XXXVI

XXXVI

El gobernador de Branne

En el momento de aparecer la princesa y su hijo en el balcón, entre las entusiastas aclamaciones de la multitud, se oyó resonar a lo lejos un ruido de pífanos y tambores acompañados de un alegre rumor.

En el mismo instante, la turba que sitiaba la casa del presidente Lalasne para ver a la princesa, volvió la cabeza hacia el lado del ruido que se empezaba a oír, y poco atenta de las leyes de la etiqueta, se fue deslizando en dirección al rumor, que se acercaba más y más. Esto era muy sencillo. Ellos habían ya visto diez veces, veinte, ciento tal vez, a la señora de Condé, mientras que aquel ruido les prometía algo de nuevo.

—A lo menos son francos —murmuró Lenet detrás de la princesa—. Pero, ¿qué significan esa música y esos gritos? Confieso a Vuestra Alteza que estoy casi tan ansioso de saberlo como lo han estado esos malos cortesanos.

—Bien —contestó la princesa—. Dejadme a vuestro turno, y corred por las calles como ellos.

—Desde luego lo haría, señora —repuso Lenet—, si estuviera seguro de traeros una buena noticia.

—¡Oh! —dijo la princesa dirigiendo una mirada irónica al cielo magnifico que resplandecía sobre su cabeza—. No espero ya buenas noticias. Se nos acabó la suerte.

Se fue acercando más el rumor, y apareció al cabo de la calle una multitud presurosa, con los brazos en alto agitando sus pañuelos, que convencieron a la princesa misma de que la noticia era buena. Aplicó el oído con una atención que le hizo olvidar momentáneamente la descripción de su corte, y oyó estas palabras:

—¡Ah, ah! —dijo Lenet—. ¿El gobernador de Branne prisionero? Del mal el menos. Así tendremos rehenes que nos respondan de Richón.

—¿No teníamos ya al gobernador de San Jorge? —dijo la princesa.

—Cuánto me alegro de que el plan que yo propuse para tomar a Branne haya salido tan bien —dijo la de Tourville.

—Señora —contestó Lenet—, no nos jactemos aún de una victoria tan completa, el azar se burla de los planes del hombre, y a veces de los de la mujer.

—Sin embargo, caballero —repuso la señora de Tourville irguiéndose con su acostumbrada acrimonia—, habiendo preso al gobernador, debe haber sido tomada la plaza.

—Lo que decís, señora, no es de una lógica absoluta; pero tranquilizaos, si os debemos ese doble servicio, yo seré, como siempre, el primero en felicitaros.

—Lo que me admira en todo esto —dijo la princesa buscando ya al feliz acaecimiento un lado ofensivo para aquel orgullo aristocrático que formaba el fondo de su carácter—, es que no haya sido avisada la princesa de lo que pasa. Es una falta imperdonable, y el señor duque de Larochefoucault jamás ha faltado a la atención debida.

—¡Eh! Señora —contestó Lenet—, nos faltan soldados para combatir, y no conviene separarles de sus puestos para ocuparles en mensajes. No exijamos demasiado; y cuando nos viene una buena noticia tomémosla tal como Dios nos la envía, sin preguntar cómo nos llega.

Entretanto la turba se iba engrosando, porque todos los grupos particulares iban a reunirse al grupo principal, como los arroyos van a mezclarse con un río. En medio de este grupo principal, que se componía de un millar de individuos, aparecía un pequeño cerco de soldados, unos treinta hombres próximamente, y entre estos treinta hombres un prisionero, a quien los soldados parecían defender contra el furor del pueblo.

—¡Muera, muera! —gritaba el populacho—. ¡Muera el gobernador de Branne!

—¡Ah! —dijo la princesa con una sonrisa de triunfo—. Decididamente parece que tenemos un prisionero; es el gobernador de Branne.

—Sí —contestó Lenet—. Pero ved señora, parece también que ese prisionero corre peligro de muerte. Oíd esas amenazas; ¡veis esos gestos furiosos! ¡Ay! Señora, van a forzar a los soldados a hacerle pedazos. ¡Oh! Los tigres husmean la carne y quieren beber sangre.

—¡Qué la beban! —contestó la princesa con esa ferocidad particular de las mujeres cuando se exaltan sus malas pasiones—. ¡Que la beban! Es la de un enemigo.

—Señora —repuso Lenet— ese enemigo está bajo la salvaguardia del honor de Condé, pensadlo bien; y además, ¿quién os dice que en este momento Richón, nuestro bravo Richón, no corre los mismos peligros que ese desgraciado? ¡Ah! Van a atropellar a los soldados; si le tocan está perdido. ¡A ver! Veinte hombres —gritó Lenet volviéndose—, veinte hombres para ayudar de buen grado a rechazar toda esa canalla. Me respondéis con vuestra cabeza si llegan a tocar un sólo cabello de ese prisionero. Id…

A estas palabras, veinte mosqueteros de la guardia urbana, pertenecientes a las mejores familias de la ciudad, se precipitaron como un torrente por la escalera. Penetraron entre la turba a fuertes culatazos, y fueron a engrosar la escolta, aun llegaron a tiempo, pero no pudieron impedir que algunas garras, más largas y aceradas que las demás, hubiesen arrancado girones de la tela del traje azul del prisionero.

—Gracias, señores —dijo el prisionero—, porque acabáis de impedir que sea devorado por estos caníbales; habéis hecho bien.

—¡Cáspita! Si así se comen los hombres, el día en que el ejército real dé el asalto a nuestra ciudad, le devorarán crudo.

Y se echó a reír encogiéndose de hombros.

—¡Ah! ¡Es un valiente! —gritó la multitud al ver la calma tal vez algo afectada del prisionero, y repitiendo esta broma que lisonjeaba su amor propio—, ¡es un verdadero valiente! No teme. ¡Viva el gobernador de Branne!

—Sí, pardiez —gritó el prisionero—, ¡viva el gobernador de Branne! Mucho me importa que viva.

El furor del pueblo se cambió desde aquel momento en admiración, y esta admiración se mostró enseguida en términos enérgicos. Una verdadera ovación sustituyó al inminente martirio del gobernador de Branne, es decir, de nuestro amigo Cauviñac.

Porque, como ya habrán conocido nuestros lectores, no era otro que Cauviñac el que con el pomposo nombre de gobernador de Branne hacía tan triste entrada en la capital de la Guiena.

Entretanto, protegido así por sus guardias y por su presencia de ánimo además, el prisionero fue introducido en la casa del presidente Lalasne; y mientras que la mitad de su escolta guardaba la entrada, la otra mitad le condujo a la presencia de la princesa.

Cauviñac entró orgulloso y tranquilo en el aposento de la princesa; pero es necesario decir que, bajo aquella apariencia heroica, el corazón le latía por demás.

Al primer golpe de vista fue reconocido, a pesar del estado en que la agitación de la turba había puesto su lindo traje azul, sus galones de oro y la pluma de su fieltro.

—¡Señor Cauviñac! —dijo Lenet.

—El señor Cauviñac, gobernador de Branne —añadió la princesa—. ¡Ah! Caballero, esto explica la más brava traición.

—¿Qué dice Vuestra Alteza? —preguntó Cauviñac—, conociendo la extrema necesidad de apelar a su sangre fría, y sobre todo a su sagacidad. Creo haberos oído pronunciar la palabra traición.

—Sí, señor, traición. Y si no, ¿bajo qué título os presentáis delante de mí?

—Bajo el título de gobernador de Branne, señora.

—Traición, ya lo veis. ¿Por quién están firmados vuestros despachos?

—Por el señor de Mazarino.

—Traición, doble traición; yo bien decía. Vos sois gobernador de Branne, y vuestra compañía es la que ha vendido a Vayres, luego ese título es la recompensa de la acción.

A estas palabras, la más profunda admiración se notó en el semblante de Cauviñac. Miró a su alrededor como buscando la persona a quién se dirigían estas extrañas palabras, y convencido por la evidencia de que ningún otro sino él mismo era el objeto de esta acusación de la princesa, dejó caer los brazos a lo largo de sus caderas con una actitud llena de abatimiento, y dijo:

—¿Mi compañía ha entregado a Vayres, y Vuestra Alteza es quien me dirige semejante reconvención?

—Sí, señor, yo. Haceos el ignorante, fingid admiración, sí, sois buen cómico, a lo que parece; pero yo no pienso dejarme sorprender, ni por vuestros gestos, ni por vuestras palabras, por muy en armonía que estén las unas con las otras.

—Yo no finjo, señora —contestó Cauviñac—. ¿Cómo quiere Vuestra Alteza que sepa lo que ha pasado en Vayres, no habiendo estado allí jamás?

—Subterfugios, caballero, subterfugios.

—No tengo nada que responder a semejantes palabras, señora sino que Vuestra Alteza parece estar descontenta de mí… Perdone Vuestra Alteza a la franqueza de mi carácter la libertad de mi defensa. Yo, por el contrario, era quien pensaba tener que quejarme de vos.

—¡Quejaros de mí, vos, caballero! —exclamó la princesa admirada de tanta audacia.

—Sin duda, yo, señora —dijo Cauviñac sin desconcertarse.

Yo, bajo vuestra palabra y la del señor Lenet que está presente, he reclutado una compañía de valientes, he contraído con ellos obligaciones tanto más sagradas, cuanto que casi todas ellas estribaban sobre la palabra. Y he aquí que cuando vengo a pedir a Vuestra Alteza la suma prometida… una miseria… treinta o cuarenta mil libras, destinadas, no a mí, cuidado con ello, sino a los nuevos defensores que he creado a mis señores los príncipes, lo rehusa Vuestra Alteza, ¡sí, lo rehusa! Yo apelo al señor Lenet.

—Es verdad —contestó Lenet—. Cuando el señor se presentó no teníamos dinero.

—¿Y no podíais esperar algunos días? ¿Vuestra fidelidad y la de vuestra gente era tan perentoria?

—Esperé el tiempo que el señor de Larochefoucault mismo me demandó, señora, es decir, ocho días. Al cabo de estos ocho días me presento de nuevo, y esta vez se me rechazó formalmente. Yo apelo al señor Lenet.

La princesa se volvió hacia el consejero; sus labios estaban oprimidos, sus ojos lanzaban rayos bajo las contraídas pestañas.

—Por desgracia —dijo Lenet—, me veo en la precisión de confesar que lo que dice el señor es la exacta verdad.

Cauviñac se irguió triunfante.

—Y bien, señora —continuó éste—, en tal circunstancia, ¿qué hubiera hecho un intrigante? Un intrigante habría ido a venderse él y su gente a la reina. Yo, que detesto las intrigas, he licenciado mi compañía devolviéndole a cada hombre su palabra; y solo, aislado, en una absoluta neutralidad, he hecho lo que en casos de duda manda hacer el sabio; me he abstenido.

—Pero, ¡y vuestros soldados, caballero, y vuestros soldados! —exclamó furiosa la princesa.

—Señora —contestó Cauviñac—, como no soy ni rey, ni príncipe, sino sólo capitán; como no tengo ni súbditos ni vasallos, no llamo soldados míos más que a los que pago. Ahora bien, como los míos, cual os lo afirma el señor Lenet, no estaban de modo consiguiente, no es mía la responsabilidad si se han vuelto contra su nuevo jefe. ¿Qué les he de hacer? Yo confieso que no sé nada.

—Pero vos, caballero, vos que habéis adoptado el partido del rey, ¿qué tenéis que decir? ¿Qué os era molesta vuestra neutralidad?

—No, señora; pero mi neutralidad, por muy inocente que fuese, ha llegado a hacerse sospechosa a los partidarios de Su Majestad. Una mañana temprano fui detenido en la posada del «Becerro de Oro», camino de Liburnio, y conducido a la presencia de la reina.

—Y allí, ¿habéis tratado con ella?

—Señora —contestó Cauviñac—, un hombre de corazón tiene mil puntos muy sensibles por donde la delicadeza de un soberano sabe atacarle. Yo tenía el alma ulcerada; se me había rechazado de un partido en el cual me lanzaba con ceguedad, con todo el fuego y la buena fe de la juventud. Yo comparecí ante la reina, entre dos soldados dispuestos a matarme a la menor indicación; sólo esperaba recriminaciones, ultrajes, muerte. Porque al cabo yo había servido, de intención a lo menos, a la causa de los príncipes; pero en vez de lo que esperaba, en lugar de castigarme privándome de la libertad, enviándome a una prisión, o haciéndome subir al cadalso, aquella gran princesa me dijo:

«Valiente caballero extraviado, yo puedo con una palabra hacer caer tu cabeza; pero ya lo ves, allá abajo has sido ingrato, y aquí espero que me serás reconocido.

En nombre de Santa Ana, mi patrona, de aquí adelante te contarás entre los míos. Señores —continuó dirigiéndose a mis guardias—, respetad a ese oficial, porque yo he apreciado ־ sus méritos y le hago vuestro jefe. —Y volviéndose hacia mí, añadió—: Os hago gobernador de Branne; así es como se venga una reina de Francia».

—¿Qué podía yo contestar? —continuó Cauviñac recobrando su voz y su gesto natural, después de haber imitado de una manera medio cómica, medio sentimental, la voz y el gesto de Ana de Austria—. Nada. Yo estaba herido en mis más caras esperanzas, estaba resentido en la decisión enteramente gratuita que había puesto a los pies de Vuestra Alteza, a quien con júbilo, había tenido el honor de prestar en Chantilly un ligero servicio. He hecho lo mismo que Coriolano, he entrado bajo la tienda de los Volscos.

Este discurso, pronunciado con voz dramática y con una actitud majestuosa, produjo un grande efecto en los circunstantes. Cauviñac se apercibió de su triunfo al ver a la princesa palidecer de furor.

—Pero, en fin, caballero, ¿a quién sois fiel en ese caso? —preguntó la princesa.

—A los que aprecian la delicadeza de mi conducta —contestó Cauviñac.

—Está bien. Sois mi prisionero.

—Lo tengo a mucho honor, señora, y espero que me trataréis como caballero. Soy vuestro prisionero, es cierto, pero sin haber combatido contra Vuestra Alteza. Yo me dirigía a mi gobierno con mis bagajes, cuando caí en manos de una partida de vuestros soldados, que me arrestó. Ni un sólo instante he vacilado en hacer presente mi rango y mi opinión. Lo repito, pido ser tratado, no sólo como caballero, sino también como oficial superior.

—Lo seréis —contestó la princesa—. Tendréis la ciudad por prisión; sólo que juraréis bajo palabra de honor no tratar de salir de ella.

—Juraré, señora, todo cuanto Vuestra Alteza me exija.

—Bien. Lenet, haced dar al señor la fórmula y vamos a recibir su juramento.

Lenet dictó los términos del juramento que debía prestar el prisionero. Cauviñac alzó la mano y juró solemnemente no salir de la ciudad, a menos que la princesa no le hubiese relevado de su juramento.

—Ahora retiraos —dijo la princesa—; descansamos en vuestra lealtad de caballero y en vuestro honor de soldado.

Cauviñac no esperó a que se lo repitieran, saludó y salió; pero al salir tuvo tiempo de acoger un gesto del consejero, que significaba:

—Señora, tiene razón, hemos hecho mal; esto es lo que tienen las mezquindades en política.

El hecho es que Lenet, apreciador de todos los méritos, había reconocido toda la firmeza del carácter de Cauviñac, no se había dejado engañar por las razones artificiosas que aquél diera, admiraba el modo con que el prisionero se había salvado de una de las más falsas posiciones en que un tránsfuga pudiera encontrarse.

En cuanto a Cauviñac, bajaba la escalera pensativo, con la barba en la mano y diciendo para sí:

—Veamos, ahora convendría tratar de revenderles por unos cien mil francos mis ciento cincuenta hombres, lo que es posible, puesto que el honrado e inteligente Ferguzón ha obtenido entera libertad para él y los suyos.

Ciertamente encontraré ocasión un día u otro. Vamos, vamos, decía, veo que no he hecho aun tan mal negocio como creí desde luego al dejarme coger.