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La isla de San Jorge

Ya empezaba a rayar el alba cuando el carromato llegó a la aldea más próxima a la isla a la que se dirigían. Al sentir Canolles detenerse el carruaje, asomó su cabeza por la pequeña tronera, portillo destinado a abastecer de aire a las personas libres, y enteramente cómodo para interceptarlo a los presos.

Una linda aldea, compuesta de un centenar de casas agrupadas alrededor de una iglesia en la pendiente de una colina y dominada por un castillo, se dibujaba envuelta en el ambiente de la mañana, y dorada por los rayos del sol naciente, que hacían dispersarse los copos de vapor parecidos a flotantes gasas.

En este momento el carricoche subía una cuesta; y el cochero, habiendo bajado del pescante, caminaba delante de él.

—Buen amigo —dijo Canolles—, ¿sois de este país?

—Sí, señor; soy de Liburnio.

—Siendo así, deberéis conocer esta aldea. ¿Qué casa es aquella blanca? ¿Qué cabañas son aquéllas tan bonitas?

—Caballero —respondió el cochero—, ese castillo es del señorío de Cambes, y la aldea forma una de sus dependencias.

El barón se estremeció, y pasó en un instante del rojo más subido a una palidez casi mortal.

—¿Qué os ha pasado, caballero? —dijo Barrabás—, cuyos redondos ojos todo lo percibían; ¿os habéis herido por casualidad con el postigo?

—No… gracias.

Después, interrogando al paisano, dijo:

—¿A quién pertenece esa posesión?

—A la vizcondesa de Cambes.

—¿Una joven viuda?

—Muy bella y muy rica.

—Y por consiguiente muy solicitada.

—Sin duda. A una mujer hermosa y con una buena dote, nunca le faltan pretendientes.

—¿Buena reputación?

—Sí; pero rabiosamente decidida por los príncipes.

—En efecto, me parece haberle oído decir.

—Un diablo, caballero, un verdadero diablo.

—¡Un ángel! —murmuró Canolles—, que no podía acordarse de Clara sin que a su memoria acompañasen transportes de admiración, ¡un ángel!

Enseguida volvió a preguntar.

—¿Y habita aquí algunas veces?

—Muy pocas; pero ha vivido aquí mucho tiempo. Su marido la dejó ahí, y todo el tiempo que permaneció fue la bendición de estos contornos. Ahora, según dicen, parece que está con los príncipes.

Después de haber subido el carruaje, estaba ya próximo a bajar, y el conductor hizo una seña con la mano, como solicitando el permiso para recobrar su asiento. El barón, que temía dar qué sospechar si continuaba su interrogatorio, ocultó su cabeza en el carretón, y el pesado carruaje marchó al mediano trote, que era su paso más precipitado.

Al cabo de un cuarto de hora, durante el cual había permanecido Canolles sumergido en las reflexiones más sombrías, el carretón hizo alto.

—¿Nos detenemos aquí a almorzar? —preguntó Canolles.

—No, señor, que paramos del todo, porque ya hemos llegado. Ved ahí la isla de San Jorge; sólo nos falta atravesar el río.

—Es verdad —murmuró Canolles—. ¡Tan cerca y tan lejos!

—Caballero, nos salen al encuentro —dijo Barrabás—. Tened la bondad de bajar pronto.

El segundo guardia de Canolles, que iba en el pescante al lado del cochero, echó pie a tierra y abrió la portezuela, que estaba asegurada con cerradura, y cuya llave tenía él.

Canolles apartó los ojos del castillejo blanco, que no había perdido de vista, y los fijó en la fortaleza que debía ser su morada. Lo primero que vio fue a la parte opuesta de un brazo de río bastante rápido, una barca, y junto a ella una guardia de ocho hombres y un sargento.

Más allá de esta guardia empezaban las obras de la ciudadela.

—Bueno —dijo el barón—; se esperaba, y se han tomado precauciones… ¿Son esos mis nuevos guardias? —preguntó en voz alta a Barrabás.

—Quisiera poder responderos con exactitud, caballero —dijo Barrabás—, pero en verdad, no lo sé.

En aquel momento, después de haber dado una señal, que fue repetida por el centinela apostado en la puerta del fuerte, los ocho soldados y el sargento entraron en la barca, cruzaron el Garona y echaron pie a tierra en el momento mismo de saltar Canolles del estribo.

Enseguida el sargento, al ver a un oficial, se acercó y le saludó militarmente.

—¿Tengo el honor de hablar al señor barón de Canolles, capitán de regimiento de Navalles? —dijo el sargento.

—Al mismo —contestó el barón—, admirado de la finura de aquel hombre.

El sargento se volvió enseguida hacia su tropa, mandó echar armas al hombro, y mostró al barón la barca con la punta de su pica. Canolles se colocó allí entre sus dos guardias; los ocho soldados y el sargento entraron detrás de él, y la barca se alejó de la ribera, mientras que el barón dirigía su última mirada hacia Cambes, que iba a desaparecer detrás de una prominencia del terreno.

Casi toda la isla estaba cubierta de escarpas, contraescarpas y baluartes, y un fuertecito en bastante buen estado dominaba el conjunto de todas estas obras. Penetraban en él por una puerta arqueada, ante la cual se paseaba el centinela a lo ancho.

—¿Quién vive? —gritó éste.

La tropa hizo alto, el sargento se destacó, de ella, avanzó hacia el centinela, y le dijo algunas palabras.

—¡A las armas! —gritó el centinela.

Al punto unos veinte hombres de que se componía el puesto salieron del cuerpo de guardia, y acudiendo apresuradamente se alinearon delante de la puerta.

—Venid, señor —dijo el sargento a Canolles.

El tambor batió marcha.

—¿Qué significa esto? —dijo el barón para sí.

Y avanzó hacia el fuerte, sin comprender absolutamente nada de cuanto pasaba; porque todos aquellos preparativos más parecían honores militares rendidos a un superior, y no tomaban precauciones contra un prisionero.

No era esto todo. Canolles no se había apercibido de que en el momento de bajar del carruaje se había abierto una de las ventanas de las habitaciones del gobernador, y que un oficial había observado atentamente desde allí los movimientos del batel y el recibimiento que se hiciera al prisionero y a sus dos esbirros.

Luego que este oficial vio que Canolles había puesto el pie en la isla, bajó rápidamente y salió al encuentro.

—¡Ah! —dijo Canolles al verle—; ya tenemos aquí al comandante de la plaza, que viene a reconocerme.

—En efecto, caballero —dijo Barrabás—; me parece que no se os quiere dejar que os fastidiéis como a otras personas, que se les hace esperar ocho días enteros en un vestíbulo, y que os tomará asiento desde luego.

—Tanto mejor —dijo el barón.

Durante este tiempo llegó el oficial. Canolles tomó la actitud altiva y digna de un hombre perseguido.

A pocos pasos del barón, el oficial se descubrió.

—¿Es el señor barón de Canolles a quien tengo la honra de hablar? —preguntó.

—Caballero —respondió el preso—, vuestras atenciones me confunden, os ruego, con la cortesía de un oficial hacia otro oficial, alojadme lo menos mal posible.

—Señor —repuso el oficial—, la habitación que se os destina es enteramente especial; pero, previendo vuestros deseos, se han hecho las mejoras posibles…

—¿Y a quién debo agradecer esas atenciones? —dijo Canolles sonriendo.

—Al rey, caballero, que hace bien todo cuanto hace.

—Sin duda, caballero, sin duda. Guárdeme Dios de calumniar al rey, especialmente en esta ocasión; pero no obstante, me agradaría obtener ciertos pormenores.

—Si lo ordenáis, señor, estoy a vuestra disposición; pero me tomaré la libertad de haceros observar que la guarnición espera para reconoceros.

—¡Llévete al diablo!, murmuró Canolles; —una guarnición entera para reconocer un preso que se encierra; muchas atenciones son éstas, me parece— después dijo: —Yo soy quien está a vuestras órdenes, caballero, y dispuesto a seguiros a donde tengáis a bien conducirme.

—Permitidme, pues —dijo el oficial—, que os preceda para haceros los honores.

El barón le siguió, felicitándose a solas por haber caído en manos de un hombre tan cortés.

Barrabás se acercó a él y le dijo al oído:

—Me parece que os salvaréis con la cuestión ordinaria; cuatro azumbres y nada más.

—Tanto mejor —repuso Canolles—; así me hincharé la mitad menos.

Al llegar a la plaza de la ciudadela encontró al barón una parte de la guarnición sobre las armas. Entonces el oficial que le conducía sacó la espada y se inclinó ante él.

—¡Cuántos cumplidos, Dios mío! —murmuró Canolles.

En el mismo instante redobló un tambor bajo la bóveda inmediata. Canolles se volvió, y vio que salía de dicha bóveda una segunda fila de soldados y que se colocaba detrás de la primera.

En este momento, el oficial presentó dos llaves a Canolles.

—¿Qué es esto? —preguntó el barón—. ¿Qué hacéis?

—Cumplimos con el ceremonial de costumbre, según las rigurosas leyes de la etiqueta.

—¿Pero quién creéis que soy? —preguntó el barón en el colmo de su admiración.

—Me parece que sois el señor barón de Canolles.

—¿Qué más?

—Gobernador de la isla de San Jorge.

Faltó poco para que Canolles pasmado diese con su cuerpo en tierra.

—Dentro de un instante —continuó el oficial—, tendré el honor de entregar al señor gobernador las instrucciones que he recibido esta mañana, junto con una carta que me anunciaba vuestra llegada.

Canolles miró a Barrabás, cuyos redondos ojos estaban fijos en él con una expresión de espanto, imposible de traducir.

—¿Conque —balbuceó Canolles—, soy gobernador de la isla de San Jorge?

—Así es —respondió el oficial—, y Su Majestad nos hace muy dichosos con tal elección.

—¿Estáis seguro de que no hay error? —preguntó el barón.

—Caballero, tened la bondad de seguirme a vuestros aposentos, y allí encontraréis vuestros títulos.

Canolles, absorto con tal acontecimiento, que distaba tanto de parecerse al que esperaba, echó a andar sin decir una sola palabra, siguiendo al oficial que le mostraba el camino, entre los tambores que empezaban las armas y todos los habitantes de la fortaleza que hacían resonar el aire con las aclamaciones. El barón, pálido y palpitante, saludaba a derecha e izquierda, sin poder darse cuenta de lo que pasaba.

Llegó, en fin, a un salón bastante elegante, y observó desde luego que por sus ventanas podía ver el castillo de Cambes; leyó sus instrucciones, escritas en buena forma, firmadas por la reina y refrendadas por el duque de Epernón.

A la vista de esto, debilitáronse enteramente las piernas de Canolles, y cayó estupefacto en su sillón.

Sin embargo, después de todos los redobles, mosquetazos, ruidosas demostraciones de homenajes militares, y sobre todo, pasada la primera sorpresa que estas demostraciones habían producido en el barón, deseó saber a qué atenerse en el puesto que la reina le había confiado, y alzó los ojos, que durante algún tiempo había tenido fijos en el pavimento.

Entonces vio delante de sí, no menos estupefacto que él, a su ex carcelero, convertido en su más humilde servidor.

—¡Ah, vos aquí, Maese Barrabás! —le dijo.

—Yo mismo, señor gobernador.

—¿Me explicaréis lo que acaba de pasar, y que a duras penas puedo persuadirme de que esto no es un sueño?

—No puedo deciros más, señor, que cuando os hablaba de la tortura extraordinaria, es decir, de las ocho azumbres, creía, a fe de Barrabás, doraros la píldora.

—¿Estabais convencido, según eso?…

—Que os conducía aquí para ser enrodado, señor.

—Gracias —dijo el barón, estremeciéndose a su pesar. ¡Y ahora, tenéis formada alguna opinión sobre lo que me sucede!

—Sí, señor.

—Hacedme entonces el favor de explicármelo.

—Señor, voy a decíroslo. La reina habrá comprendido lo difícil de la misión que os había encargado. Pasado el primer momento de cólera, se habrá arrepentido, y como bien mirando no sois hombre odioso, Su Majestad os habrá recompensado por haberos castigado tanto.

—Eso es inadmisible —dijo Canolles.

—¿Lo creéis inadmisible?

—Inverosímil a lo menos.

—En ese caso, señor gobernador, no me resta más que ofreceros mi más humilde parabién; pues vais a ser tan dichoso como un rey en la isla de San Jorge. Excelente vino, caza con que le abastece la llanura, y pesca que a cada marea traen las barcas de Burdeos. ¡Bah, señor, esto es encantador!

—Muy bien, trataré de seguir vuestros consejos.

Tomad este bono firmado por mí, y presentaos al pagador, que os entregará diez pistolas. De buen grado os las daría yo mismo; pero ya que por prudencia me habéis cogido mi dinero…

—Hice bien, señor —exclamó Barrabás—, hice muy bien; porque al cabo, si me hubiera dejado sobornar, habríais huido; habiendo huido, naturalmente debíais contar por perdida la elevada posición a que habéis venido a parar, cosa de que jamás me hubiese podido consolar.

—Muy bien raciocinado —señor Barrabás—. Ya había conocido que vuestra fuerza lógica era de primer orden; en su consecuencia, tomad este papel como un testimonio de vuestra elocuencia. Los antiguos, como sabéis, representaban a la elocuencia con cadenas de oro que salían de sus labios.

—Señor —dijo Barrabás—, si me atreviera, os haría observar que creo inútil, pasar a ver al pagador…

—¡Cómo! ¿Rehusáis? —exclamó admirado el barón.

—No, señor, ¡Dios me libre! Gracias al cielo, no tengo ese falso pundonor; pero veo salir de un cofre que hay sobre vuestra chimenea, ciertos cordones, que se parecen mucho a los cordones de la bolsa.

—¡Sois perito en cordones, señor Barrabás! —dijo Canolles enteramente sorprendido; porque efectivamente había sobre la chimenea un cofre de antigua porcelana incrustado de plata, con los esmaltes del mismo metal.

—Veamos si es cierta vuestra previsión.

Canolles alzó la tapa del cofre, y encontró efectivamente una bolsa que contenía mil pistolas con este billetito:

«Para la caja particular del señor gobernador de la isla de San Jorge».

—¡Pardiez —dijo el barón ruborizándose—, qué bien hace las cosas la reina!

Y a su pesar acudieron a su imaginación los recuerdos de Buckingham. Acaso la reina había visto desde detrás de algún tapiz la victoriosa figura del capitán; quizás le protegía con el más tierno interés; tal vez… no se olvide que Canolles era Gascón.

Por desgracia, tenía la reina en aquella ocasión veinte años más que en tiempo de Buckingham.

Como quiera que fuese, y sea dondequiera que viniese, el barón sacó de la bolsa diez pistolas, que entregó a Barrabás; éste salió haciendo las más reiteradas y respetuosas cortesías.