XXVIII
XXVIII
El asalto
Dos días después de haberse presentado la vizcondesa de Cambes en traje de parlamentario en la isla de San Jorge, a cosa de las dos de la tarde haciendo Canolles su ronda sobre la muralla, se le anunció que un mensajero encargado de una carta para él pedía hablarle.
Enseguida fue introducido el mensajero y entregó su pliego al barón.
Este pliego no tenía nada de oficial; era una cartilla más larga que ancha, cuyo sobre venía de una letra débil y ligeramente trémula, sobre un papel de color azulado, terso y perfumado. Canolles sintió latir su corazón a la vista de aquel papel.
—¿Quién te ha dado esta carta? —preguntó.
—Un hombre de cincuenta a sesenta años.
—¿Bigote y pera grises?
—Sí.
—¿Algo encorvado?
—Sí.
—¿Porte militar?
—El mismo.
El barón dio un luis al hombre, y le hizo seña de que se retirara. Después se fue al ángulo de un baluarte, y se ocultó con el corazón palpitante para leer libremente la carta que acababa de recibir, y que sólo contenía estas palabras:
«Vais a ser atacado. Si no sois ya digno de mí, mostrad que sois digno de vos al menos».
Esta carta no traía firma, pero el barón reconoció a la vizcondesa de Cambes como había reconocido a Pompeyo.
Miró si alguien podía verle, y llenándose de rubor como un niño en su primer amor, llevó el papel a sus labios, le besó con entusiasmo y le puso sobre su corazón.
Después subió a la coronación del baluarte, desde donde podía distinguir el curso del Garona por espacio de casi una legua y la llanura que le circunda en toda su extensión.
Nada se percibía, ni sobre el río ni en la campiña.
—Así se pasará toda la mañana —murmuró—, porque no vendrán en medio del día; habrán tomado descanso, y a la noche comenzarán el ataque.
Canolles sintió un rumor ligero detrás de sí y se volvió; era su lugarteniente.
—Y bien, señor de Vibrac —dijo el barón—, ¿qué se dice?
—Se dice, mi comandante, que el estandarte de los príncipes flotará mañana sobre la isla de San Jorge.
—¿Y quién dice eso?
—Dos de nuestros corredores, que acaban de llegar y han sido vistos los preparativos que están haciendo contra nosotros los habitantes de la ciudad.
—¿Y qué habéis contestado a los que os han dicho que el estandarte de los príncipes flotará mañana sobre la isla de San Jorge?
—Les he dicho, mi comandante, que me importaba poco, en razón a que yo no lo vería.
—En ese caso me habéis robado mi respuesta, caballero —dijo el barón.
—¡Bravo! Comandante, no deseamos otra cosa, y los soldados se van a batir como leones cuando sepan vuestra respuesta.
—Que se batan como hombres, es todo cuanto les pido… ¿Y qué se dice del género de ataque?
—Se prepara una sorpresa —dijo Vibrac riendo.
—¡Diablos! Vaya una sorpresa, éste es el segundo aviso que recibo… ¿Y quién conduce el asalto?
—El señor de Larochefoucault las tropas de tierra, y de Españet, el consejero del parlamento, las de mar.
—Bien, bien —dijo el barón—; yo le daría un consejo.
—¿A quién?
—Al señor consejero del parlamento.
—¿Y cuál?
—El de reforzar las milicias urbanas con algún buen regimiento bien disciplinado, que enseñe a los paisanos el modo de recibir un fuego bastante nutrido.
—No ha esperado vuestro consejo, comandante; pues antes de ser hombre de justicia parece que ha sido de armas, y se ha asociado para esta expedición el regimiento de Navalles.
—¡Cómo! ¿El regimiento de Navalles?
—Sí.
—¿Mi antiguo regimiento?
—El mismo. Se ha pasado, según parece, con armas y equipo a los señores príncipes. —¿Y quién le manda?
—El barón de Ravailly.
—¡Es verdad!
—¿Le conocéis?
—Sí; un excelente chico, valiente como su espada. En ese caso será esto algo más templado de lo que yo creía, y vamos a tener diversión.
—¿Qué mandáis, comandante?
—Que se doblen las guardias esta noche; que los soldados se acuesten vestidos con las armas al lado. La mitad velarán mientras que los otros duermen. A los que les toque de vigilantes se mantendrán ocultos detrás de las escarpas. Esperad aun.
—Espero.
—¿Habéis participado a alguien la noticia del mensajero?
—A nadie absolutamente.־
—Está bien. Dejad la cosa en secreto por ahora. Escoged una docena de vuestros peores soldados; ¿deberéis tener cazadores y pescadores?
—De más los tenemos, comandante.
—Pues bien. Elegid diez, como os he dicho, les dais permiso hasta mañana para echar sus lances al fondo del Garona y tender sus redes en la llanura. Esta noche Españet y el señor de Larochefoucault los cogerán y les interrogarán.
—No comprendo.
—¿No comprendéis que es necesario que los sitiadores nos crean enteramente desprevenidos? Pues bien; esos hombres, no sabiendo absolutamente nada, se lo dirán y se lo jurarán con tanta sinceridad, que no podrán menos de creerlo, y por lo tanto pensarán que dormimos a pierna suelta.
—¡Ah! Muy bien.
—Dejad que se acerque el enemigo; dejadle desembarcar, plantar sus escalas.
—Entonces, ¿cuándo se les habrá de hacer fuego?
—Cuando yo lo mande. Si sale un solo tiro de nuestras baterías antes de mi orden, ¡a fe de gobernador, que haré fusilar al que lo dispare!
—¡Ah! ¡Diablos!
—La Guerra Civil es guerra dos veces, e importa mucho que la guerra no se haga como una partida de caza. Dejad reír a los señores Burdeleses, reíd vos mismo, si os divierte, pero que no sea hasta que yo diga que se ría.
El teniente partió y fue a transmitir las órdenes de Canolles a los demás oficiales, que se miraron asombrados entre sí. Había dos hombres en el gobernador, el caballero cortés y el comandante implacable.
Canolles fue a cenar con Nanón, sólo que la cena se había anticipado dos horas, por haber decidido el barón no abandonar los muros desde el crepúsculo hasta el alba. Encontró a Nanón hojeando una voluminosa correspondencia.
—Podéis defenderos con firmeza, querido Canolles —le dijo ella—, porque no tardaréis mucho en ser socorrido. El rey viene, el señor de La Meilleraye trae un ejército, y el señor duque de Epernón llega con quince mil hombres.
—Pero si tardan ocho o diez días, como puede ser, Nanón —añadió el barón sonriendo—, ¿quién asegura que la isla de San Jorge no sucumba?
—¡Oh! Mientras mandéis vos en ella, yo respondo de todo.
—Sí; pero justamente, mandando yo aquí, puedo ser muerto. Nanón… ¿y qué haréis en este caso? ¿Lo habéis previsto a lo menos?
—Sí —respondió Nanón sonriendo a su vez.
—Pues bien, tened preparados vuestros cofres. En un puesto designado habrá un batelero; si es menester saltar al agua, llevaréis cuatro de mis subordinados, que son buenos nadadores, y tienen orden de no abandonaros y de transportaros a la ribera opuesta.
—Todas esas precauciones son en balde, Canolles. Si sois muerto, ya no necesito nada.
Anunciaron que estaba servida la cena. Durante ésta, el barón se levantó diez veces y fue a la ventana que daba sobre el río. Antes de acabar de cenar, Canolles se levantó de la mesa… Empezaba a anochecer… Nanón quiso seguirle.
—Nanón —dijo el barón—, entrad en vuestro aposento y juradme no salir de él. Si supiese que estabais fuera, expuesta a correr cualquier peligro, no respondería de mí. Nanón, va en ello mi honor, no juguéis con mi honor.
Nanón presentó al barón sus labios de carmín, más rojos aun con la palidez de sus mejillas, y se retiró a su aposento diciendo:
—Os obedezco, Canolles; quiero que amigos y enemigos conozcan al hombre que amo. ¡Partid!
El barón se alejó, sin poder menos de admirar aquella naturaleza doblegada a todos sus deseos y obediente a su voluntad. Apenas se hallaba en su puesto, cuando vino la noche, terrible, amenazadora, como aparece siempre que oculta entre sus negros dobleces un sanguinario secreto.
Canolles se había apostado en el extremo de la explanada, desde donde dominaba el curso del río y sus dos riberas. No hacía luna, un velo de sombrías y espesas nubes cubrían el cielo, siendo imposible ser visto, pero también casi imposible ver.
Sin embargo, a eso de la media noche le pareció distinguir oscuras masas que se movían sobre la ribera izquierda, y deslizarse por el río gigantescas formas. Por lo demás, sólo se oía el ruido del viento de la noche, que se lamentaba entre las hojas de los árboles.
Aquellas masas se detuvieron; las formas se fijaron a cierta distancia. El barón creyó haberse equivocado; sin embargo, redobló su vigilancia; sus ojos ardientes penetraban las tinieblas, su oído incesantemente atento percibía el más leve ruido.
Dieron las tres en el reloj de la fortaleza, y su sonido prolongado se perdió lento y lúgubre en la inmensidad de la noche. El barón empezó a creer que había recibido un falso aviso, y ya iba a retirarse, cuando el teniente Vibrac, que estaba junto a él, le puso súbitamente una mano sobre el hombro, extendiendo la otra hacía el río.
—¡Sí, sí! —dijo Canolles—, ellos son. Vamos, nada se ha perdido con esperar. Despertad la gente que duerme, y que venga a ocupar su puesto detrás de la muralla. ¿Les habéis dicho que yo haría fusilar al primero que haga fuego, eh?
—Sí.
—Pues bien, repetídselo por segunda vez.
En efecto, a los primeros albores del día se distinguieron acercarse largas barcas cargadas de hombres, que reían y conversaban en voz baja, al mismo tiempo que sobre la llanura podía verse una especie de elevación que no existía la víspera. Ésta era una batería de seis piezas de cañón que el señor de Larochefoucault acababa de establecer durante la noche; los de las barcas habían tardado tanto, porque hasta entonces no había estado la batería en disposición de maniobrar.
Canolles preguntó si estaban cargadas las armas y habiéndole contestado afirmativamente, hizo seña de esperar.
Las barcas se iban aproximando, y a la primera claridad del día distinguió bien pronto el barón los colectos de ante y los sombreros peculiares de la compañía de Navalles, que como se ha dicho, era la suya. A la proa de una de las barcas venía el barón de Ravailly, que le había reemplazado en el mando de la compañía, y a la popa el teniente, que era su hermano de leche, muy querido entre sus camaradas por su buen humor y sus inagotables bromas.
—Veréis cómo no dicen esta boca es mía, y será menester que el señor de Larochefoucault los despierte a cañonazos. ¡Cáspita, y qué bien se duerme en la isla de San Jorge! Cuando me encuentre malo pienso venirme aquí.
—El buen Canolles —repuso Ravailly—, ejecuta su papel de gobernador, como padre de mi familia; teme no les dé reuma a sus soldados si montan las guardias de noche.
—En efecto —añadió otro—, no se ve un centinela siquiera.
—¡Eh! —gritó el teniente tomando tierra—. Despertad, los de arriba, y dadnos la mano para subir.
A esta última broma se extendieron las risotadas por toda la línea de los sitiadores; y mientras tres o cuatro barcas avanzaban hacia el puerto, desembarcaba el resto del ejército de tierra.
—Vamos, vamos —dijo Ravailly—, ya comprendo. Canolles quiere fingir que se le sorprende para no embrollarse con la corte. Bueno, señores, seamos atentos como él, y no matemos a nadie. Una vez en la plaza, piedad para todos, excepto para las mujeres, que tal vez no la pidan tampoco. ¡Voto a bríos! Hijos míos, no olvidemos que ésta es una guerra de amigos; por consiguiente, al primero que desenvaine, lo paso por las armas.
A esta recomendación, hecha con una jovialidad propiamente francesa, empezaron de nuevo las risas, y los soldados participaron de la hilaridad de los oficiales.
—¡Hola, amigos! —dijo el teniente—, parece que se ríe, pero es necesario que esto no estorbe para hacer la tarea. A las escalas y a trepar.
Los soldados sacaron entonces largas escalas de las barcas y se encaminaron a la muralla.
Entonces se levantó Canolles, y con el bastón en la mano y el sombrero puesto como un hombre que toma por su gusto el fresco de la mañana, se acercó al parapeto, del cual sobresalía desde la cintura. Estaba ya bastante claro para que no se le conociese.
—Buenos días, Navalles —dijo a todo el regimiento.
—Buenos días, Ravailly. Buenos días, Remoneng.
—¡Calle! Ése es Canolles —exclamaron los jóvenes.
—¿Te has despertado ya, barón?
—Sí. ¿Qué queréis? Aquí se lleva una vida de rey; nos acostamos temprano y nos levantamos tarde. Pero vosotros, ¿qué diablos venís a hacer aquí tan temprano?
—¡Pardiez! —dijo Ravailly—. Me parece que lo debes ver bien. Venimos a sitiarte, nada más.
—¿Y por qué venís a sitiarme?
—Por tomar tu fuerte.
El barón se echó a reír.
—Vamos —dijo Ravailly—, ¿capitulas, eh?
—Antes es preciso saber a quién me rindo. ¿Cómo es que Navalles sirve contra el rey?
—Claro está, querido, porque nos hemos rebelado. Pensando en eso, hemos llegado a persuadirnos de que Mazarino es decididamente un mondejo, indigno de que le sirvan caballeros valientes, y por eso nos hemos pasado a los príncipes. ¿Y tú?
—Yo, querido, soy epernonista acérrimo.
—¡Bah! Deja ahí a tu gente y vente con nosotros.
—No puede ser. ¡Hola! Di a los de allá abajo que dejen quietas las cadenas del puerto; vosotros sabéis que esas cosas se ven bien de lejos, y que cuando se las toca suelen hacer daño. Ravailly, diles que no toquen las cadenas —continuó el barón arrugando las cejas—, o mando hacer fuego. Y te advierto, Ravailly, que tengo excelentes tiradores.
—¡Bah! Tú te burlas —respondió el oficial, déjalos que te cojan—; no tienes fuerzas.
—Yo no me burlo. ¡Abajo las escalas! Ravailly, cuidado que sitias la casa del rey, te lo advierto.
—¡San Jorge! ¿Casa del rey?
—¡Pardiez! Mira bien, y verás el estandarte en el ángulo del baluarte. Vaya, haz que te boten tus barcas al agua, y vuelve a colocar tus escalas en ellas, o te tiro. Si deseas conversación, ven solo o con Remoneng, y entonces hablaremos almorzando, tengo un excelente cocinero en la isla de San Jorge.
Ravailly se echó a reír y animó a su gente con la mirada. Durante este tiempo, otra compañía se preparaba a desembarcar. Canolles conoció entonces que era llegado el momento decisivo; y tomando la actitud firme y el aire grave que convenían a un hombre sobre quien pesaba una responsabilidad tan grande como la suya, dijo:
—Alto ahí, Ravailly; basta de bromas, Remoneng —gritó—, ni una palabra, ni un paso, ni un gesto más, o mando hacer fuego, tan cierto como es la bandera real aquella que está allí, y como vosotros os encamináis contra los Luises de Francia.
Y siguiendo la acción a la amenaza, volcó con brazo vigoroso la primera escala que asomó por encima de la fortificación. Cinco o seis hombres más atrevidos que los otros habían empezado a subir, y el empuje les echó a rodar, promoviendo su caída una inmensa carcajada entre sitiadores y sitiados, hubiérase dicho que eran juegos de colegiales.
En este momento, indicó una señal que los sitiadores habían franqueado las cadenas que cerraban el puerto.
Acto continuo, Ravailly y Remoneng cogieron una escala y se dispusieron para bajar al foso a su vez, gritando:
—¡A nosotros, Navalles! ¡A la escala! ¡Arriba!
—¡Querido Ravailly —gritó Canolles—, por favor, detente!
Pero en aquel mismo instante la batería de tierra, que hasta entonces había permanecido en silencio, estalló en luz y ruido, y una bala vino a envolver en tierra al barón.
—A ver —dijo Canolles extendiendo su bastón—, puesto que absolutamente lo quieren: ¡Fuego, amigos míos, sobre toda la línea! ¡Fuego!
Entonces, sin que se percibiese un sólo hombre, se vio inclinarse sobre el parapeto una hilera de mosquetes, y un cinturón de fuego envolver la coronación de la muralla, mientras que contestaba la detonación de dos enormes piezas de artillería a la batería del duque de Larochefoucault.
Cayó una docena de hombres; pero su caída, lejos de desanimar a sus compañeros, les dio nuevo ardor. Por su parte la batería de tierra respondió a la del fuerte, una bala abatió al pabellón real, otra segunda bala destrozó a un teniente del barón, llamado Elboin.
Canolles echó una nueva ojeada a su alrededor, y vio que su gente había ya cargado las armas.
—¡Fuego general! —dijo.
Esta orden fue ejecutada con la misma puntualidad que la primera vez.
Diez minutos después, no quedaba ni un sólo vidrio en la isla de San Jorge, las piedras temblaban y volaban hechas astillas, el cañón minaba los muros, las balas se aplastaban contra los anchos sillares, y una espesa humareda oscurecía el aire todo henchido de gritos, de amenazas y de gemidos.
Conociendo el barón que lo que más daño hacía a su fuerte era la batería de Larochefoucault, dijo:
—Vibrac, encargaos de Ravailly, que no gane ni una pulgada de terreno en mi ausencia. Yo voy a nuestras baterías.
En efecto, Canolles fue corriendo a las dos piezas que respondían al fuego del señor de Larochefoucault, dirigió él mismo el servicio, se puso a cargar y apuntar, en un momento desmontó tres de las seis piezas y tendió en el llano a más de cincuenta hombres. Los demás, que no esperaban tan fuerte resistencia, empezaron a desbandarse, y huir. Larochefoucault, tratando de rehacerlos, recibió un casco de guijarro, que le hizo saltar la espada de las manos.
Viendo este resultado, dejó Canolles al jefe de la batería el resto de la tarea, y acudió al asalto en que seguía empeñada la compañía de Navalles, secundada por los hombres de Españet.
Vibrac se contenía bien, pero acababa de recibir un balazo en el hombro.
—Perdona, Ravailly —gritó el barón—, si me he visto obligado a abandonarte un momento, querido amigo, para desmontar, como puedes ver, las piezas del señor duque de Larochefoucault; pero tranquilízate, ya me tienes aquí.
Y como en este momento el capitán de Navalles, muy animado para responder a la chanza, que tal vez no oyó en medio del espantoso estruendo de la artillería y mosquetería, condujese por tercera vez su gente al asalto, el barón tomó una pistola de su cinto, y extendiendo la mano hacia su antiguo camarada convertido en su enemigo, disparó.
La bala, dirigida por una mano firme y por un ojo certero, fue a romper el brazo de Ravailly.
—Gracias, Canolles —gritó éste—, que había visto de dónde saliera el golpe; gracias. Ya tomaré la revancha.
Pero a pesar de su energía, el joven capitán se vio precisado a detenerse, y la espada se le cayó de la mano Remoneng acudió y le sostuvo en sus brazos.
—¿Quieres venir a curarte en mi casa… Ravailly? —gritó Canolles—, tengo un cirujano que en nada cede a mi cocinero.
—No, me vuelvo a Burdeos; pero aguárdame de un momento a otro, porque volveré, te lo prometo. Sólo que esta vez escogeré mi hora.
—En retirada, en retirada —dijo Remoneng—, allá abajo se salvan. Hasta más ver, Canolles; habéis ganado la primera partida. Remoneng decía verdad. La artillería había hecho terribles destrozos en el ejército de tierra, que había perdido un centenar de hombres lo menos. En cuanto a la armada de mar, casi le habría sucedido otro tanto. Sin embargo, la pérdida mayor había sido sufrida por la compañía de Navalles, que por sostener el honor del uniforme, había querido marchar siempre a la cabeza de los paisanos de Españet.
Canolles alzó su pistola descargada, y dijo:
—Que cese el fuego. Dejémosles batir tranquilamente en retirada, no conviene perder municiones.
En efecto, los tiros disparados habrían sido casi inútiles. Los sitiadores se retiraban apresuradamente, dejando los muertos y llevándose los heridos. Canolles contó los suyos, y encontró diez y seis heridos y cuatro muertos.
En cuanto a él, no había recibido ni un arañazo.
—¡Voto al Diablo! —dijo diez minutos después al recibir las alegres caricias de Nanón—, no han tardado mucho, querida amiga, en hacerme ganar el despacho de gobernador.
—¡Qué mortandad más tonta! Les han muerto ciento cincuenta hombres lo menos, y yo he roto un brazo a uno de mis mejores amigos por impedirle que se hiciese matar.
—Sí —dijo Nanón—; ¿pero vos estáis sano y salvo?
—A Dios gracias, y sin duda vos me habéis protegido, Nanón; ¡pero guarda con la segunda partida! Los Burdeleses son testarudos, y además Ravailly y Remoneng me han prometido volver.
—Y bien —repuso Nanón—, el mismo jefe manda en San Jorge y los mismos soldados le defienden, que vengan, y se les recibirá mejor la segunda vez que la primera; porque de aquí allá ¿no es así? Tenéis tiempo de aumentar vuestros medios de defensa.
—Querida —dijo confidencialmente Canolles—, una plaza no se conoce bien con la práctica, la mía no es inexpugnable, lo acabo de conocer; y si yo me llamase duque de Larochefoucault, entraría en la isla de San Jorge mañana por la mañana. A propósito, de Elboin no almorzará con nosotros.
—¿Por qué?
—Porque le ha partido una bala de cañón.