XXVII
XXVII
La ronda nocturna
Después de haberse marchado la vizcondesa de Cambes, volvió a entrar el barón en su sala. Nanón estaba en pie, pálida e inmóvil, en medio del aposento, Canolles se dirigió hacia ella con una sonrisa triste: a proporción que avanzaba, Nanón doblaba la rodilla: tendióle él la mano y ella cayó a sus pies.
—¡Perdonadme —dijo—, perdonadme, Canolles! Yo soy quien os ha traído aquí; yo quien ha hecho que se os entregue este puesto grave y peligroso; si sois muerto, yo seré la causa de vuestra muerte. Soy una egoísta, que sólo he pensado en mi felicidad. ¡Abandonadme; partid!
El barón la levantó con dulzura.
—¡Abandonaros yo! —contestó él—, jamás, Nanón, jamás. Vos sois sagrada para mí, he jurado protegeros, defenderos y salvaros, y os salvaré aunque supusiera morir.
—¿Dices eso de todo corazón, Canolles, sin vacilar, sin sentir?
—Sí —dijo el barón sonriendo.
—Gracias, mi digno y noble amigo, gracias. ¿Ves? Esta vida que tanto me interesaba, hoy te la sacrificaría sin una queja, porque sólo desde hoy sé cuánto has hecho por mí. Te ofrecían dinero, ¿no son tuyos mis tesoros? Te ofrecían amor, ¿habrá jamás en el mundo una mujer que te ame como yo? ¡Te ofrecían ascenso!
—Escucha, van a atacar el fuerte; pues bien, compremos soldados, reunamos municiones y armas, doblemos nuestras fuerzas, defendámonos. Yo combatiré por mi amor, tú por tu honor. Tú, mi bravo Canolles, los batirás; haré decir a la reina que no tiene un capitán más valiente que tú; y después, yo me encargaré de tu ascenso, sí. Y cuando seas rico, cuando te veas circundado de gloria y honores, entonces me abandonarás si quieres, y entonces quedarán para consolarme mis recuerdos.
Y diciendo esto Nanón, miraba al barón y esperaba la respuesta que siempre demandan las mujeres a sus palabras exageradas, es decir, locas y exaltadas como aquéllas. Pero el barón bajó tristemente la cabeza, y dijo:
—Nanón, mientras yo exista en la isla de San Jorge, jamás se os hará daño ni tendréis que arrostrar una afrenta. Tranquilizaos, pues, porque no tenéis nada que temer.
—Gracias, aunque no sea eso todo lo que yo demando —dijo en voz alta; y luego para sí—: ¡Ay de mí!, estoy perdida; no me ama ya.
Canolles sorprendió esa mirada de fuego que brilla como el rayo, esa horrible palidez de un segundo, que revela tanto dolor.
—¡Seré generoso hasta el fin —dijo él para sí—, si no quiero ser infame!… Ven, Nanón —contestó—, ven amiga mía, prende tu capa sobre tus hombros, toma tu sombrero de hombre, el aire de la noche te hará provecho. Debo ser atacado de un momento a otro, y voy a hacer mi ronda nocturna.
Nanón, palpitante de gozo, se vistió como su amante le decía, y le siguió.
Canolles era un verdadero jefe. Habiendo entrado casi niño en el servicio, había hecho un estudio profundo de su áspero ejercicio. Así, pues, visitó la plaza, no sólo como comandante, sino como ingeniero. Los oficiales que le habían visto llegar como favorito, y que creían tener que habérselas con un gobernador de parada, fueron interrogados unos después de otros por su jefe acerca de todos los medios de ataque y defensa. Preciso les fue reconocer entonces en el frívolo y el bisoño joven a un capitán experimentado, y los más ancianos le hablaron desde luego con respeto. En cuanto a Canolles, la única cosa que podían reprocharle era la dulzura de su voz al dar órdenes y su extremada atención para preguntar. Temían que esta cortesía no fuese la máscara de la debilidad. Sin embargo, como cada cual sentía el peligro inmediato, las órdenes del gobernador fueron ejecutadas con una puntual celeridad, que dio al jefe la misma idea de sus soldados que éstos habían formado de él. Durante el día había llegado una compañía de obreros. Canolles dispuso varios trabajos que fueron comenzados desde luego. En vano quiso Nanón volverle al fuerte para apartarle de la fatiga de una noche pasada de aquel modo; el barón continuó su ronda, y él fue quien despidió afablemente a Nanón, exigiéndole que volviese a su habitación. Después, habiendo expedido tres o cuatro batidores del campo que el teniente-gobernador le había recomendado como los más inteligentes de cuantos se hallaban a su servicio, fue a recostarse sobre un sillar de mármol, desde donde seguía inspeccionando los trabajos.
Pero mientras sus ojos seguían maquinalmente el movimiento de los picos y azadas, su imaginación, apartada de las cosas materiales, se fijaba toda entera, no sólo en los acontecimientos del día, sino también en todas las extrañas aventuras de que había sido héroe desde el día en que vio a la vizcondesa de Cambes. Pero cosa extraña, su mente no pasaba más allá de aquel punto; parecíale que sólo desde aquella hora había empezado a vivir, que hasta entonces había estado en otro mundo de instintos, de sensaciones incompletas.
Partiendo desde aquel momento, había en su vida una antorcha que daba a todas las cosas un aspecto diferente; y desde este nuevo día, Nanón, la pobre Nanón quedaba sacrificada desairadamente a otro amor, violento desde su nacimiento, como lo son esos amores que se apoderan de toda la vida en que llegan a entrar.
Así, pues, al cabo de dolorosas meditaciones, mezcladas de celestiales ensueños, a la idea de ser amado por la vizcondesa de Cambes, el barón se confesó que sólo este deber le prescribía ser hombre de honor, y que la amistad de Nanón ninguna parte tenía en su determinación.
¡Pobre Nanón! Canolles calificaba de amistad el sentimiento que hacia ella experimentaba. Mas, ¡ah! El amor, trocado en amistad, fácilmente degenera en indiferencia.
Nanón velaba también, porque no había podido resolverse a entrar en la cama. De pie junto a una ventana, envuelta en un manto negro para no ser vista, seguía, no la luna triste y velada deslizándose a través de las nubes, no los altos álamos que se balanceaban graciosamente por el viento de la noche, no el curso majestuoso del Carona, semejante a un vasallo rebelde que se alza contra su señor, o mejor un esclavo fiel que lleva su tributo al Océano, sino el lento y penoso trabajo que se fabricaba contra ella en la imaginación de su amante, veía en aquella forma oscura que se destacaba sobre la piedra, en aquella sombra inmóvil acurrucada a una luminaria, el fantasma viviente de su pasada felicidad. Ella tan enérgica, tan altiva, tan sagaz otras veces, había perdido toda su destreza, su altivez y su energía; se hubiera dicho que exaltados sus sentidos por la acción de su desgracia, aumentaban en inteligencia y sutileza, ella sentía germinar el amor en el fondo del corazón de su amante, como Dios, reclinándose sobre la inmensa cúpula del cielo, siente germinar el tierno tallo de una planta en las entrañas de la tierra.
Sólo cuando fue de día volvió el barón a entrar en su aposento. Nanón se había retirado al suyo, y él ignoró que había velado toda la noche. Entonces se vistió con esmero, reunió de nuevo la guarnición, visitó de día todas las baterías, y en especial las que daban a la ribera izquierda del Carona, hizo cerrar el puertecito con cadenas, estableció una especie de chalupas cargadas de falcones y espingardas, pasó revista a su gente, la animó aun por medio de sus palabras atentas y generosas, y se retiró a su casa a eso de las diez.
Nanón le aguardaba con la sonrisa en los labios, no era aquella altiva e imperiosa Nanón, cuyos caprichos hacían temblar al mismo duque de Epernón; era una manceba tímida, una esclava cobarde, que no exigía ya que se le amase, sino que demandaba se le permitiese tan sólo amar.
El día transcurrió sin otro acontecimiento que las diferentes peripecias de aquel drama interior que se ejecutaba en el alma de cada uno de los jóvenes. Los corredores expedidos por el barón volvieron unos después de otros, sin que ninguno de ellos trajese una noticia cierta, sólo se supo que había gran agitación en Burdeos, y era evidente que se estaba preparando allí alguna cosa.
En efecto, la vizcondesa de Cambes, a su vuelta a la ciudad, ocultando por otra parte todos los detalles de su entrevista en los más secretos dobleces de su corazón, había trasmitido a Lenet el resultado. Los Burdeleses pedían a voces que se asaltara la isla de San Jorge. El pueblo se ofrecía en masa para formar parte de la expedición. Los jefes no le contenían sino protestando la ausencia de un hombre de guerra que pudiese conducir la expedición, y de soldados regulares que pudiesen sostenerla. Lenet aprovechó esta coyuntura para introducir el nombre de los dos duques y ofrecer su ejército, la oferta fue recibida con entusiasmo, y los mismos que habían votado la víspera porque se les cerrasen las puertas los llamaron a voces.
Lenet llevó esta buena noticia a la princesa, que reunió enseguida su consejo.
Clara pretextó el cansancio para no tomar parte en ninguna decisión contra el barón, y se retiró a su aposento a dar libre curso a sus lágrimas.
Desde aquella habitación oía los gritos y las amenazas del pueblo. Todos aquellos gritos, todas aquellas amenazas se dirigían contra Canolles.
No tardó mucho en resonar el tambor. Las compañías se reunieron, los jurados hicieron armar al pueblo, que pedía picas y arcabuces; se sacaron los cañones del arsenal, se distribuyó pólvora, y doscientos botes se dispusieron prontos a subir el Garona, ayudados por la marea de la noche, mientras que tres mil hombres encaminándose por la ribera izquierda atacarían por tierra.
El ejército de mar debía ser mandado por Españet, consejero del parlamento, hombre valiente y de sano consejo, y el de tierra por el señor de Larochefoucault, que acababa de entrar a su vez en la ciudad con dos mil caballeros aproximadamente. El señor duque de Bouillón no debía llegar hasta dos días después con otros mil. Con este motivo el duque de Larochefoucault apresuró el ataque cuanto pudo, a fin de que su colega no se encontrase con él.