señora de Cambes, como para sondear el fondo de su corazón antes que la huella de estas palabras hubiese desaparecido; y acercóse a ella, le dijo:

—¿Me reconvenís?

—No tal. Vuestro corazón está también puesto en ese lugar, señor duque, que tenéis derecho a esperar parabienes en vez de reconvenciones.

—¡Ah! —repuso el duque suspirando a su pesar—. ¡Pluguiera al cielo que hubiese hecho con vos ese viaje!

—¿Por qué?

—Porque entonces no habría ido a Saumur —respondió el duque con un tono, que significaba tenía dispuesta otra contestación, pero que no se atrevía o no quería darla.

—Richón se lo habrá dicho todo —pensó la vizcondesa.

—Pero al cabo —continuó el duque—, no me quejo de mi desgracia privada, puesto que resulta de ella un bien público.

—¿Qué queréis decir, señor duque? No os comprendo.

—Quiero decir, que si hubiese ido con vos, no os habríais encontrado con un oficial, que así el cielo proteja nuestra causa, como es el mismo que Mazarino envió a Chantilly.

—¡Ah, señor duque! —dijo Clara con una voz oprimida por un doloroso y reciente recuerdo—. ¡No os chanceéis acerca de ese desgraciado oficial!

—¿Por qué? ¿Es persona sagrada?

—Sí, por ahora; porque los grandes infortunios tienen para las almas nobles su sagrado lugar, como las fortunas más elevadas. Tal vez a estas horas ese oficial habrá muerto, caballero, pagando su error o su sacrificio con la vida.

—¿Muerto de amor? —preguntó el duque.

—Hablemos formalmente, caballero. Bien sabéis que si yo entregase mi corazón a alguno, no sería a quien encontrase en medio de un camino. Os digo que ese infeliz ha sido arrestado hoy mismo por orden de Mazarino.

—¡Arrestado! —dijo el duque—. ¿Y cómo sabéis eso? ¿Por un encuentro también?

—¡Oh, Dios mío, sí! Yo pasaba por Jaulnay…

—¿Conocéis Jaulnay?

—Perfectamente; allí fue donde recibí una cuchillada en el hombro. Pasabais por Jaulnay: ¿no es en esa misma aldea donde afirma la relación?

—Dejemos la relación —repuso ruborizándose la vizcondesa—. Pasaba por Jaulnay, como os digo, cuando vi que una tropa de gente armada arrestaba y traía a un hombre: aquel hombre era él.

—¿Él, decís? ¡Ah! ¡Cuidado con eso, señora! ¡Habéis dicho él!

—Él, sí; el oficial. ¡Por Dios, señor duque, sois muy profundo! Dejaos de sutilezas; y si tenéis piedad de ese desgraciado…

—¡Piedad, yo! —exclamó el duque—. ¡Bah, señora! ¿Acaso tengo tiempo de apiadarme, sobre todo de gentes que no conozco?…

La señora de Cambes miró a hurtadillas el rostro pálido de Larochefoucault y aquellos delgados labios crispados por una sonrisa apagada, y se estremeció a su pesar.

—Señora —dijo el duque—, quisiera tener el honor de acompañaros por más tiempo, pero debo poner una guarnición en Montroud; disimulad si os dejo. Veinte caballeros más felices que yo, os servirán de escolta hasta tanto que os hayáis reunido a la princesa, a quien os suplico tengáis la bondad de hacer presentes mis respetos.

—¿No venís a Burdeos? —preguntó la vizcondesa.

—Por ahora no, voy a Turena a encontrarme con el señor de Bouillón. Debatimos políticamente sobre quién ha de dejar de ser general en esta guerra, mis negocios van viento en popa; así es, que creo vencerle y quedarme de lugarteniente.

A estas palabras, el duque saludó ceremoniosamente a la señora de Cambes, y recobró a pasos lentos el camino que seguía su tropa de caballeros.

La señora de Cambes le siguió con la vista, murmurando:

—¡Su piedad! ¡Yo invocaba su piedad! Bien ha dicho: no tiene tiempo de apiadarse.

Entonces vio destacarse hacía ella un grupo de caballeros y perderse el resto de la tropa en el bosque inmediato.

Detrás del escuadrón iba pensativo e inclinando hacia el cuello de un caballo, aquel hombre de falsa mirada y blancas manos, que más tarde escribía a la cabeza de sus Memorias esta frase, bastante extraña para un filósofo moralista:

«Creo que es necesario demostrar compasión, pero guardarse de tenerla. Ésta es una pasión que para nada sirve en un alma bien formada, que sólo conduce a debilitar el corazón, y debe dejarse al pueblo, que no teniendo jamás razón de sus hechos, necesita una pasión para obrar».

Dos días después, la vizcondesa se había reunido con la princesa.