XXXIV
XXXIV
Ataque y defensa
Unos cien hombres de la casa real pasaron el Dordoña con Sus Majestades, y los restantes quedaron con el señor de La Meilleraye, que habiendo determinado poner sitio a Vayres, esperaba al ejército.
Apenas se hubo instalado la reina en la casita, que, merced al fausto de Nanón, encontró mucho más habitable de lo que esperaba, se presentó en su habitación Guitaut, y le dijo que un capitán que pretendía tener que tratar de un negocio importante, le demandaba el honor de una audiencia.
—¿Y qué capitán es ése? —preguntó la reina.
—El capitán Cauviñac, señora.
—¿Es de mi ejército?
—Me parece que no.
—Informaos; y si no es de mi ejército, decidle que no puedo recibirle.
—Vuestra Majestad me perdonará si no soy de la misma opinión en este punto —dijo Mazarino—; pero me parece que si no fuese de nuestro ejército, es cuando precisamente deberíais recibirle.
—¿Y por qué?
—Siendo del ejército de Vuestra Majestad y pidiendo una audiencia a la reina, no puede ser sino un súbdito fiel; cuando, por el contrario, si pertenece al ejército rebelde, puede ser un traidor. Ahora bien, en este momento, señora, los traidores no son despreciables, si se atiende a que pueden ser muy útiles.
—Que entre —dijo la reina—, pues que tal es la opinión del señor cardenal.
Enseguida fue introducido el capitán, que se presentó con una confianza y facilidad, que admiraron a la reina, pues estaba habituada a producir en los que le rodeaban una impresión opuesta.
—¿Quién sois? —dijo la reina.
—El capitán Cauviñac —contestó el recién llegado.
—¿Al servicio de quién estáis?
—Al servicio de Vuestra Majestad, si lo tiene a bien.
—¿Si lo tengo a bien? Sin duda. ¿Además, hay otro servicio en el reino? ¿Somos dos las reinas de Francia?.
—Es verdad que no hay en Francia más que una reina, y ésta es la que tiene la bondad de permitir deponga a sus pies en este instante los sentimientos de mi más humilde respeto; pero hay dos opiniones, a lo menos, según me ha parecido hace un momento.
—¿Qué queréis decir? —dijo arrugando el entrecejo.
—Quiero decir, señora, que estándome paseando por estas cercanías, me hallaba justamente sobre un cerrillo que domina todo el país, contemplando el paisaje, que como Vuestra Majestad habrá podido notar, es delicioso, cuando he creído ver que el señor Richón no la recibía con todo el respeto que le es debido. Esto me ha hecho conocer que es cierto lo que ya sospechaba, y es que había en Francia dos opiniones; la opinión realista y otra, y que el señor Richón pertenece a esta otra opinión.
El semblante de Ana de Austria se oscureció cada vez más.
—¡Ah! ¿Habéis creído ver eso? —dijo.
—Sí, señora —contestó Cauviñac aparentando la mayor candidez. También he creído ver que un cañonazo con bala disparado por la plaza, había ofendido a la carroza de Vuestra Majestad.
—Basta… ¿No me habéis pedido audiencia más que para participarme vuestras necias observaciones?
—¡Ah! Eres impolítica —dijo para sí Cauviñac—. En ese caso pagarás más caro el negocio.
—No, señora. Os he pedido audiencia para deciros que sois una gran reina y que mi admiración hacia Vuestra Majestad no tiene igual.
—¡Ah! ¿De veras? —dijo la reina con tono áspero.
—Y en consecuencia de esa grandeza y de esta admiración, he resuelto consagrarme enteramente al servicio de Vuestra Majestad.
—¡Gracias! —dijo la reina con ironía.
Después, volviéndose a su capitán de guardias, añadió:
—¡Hola! Guitaut, que se eche fuera a ese charlatán.
—Perdonad, señora —repuso Cauviñac—. Yo me iré sin necesidad de que se me eche; pero si me voy no tendréis a Vayres.
Y Cauviñac, después de saludar a la reina con una gracia encantadora, hizo una pirueta girando sobre sus talones.
—Señora —dijo Mazarino muy quedo—, me parece que hacéis mal en despedir a ese hombre.
—Venid acá —dijo la reina—, y hablad. Al cabo sois guapo y me parecéis divertido.
—Vuestra Majestad es muy buena —contestó inclinándose Cauviñac.
—¿Qué decíais de entrar en Vayres?
—Decía, señora, que si Vuestra Majestad quiere entrar en Vayres, como he creído ver que deseaba esta mañana, yo me impondré el deber de introducirla.
—¿Y cómo?
—En Vayres tengo ciento cincuenta hombres, que son míos.
—¿Vuestros?
—Sí, míos.
—¿Y bien?
—Yo cedo estos ciento cincuenta hombres a Vuestra Majestad.
—¿Y qué más?
—Me parece que a no intervenir el diablo, bien puede Vuestra Majestad hacerse abrir una puerta con ciento cincuenta porteros. La reina se sonrió.
—El tuno tiene genio —dijo ella para sí.
Cauviñac adivinó sin duda el cumplido, porque se inclinó por segunda vez.
—¿Cuánto hace falta? —dijo la reina.
—¡Oh, Dios mío! Señora, quinientas libras por cada portero; es el salario que yo doy a los míos. —Las tendréis.
—¿Y para mí?
—¡Ah! ¿Pedís también para vos alguna cosa?
—Me envanecería mucho un empleito de la magnanimidad de Vuestra Majestad.
—¿Y qué empleo queréis?
—Quisiera ser gobernador de Branne. Siempre he deseado ser gobernador.
—Concedido.
—En ese caso, salvo una pequeña formalidad, está concluido el negocio.
—¿Y qué formalidad es ésa?
—Que tenga Vuestra Majestad la bondad de firmar este papelito, que había preparado anticipadamente, con la esperanza de que mis servicios serían aceptados por mi magnánima soberana. —¿Y qué papel es ése?
—Leed, señora.
Y arqueando graciosamente el brazo y doblando la rodilla con el aire más respetuoso, Cauviñac presentó un papel a la reina. Ésta leyó:
«El día que entre sin descargar un tiro en Vayres, pagaré al señor capitán Cauviñac la cantidad de setenta y cinco mil libras y le haré gobernador de Branne».
—¿Según esto —dijo la reina conteniendo mal su cólera—, el capitan de Cauviñac no tiene suficiente confianza en nuestra palabra real, y quiere un escrito?
—Un escrito me parece lo mejor que hay, señora, en los negocios de importancia —contestó Cauviñac inclinándose—. Verva volani, dice un antiguo proverbio; las palabras vuelan, y perdóneme Vuestra Majestad, acabo de ser robado.
—¡Insolente! —dijo la reina—. ¡Salid!…
—Saldré —repuso Cauviñac—, pero no tendrá Vuestra Majestad a Vayres.
Y reproduciendo la misma maniobra que ya le había salido bien, giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta. Pero más imitada esta vez que la primera, Ana de Austria no le llamó.
Cauviñac salió.
—Que se asegure a ese hombre —dijo la reina.
Guitaut hizo un movimiento para obedecer.
—Perdonad, señora —dijo Mazarino—, pero creo que Vuestra Majestad haría mal en dejarse llevar de un primer movimiento de cólera.
—¿Y por qué? —preguntó la reina.
—Porque temo que necesitéis a ese hombre más tarde; y si Vuestra Majestad le molesta de cualquier modo, puede entonces pagarlo doble.
—Está bien —repuso la reina—, se le pagará lo que sea necesario; pues hasta entonces que no se le pierda de vista.
—¡Ah! Siendo así ya es otra cosa, y yo soy el primero en aplaudir esa precaución.
—Guitaut, ved lo que es de él —dijo la reina.
Guitaut salió y volvió a entrar al cabo de media hora.
—Y bien —preguntó Ana de Austria—, ¿qué ha sido de él?
—¡Oh! Puede estar Vuestra Majestad completamente tranquila —contestó Guitaut—; nuestro hombre no piensa en escaparse. Me he informado, y tiene su domicilio a trescientos pasos de aquí en casa de un posadero llamado Biscarrós.
—¿Y se ha retirado allí?
—No señora, está en una altura y observa desde allí los preparativos que hace el señor de La Meilleraye para forzar los reductos. Este espectáculo parece interesarle mucho.
—¿Y el resto del ejército?
—Va llegando, señora, y entrando en acción a medida que llega.
—¿Según eso, el mariscal atacará enseguida?
—Yo creo, señora, que valdría más, antes de aventurar un ataque, dar una noche de descanso a la tropa.
—¡Una noche de descanso! —dijo Ana de Austria. ¡Tendrá que detenerse el ejército real un día y una noche delante de tal bicoca! Imposible, Guitaut, id a decir al mariscal que ataque ahora mismo. El rey quiere dormir en Vayres esta noche.
—Pero, señora —murmuró Mazarino—, me parece que la precaución del mariscal…
—A mí me parece —repuso Ana de Austria—, que cuando ha sido ultrajada la autoridad real, por pronto que se vengue será tarde. Id, Guitaut, y decid al señor de La Meilleraye que la reina le ve.
Y despidiendo a Guitaut con un gesto majestuoso, tomó por la mano a su hijo y salió de la estancia, sin inquietarse por si era o no seguida, y subió la escalera que conducía a la azotea, la cual dominaba todos los alrededores.
La reina tendió una rápida ojeada sobre todo el paisaje.
A doscientos pasos detrás de ella pasaba el camino de Liburnio, sobre el que blanqueaba la casa de nuestro amigo Biscarrós. A sus pies corría el Gironda transparente, rápido y majestuoso; a su derecha se elevaba el fuerte de Vayres, silencioso como una ruina; alrededor del fuerte se extendían los parapetos nuevamente construidos. Algunos centinelas se pasaban sobre la galería; cinco piezas de cañón asomaban por las troneras sus cuellos de bronce y sus bocas profundas; a su izquierda el mariscal tomaba disposiciones para acampar a la tropa. Todo el ejército, como Guitaut dijo a la reina, había llegado y se apiñaba alrededor de él.
Sobre un altillo estaba un hombre, que seguía con la vista todos los movimientos de los sitiadores y sitiados.
Este hombre era Cauviñac.
Guitaut atravesaba el río en el barco del pescador de Ison.
La reina estaba inmóvil en la azotea, con el ceño arrugado, y teniendo de la mano al pequeño Luis XIV, que miraba aquel espectáculo con cierta curiosidad, y que de tiempo en tiempo decía a su madre:
—Señora, permitidme que monte en mi hermoso caballo de combate, y dejadme ir con Meilleraye a castigar a esos rebeldes.
Junto a la reina se encontraba Mazarino, cuyo semblante fino y burlón había adoptado en aquel momento un carácter de gravedad que usaba tan sólo en las ocasiones arduas; y detrás de la reina y el ministro estaban las damas de honor, que imitando el silencio de Ana de Austria, apenas se atrevían a trocar entre sí algunas palabras en voz baja.
Todo aparecía a primera vista que estaba tranquilo; pero se conocía que ésta era la tranquilidad de la mina que está preparada, que una chispa va a trocar en tempestad y destrucción.
Todas las miradas se fijaban especialmente en Guitaut, porque de él iba a emanar la explosión que con tan diversos motivos se aguardaba.
Era tan grande la inquietud de parte del ejército, que apenas hubo trocado el mensajero la ribera izquierda del Dordoña y se le hubo reconocido, cuando las miradas de todos de fijaron en él. El señor de La Meilleraye al verle se separó el grupo de oficiales en cuyo centro se hallaba, y le salió al encuentro.
Guitaut y el mariscal hablaron entre sí algunos instantes. Aunque era grande la distancia que separaba el grupo real de los dos oficiales, por ser el río bastante ancho por aquel punto, no era sin embargo suficiente para impedir que se notase la admiración en el semblante del mariscal. Era evidente que la orden que recibía le parecía intempestiva; así es que dirigió una mirada de duda hacia el grupo en medio del cual estaba la reina.
Pero Ana de Austria, que comprendió el pensamiento del mariscal, hizo a la vez con la cabeza y la mano un movimiento tan imperioso, que el mariscal, que de mucho tiempo conocía a su exigente soberana, bajó la cabeza en muestra, si no de asentimiento, de obediencia al menos.
En aquel momento, a consecuencia de una orden del mariscal, tres o cuatro capitanes que hacían a su lado el servicio que hoy desempeñan los ayudantes de campo, montaron a caballo y partieron a galope en tres o cuatro direcciones diferentes.
Por dondequiera que pasaban, los trabajos del campamento que se acababan de empezar, eran interrumpidos en el mismo instante; y al redoble de los tambores y de las trompetas se veía a los soldados dejar caer, unos la pala, otros el martillo con que clavaban las estacas de las tiendas, y correr a tomar las armas que estaban colocadas en pabellones, los granaderos afianzaban sus fusiles, los simples soldados sus picas y los artilleros sus instrumentos. Se practicó un movimiento extraordinario y confuso, causado por todos aquellos hombres que se cruzaban y corrían en diferentes direcciones; después todas las casillas de aquel inmenso tablero se desocuparon poco a poco, al tumulto sucedió el orden, cada cual se alineó bajo su bandera; los granaderos en el centro, los de la casa real a la derecha y la artillería a la izquierda. Las trompetas y tambores callaron.
Un sólo tambor resonó a la otra parte de las trincheras, que a su vez calló también, y un sepulcral silencio se extendió por la llanura.
En aquel momento se oyó una voz de mando, clara, precisa y firme. La reina no podía entender las palabras desde la distancia a que se encontraba, pero se vio en el mismo instante formarse las tropas en columna. Entonces sacó su pañuelo y le agitó en el aire, mientras que el joven rey gritaba con voz calenturienta y golpeando con el pie:
—¡Adelante, adelante!
El ejército contestó a la vez:
—¡Viva el rey!
Después de lo cual partió a galope la artillería y fue a colocarse sobre una altura; y al sonido de las cajas, que tocaban a la carga, se pusieron en movimiento las columnas.
Éste no era un sitio en regla, sino una simple escalada. Las trincheras, alzadas de pronto por Richón, eran parapetos de tierra, y así no había brecha que abrir, sino dar el asalto. Sin embargo, el hábil comandante de Vayres tenía tomadas todas sus precauciones, pues se veía que había aprovechado con una habilidad poco común todos los recursos del terreno.
Sin duda Richón se habría impuesto la ley de no tirar el primero, pues esta vez aun aguardó la provocación de las tropas reales. Solamente se vio, como en el primer ataque, bajarse aquella terrible fila de mosquetes, cuyo fuego había causado tanto daño en las tropas del rey.
Al mismo tiempo tronaron las seis piezas de la batería, y se vio saltar la tierra de los parapetos y empalizadas en que estaban montadas.
No se hizo esperar la respuesta. La artillería de las trincheras tronó a su vez, abriendo profundos huecos en el ejército real; pero a la voz de los jefes desaparecieron aquellos surcos sangrientos, los labios de la herida abierta un instante se cerraron, y la columna principal conmovida un momento continuó la marcha.
Entonces resonaron las descargas de mosquetes mientras que se cargaban los cañones de nuevo.
Cinco minutos después las dos andanadas opuestas hacían fuego a la vez, semejantes a dos borrascas que luchan juntas, o cual dos truenos que a un mismo tiempo retumban.
Como el tiempo estaba en calma y no se movía un soplo de viento, la humareda se condensaba sobre el campo de batalla, y pronto sitiadores y sitiados desaparecieron bajo una nube que por intervalos desgarraba con una llama rápida el rayo de la artillería.
De tiempo en tiempo se veían salir de entre esta nube, y a la espalda del ejército real, hombres que arrastrándose con trabajo, iban a caer a diferentes distancias, dejando detrás de sí un rastro de sangre.
No tardó en aumentarse el número de los heridos, el estampido del cañón y de las descargas cerradas de la mosquetería continuaban. Sin embargo, la artillería real no tiraba sino al azar y con recelo; porque en medio de aquella densa humareda no podía distinguir los amigos de los enemigos.
La artillería de la plaza, como no tenía al frente más que enemigos, sus tiros resonaban más terribles y precipitados que nunca.
Por último, la artillería real cesó completamente de hacer fuego, no quedaba duda que se subía al asalto y que se combatía cuerpo a cuerpo.
Hubo de parte de los espectadores un momento de angustia, durante el cual, habiendo cesado el fuego de los cañones y de la mosquetería de alimentar el humo, fue desapareciendo poco a poco. Entonces se vio al ejército real rechazado en desorden, dejando el pie de las murallas lleno de cadáveres. Se había practicado una especie de brecha; algunas empalizadas arrancadas dejaban ver la abertura, pero esta abertura estaba cuajada de hombres, cubiertos de sangre, y sin embargo tranquilo y frío como si asistiese en clase de espectador a la tragedia en que acababa de ejecutar un tan terrible papel, se distinguía Richón, con una hacha en la mano, embotada por los golpes que había descargado.
Parecía que un encanto protegía a aquel hombre continuamente en medio del fuego, siempre en primera línea, de pie y descubierto; ninguna bala le había alcanzado, ninguna pica le había tocado. Era sin duda invulnerable como era impasible.
Tres veces llevó el mariscal de La Meilleraye en persona las tropas al asalto, y tres veces fueron rechazadas a la vista del rey y la reina.
Las lágrimas corrían silenciosas por las pálidas mejillas del joven rey. Ana de Austria se torcía las manos murmurando:
—¡Oh! ¡Ese hombre, ese hombre! Si alguna vez llega a caer en mis manos, he de hacer con él un ejemplar terrible.
Felizmente, la noche fue bajando rápida y sombría, extendiendo una especie de velo sobre la vergüenza real.
El mariscal de La Meilleraye mandó tocar a retirada.
Cauviñac abandonó su puesto, bajó del cerrillo en que estaba subido, y con las manos en los bolsillos de sus calzones se encaminó a través de la pradera hacia la casa de Maese Biscarrós.
—Señora —dijo Mazarino señalando con el dedo a Cauviñac—, ahí tenéis un hombre que por un poco de oro os habría rescatado toda la sangre que acabamos de verter.
—¡Bah! —dijo la reina—. Señor cardenal, ¿es ese un consejo propio de un hombre económico como vos?
—Señora —contestó Mazarino—, es cierto, conozco el precio del oro, pero también sé lo que vale la sangre; y en este momento es más preciosa la sangre para nosotros que no el oro.
—Tranquilizaos —dijo la reina—, la sangre vertida será vengada. Oíd, Cominges —añadió dirigiéndose al teniente de sus guardias—. Id en busca del señor de La Meilleraye y traédmele.
—Y vos, Bernardino —dijo el cardenal mostrando a su ayuda de cámara a Cauviñac, que se encontraba a pocos pasos de la posada del «Becerro de Oro»—, ¿veis bien aquel hombre?
—Sí, monseñor.
—Pues bien. Id a buscarle de parte mía, e introducidle esta noche secretamente en mi habitación.