XLV

XLV

Perdón y condena

La noche extendía sobre Burdeos su denso velo; y excepto el cuartel de la Explanada, hacia el que todo el mundo se agolpaba, el resto de la ciudad parecía desierto.

En las calles distantes de aquel punto privilegiado no se oía otro ruido que los pasos de las patrullas; ninguna otra voz que la de alguna vieja al cerrar su puerta con terror.

Pero hacia el lado de la Explanada, a lo lejos, entre la bruma de la noche, se sentía un rumor sordo y continuo, semejante al ruido de las olas al retirarse de la playa.

La princesa acababa de terminar su correspondencia, y había mandado decir al duque de Larochefoucault que podía recibirle. A los pies de la princesa, humildemente sentada sobre un tapiz estudiando con la más viva ansiedad su semblante y su humor, la vizcondesa de Cambes parecía esperar el momento de hablar sin ser importuna; pero esta paciencia contrahecha, esta dulzura estudiada, eran desmentidas sin duda por las crispaciones de su mano, que frotaban y deshilaban un pañuelo.

—¡Setenta y siete firmas! —dijo la princesa—; ya veis que esto de hacer de reina no es todo miel, querida Clara.

—Sí tal señora —respondió la señora de Cambes—; porque al tomar el puesto de la reina os habéis arrogado su más bello privilegio, el de hacer gracia.

—Y el de castigar, Clara —contestó orgullosamente la princesa de Condé—; porque una de estas setenta y siete firmas va al pie de una sentencia de muerte.

—Y la septuagésima octava habrá de ir al pie de un indulto, ¿es verdad, señora? —dijo la vizcondesa con tono de súplica.

—¿Qué decís, chiquita?

—Digo, señora, que creo que ya es tiempo de que yo vaya a libertar a mi prisionero. ¿No queréis que le evite el horrible espectáculo de ver conducir a su compañero a la muerte? ¡Ah, señora! Ya que queréis hacer gracia, hacedla completa.

—Sí, a fe mía, tienes razón, chiquita —repuso la princesa—; pero a la verdad, en medio de mis graves ocupaciones había olvidado mi promesa, y has hecho bien en recordármela.

—Así, pues —exclamó la vizcondesa muy alegre.

—Es decir, que hagas lo que quieras.

—Entonces una firma más, señora —repuso Clara con una sonrisa—, que habría enternecido el corazón más duro; sonrisa que ninguna pintura sabría imitar, porque pertenece sólo a la mujer que ama, es decir, a la vida su más divina esencia.

Y colocó un papel sobre la mesa de la señora de Condé, indicándole con la punta del dedo el lugar en que debía poner la mano. La princesa escribió:

«El señor gobernador del castillo Trompeta dejará entrar a la señora vizcondesa de Cambes en la prisión del barón de Canolles, a quien restituimos su completa libertad».

—¿Es eso? —preguntó la princesa.

—¡Oh, sí, señora! —exclamó la vizcondesa de Cambes.

—¿Y es menester que firme?

—Seguramente.

—Vamos, chiquita —dijo la princesa con su sonrisa más cordial—, es necesario hacer todo lo que tú quieres.

Y firmó.

La vizcondesa se precipitó sobre el papel como un águila sobre su presa. Apenas tuvo tiempo para dar las gracias a Su Alteza; y estrechando el papel contra su corazón, se lanzó fuera del aposento.

En la escalera encontró al señor de Larochefoucault, a quien seguía siempre un cortejo bastante numeroso de capitanes y gentes del pueblo en sus excursiones por la ciudad.

La señora de Cambes le dirigió un saludo módico y gracioso, el señor de Larochefoucault admirado, se detuvo un instante en la meseta, y antes de entrar en la habitación de la princesa la siguió con la vista hasta lo hondo de las gracias.

Luego, al llegar junto a Su Alteza, le dijo:

—Señora, todo está pronto.

—¿Dónde?

—Allá abajo.

La señora de Condé recorrió su memoria.

—En la Explanada —continuó el duque.

—¡Ah, muy bien! —contestó la princesa afectando mucha calma, porque advertía que se le observaba, y que a pesar de su naturaleza de mujer, que la mandaba estremecerse, su dignidad de jefe de partido le ordenaba no debilitarse.

—Pues bien, si todo está pronto, andad, señor duque. El duque pareció dudar.

—¿Acaso creeríais conveniente que yo asistiese? —dijo la princesa con un temblor de voz, que a pesar del dominio que tenía sobre sí misma, no pudo del todo reprimir.

—Como gustéis, señora —contestó el duque, que tal vez hacía en aquel momento uno de sus estudios fisiológicos.

—Veremos, duque, veremos. Vos sabéis que he hecho gracia a muchos condenados.

—Sí, señora.

—¿Y qué decís de esta medida?

—Digo que todo lo que Vuestra Alteza hace está bien hecho.

—Sí —contestó la princesa—, eso me agrada más. Será más digno de nosotros mostrar a los epernonistas que no tememos usar las represalias, tratar de potencia a potencia con Su Majestad; pero que confiados en nuestra fuerza, devolvemos el daño sin furor, sin exageración.

—Es muy político eso.

—¿No es así, duque? —dijo la señora de Condé, tratando de indagar en el acento de Larochefoucault su verdadera intención.

—Pero —continuó el duque—, siempre seréis de opinión que uno de los dos expíe la muerte de Richón; porque si esta muerte quedase sin vengar, se creería que Vuestra Alteza estima en poco a los valientes que se consagran a su servicio.

—¡Oh! ¡Ciertamente, uno de ellos morirá, a fe de princesa! Vivid tranquilo.

—¿Y puedo saber a cuál de los dos ha hecho gracia Vuestra Alteza?

—Al señor de Canolles.

—¡Ah!

Este ¡Ah!, fue pronunciado de una manera singular.

—¿Tendríais acaso algo de particular contra ese caballero, señor duque? —le dijo la princesa.

—Yo, señora, ¿acaso tengo yo nada jamás en pro ni en contra de ninguno? Yo alineo los hombres en dos categorías, en obstáculos y apoyos. Es necesario derrocar los unos y sostener los otros… a proporción que nos sostiene. Ésta es mi política, señora, y casi diría mi moral.

—¿Qué diablo de impedimento medita y adónde irá a parar? —se dijo a sí Lenet—. Según todas las apariencias, detesta a ese pobre Canolles.

—Y bien —dijo el duque—, si Vuestra Alteza no tiene otra cosa que mandar…

—No, señor duque.

—Pues bien, con el permiso de Vuestra Alteza.

—¿En esta noche misma? —preguntó la princesa.

—Dentro de un cuarto de hora.

Lenet se dispuso a seguir al duque.

—¿Vais a ver eso vos, Lenet? —dijo la señora de Condé.

—¡Oh! No, señora —contestó Lenet—, no estoy por las emociones violentas, bien lo sabéis; me contentaré con ir hasta la mitad del camino, es decir, hasta la prisión, y con ver el interesante cuadro de la soltura del pobre Canolles por la mujer que ama.

El duque hizo una mueca de filósofo, Lenet se encogió de hombros, y el cortejo fúnebre salió del palacio para restituirse a la prisión.

La vizcondesa de Cambes no había, empleado cinco minutos en atravesar este espacio. Llegó, enseñó la orden al centinela del puente levadizo, luego al conserje del castillo, últimamente hizo llamar al gobernador.

Éste examinó con esa mirada impasible de gobernador de una prisión, que no se amilana jamás ni ante las sentencias de muerte ni ante los derechos de indulto, reconoció el sello y la firma de la princesa, saludó a la mensajera, y volviéndose hacia la puerta, dijo:

—Llamad al teniente.

Luego hizo seña de sentarse a la vizcondesa de Cambes, pero estaba ésta demasiado agitada para no combatir su impaciencia por medio del movimiento; permaneció en pie.

El gobernador creyó deber dirigirle la palabra.

—¿Conocéis al señor de Canolles? —dijo aquél en el mismo tono que hubiera preguntado qué tiempo hacía.

—¡Oh! Sí, señor —respondió la señora de Cambes.

—¿Es tal vez vuestro hermano, señora?

—No, señor.

—¿Vuestro amigo?

—Es… es mi prometido —dijo la vizcondesa de Cambes—, esperando que después de esta confesión el gobernador activaría la libertad del prisionero.

—¡Ah! —dijo el gobernador en el mismo tono que hasta entonces había adoptado—. Os felicito, señora.

Y no teniendo más preguntas que hacer, el gobernador volvió a quedar en su inmovilidad y en su silencio.

El teniente entró.

—Señor de Outremont —dijo el gobernador—, llamad al llavero en jefe, y haced poner en libertad al señor de Canolles. Aquí tenéis su orden de salida.

El teniente se inclinó y tomó el papel.

—¿Queréis esperar aquí? —preguntó el gobernador.

—¿Me es prohibido seguir al señor?

—No, señora.

—Entonces le acompañaré; ya conocéis que quiero ser la primera que le diga que está salvado.

—Id, pues, señora, y admitid el homenaje de mis respetos.

La vizcondesa hizo una rápida reverencia al gobernador, y siguió al teniente.

Éste era justamente el joven que había hablado ya con Canolles y Cauviñac, y se daba toda la prisa de la simpatía.

En un instante la vizcondesa de Cambes y él estuvieron en el patio.

—¿El llavero en jefe? —gritó el teniente.

Luego, volviéndose hacia la vizcondesa, añadió:

—Tranquilizaos, señora, dentro de un instante estará aquí.

El segundo carcelero vino.

—Señor teniente —dijo—, el llavero en jefe ha desaparecido; se le ha llamado inútilmente.

—¡Oh! Caballero —exclamó la vizcondesa de Cambes—, esto nos va a retardar aún.

—No, señora, la orden es formal; así que tranquilizaos.

La vizcondesa de Cambes le retribuyó con una de esas miradas que pertenecen sólo a la mujer y al ángel.

—¿Tenéis dobles llaves de todos los calabozos? —preguntó el señor de Outremont.

—Sí, señor —contestó el carcelero.

—Abrid la sala del señor de Canolles.

—El señor de Canolles, ¿el número 2?

—Precisamente, el número 2. Abrid pronto.

—Creo además —dijo el carcelero—, que están juntos los dos. Se escogerá el bueno.

En todos tiempos han sido chistosos los carceleros.

Pero la vizcondesa de Cambes era muy feliz para enfadarse del atroz chiste; al contrario, se sonrió. Hubiera abrazado a aquel hombre, si necesario fuese, porque se apresurase por poder ver a Canolles un segundo más pronto.

En fin, se abre la puerta. Canolles, que ha oído pasos en el corredor, que ha conocido la voz de la señora de Cambes, se echa en sus brazos; y ella, olvidándose de que no es ni su marido ni su amante, le estrecha con toda su fuerza.

El peligro que ha corrido, aquella eterna separación que han tocado como el borde de un abismo, lo purifica todo.

—Y bien, amigo mío —dijo Clara radiante de alegría y de orgullo—, ya veis que cumplo mi palabra. He obtenido vuestro perdón, como os lo había prometido, y vengo a buscaros. ¡Partamos! Y al mismo tiempo que hablaba, conducía con fuerza a Canolles hacia el corredor.

—Caballero —dijo el teniente— bien podéis consagrar toda vuestra vida a la señora, porque de seguro se la debéis a ella. Canolles no contestó; pero sus ojos miraban con ternura al ángel libertador, su mano estrechaba la mano de la joven.

—¡Oh, no os deis tanta prisa! —dijo el teniente sonriendo—. Esto se acabó ya y sois libre; tomad al menos tiempo para abrir vuestras alas.

Pero la señora de Cambes, sin tener en cuenta estas palabras tranquilizadoras, continúa introduciendo a Canolles en los corredores. El barón se dejaba llevar, trocando algunas señas con el teniente. Llegaron a la escalera, la escalera fue descendida como si los dos amantes tuviesen las alas de que el teniente hablaba poco antes. Por último, se encontraron en el patio. Una puerta más que pasar, y la atmósfera de la prisión no pesaría sobre sus dos pobres corazones…

Esta puerta se abrió al fin.

Pero al otro lado de la puerta un grupo de caballeros, de guardias y arqueros, obstruía el puente levadizo. Eran estos el duque Larochefoucault y sus secuaces.

Sin saber por qué, la vizcondesa de Cambes se estremeció. Siempre que se había encontrado con aquel hombre le había ocurrido algún mal.

En cuanto a Canolles, si existió emoción, quedó en el fondo de su pecho y no apareció en su semblante. El duque saludó a la vizcondesa de Cambes y a Canolles, y aún se extendió a hacerles algunos cumplidos.

Luego hizo una señal a la tropa de caballeros y guardias que le seguían, y se abrieron en ala.

Súbitamente se dejó oír en el patio una voz que salía del fondo de los corredores, y resonaron estas palabras:

—¡Eh! El número 1 está vacío, el otro prisionero falta desde hace cinco minutos. En vano le busco sin poder hallarle en ninguna parte.

Estas palabras hicieron circular un largo estremecimiento entre todos los que las oyeron, el duque de Larochefoucault se conmovió; y no pudiendo reprimir un primer movimiento, extendió la mano hacia el barón de Canolles como para detenerle.

Clara vio este movimiento y palideció.

—¡Venid, venid —dijo ella al joven—, démonos prisa!

—Perdonad, señora —dijo el duque—, pero quisiera que tuvieseis paciencia por un momento, si lo tenéis a bien; aclaremos este error, cosa que os aseguro estará despachada en un minuto.

Y a otra seña del duque, la barrera que se había abierto se volvió a cerrar.

Canolles miró a la vizcondesa, al duque, a la escalera de donde venía la voz, y palideció a su vez.

—Pero, señor duque —dijo Clara—, ¿para qué he de esperar?

La señora princesa de Condé ha firmado la orden de libertad del señor de Canolles. Aquí la tenéis, tomad, vedla, es una orden nominal.

—Sí, no hay duda, señora, ni es mi intención negar la validez de esa orden; tan buena será de aquí a un instante como ahora mismo. Tened paciencia, acabo de enviar a uno, que no puede tardar en volver.

—¿Pero qué tenemos que ver con él? —repuso la vizcondesa—. ¿Qué hay de común entre el señor de Canolles y el prisionero número 1?

—Señor duque —dijo el capitán de guardias a quien Larochefoucault había enviado—, acabamos de buscar inútilmente. El otro prisionero no aparece, el carcelero en jefe ha desaparecido también; y el hijo de éste que ha sido preguntado, dice que su padre y el prisionero han salido por la puerta secreta que da al río.

—¡Oh! —exclamó el duque—. ¿Sabéis algo de eso, señor de Canolles? ¡Una evasión!

A estas palabras, Canolles lo comprendió todo, todo lo adivinó. Conoció que era Nanón la que velaba por él, que a él es a quien vinieron a buscar y a quien se designaba con el nombre de hermano de la señora de Lartigues; que sin saberlo Cauviñac había ocupado su puesto, encontrando la libertad donde creía hallar la muerte. Todas estas ideas entran a la vez en su cabeza, llévase las dos manos a la frente, palidece y vacila a su turno, y sólo se repone al ver a la señora de Cambes temblar sostenida en su brazo. Ninguna de estas demostraciones de terror se han ocultado a las miradas del duque.

—Cerrad las puertas —gritó éste—. Señor de Canolles, tened la bondad de esperar; ya conocéis que es preciso aclarar esto.

—Pero, señor duque —exclamó Clara—, ¿creo que no pretenderéis ir contra una orden de la princesa?

—No, señora —repuso el duque—, pero sí creo que es importante prevenirla de lo que pasa. No os diré, voy a ir yo mismo, podríais creer que mi intención es de influir en nuestra augusta señora; pero sí os diré: Id vos misma, señora, porque mejor que vos nadie sabrá solicitar la clemencia de la princesa.

Lenet hizo una seña imperceptible a Clara.

—¡Oh, yo no le abandono! —exclamó la señora de Cambes—, estrechando convulsivamente el brazo del joven.

—Y yo —dijo Lenet—, voy corriendo a avisar a Su Alteza. Venid conmigo, capitán, y vos mismo, señor duque.

—Sea, os acompañaré. El capitán se quedará aquí y continuará las pesquisas en nuestra ausencia; tal vez se encuentre al otro prisionero.

Y como para dar apoyo a la última parte de su frase, el duque de Larochefoucault dijo al oído del oficial algunas palabras, y salió con Lenet. En el mismo instante los dos jóvenes fueron impelidos hacia el fondo del patio por el torrente de caballeros que acompañaban a Larochefoucault, detrás del cual se cerró la puerta.

En menos de diez minutos la escena había tomado un carácter tan grave y sombrío, que los circunstantes, pálidos y mudos, se miraban entre sí, queriendo indagar en los ojos de Canolles y de Clara cuál de los dos sufre más.

Canolles conoce que es preciso que él solo reúna toda la fuerza, y es grave y afectuoso para su amiga, que lívida, con los ojos encendidos y las rodillas trémulas, se afianza a su brazo, le oprime, le atrae a sí; le sonríe con un aspecto de ternura desgarradora, después vacila, tendiendo aquí y allí miradas de terror sobre todos aquellos hombres, entre los cuales busca en vano un amigo. 

El capitán que ha recibido las órdenes del duque de Larochefoucault, habla a su vez en voz baja con sus oficiales. Canolles, cuyo golpe de vista es seguro, y cuyo oído está atento, a la menor palabra que pueda cambiar sus dudas en certeza, le oye pronunciar estas palabras, a pesar de su precaución en hablar lo más bajo posible:

—Convendría por lo mismo encontrar un medio de alejar a esa pobre mujer.

Trata entonces de desprender su brazo de la sujeción afectuosa que le retiene. La vizcondesa se apercibe de su intención, y se aferra a él con todas sus fuerzas.

—Pero —exclamó ella—, es necesario buscar aún, tal vez se ha buscado mal a ese hombre y puede que se le encuentre. —Busquemos, busquemos todos. ¡Es posible que se haya escapado! ¿Cómo no se habría ido el señor de Canolles lo mismo que él? Vamos, señor capitán, yo os lo ruego, mandad que se le busque.

—Se le ha buscado, señora —contestó éste—, y aún se le busca en este momento. El carcelero sabe muy bien que tiene pena de la vida si no presenta a su prisionero; bien conocéis que le interesa hacer las más activas pesquisas.

—¡Dios mío —murmuró la vizcondesa—, y el señor Lenet que no vuelve!

—Paciencia, querida amiga, paciencia —dijo Canolles con ese tono de dulzura con que se habla a los niños.

El señor Lenet acaba de partir ahora mismo, apenas ha tenido tiempo para llegar a casa de la princesa; dejadle tiempo para exponer el suceso y volver enseguida a traernos la respuesta.

Y al mismo tiempo que decía esto, apretaba con dulzura la mano de Clara.

Luego, viendo que el oficial que mandaba en el puesto de Larochefoucault le miraba fijamente y con impaciencia:

—Capitán —le dijo—, ¿deseáis hablarme?

—Seguramente, sí, caballero —contestó el capitán—, a quien la vigilancia de la señora de Cambes tenía en un suplicio.

—Caballero —exclamó la vizcondesa—, conducidnos a casa de la princesa, ¡por favor! ¿Qué más os da? ¿No es lo mismo conduciros a su casa que permanecer aquí en la incertidumbre? Su Alteza le verá, caballero, me verá a mí, yo le hablaré, y reiterará su promesa.

El oficial, aprovechándose sin demora de esta idea emitida por la señora de Cambes, le dijo:

—Es un excelente pensamiento, señora. Id vos misma, id; tenéis todas las probabilidades de un buen éxito.

—¿Qué decís a eso barón? —dijo la vizcondesa—. ¿Os parece bien? Vos no querréis engañarme; ¿qué hago?

—Id, señora —le dijo Canolles haciendo sobre sí un violento esfuerzo.

La señora de Cambes soltó su brazo, probó a dar algunos pasos, y volviéndose enseguida a su amante dijo:

—¡Eh! ¡No, no; yo no le abandono!

Y oyendo después la puerta que volvía a abrirse exclamó:

—¡Oh! ¡Dios sea bendito! Ya vienen Lenet y el duque.

En efecto, detrás del duque de Larochefoucault, que aparecía con su aspecto impasible, venía Lenet, alterado y con las manos trémulas. A la primera mirada que el pobre consejero cambió con Canolles comprendió éste que no había ya ninguna esperanza y que estaba condenado.

—Y bien —preguntó Clara haciendo un movimiento tan vehemente hacia Lenet que arrastró consigo a Canolles.

—Y bien —balbuceó Lenet—, la princesa está indecisa…

—¡Indecisa! —exclamó la vizcondesa—. ¿Qué significa eso?

—Esto significa que os llama —dijo el duque—, y que desea hablaros.

—¿Es verdad, señor Lenet? —preguntó la vizcondesa, sin embarazarse por lo que esta pregunta tenía de insultante para el duque.

—Sí, señora —tartamudeó Lenet.

—¿Pero y él? —preguntó Clara.

—¿Quién es él?

—El señor de Canolles.

—¡Bah! El señor de Canolles volverá a su prisión y vos le traeréis la respuesta de la princesa —dijo el duque.

—¿Permaneceréis con él, señor Lenet? —preguntó la vizcondesa.

—Señora…

—¿Permaneceréis con él? —repitió ella.

—No me apartaré de su lado.

—No os apartaréis, ¿lo juráis?

—¡Dios mío! —murmuró Lenet mirando a aquel joven—, que esperaba su sentencia, y a aquella mujer, a quien iba a matar una palabra. ¡Dios mío, ya que el uno está condenado, dadme fuerza al menos para salvar el otro!

—¿No lo juráis, señor Lenet?

—Os lo juro —dijo el consejero poniéndose con fuerza la mano sobre su corazón, próximo a estallar.

—¡Gracias, caballero! —dijo Canolles muy bajo—; os comprendo. Después, volviéndose hacia la señora de Cambes, añadió:

—Id, señora; bien veis que no me amenaza ningún peligro entre Lenet y el señor duque.

—No la dejéis partir sin abrazarla —dijo Lenet.

Un sudor frío subió a la frente de Canolles; sintió cubrir su vista una gasa; contuvo a la vizcondesa, que partía, y fingiendo tener que decirle algunas palabras en secreto, la acercó a su pecho, e inclinándose le dijo al oído:

—Suplicad sin bajeza, quiero vivir para vos; pero vos debéis querer que yo viva honrado.

—Suplicaré de modo que te salve —replicó ella—. ¿No eres mi esposo delante de Dios?

Y al retirarse Canolles halló medio de desflorar su cuello con sus labios, pero con tanta circunspección, que no lo sintió ella, y que la pobre insensata se alejó sin darle su último beso. Sin embargo, en el momento de salir del patio se volvió, pero ya una barrera se había formado entre ella y el prisionero.

—Amigo —dijo la vizcondesa—, ¿dónde estás que no te puedo ver? ¡Una palabra, una palabra más que me aleje con el eco de tu voz!

—¡Idos, Clara —dijo Canolles—, os espero!

—Idos, señora —dijo un oficial caritativo—; cuanto más antes os vayáis, más pronto volveréis.

—¡Señor Lenet!, querido Lenet —gritó la voz de Clara desde lejos—, ¡en vos confío, vos me respondéis de él!

Y la puerta se cerró detrás de ella.

—Por fin —murmuró el duque—, por fin tocamos a lo posible, aunque no sin trabajo.