XLI

XLI

La sentencia

Un silencio aterrador siguió a esta orden, que iba a lanzar a los príncipes en una vía más terrible y dañina que la que habían seguido hasta entonces, y que sólo fue turbado por el ruido de los pasos del capitán de guardias, que se alejaba, y por el murmullo que sin cesar reproducía la multitud. Esto era con un sólo acto, poner a la princesa y sus consejeros, el ejército y la ciudad, en cierto modo fuera de la ley, era hacer a toda una población responsable de los intereses, y aun más, de las pasiones de algunos pocos.

Nadie alentaba en la sala, todas las miradas estaban fijas en la puerta por donde debía entrar el prisionero.

La princesa, para hacer mas a lo vivo su papel de presidente, hojeaba los registros, el señor de Larochefoucault había tomado una actitud pensativa, el de Bouillón hablaba con la de Tourville de su gota, que le hacía sufrir mucho.

Lenet se aproximó a la princesa para tentar un último esfuerzo, no porque esperase nada, sino porque era uno de esos hombres austeros que cumplen un deber, por ser para ellos una obligación el cumplirle.

—Pensadlo bien, señora —le dijo—. Exponéis a un tiro de dados el porvenir de vuestra casa.

—Eso carece de valor —contestó secamente la princesa—. Estoy segura de ganar.

—Señor duque —dijo Lenet volviéndose hacia Larochefoucault—, vos que sois tan superior a las inteligencias vulgares y a las pasiones humanas, aconsejaréis la tolerancia, ¿no es cierto?

—Caballero —contestó con hipocresía el duque—, en este momento discuto el asunto con mi razón.

—Discutidle con vuestra conciencia, señor duque —repuso Lenet—, y será mejor.

En este momento se dejó oír un ruido sordo. Era la cancela que se cerraba. Este ruido resonó en todos los corazones, porque anunciaba la llegada de uno de los prisioneros. No tardaron en oírse pasos en la escalera, las alabardas sonaron en las baldosas, la puerta se abrió de nuevo, y el barón de Canolles apareció.

Jamás había parecido tan elegante; jamás había estado tan hermoso. Su semblante, lleno de serenidad, había conservado la flor encarnada de la alegría y de la ignorancia. Adelantóse con paso desembarazado y sin afectación, como lo hiciera en casa del asesor Lavia o en casa del presidente Lalasne, y saludó respetuosamente a la princesa y a los duques.

La princesa misma se admiró a vista de esta completa serenidad, y quedó contemplando un momento al joven.

Por último, interrumpiendo el silencio, dijo la princesa:

—Acercaos, caballero.

El barón obedeció y saludó por segunda vez.

—¿Quién sois?

—Soy el barón Luis de Canolles, señora.

—¿Qué graduación teníais en el ejército real?

—Era teniente coronel.

—¿No erais gobernador de la isla de San Jorge?

—Tenía ese honor.

—¿Habéis dicho la verdad?

—En todo, señora.

—¿Habéis escrito las preguntas y las respuestas, escribano?

El escribano hizo, inclinándose, una señal afirmativa.

—Entonces firmad, caballero —dijo la princesa.

El barón tomó la pluma, como el hombre que no comprende con qué fin se le dirige un mandato, pero que obedece por deferencia al rango de la persona que le manda, y firmó sonriendo.

—Está bien, caballero —dijo la princesa—. Ahora podéis retiraros.

El barón saludó de nuevo a sus nobles jueces, y se retiró con el mismo desembarazo y la misma gracia, sin manifestar ni curiosidad ni admiración.

Apenas había pasado de la puerta, y esta puerta se hubo cerrado tras él, se levantó la princesa.

—¿Y bien, señores? —dijo.

—¡Y bien, señora, votemos! —dijo el duque de Larochefoucault.

—¡Votemos! —repitió el duque de Bouillón.

Después, volviéndose hacia los jurados, añadió:

—Esos señores, ¿tendrán a bien emitir su parecer?

—Después de vos, monseñor —contestó uno de los ciudadanos.

—¡No, antes que vos! —exclamó una voz retumbante. Esta voz tenía tal acento de energía, que admiró a todo el concurso.

—¿Qué significa eso? —dijo la princesa, tratando de reconocer el rostro del que acababa de hablar—. Esto quiere decir —exclamó un hombre levantándose, para que no se pudiese dudar acerca de quién había hablado—, que yo, Andrés Lavia, asesor del rey, consejero cerca del parlamento, reclamo en nombre del rey, sobre todo en nombre de la humanidad, privilegio y seguridad para los prisioneros retenidos en Burdeos bajo palabra. En consecuencia, protesto…

—¡Oh, oh, señor asesor! —contestó la princesa arrugando el ceño—. Nada de estilo de proceder delante de mí, os lo ruego, porque no lo comprendo. Éste que seguimos es un negocio de sentimientos, y no un proceso mezquino y caviloso. Yo creo que cada cual de los miembros que componen el tribunal conocerá la conveniencia de esto.

—¡Sí, sí! —repitieron en coro los jurados y los oficiales—. ¡Votemos, señores, votemos!

—Lo he dicho y lo repito —repuso Lavia sin desconcertarse por el apostrofe de la princesa—, pido privilegio y seguridad para los prisioneros retenidos bajo palabra.

—Éste no es estilo de proceder, es estilo del derecho de gentes.

—Y yo añado —dijo Lenet—, que antes de herir tan cruelmente a Richón, se le ha oído, y que es muy justo oigamos también nosotros a los acusados.

—Y yo —dijo Españet—, que era el jefe de los paisanos que habían atacado a la isla de San Jorge con Larochefoucault, yo declaro que si se usa la clemencia, se levantará la ciudad.

Un murmullo exterior pareció responder a esta aserción y confirmarla.

—Despachemos —dijo la princesa—. ¿A qué condenamos al acusado?

—A los acusados, señora, porque hay dos —dijeron algunas voces.

—¿No os basta uno? —dijo Lenet sonriendo con desprecio a este sangriento servilismo.

—¿Y cuál ha de ser? —preguntaron las mismas voces.

—¡El más gordo, lobos! —exclamó Lavia—. ¡Ah! ¡Os quejáis de una injusticia, gritáis sacrilegio, y queréis corresponder a un asesinato con dos alevosías! Bella reunión de filósofos y de soldados, que se convierten en carniceros.

Los ojos centellantes de la mayoría de los jueces, parecían prontos a pulverizar al animoso asesor del rey. La princesa se había levantado, y apoyada sobre los dos puños, parecía interrogar con la vista a los asistentes para asegurarse de si habían sido efectivamente pronunciadas las palabras que acababa de oír, y de si existía en el mundo un hombre bastante audaz para decir semejantes cosas en su presencia.

Lavia, comprendiendo que su asistencia lo emponzoñaría todo, y que su manera de defender a los acusados, en vez de salvarles los perdería, determinó, pues, retirarse, pero retirarse como juez que protesta, y no como soldado que huye.

—En nombre de Dios —dijo—, protesto contra lo que queráis hacer; en nombre del rey, os lo prohíbo.

Y echando a rodar la silla con un gesto de cólera majestuosa, salió de la sala con la frente erguida y el paso firme, como un hombre fuerte en el cumplimiento de su deber y poco cuidadoso de las desgracias que podía acarrearle un deber satisfecho.

—¡Insolente! —dijo la princesa.

—¡Bueno, bueno, dejadle hacer! —dijeron algunas voces—. Ya le llegará su turno.

—¡Votemos! —contestó la casi totalidad de los jueces.

—Pero, ¿a qué votar sin haber oído a los dos acusados? —dijo Lenet—. Tal vez el uno os parecerá más culpable que el otro. Acaso resumáis sobre una sola cabeza la venganza que queréis hacer sobre los dos.

En este momento se oyó sonar por segunda vez la cancela.

—¡Y bien, sea! —contestó la princesa—. Votaremos a la vez sobre los dos.

El tribunal, que se había ya levantado tumultuosamente, volvió a sentarse. Oyóse de nuevo el ruido de los pasos, el resonar de las alabardas, y se abrió la puerta, apareciendo a su vez Cauviñac.

El recién llegado formaba un chocante contraste con Canolles. Sus vestidos, mal reparados aun de los ultrajes del populacho, habían conservado las huellas del desorden, a pesar del mucho cuidado que había puesto en borrarlas. Sus ojos se fijaron vivamente sobre los jurados, los oficiales, los duques y la princesa, abrazando todo el tribunal con una circular mirada. Luego, con el aire de un zorro astuto, se adelantó, estaba pálido y visiblemente alterado, pero con el oído atento y sondeando, por decirlo así, el terreno a cada paso que daba.

—¿Vuestra Alteza me dispensa el honor de llamarme a su presencia? —dijo sin esperar a que se le preguntase.

—Sí, señor —contestó la princesa—. He querido que vos mismo fijaseis algunos puntos que os son relativos y que nos tienen en duda.

—En ese caso —dijo Cauviñac inclinándose—, aquí me tenéis, señora, dispuesto a responder al favor que Vuestra Alteza me hace.

Y se inclinó con el aire más gracioso que pudo adoptar, pero era visible que aquel aspecto carecía de confianza y naturalidad.

—No se os molestará mucho —dijo la princesa—, sobre todo si respondéis de una manera tan positiva como os haremos nuestras preguntas.

—Vuestra Alteza tendrá a bien observar —contestó Cauviñac—, que siendo la pregunta siempre preparada de antemano, y no siéndolo nunca la respuesta, es más dificil responder que preguntar.

—¡Oh! Nuestras preguntas serán tan claras y precisas —dijo la princesa—, que no necesitaréis reflexionar. ¿Vuestro nombre?

—Y bien, justamente, señora, ahí tenéis una pregunta embarazosa.

—¡Cómo!

—Sí, frecuentemente sucede tener dos nombres, el que se ha recibido de su familia y el que uno mismo se da. Por ejemplo, yo he creído tener alguna razón para abandonar mi primer nombre, para tomar otro menos conocido. ¿Cuál de estos dos nombres exigís que diga?

—El nombre bajo el cual os presentasteis en Chantilly y os obligasteis a levantar y con que habéis vendido al señor de Mazarino.

—Perdonad, señora —contestó Cauviñac—, pero me parece que ya he tenido el honor de contestar victoriosamente a todas estas preguntas durante la audiencia que Vuestra Alteza tuvo a bien acordarme esta mañana.

—Por eso ahora no os hago más que una —repuso la princesa, que empezaba a impacientarse—. Os pregunto vuestro nombre.

—¡Y bien! Ved ahí justamente lo que me embaraza.

—Escribid el barón de Cauviñac —dijo la princesa.

El acusado no hizo ninguna reclamación, y el escribano lo escribió.

—Ahora, ¿vuestra graduación? —dijo la princesa—. Espero que no encontréis ninguna dificultad en responder a esta pregunta.

—Al contrario, señora, esta pregunta es precisamente la que me parece más intrincada. Si me habláis de mi grado como hombre docto, soy bachiller en filosofía, licenciado en derecho, doctor en teología, y como ve Vuestra Alteza, respondo sin vacilar.

—No, señor; hablamos de vuestra graduación militar.

—¡Ah! Pues bien, sobre ese punto me es imposible contestar a Vuestra Alteza.

—¡Cómo tal!

—Porque jamás he sabido bien lo que yo mismo era.

—Tratad de fijaros sobre este punto, caballero, porque deseo saberlo.

—¡Pues bien! Yo, de mi autoridad privada, me hice primero teniente; pero como no tenía facultad para firmarme un despacho, y nunca tuve a mis órdenes, mientras llevé este título, arriba de seis hombres, creo seguramente que no tengo derecho de hacerle prevalecer.

—Sí, pero yo —repuso la princesa—, os he hecho capitán; así, pues, sois capitán.

—¡Ah! Ved ahí donde se aumenta mi embarazo y en lo que se alborota mi conciencia. Me he convencido después que todo grado militar debe emanar de la voluntad real para tener valor. Ahora bien, Vuestra Alteza es incontestable, que tenía deseos de hacerme capitán; pero creo que no tenía derecho para ello. En este caso, no habré sido más capitán que teniente.

—Está bien; pero supongamos que no hayáis sido teniente por vuestro mero hecho, que no hayáis sido tampoco capitán por el mío, atendido que ni vos ni yo teníamos poder para firmar un despacho; a lo menos sois gobernador de Branne. Y como esta vez es el rey quien ha firmado vuestras provisiones, no contestaréis el valor del acto.

—He ahí, señora, el que es más contestable de los tres.

—¿Cómo es eso? —dijo la princesa.

—He sido nombrado, es cierto, pero no he entrado en el goce de mis funciones. ¿Qué es lo que constituye el título? No es la posesión del mismo título, sino cumplimiento de las funciones que le conciernen. Pero yo no he llenado ninguna de las funciones del título a que había sido elevado; no he puesto el pie en un gobierno; no ha habido de mi parte ni aun el principio de ejecución. Por consiguiente, soy tan gobernador de Branne como era capitán antes de ser gobernador, y como era teniente antes de ser capitán.

—Sin embargo, caballero, se os ha encontrado en el camino de Branne.

—Es cierto; pero a cien pasos del punto en que fui preso parte el camino, uno de los brazos va a Branne y el otro a Ison. ¿Quién afirmará que no iba a Ison y sí a Branne?

—Está bien —contestó la princesa—, el tribunal apreciará vuestra defensa. Escribano, anotad gobernador de Branne.

—No puedo oponerme a que Vuestra Alteza mande escribir lo que convenga.

—Ya está, señora —dijo el escribano.

—Bien. Ahora, caballero —dijo la princesa a Cauviñac—, firmad vuestro interrogatorio.

—Con mucho gusto lo haría, señora —repuso Cauviñac—, y tendría el mayor placer en poder hacer algo que fuese del agrado de Vuestra Alteza; pero en la lucha que esta mañana he tenido que sostener contra el pueblo de Burdeos, lucha de que Vuestra Alteza me libró tan generosamente por la intervención de sus mosqueteros, he tenido la desgracia de sacar lastimada la muñeca derecha, y siempre me ha sido imposible firmar con la mano izquierda.

—Haced constar la negativa del acusado —dijo la princesa al escribano.

—La imposibilidad, caballero, escribid la imposibilidad —repuso Cauviñac—. Dios me libre de rehusar nada a una princesa tan grande como Vuestra Alteza, si dependiese de mí.

Y saludando con el más profundo respeto, salió Cauviñac acompañado de sus dos guardias.

—Me parece que teníais razón, señor Lenet —dijo el duque de Larochefoucault—, y que hicimos mal en no asegurar a ese hombre.

Lenet estaba demasiado ocupado para contestar. Esta vez su ordinaria perspicacia le había engañado, esperaba que Cauviñac atrajese sobre sí la cólera del tribunal; pero Cauviñac, con sus continuos subterfugios, había divertido más que irritado a sus jueces. Sólo su interrogatorio había destruido todo el efecto que produjera el del barón de Canolles, dado caso que hubiese producido alguna; y la nobleza, la lealtad, la franqueza del primer prisionero habían desaparecido, si puede decirse, bajo las astucias del segundo. Cauviñac había oscurecido a Canolles.

Así, cuando se llegó a votar, la unanimidad de los votos decidió la muerte.

La princesa mandó hacer el escrutinio, y levantándose después pronunció con solemnidad la sentencia que acababa de recaer. Cada cual a su vez firmó el registro de deliberaciones. El duque de Enghien primero; pobre niño, que ignoraba lo que firmaba, y cuya primera firma iba a costar la vida de un hombre, enseguida la princesa, luego los duques, después las damas del consejo, los oficiales y los jurados, y de este modo eran cómplices en las represalias.

Nobleza y pueblo, ejército y parlamento, a todos era menester castigarlos; y nadie ignora que cuando hay que castigar a todo el mundo a nadie se castiga.

Después que hubieron firmado, la princesa, que tenía asegurada su venganza, y cuyo orgullo se veía satisfecho en esta venganza, fue a abrir ella misma la ventana que ya había sido abierta dos veces, y cediendo al anhelo del populacho que la devoraba, dijo en alta voz:

—Señores Burdeleses, Richón será vengado dignamente; descansad en nosotros.

Un hurra, semejante al estampido del trueno, acogió esta declaración, y el pueblo se extendió por las calles, gozando anticipadamente en el espectáculo que la palabra de la princesa le prometía.

Mas apenas hubo entrado en su cámara la princesa, con Lenet que la seguía tristemente, esperando aún hacerla cambiar de resolución, cuando se abrió la puerta, y la vizcondesa de Cambes, pálida y desolada, vino a echarse a sus pies.

—¡Oh, señora! —le dijo—. ¡En nombre del cielo, escuchadme! ¡Por Dios, no me rechacéis!

—¿Qué hay, hija mía? —dijo la princesa—. ¿Por qué lloras de ese modo?

—Lloro, señora, porque he sabido que han votado la muerte, y que vos habéis confirmado ese voto; y sin embargo, señora, vos no podéis hacer matar al señor de Canolles.

—¿Y por qué no, querida? ¿No han matado ellos a Richón?

—Sí, señora, pero Canolles salvó en Chantilly a Vuestra Alteza.

—¿Y debo agradecerle el haber sido juguete de nuestras astucias?

—Pues bien, señora, en eso está el error, el señor de Canolles no ha desconocido un sólo instante la sustitución. Al primer golpe de vista me conoció.

—¿A ti, Clara?

—Sí, señora. Nosotros habíamos hecho parte del camino juntos.

En fin, el señor de Canolles estaba enamorado de mí; y en esta circunstancia… ¡Y bien, señora!… tal vez hizo mal, pero no os toca a vos reprender su acción… En aquella circunstancia sacrificó su deber a su amor.

—¿Entonces es el que tú amas?

—Sí, interrumpió la señora de Cambes.

—¿El sujeto por quien viniste a pedirme el permiso para casarte?

—Sí.

—¿Era?…

—Era el señor de Canolles, sí —dijo la vizcondesa—. El señor de Canolles, que se rindió a mí en San Jorge, y que sin mí iba a volarse con vuestros soldados. El señor de Canolles, en fin, que podía fugarse, y que me rindió su espada por no separarse de mí. Bien conocéis, señora, que si él muere, también es necesario que yo muera, por que yo le habré quitado la vida.

—Hija mía —dijo la princesa con cierta emoción—, considera que me pides una cosa que me es imposible. Richón ha muerto, y es preciso que se le vengue. Hay una deliberación que se debe llevar a cabo; y si mi esposo mismo me pidiera lo que tú me pides, se lo negaría.

—¡Oh, desdichada! —exclamó la vizcondesa de Cambes haciéndose a la espalda y estallando en sollozos—. Yo he perdido a mi amante.

Entonces Lenet, que aún no había hablado, se acercó a la princesa y le dijo:

—Señora, ¿no tenéis bastante con una víctima, y necesitáis dos cabezas para vindicar la de Richón?

—¡Ah, ah! —dijo la princesa—, el hombre sereno. ¿Es decir que me pedís la vida del uno y la muerte del otro? ¿Es eso justo? Decid. 

—Señora, cuando dos hombres deben morir, es justo, en primer lugar, que muera uno sólo, suponiendo aún que una boca tenga derecho a apagar la antorcha encendida por la mano de Dios. En segundo lugar, es justo, en el caso de elección, se prefiera al hombre de bien para que se salve, y no al intrigante. Es menester ser judíos para poner en libertad a Barrabás y condenar a Jesús…

—¡Oh! Señor Lenet —dijo la vizcondesa—, hablad por mí, os lo ruego, porque vos sois hombre y se os escuchará tal vez. Y vos, señora —continuó volviéndose hacia la princesa—, recordad solamente que he pasado mi vida al servicio de vuestra casa.

—Y yo también —dijo Lenet—; y no obstante, por treinta años de fidelidad nada he pedido a Vuestra Alteza; pero en esta ocasión, si Vuestra Alteza no se apiada, le pediré en cambio de estos treinta años de fidelidad un sólo favor.

—·¿Cuál?

—El de darme mi licencia, señora, a fin de que pueda ir a echarme a los pies del rey, a quien consagraré el resto de mi existencia, que había sacrificado al honor de vuestra casa.

—¡Bien! —exclamó la princesa, vencida por estas súplicas—. No amenacéis, mi antiguo amigo, no llores más, mi dulce Clara; tranquilizaos ambos, no morirá más que uno, pues lo queréis; pero que no se me venga a pedir la gracia del que sea destinado a morir.

La vizcondesa cogió la mano de la princesa y la devoró a besos.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias, señora! —dijo—. Desde este momento mi vida y la suya son vuestras.

—Y obrando así, señora —dijo Lenet—, seréis a un tiempo justa y misericordiosa, lo que hasta ahora había sido privilegio de Dios solamente.

—¡Oh, señora! —exclamó la vizcondesa impaciente—, ahora, ¿puedo verle, puedo libertarle?

—Semejante demostración en este momento es imposible —dijo la princesa—; nos perdería. Dejemos a los prisioneros en su prisión, se les hará salir a un mismo tiempo, al uno para la libertad, al otro para la muerte.

—¿Pero no puedo verle, tranquilizarle, consolarle al menos? —dijo la señora de Cambes.

—No creo que tenéis derecho para ello —dijo la princesa—. Al tranquilizarle se sabría la determinación, se comentaría el favor; no, imposible, contentaos con saber que está salvado. Yo participaré a los dos duques mi decisión.

—Bueno, me resigno. ¡Gracias, gracias, señora! —exclamó Clara.

Y se retiró para llorar en libertad y para dar gracias a Dios de lo más profundo de su corazón, que se desbordaba de alegría y de reconocimiento.