XXIII

XXIII

Los proyectos

Varias veces se había puesto a reflexionar la señora de Cambes hasta qué punto podía un odio como el de Larochefoucault; pero encontrándose joven, hermosa, rica y protegida, no comprendía que este odio, dado caso que existiese, pudiera nunca tener una funesta influencia sobre su vida.

Sin embargo, cuando la vizcondesa supo, a no dudarlo, que se había inquietado por ella hasta el punto de haber adquirido las noticias que sabía, se adelantó a asegurar su posición cerca de la princesa.

—Señora —le dijo al contestar a los cumplidos que aquélla le hacía—, no me felicitéis tanto por la pretendida destreza que en esta ocasión he desplegado, porque hay quien asegura que el oficial burlado sabía a qué atenerse sobre la verdadera y la falsa princesa de Condé.

Pero como esta suposición privaba a la princesa de la parte del mérito que ella pretendía haber desplegado en la ejecución de aquel ardid, naturalmente no quiso darle ningún crédito.

—Sí, sí, mi querida Clara —le dijo—, sí, comprendo.

Hoy que nuestro caballero se ve engañado por nosotras, querrá darse la importancia de haberos favorecido; graciosamente ha acordado tarde, esperando a caer en desagrado por este motivo. Pero, a propósito, ¿me habéis dicho haber encontrado en el camino al señor de Larochefoucault?

—Sí, señora.

—¿Qué os ha dicho de nuevo?

—Que iba a Turena con el fin de encontrarse con el de Bouillón.

—Sí, hay certamen entre ellos, ya lo sé; los dos aparentan rehusar este honor, y ambos quieren ser generalísimos de nuestros ejércitos. En efecto, cuando demos la paz, el rebelde más temible tendrá más derecho a hacerse pagar caras sus demasías. Pero, a fin de ponerles de acuerdo, tengo un plan de la señora de Tourville.

—¡Oh! —exclamó Clara sonriendo al oír este nombre. ¿Vuestra Alteza se ha reconciliado ya con su consejera ordinaria?

—Preciso, se nos reunió en Monte-redondo, trayendo un rollo de papel, con una gravedad que nos hizo morir de risa a Lenet y a mí.

«Aunque Vuestra Alteza —me dijo—, no haga ningún caso de estas reflexiones, fruto de laboriosas tareas, yo rindo un tributo a la asociación generosa…».

—¡Calle! Pues es un verdadero discurso.

—En tres puntos.

—¿Al que Vuestra Alteza respondió?…

—No, cedí la palabra a Lenet.

«Señora, —dijo él— jamás hemos pensado poner en duda vuestro celo, ni mucho menos vuestras luces, ellas tienen para nosotros tanto valor, que cada día las recordábamos con tristeza la señora princesa y yo…».

—En una palabra, le dijo además tan lindas cosas, que la sedujo hasta el punto de entregarle ella misma su plan.

—¿Y es?…

—De no nombrar generalísmo ni al de Bouillón, ni al de Larochefoucault, sino a Turena.

—Y bien —dijo la señora de Cambes—, pues me parece que la consejera hablaba perfectamente esta vez.

—¿Qué dice a eso, señor Lenet?

—Digo que la señora vizcondesa tiene razón, y que añade un buen voto a nuestras deliberaciones —respondió Lenet—, justamente entraba en aquel momento con un rollo de papel, con la misma gravedad que habría podido hacerlo de Tourville. Por desgracia —continuó—, el señor de Turena no puede dejar el ejército del Norte, y nuestro plan exige que marche sobre París al mismo tiempo que Mazarino y la reina marchen sobre Burdeos.

—Siempre habréis observado, mi querida amiga, que Lenet es el hombre de las imposibilidades. Así, pues, ni el de Bouillón, ni el de Larochefoucault, ni Turena, son nuestros generalísimos, ¡sino Lenet!

—¿Qué espera Vuestra Excelencia? ¡Es una proclamación!

—Sí señora.

—¡La de la señora de Tourville! Se entiende.

—¡Justamente, señora! Salvo algunas enmiendas de redacción. Ya sabéis: ¡el estilo de la Cancelería!…

—¡Bueno, bueno! —dijo riendo la princesa—. No tenemos necesidad de ceñirnos a la letra; que haya el sentido, y basta.

—Ése le hay, señora.

—¿Y dónde debe firmar el señor de Bouillón?

—En la misma línea que el señor de Larochefoucault.

—Eso no es decirme dónde firmará Larochefoucault.

—El señor Larochefoucault firmará debajo del señor de Enghien.

—¡El señor duque de Enghien no debe firmar tal acta! ¡Un niño! ¿Lo habéis reflexionado bien, Lenet?

—¡Lo he reflexionado, señora! Cuando muere el rey, el Delfín le sucede, aunque no tenga más que un día… ¿Por qué no habrá de ser el Delfín de la casa de Condé como el de la casa de Francia?

—Pero, ¿qué dirá de Larochefoucault? ¿Qué dirá de Bouillón?

—El primero ha dicho, señora, y se ha marchado después de decir: el segundo lo sabrá cuando ya esté hecho, y por consiguiente, diga lo que le parezca o lo que quiera, poco nos importa.

—Ved ahí la causa de esa frialdad que os ha demostrado el duque, Clara.

—Dejadle que se enfríe, señora; ya se calentará a los primeros cañonazos que nos dispare el mariscal de La Meilleraye. Esos señores quieren hacer la guerra; pues bien, ¡que la hagan!

—Cuidado con descontentarlos mucho, Lenet —dijo la princesa—. No tenemos más que a ellos…

—Y ellos no tienen más que vuestro nombre; que prueben a batirse por su cuenta, y verán cuánto tiempo se sostienen.

Hacía ya algunos segundos que la señora de Tourville había llegado, y al aire radioso y satisfecho de su semblante, había sucedido una sombra de inquietud, que se aumentó con las últimas palabras de su rival consejero.

Entonces se adelantó con viveza y dijo:

—¿Tendría la desgracia el plan que he propuesto a Vuestra Alteza de no obtener la aprobación del señor Lenet?

—Al contrario, señora —dijo Lenet inclinándose—, he conservado cuidadosamente la mayor parte de vuestra redacción, sólo que en vez de ser firmada la proclamación por el duque de Bouillón o el de Larochefoucault, la firmará monseñor el duque de Enghien, el nombre de esos señores irá después de la firma del príncipe.

—¡Comprometéis al joven príncipe, caballero!

—Es muy justo que sea comprometido, señora, pues que por él se pelea.

—Pero los Burdeleses aman al señor duque de Bouillón, adoran al señor de Larochefoucault, y ni aun conocen al duque de Enghien.

—Os equivocáis —respondió Lenet sacando—, según su costumbre, un papel de aquel bolsillo prodigioso que tenía admirado a la señora princesa por su contenido; porque ved aquí una carta del señor presidente de Burdeos, en que me ruega haga firmar las proclamaciones por el joven duque.

—¡Eh! Reíros de los parlamentos, Lenet —exclamó la princesa—, poco hemos adelantado con escapar del poder de la reina y de Mazarino, si venimos a caer en el del parlamento.

—¿Vuestra Alteza quiere entrar en Burdeos? —dijo Lenet.

—Sin duda.

—Pues bien, para entrar, ésa es la condición: sine qua non. Los Burdeleses no quemarán un cartucho por otro que por el señor duque de Enghien.

La señora de Tourville se mordió los labios.

—Según eso —repuso la princesa—, ¿nos habéis hecho huir de Chantilly y andar cincuenta leguas para haceros recibir una afrenta de los Burdeleses?

—Lo que tomáis por afrenta, señora, no es más que un honor. ¿Qué cosa más lisonjera, en efecto, para la señora princesa de Condé, que al verle se la recibe, y no a los demás?…

—¿En ese caso los Burdeleses no recibirán ni aun a los duques?

—No recibirán más que a Vuestra Alteza.

—¿Y qué puedo hacer yo sola?

—¡Ah! ¡Dios mío!

—Entrad, y cuando estéis dentro, dejad las puertas abiertas, y los demás entrarán después de vos.

—No podemos pasar sin ellos.

—Ésa es mi opinión, y dentro de quince días lo será también del parlamento. Burdeos no quiere a vuestro ejército porque le teme, y dentro de quince días le llamará para defenderse. Entonces tendréis un doble mérito, por haber hecho dos veces lo que han pedido los Burdeleses, y después, vivid tranquila, que ellos se dejarán matar por vos desde el primero hasta el último.

—¿Está, pues, Burdeos amenazado? —preguntó la de Tourville.

—Gravemente —respondió Lenet—, ved ahí por lo que es necesario tomar posición. Mientras no estemos dentro, puede Burdeos, sin comprometer su honor, rehusar abrirnos; pero una vez allí, Burdeos no puede sin deshonrarse echarnos fuera de sus muros.

—¿Tendréis la bondad de decirnos quién amenaza a Burdeos?

—El rey, la reina y Mazarino. Están reuniendo las fuerzas reales; nuestros enemigos toman posición; la isla de San Jorge, que dista sólo tres leguas de la ciudad, acaba de recibir un refuerzo, provisión de municiones y un nuevo gobernador. Los Burdeleses quieren tomar la isla, y naturalmente tendrán que batirse, pues, tienen que habérselas con las mejores tropas del rey. Bien y debidamente asendereados como conviene a los paisanos que quieren parodiar a los soldados, llamarán a voces a los duques de Bouillón y de Larochefoucault. Entonces, vos, señora, que tenéis a esos dos duques en entrambas manos, daréis condiciones a los parlamentos.

—¿Y no sería mejor que probásemos a ganar a su nuevo gobernador antes que los Burdeleses sufran una derrota que tal vez les desanime?

—Si estáis en Burdeos cuando ocurra esa derrota, nada podréis temer; en cuanto a ese gobernador, es cosa imposible.

—¡Imposible! ¿Y por qué?

—Porque ese gobernador es un enemigo personal de Vuestra Alteza.

—¿Un enemigo personal mío?

—Sí.

—¿Y de qué procede su enemistad?

—De que nunca perdonará a Vuestra Alteza el enredo de que ha sido víctima en Chantilly. ¡Oh! Mazarino no es un zote como le creéis, señoras, aunque me empeño en repetiros incesantemente lo contrario. La prueba es, que ha puesto en la isla de San Jorge, es decir, en la mejor posición del país, ¿adivináis a quién?

—Os repito que ignoro completamente quién pueda ser.

—Pues bien, es el oficial de quien os habéis reído tanto, y que por una torpeza inconcebible, dejó a Vuestra Alteza huir de Chantilly.

—¡El señor de Canolles! —dijo Clara.

—Sí.

—¡El señor de Canolles gobernador de la isla de San Jorge!

—En persona.

—¡Es imposible! Yo le he visto prender, delante de mí, a mi vista.

—Es verdad. Pero sin duda goza de una poderosa protección, y su desgracia se ha convertido en favor.

—¡Y vos lo creíais ya muerto, mi pobre Clara! —dijo riendo la princesa.

—¿Pero estáis bien seguro? —preguntó la vizcondesa estupefacta.

Lenet, según su costumbre, llevó la mano al famoso bolsillo y sacó un papel.

—Ved aquí una carta de Richón —dijo—, que me da todos los detalles de la instalación del nuevo gobernador, y que se muestra muy pesaroso de que Vuestra Alteza no le haya colocado a él en San Jorge.

—¡La señora princesa colocar a Richón en la isla de San Jorge! —dijo la de Tourville con risa de triunfo.

—¿Acaso disponemos nosotros de los nombramientos de gobernador para las plazas de Su Majestad?

—Disponíamos de uno, señora —contestó Lenet—, y esto bastaba.

—¿Y de cuál?

La señora de Tourville se estremeció al ver a Lenet acercar la mano al bolsillo.

—¡La firma en blanco del duque de Epernón! —exclamó la princesa—. Es cierto, lo había olvidado.

—¡Bah! ¿Y qué es eso? —dijo con desdén la de Tourville; un tirajo de papel, y nada más.

—Ese tirajo de papel, señora —dijo Lenet—, es el nombramiento, que necesitamos para contrarrestar el que ha sido hecho; es el contrapeso de la isla de San Jorge; es nuestra salvación; en fin, es cualquiera otra plaza sobre el Dordoña, como la isla de San Jorge está sobre el Garona.

—¿Y estáis seguro —dijo la señora de Cambes, que habiéndose quedado pensativa con la noticia anunciada por Lenet y confirmada por Richón, nada había escuchado de cuanto se decía hacía cinco minutos—; y estáis seguro, señor Lenet, de que es el mismo Canolles que ha sido preso en Jaulnay, el que ahora es gobernador de San Jorge?

—Segurísimo, señora.

—Pues tiene el de Mazarino una manera particular de conducir sus gobernadores a sus gobiernos.

—Sí —dijo la princesa—, y seguramente ahí hay gato encerrado.

—Sin duda —respondió Lenet—. Ahí está de por medio la señorita Nanón de Lartigues.

—¡Nanón de Lartigues! —exclamó Clara—, a quien un horroroso recuerdo acababa de punzar en el corazón.

—¡Esa chiquilla! —dijo la princesa con desprecio.

—Sí, señora —dijo Lenet—. Esa chiquilla que Vuestra Alteza no quiso ver cuando solicitó el honor de seros presentada, y a quien la reina, menos severa que vos en leyes de etiqueta, había recibido; por lo que contestó a vuestro camarero, que era posible que la señora princesa de Condé fuese más gran señora que Ana de Austria, pero que seguramente Ana de Austria tenía más prudencia que la princesa de Condé.

—¿Os falta la memoria, Lenet, o teméis acaso ofenderme? —exclamó la princesa—. La insolente no se contentó con decir más prudencia, que también dijo más talento.

—¡Es posible! —dijo Lenet sonriendo—. Yo pasaba por la antesala en aquel momento, y no entendí el fin de la frase.

—Sí; pero yo que escuchaba a la puerta —dijo la princesa—, la comprendí toda entera.

—Y bien, señora —repuso Lenet—, ya conocéis que esa mujer os hará la más cruda guerra. La reina os hubiera enviado soldados que combatir; Nanón os mandará enemigos que será preciso derrocar.

—¿Acaso en el puesto de Su Alteza —dijo agriamente la de Tourville—, la habríais recibido con sumisión?

—No, señora —respondió Lenet—; yo la hubiera recibido riendo, y la habría comprado.

—Pues bien; si sólo se trata de comprarla, todavía es tiempo.

—Sin duda, todavía es tiempo; sólo que a estas horas sería demasiado cara para nuestro bolsillo.

—¿Cuánto vale? —preguntó la princesa.

—Cinco mil libras antes de la guerra.

—¿Y hoy?

—Un millón.

—Por ese precio compraría a Mazarino.

—Tal vez —contestó Lenet—; cuando las cosas han sido ya vendidas y revendidas, bajan de precio.

Pero la de Tourville, que estaba siempre por los medios violentos, dijo:

—¡Lo que no puede comprarse, se toma!

—Prestaríais, señora, un señalado servicio a Su Alteza llegando a ese fin; pero será difícil conseguirlo, atendido que se ignora absolutamente su paradero. —Pero no pensemos en eso; entremos antes en Burdeos, y después ya entraremos en San Jorge.

—No, no —exclamó la vizcondesa—; no, entremos antes en la isla de San Jorge.

Esta exclamación, nacida del fondo del corazón de Clara, hizo que las otras dos señoras se volviesen hacia ella, mientras que Lenet la miraba con tanta atención, como habría podido hacerlo el duque de Larochefoucault, aunque con más benevolencia.

—¿Estás loca? —dijo la princesa—. ¿No has oído a Lenet decir que esta plaza no se puede tomar?

—Puede ser —repuso la vizcondesa—; pero yo creo que la tomaremos.

—¿Tenéis algún plan? —dijo la de Tourville con el acento de una mujer que teme ver alzarse altar contra altar.

—Tal vez —contestó Clara.

—Pero —dijo riendo la princesa—, si la isla de San Jorge es tan cara de comprar como dice Lenet, acaso no somos bastante ricos para ella.

—No se le comprará —repuso Clara—, y sin embargo, la tendremos de hecho.

—Entonces la tomaremos por la fuerza —dijo la señora de Tourville—. Querida amiga, entráis en mi plan.

—Eso es —dijo la princesa—. Mandaremos a Richón a que sitie a San Jorge; él es del país, conoce perfectamente el terreno; y si algún hombre puede apoderarse de esa fortaleza, que según decís es de tanta importancia, no es otro que él.

—Antes de emplear ese medio —contestó la vizcondesa—, dejadme tentar la aventura, señora. Y si fracasa mi plan, entonces haced lo que queráis.

—¡Cómo —dijo la princesa admirada—, irás tú a la isla de San Jorge!

—Iré.

—¿Sola?

—Con Pompeyo.

—¿Y no temes nada?

—Iré como parlamentaria, si Vuestra Alteza tiene la bondad de darme sus instrucciones.

—¡Ah! —exclamó la de Tourville—. Esto sí que es nuevo; creo que no se improvisan así los diplomáticos, y que es menester hacer un largo estudio de esa ciencia, que el señor de Tourville, uno de los mejores diplomáticos de su tiempo, como también uno de sus más grandes guerreros, sostenía que era la más difícil de todas.

—Por grande que sea mi incapacidad, señora —contestó Clara—, haré una prueba, sin embargo, si la señora princesa tiene a bien permitírmelo.

—Es seguro que la señora princesa os lo permitirá —dijo Lenet mirando con intención a la señora de Condé—, y estoy seguro de que si alguna persona puede obtener buen éxito en esta negociación, esa persona sois vos…

—¿Y qué hará la señora que no pudiese hacer cualquiera otra?

—Negociar con el señor de Canolles muy sensiblemente, lo que un hombre no podía hacer sin que le arrojasen por un balcón.

—Un hombre, pasa —contestó la de Tourville—; pero una mujer…

—Si es una mujer la que va a la isla de San Jorge, tanto vale; y aun vale más que sea la señora de Cambes y no otra, puesto que es la primera que ha tenido esa idea.

En este momento llegó un mensajero, que era portador de un pliego del parlamento de Burdeos.

—¡Ah! —exclamó la princesa—; la respuesta a mi demanda, sin duda.

Las mujeres se aproximaron, impelidas por un sentimiento de curiosidad, de interés. En cuanto a Lenet, permaneció en su puesto con su flema ordinaria, sabiendo sin duda de antemano el contenido de aquel escrito.

La princesa leyó con avidez.

—¡Me reclaman, me esperan! —exclamó.

—¡Ah! —prorrumpió la señora de Tourville con un acento de triunfo.

—¿Pero y los duques, señora —dijo Lenet—, y el ejército?

—No me hablan de ellos.

—Entonces estamos cortadas —dijo la de Tourville.

—No —contestó la princesa—; porque merced a la firma en blanco del duque de Epernón, tendré a Vayres, que domina el Dordoña.

—Y yo —dijo Clara—, tendré a San Jorge, que es la llave del Garona.

—Y yo —dijo Lenet—, tendré a los duques y al ejército, dado caso que me concedéis algún tiempo.