VII
VII
A un miedoso otro mayor
Empezábase a ver la luna por Oriente, cuando el vizconde, acompañado del fiel Pompeyo, salió del parador de Maese Biscarrós, emprendiendo el camino de París.
Habrían andado próximamente una legua y media, durante la cual el vizconde se entregó todo a sus reflexiones, cuando se volvió a su escudero, que iba gravemente arrellanando en su silla a tres pasos de distancia detrás del caballo de su amo.
—Pompeyo —preguntó el joven—, ¿tenéis por casualidad mi guante de la mano derecha?
—Que yo sepa, no, señor —contestó Pompeyo.
—¿Qué hacéis con vuestra maleta?
—Estoy mirando si va bien atada, y apretando las correas, no sea que suene. El sonido del oro es peligroso, señor, y atrae malos encuentros, sobre todo de noche.
—Está muy bien hecho, Pompeyo —repuso el vizconde—, y me gusta veros tan cuidadoso y prudente.
—Son cualidades muy naturales en un soldado viejo, señor vizconde, y cualidades que se avienen admirablemente con el valor; sin embargo, como el valor y la temeridad no son una misma cosa, confieso que siento mucho no haya podido acompañarnos Richón, porque veinte mil libras son difíciles de guardar, sobre todo en tiempos tan borrascosos como los que alcanzamos.
—Lo que decís, Pompeyo, está muy puesto en razón, y soy de vuestro mismo parecer.
—También me atrevería a decir —continuó Pompeyo—, animado en su miedo por la aprobación del vizconde, que es muy imprudente aventurarse como lo hacemos nosotros. Esperad un poco, si os agrada, revisaré mi mosquetón.
—¿Y bien, Pompeyo?
—La rueda está en buen estado, y el que quisiera detenernos pasaría un mal rato. ¡Oh! ¡Oh! ¿Qué es lo que veo allá abajo?
—¿Dónde?
—Delante de nosotros, a unos cien pasos, hacia nuestra derecha; mirad, en esta dirección.
—Es cierto, veo una cosa blanca.
—¡Oh! —dijo Pompeyo—, blanca; algún convoy quizás.
—Por mi honor que quisiera ganar esa haya de la izquierda; en términos de guerra se llama esto atrincherarse, sí, atrincherémonos, señor vizconde.
—Si es un convoy, será escoltado por los soldados del rey, Pompeyo; y los soldados del rey no hacen daño a los caminantes.
—Desengañaos —señor vizconde, desengañaos—, no se oye hablar, por el contrario, más que de bandidos que se encubren bajo el uniforme de Su Majestad para mil roperías, unas peores que otras, y no hace mucho que enrodaron en Burdeos a dos ligeros de a caballo que…
—Yo creo que reconozco el uniforme de los ligeros, señor vizconde.
—El uniforme de los ligeros es azul, y el que vemos es blanco.
—Sí; pero se suelen poner una blusa sobre el uniforme, y eso es lo que habían hecho los miserables que enrodaron en Burdeos. Mirad, me parece que gesticulan fuerte, y amenazan; ésa es su táctica, ¿veis?, señor vizconde, ellos se ocultan de ese modo en el camino, y con la carabina a la cara obligan al viajero desde lejos a soltar la bolsa.
—Pero, mi buen Pompeyo —dijo el vizconde—, que aunque muy aterrado por su parte conserva su presencia de ánimo, si nos llegan a amenazar desde lejos con su carabina, haced lo mismo con la vuestra.
—Sí, pero como no vean —dijo Pompeyo—, mi demostración sería inútil.
—Si no os ven, no pueden tampoco amenazaros, me parece.
—Vos no entendéis de guerra —replicó el escudero de mal humor—. Aquí me va a pasar lo mismo que en Corbía.
—No debemos esperar tal cosa, Pompeyo; porque si mal no recuerdo, fue en Corbía donde salisteis herido.
—Sí, y una herida terrible. Estaba al servicio del señor de Cambes, que no dejaba de ser un temerario. Íbamos una noche patrullando para reconocer el lugar en que había de darse la batalla, cuando vemos un convoy. Le aconsejé que no la echase de valiente; pero se obstina y parte derecho hacia el convoy. Vuelvo la espalda despechado, y en este momento una maldita bala… Vizconde, seamos prudentes.
—Seamos prudentes, Pompeyo, no deseo otra cosa.
—Pero me parece que no se mueven.
—Habrán olfateado su presa. Escuchemos.
Felizmente para ellos, los dos viajeros no tuvieron que escuchar largo rato. Pasado un instante, la luna salió de entre una nube negra, cuyos bordes plateaba, e iluminó con su esplendor el espacio, haciéndoles ver a unos cincuenta pasos de los viajeros, dos o tres camisas que estaban con las mangas extendidas y puestas a secar detrás de una haya.
Éste era el convoy que había recordado a Pompeyo su fatal patrulla de Corbía.
El vizconde soltó una carcajada y metió espuelas a su caballo, mientras que Pompeyo le seguía exclamando:
—¡Qué felicidad que no haya yo seguido mi primera inspiración! Ya iba a enviar una bala en esa dirección, y hubiera sido una quijotada. ¡Ved ahí, vizconde, para lo que sirven la prudencia y la experiencia de la guerra!
Siempre después de las grandes emociones hay un intervalo de reposo; y pasado el susto de las camisas los viajeros caminaron dos leguas con bastante tranquilidad. El tiempo era magnífico, la sombra descendía extensa y negra como el ébano de la cumbre de un bosque, y cubría uno de los lados del camino.
—No me gusta del todo la claridad de la luna —dijo Pompeyo—. Cuando a uno se le ve de lejos, se expone a ser cogido desprevenido. Y siempre he oído decir a la gente de guerra, que dos hombres que se buscan, no favorece la luna jamás sino a uno sólo. Nosotros vamos recibiendo la luz de lleno, y esto una imprudencia, señor vizconde.
—Pues bien, pasemos a la sombra, Pompeyo.
—Sí; pero si hubiese hombres emboscados en la ladera de este bosque, iríamos sencillamente a meternos en la jaula… En campaña nunca debe uno acercarse a un bosque sin haberle antes reconocido.
—Por desgracia —repuso el vizconde— no tenemos batidores. ¿No es así como se les denomina a los que reconocen los bosques mi valiente Pompeyo?
—Es cierto —murmuró el escudero—. Diablo de Richón; ¿por qué no habrá venido? Le hubiéramos enviado a la vanguardia, mientras que nosotros formábamos el cuerpo del ejército.
—Y bien, Pompeyo, ¿qué decidimos? ¿Nos estamos a la luz de la luna, o pasamos a la sombra?
—Pasemos a la sombra, señor vizconde, esto es lo más prudente, según creo.
—Pasemos a la sombra.
—Tenéis miedo, ¿no es así, señor vizconde?
—No, os lo juro, querido Pompeyo.
—Haríais muy mal en temerle, estando yo aquí para lo que ocurra. Si yo estuviera solo, entendéis, me importarían poco los acontecimientos, porque ya se sabe que un veterano no teme a Dios ni al diablo; pero vos sois un compañero tan difícil de guardar como el tesoro que traigo a la grupa; y la verdad, me asusta esta doble responsabilidad. ¡Ah! ¿Qué sombra negra es aquella que se ve allá abajo? Esta vez se mueve.
—No hay duda —dijo el vizconde.
—Ved lo que es estar en la obscuridad, nosotros vemos al enemigo, y él no nos ve a nosotros. ¿No os parece que ése malaventurado trae un mosquete?
—Sí; pero un hombre solo, Pompeyo, y nosotros somos dos.
—Señor vizconde, a los que caminan solos son a los que hay que temer, porque la soledad indica los caracteres resueltos. El famoso barón de Andrets, caminaba siempre solo. ¡Ay! Me parece que nos mira, va tirar; bajaos.
—Pompeyo, si no hace más que cambiar de hombro su mosquete.
—No importa, bajémonos de cualquier modo, ésa es la costumbre; y resistamos el fuego cubiertos con el arzón.
—Pero, Pompeyo, ¿no veis que él no tira?
—No tira —dijo el escudero enderezándose—; ¡bueno! Tendrá miedo, y nuestros resueltos ademanes le habrán intimidado. ¡Ah! Tiene miedo; entonces dejadme hablarle, y habladle vos después de mí ahuecando la voz.
La sombra continuaba aproximándose.
—¡Hola!, amigo, ¿quién sois? —gritó Pompeyo.
La sombra se detuvo con movimiento de terror demasiado visible.
—Gritadle ahora —dijo Pompeyo.
—Es inútil —contestó el vizconde—; el pobre diablo tiene demasiado miedo.
—¡Ah! Tiene miedo —dijo Pompeyo apuntándole con el mosquete.
—¡Piedad, señor! —dijo el hombre cayendo de rodillas—, ¡piedad! Soy un pobre revendedor, que hace ocho días no he vendido ni un pañuelo de bolsillo, y no llevo un cuarto.
Lo que Pompeyo había creído que era mosquete, era tan sólo la vara con que el pobre diablo media sus géneros.
—Sabed, buen amigo —dijo con arrogancia Pompeyo—, que no somos ladrones, sino gente de guerra, que viajamos de noche porque no tenemos miedo a nadie; seguid, pues, tranquilamente vuestro camino, que estáis en libertad.
—Tomad, amigo, este medio doblón —añadió con voz dulce el vizconde— en pago del miedo que os hemos causado, y Dios os acompañe.
El vizconde dio con su manecita blanca medio doblón al pobre diablo, que se alejó dando gradas al cielo por el feliz encuentro que había tenido.
—Habéis obrado mal, señor vizconde, muy mal —dijo Pompeyo cuando hubieron andado unos veinte pasos.
—¡Mal! ¿En qué?
—En dar medio doblón a ese hombre. De noche no conviene manifestar jamás que se tiene dinero; ¿no habéis observado que la primera exclamación de ese canalla fue decir que no llevaba un cuarto consigo?
—Es verdad —dijo el vizconde sonriendo—; pero ése es un canalla, como decís, al paso, que nosotros somos gente de guerra que nada tememos.
—Entre temer y desconfiar, señor vizconde, hay tanta distancia como entre el miedo y la prudencia. Y no es prudente, lo repito, hacer ver que se tiene dinero, a un desconocido que se encuentra en una carretera.
—¿Pero cuando el desconocido va solo y sin armas?
—Puede pertenecer a una cuadrilla armada, y ser sólo espía enviado delante para reconocer el terreno; puede volver con masas de gente, ¿y qué queréis que dos hombres hagan, por valientes que sean, contra las masas?
Esta vez reconoció el vizconde la verdad de la reconvención que le hacía Pompeyo; o acaso por abreviar el discurso pareció darse por vencido, a tiempo que llegaron a la orilla del riachuelo de Saya, cerca de San Ginés.
No habiendo puente, era preciso pasarle a vado.
Entonces Pompeyo explicó al vizconde una sabia teoría sobre el paso de los ríos; pero como una teoría no es un puente, fue necesario, a pesar de la larga explicación, pasarlo a vado.
Afortunadamente no era el río muy hondo, pero este incidente fue una nueva prueba para el vizconde; pues vistas las cosas de noche y de lejos, son más formidables que vistas de cerca.
El vizconde empezaba a tranquilizarse realmente, cooperando a este fin lo adelantado de la noche, pues sólo faltaba una hora para que asomase el día; pero encontrarse en medio del bosque que rodea a Marsas, los dos viajeros se detuvieron súbitamente, porque en efecto, acababan de oír a lo lejos detrás de ellos, el galope de muchos caballos.
Al mismo tiempo los suyos levantaron la cabeza, y el uno de ellos relincho.
—Esta vez —dijo Pompeyo con voz ahogada, asiendo la brida del caballo de su amo—; esta vez, señor vizconde, espero que os portéis con un poco de docilidad, y abandonéis el resultado a la experiencia de un antiguo soldado. Siento una tropa de gente a caballo que nos persigue. ¡Veis! Ésa es la partida del falso mercader; bien os lo había dicho, ¡imprudente! Vamos, aquí de nada serviría un aparente valor, salvemos nuestras vidas y nuestro dinero también; como un medio de vencer, Horacio trató de huir…
—Pues bien, huyamos, Pompeyo —dijo el vizconde temblando. Pompeyo picó a los dos caballos, el suyo, excelente bicho rodado, arrancó bajo el influjo del acicate, con un celo que inflamó el ardor del caballo árabe del vizconde, y ambos a porfía se lanzaron como un rayo sobre el arrecife, del que salían vivas centellas al choque de sus herraduras.
Esta carrera duró poco más de media hora; pero lejos de ganar terreno, pareció a los dos fugitivos que sus enemigos se les acercaban.
De pronto salió una voz del seno de las tinieblas, voz, que mezclada al silbido producido por el viento que los dos caballeros hendían, asemejaba a una lúgubre amenazada de los espíritus de la noche.
Esta voz hizo erizar sobre su cabeza los cabellos grises de Pompeyo.
—¡Gritan, deteneos! —murmuró—, ¡gritan, deteneos!
—Y bien, ¿paramos? —preguntó el vizconde.
—¡Todo lo contrario! —exclamó Pompeyo—; redoblemos la marcha, si es posible. ¡Adelante!, ¡adelante!
—Sí, sí, ¡adelante! ¡Adelante! —contestó el vizconde, tan espantado esta vez como su defensor.
—¡Mucho avanzan! —decía Pompeyo—, ¿los oís?
—¡Ay!, sí.
—Son más de treinta, atended, nos llaman aún.
—¡Somos perdidos!
—Reventemos los caballos, si es preciso —dijo el vizconde más muerto que vivo.
—¡Vizconde, vizconde! —gritaba la voz—, ¡parad, parad! ¡Parad, viejo villano!
—Ése es alguno que nos conoce, alguno que sabe que llevamos dinero a la princesa, y está enterado de que conspiramos, ¡ay! Vamos a ser descuartizados vivos.
—¡Deteneos, deteneos! —continuaba la voz.
—Gritan que se nos detenga —dijo Pompeyo—, tienen gente avanzada, ¡estamos cercados!
—¿No pudiéramos dar de lado, por el campo, y dejar pasar a los que nos persiguen?
—No es mala idea —dijo Pompeyo—. Vamos.
Los dos caballeros hicieron sentir a la vez la brida y la rodilla a sus monturas, que giraron a la izquierda, el caballo del vizconde, hábilmente educado, saltó el foso; pero el de Pompeyo, más pesado, tomó poco trecho, la tierra se desmoronó bajo el peso del cuarto trasero, y cayó arrastrando al jinete en su caída. El pobre escudero lanzó un grito de profunda desesperación.
El vizconde, que se había ya internado cincuenta pasos en el campo, oyó aquel grito de agonía, y aunque muy asustado, volvió grupa, y vino adonde estaba su compañero.
—¡Favor! —gritaba Pompeyo—. ¡Capitulemos!, yo me rindo; pertenezco a la casa de Cambes.
Una gran carcajada contestó sólo a esta lamentable apelación; y llegando el vizconde en este momento, vio a Pompeyo abrazado al estribo del vencedor, que con voz entrecortada por la risa, trataba de tranquilizarle.
—¡El señor barón de Canolles! —exclamó el vizconde.
—¡El mismo, voto a Judas! Vaya, vizconde, no está en el orden hacer así a quién viene a buscaros.
—¡El señor barón de Canolles! —repuso Pompeyo, dudando aún de su fortuna—. ¡El señor barón de Canolles y Castorín!
—¡Sí!, señor Pompeyo —dijo Castorín, empinándose sobre sus estribos para mirar por encima de la espalda de su amo, que riendo se había echado de pecho sobre el arzón de su silla—. ¿Qué hacéis, pues, en ese hoyo?
—¡Ya lo veis! —dijo Pompeyo—. ¡Mi caballo se ha rendido en el momento en que teniéndoos por enemigos trataba de atrincherarme, a fin de oponer una fuerte defensa!
—Señor vizconde —continuó Pompeyo levantándose y sacudiéndose—, es el señor de Canolles.
—¿Cómo, caballero, vos aquí? —murmuró el vizconde, dejando entrever contra su voluntad una especie de alegría en su entonación.
—Sí, a fe mía —respondió Canolles, mirando al vizconde con una tenacidad que se explica por el hallazgo del guante—. Iba a morirme de fastidio en aquella posada; Richón acababa de abandonarme después de haberme ganado mi dinero, supe que habíais partido por el camino de París; afortunadamente yo tenía que hacer esta misma dirección, y me puse inmediatamente en camino para reunirme con vos, aunque no dudaba que para alcanzaros me era necesario desempedrar el arrecife.
—¡Cáspita! ¡Mi buen hidalgo, sois un caballero como hay pocos!
El vizconde sonrió balbuceando algunas palabras.
—Castorín —continuó Canolles—, ayudad al señor Pompeyo a que se coloque en la silla. Ya veis que a pesar de su habilidad le cuesta trabajo volver a montar.
Castorín se bajó, y ayudó a Pompeyo, que con su auxilio consiguió recobrar su antiguo asiento.
—Y ahora —dijo el vizconde—, continuemos la marcha, si os place.
—Esperad, un momento —dijo Pompeyo lleno de embarazo—, un momento, señor vizconde; parece que me falta alguna cosa.
—Ya lo creo —dijo el vizconde—, os falta la maleta.
—¡Ay, Dios mío! —dijo Pompeyo fingiendo una grande admiración.
—¡Miserable! —exclamó el vizconde—, habréis perdido…
—No puede estar lejos, señor —respondió Pompeyo.
—¿No es ésta? —preguntó Castorín, recogiendo el objeto nombrado, y levantándole con trabajo.
—Justamente —dijo el vizconde.
—Justamente —exclamó Pompeyo.
—No es culpa suya —dijo Canolles, queriendo conquistarse la amistad del viejo escudero; en su caída, se habrán roto las correas y se habrá desatado la maleta.
—Las correas no están rotas sino cortadas, señor —dijo Castorín—. ¡Mirad!
—¡Oh! ¡Oh!, señor Pompeyo —dijo Canolles—, ¿qué quiere decir esto?
—Esto quiere decir —repuso severamente el vizconde—, que en su temor de ser perseguido por los ladrones, el señor Pompeyo habrá cortado diestramente la maleta, para sustraerse a la responsabilidad de tesorero. ¿Cómo se llama este ardid en términos militares, señor Pompeyo?
Pompeyo trató de excusarse, diciendo que había sacado imprudentemente su cuchillo de monte; pero como no pudo dar una explicación suficiente, hubo de quedar a los ojos del vizconde con la tacha de haber querido sacrificar la maleta a su seguridad personal.
Canolles fue mejor componedor.
—Bueno, bueno —dijo—, ya está visto; pero volad a atar la maleta.
—Castorín, ayudad al señor Pompeyo; teníais razón; Maese Pompeyo, en temer a los ladrones, pues la mochila parece bastante pesada, y sería de buena presa.
—No os chancéeis, señor —dijo Pompeyo estremeciéndose—, toda burla nocturna es equívoca.
—Tenéis razón, Pompeyo, mucha razón —continuó Canolles—, por eso quiero serviros de escolta a vos y al vizconde, un refuerzo de dos hombres no creo que deje de seros útil.
—No por cierto —exclamó Pompeyo—, en el número estriba la seguridad.
—Y vos, vizconde, ¿qué pensáis de mi ofrecimiento? —dijo Canolles al ver que el vizconde no acogía su oferta voluntaria con tanto entusiasmo como su escudero.
—Yo, caballero —dijo el vizconde— reconozco en esto vuestra generosidad habitual, y os lo agradezco sinceramente; pero no seguimos ambos el mismo camino, y temería haceros mala obra.
—¡Cómo! —dijo Canolles desconcertado, al ver que iba a reproducirse en la carretera la lucha de la posada—, ¿cómo es eso que no seguimos el mismo camino? ¿No vais a?…
—A Chantilly —se apresuró Pompeyo a decir—, temblando ya a la idea de continuar su viaje sin más compañía que el vizconde. Éste hizo un gesto de impaciencia marcadísimo; y si hubiera sido de día, se habría visto subir a sus mejillas el color encendido de la cólera.
—¡Bah! —exclamó Canolles, sin parecer apercibirse de la furibunda mirada que el vizconde fulminaba al pobre Pompeyo—. En ese caso justamente Chantilly es mi camino. Yo voy a París; o más bien —repuso vivamente riendo—, si he de decir la verdad, no tengo que hacer e ignoro a dónde voy; de modo que si vais a París, a París voy; si vais a Lyón, yo también; si a Marsella, hace ya bastante tiempo que tengo vivos deseos de ver la Provenza, e iré a Marsella. Y últimamente, si queréis ir a Stenay, donde está el ejército de Su Majestad, vamos a Stenay. Aunque nacido en el Mediodía, siempre ha tenido una especie de predilección por el Norte.
—Caballero —repuso el vizconde con cierta firmeza, debida sin duda a la irritación que le había causado Pompeyo—; es necesario deciros que viajo sin acompañamiento, por asuntos personales de la más alta importancia, por motivos del todo serios, y dispensadme si os digo que si insistís, me veré precisado contra mi voluntad, a confesaros que me estorbáis el paso.
A no ser por el recuerdo del pequeño guante que Canolles tenía oculto sobre su pecho entre el justillo y la camisa, habría estallado la cólera del barón, vivo e impetuoso como un Gascón; sin embargo se contuvo, y contestó más seriamente:
—Caballero, jamás he oído decir que la carretera pertenezca más particularmente a una persona que a otra.
—Justamente se le nombra, si no me equivoco, camino real, en prueba de que todos los súbditos de Su Majestad tienen un derecho igual a servirse de él. Voy, pues, por el camino real sin intención alguna de estorbaros, y antes bien, mi intento ha sido el de prestaros apoyo, porque sois joven débil y carecéis de defensa. No creía tener la cara de salteador, pero una vez que os declaráis de esta suerte, sufriré la pena de pasar por malcriado. Perdonad, pues, mi importunidad, caballero, estoy a vuestras órdenes.
—Buen viaje.
Y haciendo dar una ligera vuelta a su caballo, después de haber saludado al vizconde, pasó al otro lado del camino, a donde le siguió Castorín, de hecho, y Pompeyo, de intención.
Manejó Canolles esta escena con tan graciosa política, con una acción tan seductora, y descubriendo bajo su sombrero una frente tan pura, sombreada por cabellos tan sedosos y negros, que el vizconde se sintió menos interesado de su proceder que de su noble fisonomía. Como hemos dicho y firme sobre sus estribos; Castorín le seguía derecho y firme sobre sus estribos. Pompeyo, que había quedado en el otro lado del camino, lanzaba unos suspiros capaces de partir las piedras; cuando el vizconde, que había hecho numerosas reflexiones, aligeró por su parte el paso de su caballo, y reuniéndose a Canolles, que fingió no ver ni oír, con voz casi ininteligible le dijo estas dos palabras:
—¡Señor de Canolles!
Canolles se volvió estremecido, una fiebre de placer corrió por todas sus venas, pareciéndole que todos los músicos del cielo se reunían para darle un concierto divino.
—¡Vizconde! —dijo él a su vez.
—¡Escuchad, caballero! —respondió éste con voz dulce y suave—; temo en verdad ser descortés con un hidalgo de vuestro mérito, perdonadme mi timidez. Mis padres me han educado con mis temores, nacidos de su cariño hacia mí. Perdonadme, os lo repito, no ha sido mi intención la de ofenderos; y en prueba de nuestra sincera reconciliación, permitidme caminar a vuestro lado.
—¿Cómo así? —exclamó Canolles—; ¿queréis que os diga cien veces, mil, que no os conservo rencor alguno?
—Y en prueba de ello…
Diciendo esto, le tendió la mano, en la cual se posó, o mejor dicho, se deslizó una mano fina, ligera y fugitiva como la espalda de un canario.
El resto de la noche se pasó en locas habladurías de parte del barón. El vizconde le escuchaba sin perder palabra, y algunas veces riendo.
Detrás venían los dos criados, Pompeyo le explicaba a Castorín cómo había perdido la batalla de Corbía, cuando pudiera haberse ganado, si no se hubiese omitido el llamarle al consejo que se celebrara aquella mañana.
—¿Y cómo habéis concluido vuestro, asunto con el duque de Epernón? —dijo el vizconde a Canolles cuando asomaron los primeros albores del día.
—No ha sido la cosa difícil —respondió Canolles—. Después de vuestro aviso, vizconde, él era quien tenía que vérselas conmigo, no yo con él, o se habrá cansado de esperarme y habrá tomado las de villadiego, o tal vez se habrá mantenido terco y estará esperándome todavía.
—¡Pero y la señorita de Lartigues! —añadió el vizconde con una ligera duda…
—La señorita de Lartigues, vizconde, no puede a la vez encontrarse en su casa con el señor de Epernón y en el «Becerro de Oro» conmigo. Es menester no exigir imposible de las mujeres.
—Eso es responder, barón; y os pregunto cómo es que estando tan enamorado de la señorita de Lartigues, os habéis decidido a separaros de ella.
Canolles miró al vizconde con ojos ya demasiado perspicaces, porque era de día, y no ocultaba el semblante del joven más sombra que la de su sombrero.
Sintióse entonces con vivísimos deseos de contestar como pensaba; pero Pompeyo, Castorín, y el aire grave del vizconde, le detuvieron, y además de esto se le presentaba una duda.
—Si me engañase, si a pesar de este pequeño guante y de esa mano chiquita fuese un hombre, ¿es verdad, decía, que habría para morir de vergüenza por mi equivocación?
Mordióse los labios, respondiendo a la pregunta del vizconde por una de esas sonrisas que lo dicen todo.
Detuviéronse en Barbezieux para desayunarse y dar algún descanso a los caballos. Canolles esta vez almorzó con el vizconde, y durante el desayuno tuvo tiempo de admirar aquella mano cuyo guante perfumado le había causado una emoción tan viva. Además, le fue preciso al vizconde quitarse su sombrero al tiempo de ponerse a la mesa, y descubrir unos cabellos lisos tan hermosos y tan graciosamente distribuidos sobre una piel fina, que cualquiera otro que un hombre enamorado, y por consiguiente ya ciego, hubiera salido de su incertidumbre; pero Canolles temía mucho no prolongar, despertando, la duración de su hermoso sueño. Encontraba un no sé qué de delicioso en el incógnito del vizconde, que le permitía una porción de pequeñas familiaridades, que el completo reconocimiento o el rendimiento más decidido le hubieran sin duda negado. Así, pues, no dijo una sola palabra que pudiese hacer sospechar al vizconde que su incógnito estaba descubierto.
Después del desayuno pusiéronse de nuevo en camino hasta la hora de comer. De tiempo en tiempo se extendía sobre el semblante del vizconde un tinte nacarado, producido por una fatiga que empezaba ya a no poder disimular, y se estremecía con ligeros escalofríos, cuya causa le preguntaba Canolles amistosamente. Entonces el señor de Cambes se sonreía, y disimulaba su padecimiento proponiendo redoblar el paso, lo que rehusaba Canolles diciéndole que era muy larga la caminata que tenían que hacer, y por consiguiente era preciso cuidar los caballos.
Después de comer sintió el vizconde alguna dificultad para levantarse. Canolles acudió precipitadamente a ayudarle.
—Tenéis mucha necesidad de reposo, mi joven amigo —dijo éste—; una caminata seguida de este modo os mataría a la tercera jornada. Esta noche no caminaremos, sino por el contrario, dormiremos; yo deseo que descanséis bien, y para ello os cederé la mejor sala de la posada, aunque yo lo pase mal.
El vizconde miró a Pompeyo con un aire tan acosado, que Canolles no pudo reprimir sus deseos de reír.
—Cuando se emprende, como nosotros ahora, un largo viaje —dijo Pompeyo—, debería cada cual llevar su tienda.
—¡Oh! Una tienda para cada dos —dijo Canolles con la mayor naturalidad—; con eso bastaría.
El vizconde se estremeció desde los pies a la cabeza.
El tiro era acertado, y Canolles no pudo menos de observarlo. Con el rabo del ojo vio que el vizconde hacía señas a Pompeyo, éste se acercó a su amo, que le dirigió algunas palabras en voz baja, y bien pronto Pompeyo, bajo cualquier pretexto, les cogió la delantera y desapareció.
Hora y media después, al entrar en una población grande, vieron los viajeros a Pompeyo en el umbral de una posada de buena apariencia.
—¡Ah! ¡Ah! —dijo Canolles—, ¿queréis que pasemos aquí la noche, señor vizconde?
—Bueno, sí; si os parece bien, barón.
—¡Perfectamente! Yo quiero todo lo que vos queráis.
—Os he dicho que viajo sólo por gusto, cuando vos me habéis dicho que viajáis con motivo de vuestros asuntos.
—Sólo temo que no lo paséis muy bien en este pueblo miserable.
—¡Oh! —dijo el vizconde—, una noche pronto se pasa.
Pararon, y Pompeyo, más pronto que Canolles, tuvo el estribo de su amo; además que Canolles reflexionó que semejante atención sería ridícula de un hombre para otro hombre.
—Pronto, mi habitación —dijo el vizconde—. En verdad que teníais razón, señor de Canolles —continuó dirigiéndose a su compañero—; me siento verdaderamente muy fatigado.
—Vedla aquí, caballero —dijo la huéspeda enseñándole una sala baja bastante grande que caía sobre el patio, pero cuyas ventanas estaban enrejadas, y encima de la cual había los graneros de la casa.
—¿Y dónde está la mía? —dijo Canolles.
Al mismo tiempo sus ojos miraban con avidez una puerta contigua a la del vizconde, cuyo delgado tabique era un obstáculo muy débil contra una curiosidad tan excitada como la suya.
—¿La vuestra? —dijo la posadera—; venid por aquí, caballero, y os conduciré a ella.
Y sin parecer observar la emoción de Canolles, le llevó a la extremidad de un corredor exterior todo lleno de puertas, y separado de la sala del vizconde por un gran patio.
El vizconde había seguido con la vista la maniobra desde el umbral de su habitación.
—Ahora —dijo Canolles para sí—, ya estoy seguro de mi empresa; pero me he portado como un necio. Vamos, vamos, si pongo mala cara me pierdo sin remedio; afectemos, pues, el aire más gracioso.
Y acercándose a la especie de balcón que formaba el corredor exterior, dijo:
—Buenas noches, querido vizconde, dormid bien, que bastante lo necesitáis. ¿Queréis que os despierte yo mañana? Pero no; mejor será que me despertéis cuando os parezca. ¡Ea, buenas noches!
—Buenas noches, barón —dijo el vizconde.
—A propósito —continuó Canolles—, ¿no necesitáis nada? ¿Queréis que os envíe a Castorín para ayudaros a desnudar?
—Gracias. Tengo a Pompeyo, que duerme en la sala inmediata.
—Buena precaución; lo mismo voy yo a hacer con Castorín. Medida de prudencia, ¿no es así, Pompeyo?
—Toda precaución es poca en una posada… Buenas noches, vizconde.
El vizconde contestó con un saludo semejante, y cerró la puerta.
—Bueno, bueno, vizconde —murmuró Canolles—; mañana me tocará a mí preparar los alojamientos, y tomaré mi revancha.
—Bien —continuó—, corre hasta las cortinas; extiende un paño delante para interceptar hasta su sombra. ¡Cuerno! Qué mocito más pudoroso es este diablo de hidalguito; pero me es igual… Ea, hasta mañana.
Y diciendo esto y gruñendo entre dientes, entró en su cuarto, se desnudó, se acostó de muy mala gana, y soñó que. Nanón había encontrado en su bolsillo el guantecito gris-perla del vizconde.