XXVI

XXVI

El parlamentario

El comedor había quedado desierto, a excepción de Canolles y del oficial que anunció al parlamentario, el cual estaba en pie en un ángulo de la puerta.

—¿Qué ordena el señor gobernador? —dijo después de un instante de silencio.

El barón, que al principio había quedado absorto en sus reflexiones, se estremeció al oír esta voz, alzó la cabeza, y saliendo de su meditación preguntó:

—¿Dónde está el parlamentario?

—En la sala de armas.

—¿Quién le acompaña?

—Dos guardas de la milicia urbana de Burdeos.

—¿Qué tal es?

—Un joven, a lo que puede juzgarse, porque trae un ancho sombrero, y viene embozado en una capa larga.

—¿Cómo se ha anunciado?

—Como portador de cartas de la señora princesa y del parlamento de Burdeos.

—Rogadle que espere un momento; enseguida voy con él.

Salió el oficial para cumplir lo que le había ordenado, y el barón se disponía a seguirle, cuando se abrió una puerta y apareció Nanón pálida y temblando; pero con su sonrisa afectuosa, y cogiendo la mano del joven, le dijo:

—Un parlamentario, amigo mío; ¿qué significa eso?

—Eso significa, querida Nanón, que los señores Burdeleses quieren arredrarme o seducirme.

—¿Y qué habéis decidido?

—Recibirle.

—¿No podéis evitarlo?

—Imposible. Hay ciertos usos a que no podemos sustraernos.

—¡Oh, Dios mío!

—¿Qué tenéis, Nanón?

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—¿No acabáis de decirme que ese parlamentario viene para arredraros o seduciros?

—Sin duda. Un parlamentario no sirve más que para uno de esos dos usos. ¿Teméis que me arredre? —¡Oh! No; pero tal vez que os seduzca.

—Me ofendéis, Nanón.

—¡Ay, amigo mío! Yo digo lo que temo.

—¡Vos dudáis de mí hasta ese extremo! ¿No me conocéis?

—Sé que sois Canolles, es decir, un corazón generoso, pero tierno.

—¡Bah! ¡Bah! —dijo Canolles riendo—. ¿Pero qué un parlamentario me envían? ¿Será Cupido en persona?

—Tal vez.

—¿Le habéis visto?

—No le he visto, pero he oído su voz, y es demasiado dulce para ser voz de parlamentario.

—Nanón, no seáis loca, y dejadme cumplir con mi obligación. Vos me habéis hecho gobernador… —¡Para que me defendáis, amigo!

—¿Me creéis capaz de venderos? A la verdad, Nanón, que esas palabras me ofenden.

—¿Estáis, pues, decidido a ver a ese joven?

—Debo hacerlo. Y sentiría infinito que os opusieseis más al cumplimiento de este deber por mi parte. —Sois libre, amigo…— repuso tristemente Nanón. —Sólo una palabra más.

—Decid.

—¿Dónde le recibiréis?

—En mi gabinete.

—Canolles, un favor.

—¿Cuál?

—En vez de recibirle en vuestro gabinete, hacedlo en vuestro dormitorio.

—¿Cuál es vuestra idea?

—¿No me comprendéis?

—No.

—Mi habitación cae a vuestra alcoba.

—¿Y tratáis de escuchar?…

—Detrás de las cortinas, si me lo permitís.

—¡Nanón!

—Dejadme estar cerca de vos, amigo mío; tengo fe en mi estrella, y os aseguraré la dicha.

—Sin embargo, Nanón. Y si ese parlamentario…

—¿Qué?

—¿Viniese para confiarme algún secreto de Estado?

—¿Y no podéis confiar un secreto de Estado a la que os confía su vida y su fortuna?…

—¡Pues bien, Nanón! Escuchadnos, puesto que absolutamente lo queréis; pero no le hagamos esperar más tiempo.

—Id, Canolles, id; pero antes, bendito seáis por el bien que me hacéis.

Y la joven quiso besar la mano de su amante.

—¡Loca! —dijo el barón atrayéndola sobre su pecho y besándola en la frente—. ¿Conque estaréis?…

—Detrás de las cortinas de vuestra cama. Desde allí podré ver y oír.

—No os vayáis a reír a lo menos, Nanón, porque son cosas muy serias.

—Descuidad —repuso la joven—, no me reiré.

El barón mandó introducir al mensajero, y pasó a su cámara, vasta sala amueblada en el tiempo de Carlos IX y de un aspecto severo. Dos candelabros ardían sobre la chimenea, pero su luz se debilitaba en la inmensidad del aposento; de suerte que la alcoba, situada en lo más retirado de la sala, se hallaba enteramente en la sombra.

—¿Estáis ahí, Nanón? —preguntó el barón.

Un sí ahogado, trémulo, llegó hasta él.

En este momento se oyeron pasos, y el centinela presentó las armas. Entró el mensajero, y siguió con la vista al que había introducido hasta tanto que estuvo, o creyó estar, solo con el barón; entonces se alzó el sombrero y echó la capa a la espalda. En aquel momento se desplegaron unos cabellos rubios sobre hechiceros hombros; el talle fino flexible de una mujer apareció bajo el talabarte dorado, y Canolles reconoció en su triste y voluntuosa mirada a la vizcondesa de Cambes.

—Os ofrecí que volvería a encontraros, y cumplo mi palabra —dijo ella—. Ya me tenéis aquí.

El barón, con un movimiento de estupor y angustia, golpeó una mano contra la otra y se dejó caer sobre un sitial.

—¡Vos!… ¡vos! —murmuró el joven—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué queréis hacer, qué es lo que venís a demandarme aquí?

—Vengo a preguntaros, caballero, si os acordáis aún de mí.

Canolles dio un profundo suspiro, y cubrió sus ojos con ambas manos, para conjurar a aquella aparición fantástica y fatal a la vez.

Entonces lo comprendió todo, el temor, la palidez, el temblor de Nanón, y sobre todo su deseo de presenciar la entrevista. Nanón con ojos de celos había reconocido en el parlamentario a una mujer.

—Vengo a demandaros —continuó la señora de Cambes—, si estáis pronto a cumplir la obligación que en aquella salita de Jaulnay contrajisteis conmigo, de presentar vuestra dimisión a la reina y entrar al servicio de los príncipes.

—¡Oh! ¡Silencio, silencio, señora! —exclamó el barón.

Clara se estremeció al escuchar aquel acento trémulo de terror en la voz del joven; y mirando con inquietud a su alrededor, preguntó:

—¿No estamos aquí solos?

—Si tal, señora: pero ¿no puede oírnos alguien a través de los muros?

—Yo creí que los muros de San Jorge eran más sólidos que todo eso —dijo la vizcondesa sonriendo.

El barón no le contestó.

—Vengo, pues, a demandaros —continuó la vizcondesa—, cómo es que en ocho o diez días que hace estáis aquí no he oído hablar de vos; de suerte que aún ignoraría quién manda en la isla de San Jorge, si la casualidad, o mejor dicho, los rumores populares, no me hubiesen dado a entender que es el hombre que hace apenas doce días me decía que su desgracia era una felicidad, puesto que le permitía consagrar su brazo, su valor y su vida al partido que yo sigo…

Nanón no pudo contener un movimiento, que hizo estremecer a Canolles y volverse a la vizcondesa diciendo:

—¿Qué es eso?

—Nada —contestó el barón—; uno de los ruidos habituales de esta antigua sala, que con frecuencia cruje de un modo lúgubre.

—Si es otra cosa —dijo la señora de Cambes poniendo la mano sobre el brazo de Canolles—, no me lo ocultéis, barón, porque ya comprenderéis, por el hecho de haberme decidido a venir yo misma a buscaros, cuál debe ser la importancia de la conferencia que vamos a tener.

El barón enjugó el sudor que corría por su frente; y tratando de sonreír:

—Hablad —dijo.

—Vengo a recordaros esta promesa, y a preguntaros si estáis pronto a cumplirla.

—¡Ay, señora! —respondió Canolles—, ya es imposible.

—¿Y por qué?

—Porque de entonces acá han ocurrido muchos acontecimientos inesperados, muchos lazos que creía rotos se han renovado, al castigo que yo creía merecer ha sustituido la reina una recompensa de que era indigno; hoy estoy ligado al partido de Su Majestad por… la gratitud.

Un suspiro cruzó el espacio. La pobre Nanón esperaba sin duda otra palabra que la que se acababa de pronunciar.

—Decid más bien por la ambición, señor de Canolles, y lo comprenderé. Vos sois noble y de elevada cuna; a los veinte y ocho años os hacen teniente coronel, gobernador de una plaza fuerte, esto es hermoso, bien lo sé, pero sólo es la recompensa natural de vuestro mérito, y ese mérito no es sólo el señor de Mazarino quien le sabe apreciar…

—¡Señora, os ruego no digáis una palabra más!

—Perdonad, caballero, esta vez no es Clara quien os habla, sino el enviado de la princesa, que encargado de una misión acerca de vos, precisamente ha de cumplirla.

—Hablad, señora —repuso Canolles, dando un suspiro semejante a un gemido.

—Enterada la señora princesa de los sentimientos que me manifestarais, primero en Chantilly y después en Jaulnay, y deseosa de saber a qué partido pertenecéis definitivamente, resolvió enviaros un parlamentario para hacer una tentativa, teniendo en consideración que como confidente de vuestros secretos pensamientos en este punto, podría cumplir este encargo mejor que nadie.

—Gracias, señora —el barón desgarrándose el pecho con la mano; porque en los cortos intervalos del diálogo sentía la respiración agitada de Nanón.

—Oid lo que os propongo, caballero… en nombre de la princesa, se entiende; porque si fuese en el mío —continuó la señora de Cambes con su hechicera sonrisa—, habría invertido el orden de las proposiciones.

—Ya os escucho —dijo el barón con voz apagada.

—Entregaréis la isla de San Jorge bajo una de las tres condiciones que os voy a proponer. La primera es ésta, no olvidéis que yo no hablo: una cantidad de cien mil libras…

—¡Oh, señora, no paséis adelante! —dijo Canolles tratando de cortar la conversación—. La reina me ha encargado el mando de la isla de San Jorge, y la defenderé hasta la muerte.

—Recordad lo pasado —exclamó la vizcondesa con tristeza—. No es eso lo que me decíais en nuestra última entrevista, cuando me proponíais abandonarlo todo por seguirme, cuando teníais ya la pluma en la mano para hacer vuestra dimisión a esos por quienes hoy queréis sacrificar vuestra vida.

—Pude ofreceros eso, señora, cuando era libre para seguir uno u otro camino, hoy no lo soy…

—¡No sois libre! —exclamó Clara—. ¡Cómo lo entendéis! ¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que estoy ligado por el honor.

—Pues bien; oíd mi segunda proposición entonces.

—¿Para qué? —dijo Canolles—. ¿No os he dicho lo bastante, que soy inflexible en mi resolución? No me tentéis, será en balde.

—Perdonad, caballero —contestó Clara a su vez—; pero yo también vengo encargada de una misión, y tengo que cumplimentarla hasta el fin.

—Hacedlo —dijo Canolles—; pero en verdad que sois muy cruel.

—Presentad vuestra dimisión, y entonces operaremos sobre vuestro sucesor con más eficacia que sobre vos; y dentro de un año o dos volveréis a entrar al servicio con el empleo de brigadier en el ejército de Su Alteza.

El barón movió tristemente la cabeza.

—¡Válgame Dios, señora! ¿Tan sólo os habéis propuesto venir a pedirme cosas imposibles?

—¿Y a mí me contestáis eso? —dijo Clara—; a la verdad que no os entiendo. ¿No habéis estado ya para firmar esa dimisión? ¿No decíais a la que entonces estaba junto a vos, y que os escuchaba con tanto gusto, que la prestabais libremente y en el fondo de vuestro corazón? ¿Por qué no hacéis aquí, cuando yo os lo pido, cuando os lo ruego, lo que vos mismo proponíais hacer en Jaulnay?… —todas estas palabras eran otras tantas puñaladas que entraban en el corazón de la pobre Nanón, y que Canolles sentía entrar.

—¡Lo que en aquella época era un acto sin importancia, sería hoy una traición infame! —dijo Canolles con una voz apagada—. ¡Nunca entregaré la isla de San Jorge! ¡Jamás daré mi dimisión!

—Esperad, esperad —dijo la vizcondesa con voz dulcísima, aunque mirando con inquietud a su alrededor; porque la resistencia del barón, y sobre todo la contracción que parecía sufrir el que hacía esa resistencia, le parecieron singulares—. Escuchad ahora la última proposición, por la cual quería empezar, porque estaba segura que rehusaríais las dos primeras. Las ventajas materiales, y me alegro infinito no haberme equivocado, no son cosas que dobleguen un corazón como el vuestro; necesitáis otras esperanzas más que las de la ambición y la fortuna; los nobles instintos necesitan recompensas. Escuchad, pues…

—¡Señora, en nombre del cielo, compadeceos de mí!

Y al decir esto, hizo un movimiento para retirarse.

Clara creyó que estaba conmovido; y convencida de que lo que iba a decir debía coronar su victoria, se contuvo y continuó:

—Si en vez de un vil interés, se os ofreciese un interés más honroso; si se pagase vuestra dimisión, esa dimisión que podéis hacer sin infamia, porque no habiéndose principiado las hostilidades, no es ese acto una defección ni una perfidia, sino una pura y simple elección; si se pagase esa dimisión, repito, con una alianza; si una mujer, a quien habéis dicho que amáis, que la amaréis siempre, y que a pesar de estos juramentos no ha contestado abiertamente a vuestra pasión; si esta mujer viniese a deciros:

—Señor de Canolles, yo soy noble, soy rica, os amo, sed mi esposo, partamos juntos… vamos adonde queráis, lejos de todas las disensiones civiles, fuera de Francia… decid, caballero, ¿en tal caso rehusaríais?

El barón, a pesar del rubor y de la encantadora perplejidad de Clara; no obstante el recuerdo del lindo castillejo de Cambes, que habría podido ver desde su ventana, si durante la escena que acabamos de referir no hubiese descendido del cielo la noche, permaneció inmóvil y firme en su resolución, porque veía a lo lejos en la sombra salir de entre las góticas cortinas la cabeza desordenada de Nanón temblando de agonía.

—¡Contestadme, en nombre del cielo! —continuó la señora de Cambes—, porque no comprendo absolutamente vuestro silencio. ¿Me habré equivocado tal vez? ¿No sois vos el señor barón de Canolles?

¿No sois el mismo hombre que en Chantilly me dijo que me amaba, que me lo repitió en Jaulnay; el que juró que a nadie amaba en el mundo más que a mí, y que estaba pronto a sacrificarme por cualquier otro amor? ¡Decid, decid! ¡En nombre del cielo, responded! ¡Responded, pues!

Un gemido se dejó oír esta vez, tan inteligible, tan distinto que la vizcondesa no pudo ya dudar que asistía a la conferencia una tercera persona. Sus ojos azorados siguieron la dirección de los de Canolles, y éste no pudo apartar su mirada con bastante rapidez para evitar que la señora de Cambes viese aquella cabeza pálida e inmóvil, aquella forma parecida a un fantasma, que seguía palpitante hasta los más insignificantes pormenores de la conversación.

Las dos mujeres trocaron una mirada de fuego a través de la oscuridad, y ambas lanzaron un grito.

Nanón desapareció.

En cuanto a la vizcondesa, cogió vivamente su sombrero y su capa, y volviéndose hacia Canolles, le dijo:

—Caballero, ahora comprendo lo que vos llamáis el deber y la gratitud; conozco cuál es el deber que rehusáis abandonar o vender, comprendo, en fin, que hay afecciones inaccesibles a toda seducción, y os dejo todo gratitud. ¡Quedad con Dios, caballero, quedad con Dios!

Entonces hizo un movimiento para retirarse, sin que el barón tratase de detenerla; pero la contuvo un doloroso recuerdo.

—Todavía una palabra, caballero —dijo Clara—. En nombre de la amistad que os debo por el servicio que habéis tenido a bien prestarme; en nombre de la amistad que me debéis por el servicio que también yo os he prestado; en nombre de todos los que os aman y a quienes amáis, sin excepción de persona, no provoquéis la lucha.

Mañana, pasado mañana tal vez, se os atacará en la isla de San Jorge, no me causéis el dolor de saber que sois vencido o muerto. A estas palabras se estremeció el barón y se levantó.

—Señora —dijo—, os doy gracias de rodillas por la seguridad que acabáis de darme de esa amistad, para mí más preciosa que cuanto pudiera decir ¡Oh! ¡Qué vengan a atacarme! ¡Qué vengan, gran Dios! Yo llamo al enemigo con más afán con más ardor del que jamás puede él tener en buscarme. Tengo necesidad de combatir; me hace falta la lucha para ocultarme a mis propios ojos. Que venga el combate, el peligro, la muerte misma; la muerte será la bienvenida, pues sé que moriré rico de vuestra amistad, fuerte con vuestra compasión y honrado con vuestra estimación.

—Caballero… ¡Adiós! —dijo la vizcondesa dirigiéndose hacia la puerta.

El barón la siguió; y al llegar en medio de un corredor oscuro, le cogió la mano, y con voz tan baja que apenas podía él mismo oír las palabras que pronunciaba, le dijo:

—Clara, os amo más que nunca; pero la desgracia quiere que yo no pueda probaros este amor sino muriendo lejos de vos. Una risita irónica fue por de pronto la única respuesta de la vizcondesa; mas apenas estuvo fuera del castillo, un doloroso sollozo le oprimió la garganta, y se torció los brazos exclamando:

—¡Ah, Dios mío! ¡No me ama, no me ama! ¡Y yo, desgraciada de mí, que le amo!