IX
IX
Las dos princesas
Acompañemos ahora a las princesas de la casa de Condé en el desierto de Chantilly, que Richón pintó al vizconde con tan pavorosos colores.
Bajo de hermosas calles de castaños salpicados de una nevada de flores sobre alfombras de blando césped que se extiende hasta unos azulados estanques, se agita sin cesar una turba de paseantes, que ríen, platican y cantan.
De trecho en trecho en medio de los arbustos se ven perdidas entre olas de verdor algunas personas leyendo, de quienes no se ve distintamente más que la página blanca que devoran, y que regularmente pertenece bien a la Cleopatra del señor la Calprenede, bien a la Astrea del señor D’Urfé, o bien al Gran Ciro de la señorita de Scudery, en el fondo de las bóvedas de madreselva y clemátida, se oyen los sonidos acordes de los laúdes y el canto de voces invisibles. Ultimamente, por la gran calle que conduce al castillo, se ve pasar de tiempo con la rapidez del relámpago, un caballero que conduce una orden con urgencia.
Entretanto tres mujeres vestidas de raso, seguidas a cierta distancia por escuderos mudos y respetuosos, se pasean por el terraplén con gravedad y ademanes llenos de ceremonia y majestad, la de en medio es una señora de noble talante, a pesar de sus cincuenta y siete años, y diserta magistralmente sobre asuntos de Estado; a su izquierda, en fin, otra vieja, la más erguida y compasada de las tres, porque es de menos ilustre calidad, habla, escucha y media todo a un tiempo.
La del centro es la princesa viuda, madre del vencedor de Rocroy, Nordlingen y Lens, que desde que se le persigue, y desde que esta persecución le ha conducido a Vincennes, empieza a llamársele el gran Condé, nombre que se conservará en la posterioridad. Esta señora, en cuyas facciones pueden conocerse aun los restos de aquella belleza que inflamó los últimos y acaso los más locos amores de Enrique acaba de ser ultrajada a la vez en su amor de madre y en su orgullo de princesa, por un fachino italiano, a quien se llamaba Mazarino cuando era criado del cardenal Bentivoglio, y a quien ahora se nombra el eminentísimo señor cardenal Mazarino desde que es el amante de la reina Ana de Austria y primer ministro del reino de Francia.
Éste es el que ha osado, aprisionar a Condé y desterrar a Chantilly a la madre y a la esposa del prisionero.
La señora de la derecha es Clara Clemencia de Maillé, princesa de Condé, a quien por una costumbre aristocrática de la época se llama la princesa rotundamente, para dar a entender que la esposa del jefe de la familia de Condé es la primera princesa de sangre, la princesa por excelencia, ésta ha sido siempre vanidosa; pero desde que se la persigue su vanidad ha crecido con la persecución, y ha llegado a hacerse orgullosa. En efecto, condenada mientras que su esposo era libre, a ejecutar un papel secundario, la prisión de aquél la ha elevado a la altura de heroína; se le compadece más que a una viuda, y su hijo el duque de Enghien, que va a cumplir siete años, es más interesante que un huérfano. Todas las miradas se fijan sobre ella, y a no ser por el temor de caer en ridículo, se vestiría de luto. Después del destierro impuesto por Ana de Austria a estas dos inconsolables señoras, sus gritos penetrantes se han trocado en sordas amenazas y su opresión actual debe convertirse en rebelión. La princesa, Temístocles con faldas, tiene por enemigo a Milciades hembra, y los laureles de la señorita de Longueville, reina un instante de París, le roban el sueño.
La dama de la izquierda es la marquesa de Tourville, que no atreviéndose a componer novelas, escribe política, ésta no había hecho la guerra en persona como el bravo Pompeyo, ni había recibido, como él, un balazo en la batalla de Corbía; pero su marido que era un capitán de grande estima, fue herido en la Rochela y muerto en Friburgo; resulta de esto que siendo ella heredera de su genio militar. Desde que se ha reunido en Chantilly con las princesas, ha trazado ya tres planes de campaña, que han llamado sucesivamente la admiración de todas las mujeres de la comitiva, y que han sido, no abandonados, pero sí aplazados para el momento en que se arroje el guante y se saque la espada. A pesar de sus buenos deseos, no se atreve a vestir el uniforme de su marido; pero conserva su espada, que tiene colgada en su cámara, sobre la cabecera de su cama, y de vez en cuando al encontrarse sola suele desnudarla con marcial continente.
Chantilly, a pesar de su aspecto festivo, podría no obstante considerársele como un vasto cuartel, y bien examinado se encontraría fácilmente pólvora en las bóvedas y bayonetas entre la hojarasca de los jardines.
Las tres señoras, a cada vuelta de su lúgubre paseo, se dirigen hacia la puerta principal del castillo, pareciendo que esperaban la llegada de algún mensajero de importancia. Ya varias veces había dicho la princesa viuda, moviendo la cabeza y suspirando:
—Nuestros planes van a salir fallidos, hija mía. Vamos a vernos humilladas.
—Es preciso hacer alguna cosa para alcanzar mucha gloria —dijo la señora de Tourville, sin perder nada de su gravedad—, pues no hay gloria sin combate.
—Si nuestros planes fracasan, si somos vencidas —dijo la joven princesa—, nos vengaremos.
—Señora —dijo la princesa viuda—, si damos al traste con todo, Dios tan sólo será el que habrá vencido al príncipe. ¿Queréis vengaros de Dios?
La joven princesa se inclinó ante la soberbia humildad de su madre política.
—Todo nos falta a la vez —dijo la viuda—; ni nos asiste al señor de Turena, ni el señor de Larochefoucault, ni el señor de Bouillón…
—¡Ni tenemos dinero! —respondió la de Tourville.
—¿Y con qué contaremos si nos olvida Clara? —repuso la princesa—. ¿Quién os ha dicho, hija mía, que la señora de Cambes nos olvida? —¡Como no viene!
—Tal vez encuentra obstáculos; ya sabes que los caminos están custodiados por las tropas del señor de Saint-Aignán.
—A lo menos debiera escribir.
—¡Y cómo quieres que confíe al papel una noticia tan interesante, la adhesión de toda una ciudad como Burdeos al partido de los príncipes!… No, no es esto lo que más me inquieta.
—Por otra parte —dijo la de Tourville—, uno de los tres planes que he tenido el honor de someter a la aprobación de Vuestra Alteza, tenía por objeto infalible una sublevación en la Guiena.
—Sí, sí, y ya haremos uso de él, si es necesario —respondió la princesa—; pero soy de la opinión de mi señora madre, y empiezo a creer que Clara ha de haber sufrido alguna desgracia, de lo contrario, estaría ya aquí. Tal vez sus arrendatarios no le habrán cumplido la palabra, pues esos miserables aprovechan siempre que pueden la ocasión para no pagar.
—¿Y quién sabe lo que las gentes de la Guiena habrán hecho o dejado de hacer, a pesar de sus promesas? ¡Ya!… a propósito son para ello los gascones…
—¡Fanfarrones! —dijo la Tourville—; valientes individualmente, sí, es cierto, pero malos soldados en filas; no saben más que gritar: «¡Viva el príncipe!» cuando tienen miedo a los españoles; y nada más.
—Y sin embargo —dijo la princesa madre—, aborrecen mucho al señor de Epernón, puesto que le han colgado en estatua en Agén, y han prometido colgarle en persona en Burdeos, si alguna vez vuelve allá.
—No sólo volverá, sino que les hará colgar a ellos —dijo con despecho la princesa.
—De todo esto —repuso la de Tourville—, tiene la culpa Lenet, sí, el señor Pedro Lenet —repitió con afectación—, ese tenaz consejero que os obstináis en conservar, y que sólo sirve para oponerse a todos nuestros proyectos. Si no hubiera rechazado mi segundo plan, que recordaréis tenía por objeto asaltar por sorpresa el castillo de Vayres la isla de San Jorge y el fuerte de Blaye, ahora tendríamos sitiado a Burdeos, y no tendría más remedio que capitular.
—Yo, salvo el parecer de Sus Altezas, quisiera mejor que se nos entregase de buen grado —dijo detrás de la señora de Tourville una voz, cuyo acento respetuoso no estaba exento de un viso de ironía—. La ciudad que capitula, cede a la fuerza y a nada se compromete; la ciudad que se ofrece, se compromete, y está obligada a seguir hasta el fin la fortuna de aquellos a quienes se ha entregado.
Volviéronse las tres señoras y vieron a Pedro Lenet, que mientras ellas hacían una de sus idas la puerta principal del castillo, a las que constantemente se dirigían sus miradas, había salido por una puertecita que estaba al piso del terraplén, y se había acercado por la espalda.
Lo que la de Tourville había dicho era en cierto modo verdad. Pedro Lenet, consejero del príncipe, hombre frío, sabio y grave, tenía orden del prisionero de vigilar a sus amigos y enemigos; y preciso es decirlo, mucho más trabajo le costaba impedir que los amigos del príncipe comprometiesen su causa, que combatir las infames intenciones de sus enemigos. Pero hábil y solapado como un curial, y acostumbrado a las sutilezas y astucias palaciegas, ordinariamente triunfaba, ya por medio de alguna feliz contramina, ya con una inalterable inercia; y en último caso, no era en Chantilly donde menos tenía que hacer uso de sus más sabios medios de combate. El amor propio de la señora de Tourville, la impaciencia de la princesa, y la inflexibilidad aristocrática de la viuda, podían muy bien valer tanto como la astucia de Mazarino, el orgullo de Ana de Austria y las indecisiones del parlamento.
Encargado Lenet de la correspondencia por los príncipes, se había impuesto la orden de no dar a las princesas noticia alguna sino en tiempo oportuno, y sólo él juzgaba de esta oportunidad; porque no procediendo siempre la diplomacia femenina por las vías del misterio, primer principio de la diplomacia masculina, muchos de los planes de Lenet habían sido confiados a sus enemigos por sus propios amigos.
Las dos princesas, que no obstante la oposición que encontraban en él, no por esto reconocían menos la decisión y sobre todo la utilidad de Pedro Lenet, y por esta razón recibieron al consejero con un gesto amistoso, y aun se dibujó sobre los labios de la viuda una ligera sonrisa.
—Y bien, mi querido Lenet, nos estabais escuchando —dijo ésta—, la señora de Tourville se quejaba, o mejor dicho, se nos quejaba; todo va de mal en peor. ¡Ah! ¡Nuestros negocios, mi querido Lenet, nuestros negocios!
—Señora —dijo Lenet—, yo estoy muy lejos de ver las cosas sobre un fondo tan oscuro como Vuestra Alteza las ve. Yo espero mucho del tiempo y de las revueltas de la fortuna.
—Bien sabéis el adagio que dice: «Con el tiempo y la esperanza todo se alcanza».
—¡El tiempo, las revueltas de la fortuna, son cosas que sientan muy bien en filosofía, señor Lenet, pero no en política! —exclamó la princesa.
Lenet se sonrió.
—La filosofía es muy útil para todo, y más que nada para la política. Ella nos enseña a no envanecerse en la prosperidad, ni desesperar en la adversidad.
—No le hace —dijo la de Tourville—; yo preferiría un buen correo a todas vuestras máximas. ¿No es verdad, señora princesa?
—Sí, lo confieso —contestó la de Condé.
—Vuestra Alteza quedará satisfecha, pues hoy mismo recibirá tres —replicó Lenet con la misma sangre fría.
—¡Cómo! ¡Tres!
—Sí, señora. El primero se ha visto en el camino de Burdeos, el segundo viene de Stenoy, y el tercero de parte de Larochefoucault.
Las dos princesas lanzaron una exclamación de alegre sorpresa. La de Tourville se mordió los labios.
—Me parece, mi querido señor Lenet —dijo esta ridícula afectación para disimular su despecho y envolver con un baño dorado la amargura de la frase que iba a pronunciar—; me parece que un hábil nigromántico como vos, no debería pararse en tan hermosa carrera, y que después de haber anunciado los correos, debería decirnos el contenido de los pliegos que conducen.
—Mi ciencia, señora, no alcanza tan allá como os figuráis —dijo él modestamente—, mi ciencia se limita a ser una fiel servidora. Yo anuncio, pero no adivino.
En aquel mismo instante, y cual si en efecto Lenet hubiera sido servido por un demonio familiar, se vieron aparecer dos hombres a caballo, que franqueaban el rastrillo de la fortaleza, los que avanzaban a galope tendido.
Acto continuo, una multitud de curiosos, abandonando las distracciones y las praderas, se agolparon cerca de las rampas para participar de las noticias.
Echaron pie a tierra los dos caballeros, y el uno de ellos, abandonando al otro, que parecía ser lacayo suyo, la brida de su caballo empapando en sudor, corrió, más que anduvo, hacia las princesas, que le salieron al encuentro, y a quiénes vio aquél en un extremo de la galería a tiempo que él entraba por el otro.
—¡Clara! —exclamó la princesa.
—Sí, señora, Vuestra Alteza se dignará aceptar mis más humildes respetos.
Y poniendo una rodilla en tierra, trató el joven de tomar la mano de la princesa para besarla respetuosamente.
—¡En mis brazos! Querida vizcondesa, ¡en mis brazos! —exclamó la de Condé levantándola.
Y después de haberse dejado abrazar por la princesa con todas las muestras posibles de respeto, el caballero se volvió hacia la princesa madre, y la saludó profundamente.
—¡Habla, pronto, querida Clara! —dijo la última.
—Sí, habla —repitió la de Condé—. ¿Has visto a Richón?
—Sí, señora, y me ha encargado una misión para Vuestra Alteza.
—¿Buena o mala?
—Lo ignoro. Se compone de dos palabras solamente.
—¿Cuáles? Di pronto, porque me muero de impaciencia.
—Al mismo tiempo se dibujaba en el semblante de las dos princesas la más viva ansiedad.
—Burdeos, sí —dijo Clara, también inquieta por su parte del efecto que estas dos palabras deberían producir.
No tardó mucho en tranquilizarse, al ver que las princesas contestaban a estas dos palabras por medio de un grito de triunfo, que atrajo a Lenet desde el extremo de la galería.
—¡Lenet! ¡Lenet!, ¡venid! —decía la princesa—, ¿no sabéis qué noticia nos trae esta buena Clara?
—Sí tal, señora —dijo Lenet sonriendo—, ya la sé; y ved ahí por lo que no me daba mucha prisa.
—¡Cómo! ¿La sabéis?
—¡Burdeos, sí! ¿No es ésta? —dijo Lenet.
—¡Me vais haciendo creer, mi querido Pedro, que sois hechicero! —dijo la princesa viuda.
—Pero si acaso lo sabíais, Lenet —dijo con tono de reconvención la princesa—, ¿cómo es que al ver nuestra inquietud no nos habéis sacado de ella con esas dos palabras?
—Porque debía dejar a la señora vizcondesa de Cambes la recompensa de sus fatigas —respondió Lenet inclinándose ante Clara, que estaba en extremo conmovida, y además de esto, porque temía a la explosión de júbilo de Vuestras Altezas en la Terraza y a vista de todo el mundo.
—¡Tenéis razón, sí, mucha razón! ¡Pedro, mi buen Pedro! —dijo la princesa—, ¡callemos!
—¿Y a quién le debemos esto sino a ese bravo Richón? —dijo la princesa viuda—. ¿No es cierto que estáis satisfecho de él, y que ha maniobrado hábilmente? Decid, compadre Lenet.
Compadre era la palabra más afectuosa de la princesa viuda, la cual había aprendido del rey Enrique IV, que la empleaba con frecuencia.
—Richón es un hombre de cabeza y ejecución, señora —dijo Lenet—; y crea Vuestra Alteza que si no hubiese estado muy seguro de él, como de mí, no le hubiera recomendado.
—Es preciso hacer algo por él —dijo la princesa.
—Convendrá darle algún puesto importante —dijo la viuda.
—Algún puesto importante, no piense tal Vuestra Alteza —dijo con sequedad la de Tourville—; ¿olvidáis que Richón no es noble?
—Ni yo tampoco, señora, yo tampoco lo soy; pero esto no ha impedido que Su Alteza el príncipe tenga en mí, digo, así me parece, alguna confianza. Ciertamente, yo admiro y respeto la nobleza de Francia; pero hay circunstancias en que me atrevería a decir que una gran cabeza vale más que un antiguo blasón.
—¿Y cómo es que no ha venido ese bueno de Richón a participarnos él mismo esta noticia? —dijo la princesa.
—Se ha quedado en Guiena para reunir cierto número de hombres. Me ha dicho que ya podía contar con unos trescientos soldados; sólo que por lo corto del tiempo, según dice, no podrán estar adiestrados para entrar en campaña, y querría mejor que se obtuviese para él, el mando de una plaza como Vayres o la isla de San Jorge.
En un puesto así, dice que estaría seguro de poder ser muy útil a Sus Altezas.
—¿Pero cómo se consigue eso? —preguntó la princesa.
Estamos muy mal a estas horas con la corte para recomendar a nadie, y al que nosotros llegásemos a recomendar se le tendría por sospechoso desde luego.
—Tal vez, señora —dijo la vizcondesa—, habría un medio, que el mismo Richón me ha sugerido.
—¿Y cuál?
—El señor de Epernón, a lo que parece —continuó ruborizándose la vizcondesa—, está loco de amor por cierta señorita.
—¡Ah!, ¡sí! La bella Nanón —dijo con desdén la princesa—. Lo sabemos.
—Pues bien, parece que el duque de Epernón nada le niega a esta mujer, y que ella concede todos los destinos que se le paguen. ¿No se podría comprar un despacho para Richón?
—Sería un dinero bien empleado —dijo Lenet.
—Sí, pero la caja está exhausta, señor consejero, como sabéis —dijo la señora de Tourville.
Lenet se volvió a la vizcondesa de Cambes, y le dijo sonriendo:
—Ved aquí el momento, señora, de probarles a Sus Altezas que habéis pensado en todo.
—¿Qué queréis decir, Lenet?
—Quiere decir, señora, que yo tengo a mucha dicha poderos ofrecer una pequeña suma, que he podido recoger de mis arrendatarios con mucho trabajo, la ofrenda es muy modesta, pero no puedo más. ¡Veinte mil libras! —continuó la vizcondesa—, bajando los ojos y dudando entre la vergüenza que le causaba ofrecer una suma tan mezquina a las dos primeras señoras de la Francia después de la reina.
—¡Veinte mil libras! —dijeron las dos princesas a la vez.
—Eso es un capital en los tiempos que alcanzamos —continuó la viuda.
—¡Pobre Clara! —exclamó la princesa—, ¿cómo podemos nunca pagarle?
—Más tarde pensará Vuestra Alteza en eso.
—¿Y dónde se encuentra esa suma? —preguntó la de Tourville.
—En la habitación de Su Alteza, adonde ha recibido orden de llevarla mi escudero Pompeyo.
—Lenet —dijo la princesa—, acordaos que debemos esa suma a la vizcondesa de Cambes.
—Ya está anotada en nuestro cargo —contestó Lenet sacando su libro de memorias, mostrando en él con aquella fecha las 20,000 libras de la vizcondesa, agregadas a una columna, cuyo total habría asustado un poco a las princesas si se hubiesen tomado el trabajo de sumarla.
—¿Pero cómo os habéis compuesto para llegar hasta aquí querida? —dijo la princesa—, porque nos han dicho que el señor de Saint-Aignán defiende el camino y examina los hombres y las cosas, ni más ni menos que como un empleado de puertas.
—Gracias a la sagacidad de Pompeyo, señora —dijo la vizcondesa—, hemos podido evitar ese peligro, haciendo un largo rodeo, que nos ha retardado día y medio; pero con él hemos podido asegurar nuestro viaje. A no ser por este incidente, me hubiera hallado al lado de vuestra Alteza hace dos días.
—Tranquilizaos, señora —dijo Lenet—, aun no se ha perdido el tiempo, ahora sólo se trata de emplear bien el día de hoy y el mañana. Hoy esperábamos, como se acordarán Vuestras Altezas, tres correos; el uno ha llegado ya, faltan los otros dos.
—¿Y puede saberse el nombre de esos otros dos? —preguntó la de Tourville, deseando siempre hallar en descubierto al consejero, a quien hacía una guerra que no era menos real porque no fuese declarada.
—El primero, si mi previsión no me engaña —respondió Lenet—, será Gourville, el cual viene de parte del duque de Larochefoucault.
—De parte del príncipe de Marsillac, queréis decir —repuso la de Tourville.
—El príncipe de Marsillac es ahora duque de Larochefoucault, señora.
—¿Ha muerto su padre?
—Hace ocho días.
—¿Dónde?
—En Verteuil.
—¿Y el segundo? —preguntó la princesa.
—El segundo es Blanchefort, capitán de guardias de Su Alteza el príncipe, que viene de Stenay de parte del señor de Turena.
—En ese caso, yo creo —dijo la de Tourville— que para no perder tiempo, podría recurrirse al primer plan que tengo hecho, para el caso probable de la adhesión de Burdeos, y de la alianza de los señores de Turena y de Marsillac.
Lenet se sonrió como acostumbraba.
—Perdonadme, señora —le dijo con el tono más político del mundo—; pero los planes decretados por el príncipe mismo, están a estas horas en vía de ejecución, y prometen un éxito brillante.
—Los planes decretados por el príncipe —dijo agriamente la de Tourville—, por el príncipe que se encuentra en la torre de Vincennes y que no se comunica con nadie…
—Ved aquí las órdenes de Su Alteza escritas de su mano y fechadas ayer —dijo Lenet sacando de su bolsillo una carta del príncipe de Condé—; esta misma mañana la he recibido. Estamos en correspondencia.
Casi fue arrancado de las manos del consejero el papel por las dos princesas, las cuales devoran con lágrimas de gozo todo cuanto contenía.
—¡Válgame Dios! —dijo la princesa viuda riendo—; ¿los bolsillos de Lenet contienen todo el reino de Francia?
—Todavía no, todavía no, señora —respondió el consejero—, pero, Dios mediante, haré lo posible por agrandarlos para que así sea. Ahora —continuó señalando con intención a la vizcondesa—, ahora me parece que esta señora debe tener necesidad de algún descanso; porque un viaje tan largo…
La vizcondesa conoció los deseos que tenía Lenet de quedarse a solas con las dos princesas, y en vista de una sonrisa de la viuda que vino a confirmarla en esta idea, hizo un respetuoso saludo y se alejó.
La señora de Tourville no se movía, prometiéndose una larga cosecha de misteriosos detalles; pero a una seña casi imperceptible de la princesa viuda a su nuera, las dos princesas anunciaron a la de Tourville por medio de una augusta reverencia, hecha con todas las reglas de la etiqueta, que había llegado el término de la sesión política a que se le había llamado a tomar parte. La señora de las teorías comprendió perfectamente la invitación, devolvió a las dos princesas una reverencia más grave y aun más ceremoniosa que la de éstas, y se retiró poniendo a Dios por testigo de la ingratitud de los príncipes.
Las dos princesas pasaron a su gabinete, adonde las siguió Pedro Lenet.
—Ahora —dijo éste después de asegurarse que la puerta estaba bien cerrada—, si Vuestras Altezas quieren recibir a Gourville, ha llegado ya y cambiado de traje, no atreviéndose a presentar con el que traía de camino.
—¿Y qué noticias trae?
—Que el señor de Larochefoucault estará aquí de esta noche a mañana con quinientos nobles.
—¡Quinientos nobles! —dijo la princesa—; ¿eso es un verdadero ejército?
—Que hará más difícil nuestra fuga. Yo hubiera querido mejor cinco o seis servidores fieles que no todo ese tren; con más facilidad hubiéramos entonces burlado al señor de Saint-Aignán. Ahora será casi imposible llegar al Mediodía sin que nos inquiete.
—Tanto mejor, si se nos inquieta —dijo la princesa—; porque teniendo oposición combatiremos, y seremos vencedores, sí, el valor del señor de Condé marchará con nosotras.
Lenet miró a la princesa viuda como para saber así mismo su parecer; pero Carlota de Montmorency, criada entre las guerras del reinado de Luis XIII, que había visto inclinarse tantas cabezas elevadas para entrar en una prisión o rodar sobre un patíbulo, por haber querido permanecer erguidas, se pasó tristemente la mano por la frente agobiada por crueles recuerdos.
—Sí —dijo al fin—, estamos reducidas a este extremo.
—Escondernos, o combatir, ¡cosa horrible! Nosotras vivíamos tranquilas con la pequeña gloria que Dios se había dignado conceder a nuestra casa, no ambicionábamos al menos, y creo que ninguna de nosotras tenía otra intención, no ambicionábamos más que sostenernos en el rango en que habíamos nacido; henos aquí que los azares de la suerte nos obligan a combatir contra nuestro señor…
—¡Señora! —dijo con ímpetu la joven princesa—, yo veo con menos tristeza que Vuestras Altezas la necesidad a que estamos reducidos. Mi esposo y mi hermano sufren una indigna cautividad; este esposo y este hermano son hijos vuestros; y vuestra hija además está proscrita. Esto excusa ciertamente todos los atentados que pudiésemos emprender.
—Sí —dijo la viuda con una tristeza llena de resignación—, sí, yo sufro eso con más paciencia que vos, señora; pero es porque también parece que nuestro destino nos llama a ser proscritos o prisioneros. No bien fui la esposa del padre de vuestro marido, tuve que abandonar la Francia, perseguida por el amor del rey Enrique. Apenas volvimos a nuestra patria, cuando nos fue forzoso entrar en Vincennes, perseguidos por el odio del Cardenal de Richelieu. Mi hijo, que hoy está preso, vino al mundo en una prisión, y después de treinta y dos años ha podido volver a ver el aposento en que nació.
—Vuestro padre político tenía mucha razón en sus lúgubres profecías, cuando se le anunció el triunfo de la batalla de Rocroy, cuando se le llevó a la sala tapizada con banderas cogidas a los españoles dijo volviéndose hacía mí:
«Sabe Dios, la alegría que recibo con esta acción de nuestro hijo; pero creed, señora, que cuanta más gloria adquiera nuestra casa, tantas mayores desgracias le sobrevendrán. Si mis armas no fuesen de la casa de Francia, blasón, que es demasiado bello para abandonarlo, quisiera tener en mi escudo un balcón, a quien sus cascabeles denunciasen y ayudase, a ser cogido, con este mote: ¡Fama nocet!».
—Nosotros hemos hecho mucho ruido en el mundo, hija mía, y he aquí lo que nos hace mal. ¿No sois de mi parecer, Lenet?
—Señora —dijo Lenet, afligido por los recuerdos que acababa de evocar la princesa—, Vuestra Alteza tiene razón; pero hemos avanzado mucho para retroceder, es preciso, en circunstancias como en las que nos encontramos, tomar una resolución pronta; no conviene hacernos ilusiones sobre nuestra situación. Nuestra libertad es aparente, la reina tiene sus ojos fijos sobre nosotros, y el señor de Saint-Aignán nos bloquea. Pues bien, se trata sólo de salir de Chantilly, a pesar de la vigilancia de la reina y el bloqueo de Saint-Aignán.
—Salgamos de Chantilly —exclamó la princesa—, ¡pero salgamos con la cabeza erguida!
—Soy de ese mismo parecer —dijo la princesa viuda.
—Los Condé no son astutos ni traidores; lo que hacen, lo hacen en medio del día, y con la frente descubierta.
—Señora —dijo Lenet con el acento de la convicción, Dios me es testigo de que seré el primero que cumpliré las órdenes de Vuestra Alteza, cualquiera que sean; pero para salir de Chantilly como queréis, es necesario dar una batalla. Sin duda no tendréis intención de ser mujeres el día del combate, después de haber sido hombres en el consejo; marcharéis al frente de vuestros partidarios y lanzaréis a vuestros soldados el grito de guerra, pero olvidáis sin duda que el lado de vuestras preciosas existencias comienza a descollar una existencia no menos preciosa, la del señor duque de Enghien, vuestro hijo y nieto.
—¿Os expondréis a sepultar en una misma tumba el porvenir de vuestra casa? ¿Creéis que el padre no servirá de rehenes a Mazarino, después de las temerarias empresas que se ejecutarán a nombre del hijo? ¿No conocéis bien los secretos de la torre de Vincennes, tan melancólicamente examinados por el gran prior de Vendome, por el mariscal D’Ornawo y por Puy-Laurent? ¿Os habéis olvidado de aquella sala fatal, que, según el dicho de la señora de Rambouillet, gravita como el arsénico sobre los que le ocupan? No, princesas mías —continuó Lenet juntando las manos—, no, Vuestras Altezas escucharán el consejo de vuestro fiel servidor, saldréis de Chantilly como les conviene a las mujeres perseguidas, recordad que vuestra arma más segura es débil; un niño a quien se le priva de su padre, una mujer a quien le salvan como pueden del lazo que los oprime. Para obrar y hablar con altivez, aguardad el momento en que no podáis servir de garantía al más fuerte, cautivas, enmudecerán vuestros partidarios; libres, se declararán abiertamente, no teniendo ya que temer se les dicten las condiciones de vuestro rescate.
—Nuestro plan está concertado con Gourville, tenemos la seguridad de una buena escolta, con la que evitaremos los percances del camino; porque en el día son dueños de la campaña veinte partidos diferentes, que viven indistintamente con los despojos del amigo. Si consentís, todo está dispuesto.
—¿Partir a escondidas, partir como unos malhechores? —exclamó la joven princesa—. ¡Oh! ¿Qué dirá el príncipe cuando sepa que su madre, su mujer y su hijo se han sometido a un oprobio semejante?
—No sé lo que podrá decir; pero si obtenéis un buen éxito, os deberá la libertad; si perdéis, no comprometéis al menos vuestros recursos, y sobre todo vuestra reputación, como lo haríais por medio de una batalla.
La viuda reflexionó un momento; y con un aspecto lleno de afectuosa melancolía, dijo:
—Querido Lenet, persuadid a mi hija, porque yo tendré precisión de quedarme aquí. He resistido hasta ahora, pero al fin sucumbo; la enfermedad que me consume, y que en vano trato de ocultar por no desanimar a los que me rodean, va a postrarme en mi lecho de muerte; pero ya lo habéis dicho, es necesario, ante todo, salvar la fortuna de los Condé. Mi hija y mi nieto saldrán de Chantilly y espero que serán bastante prudentes para conformarse con vuestros consejos, digo más con vuestras órdenes. Mandad, Lenet, y no dudéis que seréis obedecido.
—Pero, señora, ¡vos palidecéis! —dijo Lenet sosteniendo a la viuda, a quien ya la princesa, alarmada por aquella palidez, había cogido en sus brazos.
—Sí —dijo la viuda, cada vez más debilitada—, sí, las satisfactorias noticias de hoy me han hecho mucho más daño que las ansiedades de los últimos días; siento que me devora la fiebre, pero que nadie lo sepa; esta noticia en tales circunstancias podría sernos muy perjudicial.
—Señora —dijo Lenet en voz baja—, si vuestra persona no padeciera, sería la indisposición de Vuestra Alteza un don del cielo. Guardad cama, y haced que circule la noticia de vuestra enfermedad. Vos, señora —continuó dirigiéndose a la joven princesa—, haced llamar a vuestro médico Bourdelot, y como tendremos que arreglar las acémilas y equipajes, anunciad por todas partes que queréis correr un gamo en el parque. De este modo a nadie le chocará el ver hombres armados y caballos en actividad.
—Hacedlo vos mismo, Lenet. Pero decidme antes, ¿cómo es que un hombre tan previsor como vos no conoce que esta extraña partida de caza en el mismo momento de caer mi señora madre enferma, no podrá causar admiración?
—Todo está previsto, señora. ¿No es pasado mañana cuando el señor duque de Enghien cumple siete años, y debe salir de manos de las mujeres?
—Sí.
—Pues bien; diremos que se da esta partida de caza en celebridad de la primera declaración de mayoría del joven príncipe, y que de tal manera ha insistido Su Alteza para que su enfermedad no fuese causa para retrasar esta solemnidad, que habéis tenido que ceder a sus instancias.
—¡Excelente idea! —exclamó la viuda con sonrisa de gozo, envanecida con esta primera proclamación de la mayoría de su nieto.
—Sí, el pretexto es excelente; y en verdad que sois un digno consejero, Lenet.
—¡Pero el señor duque de Enghien —preguntó la princesa—, irá en carruaje para seguir la caza!
—No señora, a caballo. ¡Oh! ¡No se amedre vuestro corazón maternal! Yo he pensado que Vialas, su escudero, ponga una silla chiquita delante del arzón de la suya; de esta manera, monseñor el duque de Enghien no se perderá de vista y a la noche podremos partir con toda seguridad, porque suponed que sea necesario escapar; a caballo el señor duque de Enghien arrostrará por todo, lo que en carroza sería detenido al primer obstáculo.
—En fin, ¿vuestra opinión es que partamos?
—Pasado mañana a la noche, señora, si Vuestra Alteza no tiene algún motivo que lo retrase.
—¡Oh! No, todo lo contrario; huyamos de esta prisión lo más antes posible, Lenet.
—Y una vez fuera de Chantilly, ¿qué pensáis hacer? —preguntó la viuda.
—Atravesaremos por entre las fuerzas del señor de Saint-Aignán, a quien con facilidad podremos ponerle una venda en los ojos. Nos reuniremos con el señor de Larochefoucault y su escolta, y desde allí marcharemos a Burdeos, donde se nos está esperando.
Puestos en la segunda ciudad del reino, en la capital del Mediodía, podremos negociar o guerrear, según más convenga a Vuestras Altezas, y en todo caso, señora, tendré el honor de recordaros, que aunque dueños de Burdeos, no tendremos asegurado largo tiempo su posesión, si a nuestros alrededores no tenemos algunas plazas que obliguen a distraer a las tropas reales. Dos de estas plazas son de mucha importancia, Vayres, que domina el Dordoña y protege o impide la entrada de víveres a la ciudad, y la isla de San Jorge, considerada por los mismos burdeleses como la llave de su población.
—Pero ya tendremos tiempo de pensar en esto; ahora tratemos sólo de salir de aquí.
—Nada será más fácil —dijo la princesa—. A pesar de cuanto queráis decir, Lenet, somos aquí los dueños exclusivos.
—No contéis con nada, señora, hasta que estemos en Burdeos; no hay cosa fácil con el espíritu diabólico del señor de Mazarino, no sabe las noticias, las adivina.
—¡Oh! Yo le desafío a descubrir ésta —dijo la princesa—; pero ayudemos a mi madre a pasar a su aposento y desde hoy se propagará el rumor de nuestra partida de caza dispuesta para pasado mañana. Vos cuidaréis de las invitaciones, Lenet.
—Descansad en mí, señora.
La viuda pasó a su habitación, y se metió en la cama.
Llamó a Bourdelot, médico de la casa de Condé y preceptor del señor duque de Enghien, se extendió enseguida la noticia de Chantilly de esta inesperada indisposición, y media hora después quedaban desiertos los bosquecillos, galerías y terraplenes, agolpándose los huéspedes de las dos princesas a la antesala de la señora viuda.
Lenet pasó todo el día escribiendo, y a la noche quedaron repartidas en todas direcciones por la numerosa servidumbre de aquella casa real, más de cincuenta invitaciones.