XXIX
XXIX
Los vencidos
La entrada de los sitiadores en Burdeos presentaba un espectáculo triste. Los paisanos habían marchado contentos, contando con el número y con la destreza de sus generales, y completamente tranquilos acerca del éxito de la expedición, merced a la costumbre, esa segunda fe del hombre en peligro.
En efecto, ¿quién de los sitiadores no había recorrido en su juventud los bosques y praderas de la isla de San Jorge, solo o con dulce compañía? ¿Qué Burdelés no había manejado un palo de virar, el mosquete de caza o las hincas de pescador, en aquel cantón que iba a visitar como soldado?
Así, pues, para los paisanos era dos veces pesada la equivocación, las localidades les avergonzaban tanto como el enemigo. Se les vio volver con la cabeza baja y oír con resignación los lamentos de las mujeres que, contando los guerreros ausentes a la manera de los salvajes de América se apercibían de las pérdidas sufridas por los vecinos.
Entonces un murmullo general llenó la ciudad de duelo y confusión. Los soldados entraron en sus alojamientos, y contaban el desastre cada cual a su modo. Los jefes se dirigieron a ver a la princesa, que como hemos dicho, habitaba en casa del presidente.
La señora de Condé esperaba en su ventana la vuelta de la expedición. Nacida de una familia de guerreros, mujer de uno de los mayores vencedores del mundo, educada en el desprecio de las mohosas armaduras y ridículos plumeros de los paisanos, no podía sustraerse a una vaga inquietud, al pensar que los paisanos, sus partidarios, iban a combatir a un ejército de verdaderos soldados. Pero tres cosas la tranquilizaban sin embargo; la primera, que el duque de Larochefoucault mandaba la expedición; la segunda, que marchaba a la cabeza del regimiento de Navalles; y la tercera, el ir inscrito en las banderas el nombre de Condé.
Pero por un contraste fácil de comprender, todo cuanto inspiraba esperanza a la princesa era para la vizcondesa de Cambes un motivo de dolor; como también todo lo que iba a ser dolor para la ilustre señora, debía convertirse en triunfo para la vizcondesa.
El duque de Larochefoucault se presentó ensangrentado y lleno de polvo, con la manga de su coleto abierta y la camisa manchada de sangre.
—¿Es verdad lo que me han dicho? —exclamó la princesa saliendo al encuentro del duque.
—¿Y qué han dicho? —preguntó el duque con frialdad.
—Dicen que habéis sido rechazado.
—No dicen lo bastante, señora, en verdad, hemos sido derrotados.
—¡Derrotados! —dijo la princesa palideciendo—; eso no es posible.
—¡Derrotados, —murmuró la señora de Cambes—, derrotados por Canolles!…
—¿Y cómo ha sido eso? —preguntó la señora de Condé con un tono altivo, que dejaba ver su indignación.
—Señora, como son todas las trabacuentas en el juego, en el amor y en la guerra. Nosotros hemos atacado, y nos han rechazado con más o menos vigor.
—¿Pero es valiente ese Canolles? —preguntó la princesa. El corazón de la vizcondesa de Cambes palpitaba de gozo.
—¡Psi! —respondió Larochefoucault encogiéndose de hombros—, valiente como cualquiera… Sólo que como tenía soldados de refresco, buenas murallas y estaba alerta, habiendo sido avisado tal vez, ha dado buena cuenta de nuestros Burdeleses. ¡Ah, señora! Entre paréntesis, los tristes soldados han huido a la segunda descarga.
—¿Y Navalles? —exclamó la vizcondesa sin apercibirse de la imprudencia de esta exclamación.
—Señora —dijo Larochefoucault—, no ha habido más diferencia entre Navalles y los paisanos, sino que estos han huido y Navalles se ha replegado.
—¡No nos falta ahora más que perder a Vayres!
—No diré que no suceda —contestó fríamente Larochefoucault.
—¡Derrotados! —repitió la princesa dando con el pie en el suelo—; ¡derrotados por un puñado de hombres mandados por Canolles! Hasta el nombre es ridículo.
La señora de Cambes se puso encendida.
—Vos creéis ridículo ese nombre, señora —replicó el duque— pero el señor de Mazarino le cree sublime. Y me atrevería a decir —añadió echando una rápida y penetrante ojeada a la señora de Cambes—, que no sólo él opina de ese modo. Los nombres son como los colores, señora —continuó sonriendo con su sonrisa biliosa—, y sobre ellos no hay disputa.
—¿Crees que Richón sea hombre capaz de dejarse vencer?
—¿Por qué no? ¡Me he dejado yo vencer! Es necesario que aguardemos a agotar la mala vena; la guerra es un juego en que un día u otro tomaremos la revancha.
—No hubiera llegado ese caso —dijo la señora de Tourville—, si se hubiese adoptado mi plan.
—Es verdad —repuso la princesa—; jamás quiere hacerse lo que nosotras proponemos, bajo pretexto de que somos mujeres y de que no entendemos nada y se hacen derrotar.
—¡Eh, válgame Dios! Sí, señora; pero eso le sucede a los mejores generales. Publio Emilio fue derrotado en Canas, Pompeyo en Farsalia y Atila en Chalons. Sólo Alejandro y vos, señora de Tourville, no habéis sido vencidos nunca. Veamos vuestro plan.
—Mi plan, señor duque —dijo la de Tourville con un tono más seco—, era que se pusiese un sitio en regla. No se me ha querido escuchar y se ha preferido un golpe de mano. Ahí tenéis el resultado.
—Contestad por mí, señor Lenet —dijo el duque—; pues yo no me siento bastante fuerte en estrategia para la lucha.
—Señora —dijo Lenet, cuyos labios aún no se habían abierto más que para sonreír—, había contra el sitio que vos proponíais, que los Burdeleses no son soldados, sino paisanos, acostumbrados a cenar en su casa y dormir con sus mujeres. Ahora bien, un sitio en regla priva de una porción de comodidades a que están habituados nuestros ciudadanos. Ellos han ido a asaltar la isla de San Jorge como aficionados, no los insultéis porque hoy han escapado mal, pues volverán a hacer sus cuatro leguas y emprenderán de nuevo la misma guerra tantas veces como sea necesario.
—¿Creéis que volverán? —repuso la princesa.
—¡Oh! En cuanto a eso, señora —dijo Lenet—, estoy seguro, aprecian mucho la isla para que se la dejen al rey.
—¿Y la tomarán?
—Sin duda, uno que otro día…
—Pues bien, el día que la tomen —exclamó la princesa—, quiero que se fusile a ese insolente de Canolles, si no se rinde bajo condición.
La vizcondesa sintió un frío mortal correr por sus venas.
—¡Fusilarle! —dijo el duque de Larochefoucault—. ¡Cáspita! Si es así como Vuestra Alteza entiende la guerra, me felicito sinceramente el estar en el número de sus amigos.
—Entonces, que se rinda.
—Yo quisiera saber lo que diría Vuestra Alteza si Richón se rindiera.
—Richón no está en juego señor duque; no se trata ahora de Richón. ¡A ver! Que entre un paisano, un jurado, un consejero, cualquier cosa, en fin, a quien yo le pueda hablar, y que me asegure que este oprobio no quedará impune para los que me lo han hecho sufrir.
—No puede ser más a tiempo —dijo Lenet—; ahí tenéis al señor de Españet, que solicita el honor de ser introducido ante Vuestra Alteza.
—Que entre —dijo la princesa.
Durante esta conversación, el corazón de la señora de Cambes, tan pronto había latido con violencia, como se había oprimido, cual si le sujetase una mordaza. En efecto, presentía que los burdeleses querrían hacerle pagar muy caro a Canolles su primer triunfo; pero esto fue mucho peor cuando Españet vino con sus protestas a encarecer aun las aserciones de Lenet.
—Señora —dijo a la princesa—, tranquilícese Vuestra Alteza; en vez de cuatro mil hombres enviaremos ocho mil, en lugar de seis piezas de cañón, irán doce, perderemos doscientos hombres en lugar de ciento, perderemos trescientos, cuatrocientos, si es necesario, pero tomaremos a San Jorge.
—¡Bravo, caballero! —exclamó el duque—, eso está muy bien dicho. Vos sabéis que soy vuestro, ya como jefe, ya como voluntario, cuantas veces tentéis esta empresa. Sólo os haré observar, que a quinientos hombres por vez, suponiendo cuatro expediciones como ésta, quedará nuestro ejército muy reducido para la quinta.
—Señor duque —contestó Españet—, nosotros somos en Burdeos treinta mil hombres en estado de llevar las armas. Sacaremos si es preciso todos los cañones del arsenal para presentarlos delante de la fortaleza, haremos un fuego capaz de reducir a polvo una montaña de granito, yo mismo pasaré el río a la cabeza de los zapadores y tomaremos la isla, hace apenas un momento que nos hemos juramentado solemnemente.
—Dudo que toméis a San Jorge mientras viva Canolles —dijo la vizcondesa de Cambes con voz casi inteligible.
—Bien —contestó Españet—, le mataremos, o le haremos matar, y tomaremos a San Jorge después.
Clara ahogó un grito de espanto, próximo a exhalarse de su pecho.
—¿Se quiere tomar a San Jorge?
—¡Cómo si se quiere! —dijo la princesa—. Ya lo creo, no se desea otra cosa.
—Pues bien. Entonces —repuso Clara—, que se me deje hacer, y entregaré la plaza.
—¡Bah! —respondió la princesa—. Tú me habías prometido eso mismo, y no se ha conseguido.
—Yo había prometido a Vuestra Alteza hacer una tentativa acerca del señor barón de Canolles, esta tentativa salió fallida, porque encontré al señor de Canolles inflexible.
—¿Y crees encontrarle más flexible después de su triunfo?
—No. Pero esta vez no he dicho que entregaré al gobernador, digo que os entregaré la plaza.
—¿De qué modo?
—Introduciendo vuestros soldados hasta la plaza de la fortaleza.
—¿Sois hada, señora, para encargaros de tal negocio? —preguntó Larochefoucault.
—No, señor, soy propietaria.
—La señora se chancea —dijo el duque.
—No, no —repuso Lenet—; yo entreveo muchas cosas en las dos palabras que acaba de pronunciar la vizcondesa de Cambes.
—Entonces eso me basta —dijo Clara—, la aprobación del señor Lenet es todo para mí. Repito, pues, que San Jorge será tomado, si se me quiere permitir decir cuatro palabras en particular al señor Lenet.
—Señora —interrumpió la de Tourville—, yo también tomo a San Jorge si se me permite obrar.
—Dejad primero que la señora de Tourville exponga en alta voz su plan —dijo Lenet deteniendo a la vizcondesa, que quería llevarle a un rincón apartado—; después me diréis vos el nuestro en secreto.
—Hablad, señora —dijo la princesa.
—Yo parto de noche con veinte barcas conduciendo doscientos mosqueteros; otra fuerza igual se desliza a lo largo de la ribera derecha; otros cuatrocientos o quinientos suben por la ribera izquierda; durante este tiempo mil o mil doscientos Burdeleses…
—Tened presente, señora —dijo Larochefoucault—, que ya tenéis empeñados mil o mil doscientos hombres.
—Yo —dijo la de Cambes—, tomo a San Jorge con sólo una compañía. Que me den a Navalles, y respondo de todo.
—Esto merece considerarse —dijo la princesa—; mientras que Larochefoucault sonreía con muestras del mayor desprecio, mirando compasivamente a todas aquellas mujeres, que disputaban sobre cosas de guerra que embarazarían a los hombres más audaces y emprendedores.
—Os escucho —dijo Lenet—, venid, señora.
Y al mismo tiempo condujo a la de Cambes al hueco de una ventana.
Clara le dijo su secreto al oído, y Lenet dejó escapar un grito de alegría.
—En efecto —prorrumpió volviéndose hacia la princesa—; esta vez, si queréis dar carta blanca a la vizcondesa de Cambes, San Jorge es vuestro.
—¿Y cuándo? —preguntó la princesa.
—Cuando se quiera.
—La señora es un gran capitán —dijo Larochefoucault con ironía.
—Así lo creeréis, señor duque —contestó Lenet—, cuando hayáis entrado triunfante en San Jorge sin haber disparado un tiro.
—Entonces aprobaré.
—Pues bien —dijo la princesa—. Si eso es tan seguro como decís, que esté todo dispuesto para mañana.
—Sea el día y hora que plazca a Vuestra Alteza —contestó la vizcondesa de Cambes—, espero vuestras órdenes en mi habitación.
Y diciendo estas palabras, saludó y se retiró a su casa. La princesa, que en un instante acababa de pasar de la cólera a la esperanza, hizo otro tanto. La de Tourville le siguió. Españet, después de haber repetido sus protestas se marchó, y el duque dijo:
—Ya que las mujeres se han apoderado de la guerra, me parece que será permitido a los hombres intrigar un poco. He oído hablar de un tal Cauviñac, encargado por vos de reclutar una compañía, a quien me han pintado como un hábil sujeto.
—Yo he preguntado por él; ¿habría medio de verle?
—Casualmente está esperando —dijo Lenet.
—Que venga.
Lenet tiró del cordón de una campanilla, y entró un criado.
—Que entre el capitán Cauviñac.
Un instante después, nuestro antiguo conocido apareció en el umbral de la puerta; pero, prudente siempre, se detuvo allí.
—Acercaos, capitán —dijo el duque—. Yo soy el duque de Larochefoucault.
—Monseñor —contestó Cauviñac—, os conozco perfectamente.
—¡Ah! Tanto mejor entonces. ¿Vos habéis recibido el encargo de levantar una compañía?
—Está levantada.
—¿Cuántos hombres tenéis a vuestra disposición?
—Ciento cincuenta.
—¿Bien equipados, bien armados?
—Bien armados, mal equipados. Antes de todo, me he ocupado de las armas, como de lo más preciso. En cuanto al equipo, como soy un mozo bastante desinteresado, y teniendo por móvil sobre todo mi afecto hacia los señores príncipes, no habiendo recibido del señor Lenet más que diez mil libras, me ha faltado dinero.
—¿Y con diez mil libras habéis alistado ciento cincuenta soldados?
—Sí, monseñor.
—Eso es maravilloso.
—Monseñor, yo tengo medios, de mí sólo conocidos, con cuya ayuda procedo.
—¿Y dónde están esos hombres?
—Allí están. Vais a ver una hermosa compañía, monseñor, en el sentido moral, sobre todo, toda gente de condición; ni un sólo miserable, es decir, la raza miserable.
El duque de Larochefoucault se acercó a la ventana, y vio efectivamente en la calle ciento cincuenta hombres de todas edades, estaturas y estados, mantenidos en dos filas por Ferguzón, Barrabás, Carrotel y sus otros dos compañeros, vestidos con sus mejores trajes. Estos individuos tenían más bien todas las trazas de una gavilla de bandidos, que no de una compañía de soldados.
Como Cauviñac había dicho, venían en extremo desaliñados, pero perfectamente armados.
—¿Habéis recibido alguna orden relativa a vuestra gente? —preguntó el duque.
—He recibido orden de llevarlos a Vayres, y sólo espero la confirmación de esa orden por el señor duque para dejar toda mi compañía en manos del señor Richón, que la espera.
—¿Pero vos no os quedaréis en Vayres con ellos?
—Yo, monseñor, sigo en mi idea de no encerrarme jamás entre cuatro murallas, cuando puedo correr la campiña. Yo nací para llevar la vida de los patriarcas.
—Bien; quedaos donde os acomode, pero enviad vuestra gente a Vayres.
—¿Luego decididamente van a formar parte de la guarnición de aquella plaza?
—Sí.
—¿Bajo las órdenes del señor Richón?
—Sí.
—Pero, monseñor, ¿qué va a hacer allí mi gente, habiendo ya cerca de trescientos hombres en la plaza? —Curioso sois.
—¡Oh! No es por curiosidad, monseñor, sino por temor.
—¿Y qué teméis?
—¡Temo no se les condene a la inacción!, lo que sería una cosa muy triste. ¡Es tan fácil dejar enmohecer las buenas armas!
—Tranquilizaos, capitán, no se enmohecerán. Dentro de ocho días tendrán que batirse.
—Pero entonces me los matarán.
—Es probable; a no ser que tengáis el secreto de hacerlos invulnerables, como poseéis el medio de reclutarlos.
—¡Oh! No es eso, es que quisiera antes de que me los maten que se les pagase.
—¿No me habéis dicho que habíais recibido diez mil libras?
—Sí, a cuenta. Preguntad al señor Lenet, que es un hombre arreglado, y estoy seguro se acordará de nuestro trato. El duque se volvió hacia Lenet.
—Es cierto, señor duque —dijo el irreprochable consejero—, le hemos dado al señor Cauviñac diez mil libras al contado para los primeros gastos; pero se le han prometido cien escudos por plaza después de la aplicación de las diez mil libras.
—¿Entonces —dijo el duque—, se le deben al capitán treinta y cinco mil libras?
—Justas, monseñor.
—Se os darán.
—¿No se pudiera hablar en presente, señor duque?
—No puede ser.
—¿Por qué no?
—Porque vos sois de nuestro amigos, y es menester cumplir antes con los extraños. Ya sabéis que sólo a quien se teme hay precisión de acariciar.
—Excelente máxima —repuso Cauviñac—. Sin embargo, en todos los contratos se acostumbra fijar un plazo.
—Bien; pongámosle de ocho días —dijo el duque.
—Corriente; ocho días.
—¿Y si dentro de ocho días no pagamos? —dijo Lenet.
—Entonces —contestó Cauviñac—, me hago dueño de mi compañía.
—Es muy justo —repuso el duque.
—Y hago de ella lo que quiera.
—Como de cosa vuestra.
—Sin embargo… —pronunció Lenet.
—¡Bah! —dijo el duque—. Luego que la tengamos encerrada en Vayres…
—No me gusta esta clase de tratos —contestó Lenet moviendo la cabeza.
—Sin embargo, están muy en uso, en la práctica de Normandía —dijo Cauviñac—. Eso se llama contrato de retroventa.
—¿Quedamos convenidos? —preguntó el duque.
—Perfectamente —contestó Cauviñac.
—¿Y cuándo partirá vuestra gente?
—Enseguida, si lo mandáis.
—Pues bien, lo mando.
—En ese caso, ya están andando, monseñor.
El capitán bajó, dijo dos palabras al oído a Ferguzón, y la compañía de Cauviñac, acompañada de todos los curiosos que su extraño aspecto había reunido, se puso en marcha para dirigirse al puerto en que la esperaban los tres buques en que debían subir el Dordoña hasta Vayres; mientras que su jefe, fiel a los principios de libertad emitidos un momento antes en presencia del duque de Larochefoucault, la miraba alejarse con amor.
Entretanto, la señora de Cambes, retirada en su casa, sollozaba y oraba.
—¡Ay! —decía—, no me ha sido posible salvar su honor todo entero, mas al menos salvaré las apariencias. Es menester que no sea vencido por la fuerza, porque le conozco bien; vencido por fuerza, moriría defendiéndose, es preciso que aparezca vencido por traición. Entonces, cuando sepa lo que he hecho por él y con qué fin lo hago, vencido como esté, no podrá menos de bendecirme.
Y tranquilizada por esta esperanza se levantó, escribió algunas líneas, que ocultó en su seno, y pasó a la casa de la princesa, que acababa de mandarla llamar para llevar con ella socorros a los heridos y consuelo y dinero a las viudas y huérfanos.
La princesa reunió a todos los que habían tomado parte en la expedición, elogió en su nombre y en el del señor duque de Enghien los hechos y acciones de los que se habían distinguido, conversó largo rato con Ravailly, que con el brazo en cabestrillo, le juró que estaba pronto a empezar al día siguiente, puso la mano sobre el hombro a Españet, diciéndole que le consideraba a él y a sus valientes Burdeleses como los sostenes más firmes de su partido; en fin, enardeció de tal modo las imaginaciones de todos, que los más desanimados juraron tomar su desquite, queriendo volver en el mismo instante a la isla de San Jorge.
—No conviene en este mismo instante —dijo la duquesa—. Tomad descanso hoy y esta noche, y pasando mañana quedaréis instalados en la isla para siempre.
Esta aserción, hecha con voz firme, fue acogida con vociferaciones de ardor guerrero. Cada uno de aquellos gritos penetraba profundamente en el corazón de la señora de Cambes, porque eran como otros tantos puñales que amenazaban a la vida de su amante.
—Ve a lo que me he comprometido, Clara —dijo la princesa—. A ti te toca cumplir mi promesa a esa buena gente.
—Descuidad —señora, contestó la de Cambes. Cumpliré lo que he ofrecido.
Aquella misma noche partió un mensajero a toda prisa para la isla de San Jorge.