XXXIII
XXXIII
La fortaleza de Vayres
Entretanto, como había dicho Nanón, el rey, la reina, Mazarino y el señor de La Meilleraye se habían puesto en camino para castigar a la ciudad rebelde que se había atrevido a tomar abiertamente el partido de los príncipes; y aunque caminaban muy despacio, sin embargo se iban ya aproximando.
Al llegar a Liburnio, recibió el rey una diputación de los Burdeleses, encargada de asegurarle su respeto y su lealtad. En el estado en que se hallaban las cosas, esta aserción era extraña.
Así, pues, la reina recibió a los embajadores con toda su altivez austríaca.
—Señores —les dijo—, vamos a seguir nuestro camino para Vayres, y pronto podremos juzgar por nosotros mismos si vuestra lealtad y respeto son tan sinceros como decís.
Al decir Vayres, los diputados, impuestos sin duda en alguna circunstancia ignorada de la reina, se miraron unos a otros con cierta inquietud. Ana de Austria, a quien nada se ocultaba, no dejó de observar aquella mirada.
—¡Vamos a Vayres sobre la marcha! —dijo—. Aquella plaza es buena, según nos ha informado el duque de Epernón, y allí alojaremos al rey.
—¿Quién manda en Vayres? —preguntó.
—Dicen, señora —contestó Guitaut—, que es un gobernador nuevo.
—Hombre seguro, ¿no es cierto? —dijo la reina arrugando el entrecejo.
—Hombre del señor duque de Epernón.
La frente de la reina se despejó.
—Siendo así, marchemos pronto —dijo ella.
—Señora —dijo el duque de La Meilleraye—, Vuestra Alteza hará lo que guste, pero creo que no convendría caminar más deprisa que el ejército. Una entrada marcial en la ciudadela de Vayres sería muy oportuna, pues es bueno que los súbditos del rey conozcan las fuerzas de Su Majestad, esto anima a los leales y desespera a los pérfidos.
—Me parece que el señor de La Meilleraye tiene razón —dijo el cardenal de Mazarino.
—Y yo digo que piensa mal —contestó la reina—. Hasta Burdeos nada tenemos que temer, el rey es fuerte por sí mismo y no por sus tropas.
El señor de La Meilleraye inclinó la cabeza en señal de obediencia.
—Ordene Vuestra Alteza como reina —dijo.
La reina llamó a Guitaut y le mandó reunir a los guardias, los mosqueteros y los caballeros. El rey montó a caballo y se puso a su cabeza. La sobrina de Mazarino y las damas de honor subieron a una carroza.
Acto continuo, se pusieron en marcha para Vayres.
Detrás iba el ejército; y sólo había que hacer diez leguas, debía llegar tres o cuatro horas después que el rey, y acampar sobre la ribera izquierda del Dordoña.
El rey tenía apenas doce años, y sin embargo era ya un lindo caballero; manejaba con gracia su montura, y demostraba en toda su persona el orgullo de nacimiento, que más adelante le hizo el más exigente rey de Europa en materia de etiqueta. Educado bajo la inspección de la reina, pero perseguido por las eternas tacañerías del cardenal, que le privaba de las cosas más necesarias, esperaba con suma impaciencia la hora de su mayoría, que debía realizarse el cinco de septiembre del siguiente año; y por vía de adelanto, a veces en medio de sus caprichos de niño, dejaba escapar arranques reales, que indicaban lo que sería algún día. Esta campaña se le había presentado con aspecto por demás risueño, pues era una especie de emancipación, un aprendizaje, un ensayo de reinado.
Marchaba, pues, con orgullo, ya a la portezuela de la carroza, saludando a la reina y haciendo arrumacos a la señora de Frontenal, de quien se le suponía enamorado, ya a la cabeza de su casa, conversando con el señor de La Meilleraye y con el viejo Guitaut de las campañas del rey Luis XIII y de las proezas del señor cardenal.
Andando y platicando de este modo se adelantaba camino, y ya empezaban a distinguirse las torres y las galerías del fuerte de Vayres. Hacía un tiempo magnífico, el paisaje estaba pintoresco, el sol lanzaba sus rayos oblicuos sobre el río; y era tanta la alegría y el buen humor que manifestaba la reina, que se habría creído que iban de paseo. El rey caminaba entre el señor de La Meilleraye y Guitaut mirando la plaza, en la cual no se percibía el menor movimiento, aunque era más que probable que los centinelas que se descubrían hubiesen por su parte observado y advertido la aproximación de la brillante vanguardia del rey.
La carroza de la reina redobló el paso y vino a ponerse en primera línea.
—Una cosa me admira —dijo Mazarino— señor mariscal.
—¿Cuál?, monseñor.
—Me parece que con anticipación saben los buenos gobernadores lo que pasa en las inmediaciones de sus fortalezas; y que cuando un rey se toma la pena de marchar hacia dichas fortalezas, le deben sus gobernadores una diputación a lo menos.
—¡Oh! ¡Bah! —dijo la reina soltando una carcajada ruidosa y forzada—, ¡ceremonias! Adelante, a mí me gusta más la fidelidad. El señor de La Meilleraye se cubrió el semblante con su pañuelo para ocultar, si no un viaje, a lo menos el deseo que de hacerle tenía.
—Estoy observando que nadie se mueve —dijo el joven rey bastante disgustado de semejante olvido de las reglas de etiqueta, en que más adelante debía fundar las bases de su grandeza.
—Señor —contestó Ana de Austria—, los señores de La Meilleraye y Guitaut os dirán que el primer deber de un gobernador, sobre todo en país enemigo, es, para evitar una sorpresa, permanecer quieto y a cubierto detrás de sus murallas. Ved cómo flota sobre la ciudadela vuestro estandarte, el estandarte de Enrique IV y de Francisco I.
Y mostraba con orgullo aquel emblema significativo, que probaba cuánta razón tenía en su esperanza.
La comitiva siguió la marcha; y habiéndose aproximado más, descubrió una obra avanzada, que parecía levantada pocos días antes.
¡Ah, ah! —dijo el mariscal—, parece que el gobernador es efectivamente hombre que lo entiende. Este puesto avanzado está muy bien elegido, y esa trinchera muy bien trazada.
La reina sacó la cabeza por la portezuela, y el rey se alzó sobre los estribos.
Tan sólo un centinela se paseaba sobre la media luna; pero por lo demás la trinchera parecía estar tan desierta como la ciudadela.
—No importa —dijo Mazarino—; aunque no soy soldado y aunque no conozca los deberes militares de un gobernador, encuentro extraño este modo de obrar con respecto a un rey.
—Avancemos más —dijo el mariscal—; ya veremos.
Cuando la escasa tropa estuvo sólo a unos cinco pasos de la trinchera, el centinela, que hasta entonces había paseado a lo largo, se detuvo; y después de un momento de examen, gritó:
—¿Quién vive?
—¡El rey! —respondió el señor de La Meilleraye.
A esta sola palabra esperaba Ana de Austria ver correr los soldados, apresurarse los oficiales, bajarse los puentes, abrirse las puertas y centellar en alto las espadas. Pero nada de esto sucedió.
El centinela llevó la pierna derecha a la inmediación del talón de la izquierda, apuntó el mosquete hacia los que llegaban, y se contentó con decir con voz alta y serena:
—¡Alto ahí!
El rey palideció de cólera; Ana de Austria se mordió los labios hasta brotar sangre; Mazarino murmuró un juramento italiano, que estaba poco admitido en Francia, pero que nunca había podido olvidar; el señor mariscal de La Meilleraye no hizo más que mirar a Sus Majestades, pero de un modo elocuente.
—Me gustan las medidas preventivas en mi servicio —dijo la reina, tratando de engañarse a sí misma—, porque no obstante la aparente serenidad de su semblante, comenzaba a inquietarse en el fondo de su corazón.
—A mí me agrada el respeto a mi persona —murmuró el joven rey fijando su mirada grave sobre el impasible centinela. Entretanto, el grito de: «¡El rey, el rey!». Pronunciado por el centinela, más como aviso que como demostración de respeto, fue reproducido por dos o tres voces, y llegó hasta el cuerpo de la plaza. Entonces apareció un hombre sobre la coronación de los fuertes, y se desplegó en derredor suyo la guarnición.
Este hombre levantó en alto su bastón de mando; enseguida los tambores batieron marcha, los soldados de la fortaleza presentaron las armas, y un cañonazo retumbó grave y solemne.
—¿Veis? —dijo la reina—, ya entran en su deber; más vale tarde que nunca. Pasemos.
—Perdonad, señora —dijo el mariscal de La Meilleraye—, pero no veo absolutamente que nos abran las puertas, y sin este requisito no creo que será fácil poder entrar.
—Lo habrán olvidado en medio de la admiración y entusiasmo que les causa esta augusta visita que no esperaban recibir —se apresuró a decir un cortesano.
—Esas cosas no se olvidan, caballero —contestó el mariscal. Después, volviéndose al rey y a la reina, añadió:
—¿Me permitirán Vuestras Majestades que les dé un consejo?
—Hablad, mariscal.
—Vuestras Majestades deberían retirarse a quinientos pasos de aquí con Guitaut y sus guardias, mientras que con los mosqueteros y ligeros reconozco la plaza.
La reina no respondió más que esto:
—¡Adelante! Veremos si se nos impide el paso.
El joven rey, lleno de entusiasmo, picó su caballo, y se encontró a veinte pasos del fuerte.
El mariscal y Guitaut fueron a reunirse a escape.
—¡No se pasa!… —dijo el centinela—, que no había abandonado su posición hostil.
—¡Es el rey! —dijeron los pajes.
—¡Atrás!… —repuso el centinela con un gesto amenazador.
Al mismo tiempo se vieron asomar detrás del parapeto los sombreros y mosquetes de los soldados que guardaban la primera trinchera.
Un largo murmullo sucedió a estas palabras; y a tal aparición, el señor de La Meilleraye afianzó el bocado del caballo del rey y le hizo volver la brida, mandando alejarse al mismo tiempo al cochero de la reina. Las dos majestades insultadas se retiraron a mil pasos poco más o menos de las primeras fortificaciones, mientras que su séquito se dispersaba como una banda de pájaros al tiro de un cazador.
Entonces el mariscal de La Meilleraye, dueño de la posición, mandó unos cincuenta hombres para escoltar al rey y a la reina, y reuniendo el resto de su tropa, volvió con ella hacia las trincheras.
Cuando estuvo a cien pasos de los fosos, el centinela, que había emprendido nuevamente su paseo tranquilo y mesurado, se volvió a parar.
—Tomad una trompeta, poned vuestro pañuelo en la punta de la espada, Guitaut —dijo el mariscal—, e id a intimar la rendición a ese gobernador impertinente.
Guitaut obedeció. Enarboló la enseña de paz que en todos países del mundo protege a los heraldos, y avanzó hacia la trinchera.
—¿Quién vive? —dijo el centinela.
—Parlamentario —contestó Guitaut agitando su espada y el lienzo que la decoraba.
—Dejadle venir —dijo el mismo hombre que ya se había visto aparecer sobre la muralla de la plaza, y que sin duda se había dirigido a aquel puesto avanzado por un camino cubierto.
Abrióse la puerta y se bajó un puente.
—¿Qué queréis? —preguntó un oficial que le esperaba en la puerta.
—Hablar al gobernador —contestó Guitaut.
—Yo soy —repuso el hombre que había aparecido ya dos veces, una sobre la muralla de la plaza y otra sobre el parapeto de las trincheras.
Guitaut observó que este hombre estaba muy pálido, tranquilo y atento.
—¿Sois el gobernador de Vayres? —dijo Guitaut.
—Sí, señor.
—¿Y rehusáis abrir la puerta de vuestra fortaleza a Su Majestad el rey y a la reina regente?
—Mucho lo siento.
—¿Y qué pretendéis?
—Libertad de los señores príncipes, cuyo cautiverio arruina y desola al reino.
—Su Majestad no parlamenta con sus súbditos.
—¡Ay! Lo sabemos, caballero; por eso estamos dispuestos a morir, porque sabemos que moriremos por el servicio de Su Majestad, aunque en apariencia demos muestra de hacerle la guerra.
—Está bien —contestó Guitaut—; no queremos saber más.
Y después de haber saludado al gobernador, que le contestó muy cortésmente, se retiró.
Ningún movimiento se notó sobre el baluarte.
Guitaut fue a reunirse con el mariscal, a quien dio cuenta de su misión.
—Que partan a galope —dijo el mariscal extendiendo la mano hacia la aldea de Ison—, cincuenta hombres, y que traigan al momento todas las escalas que puedan encontrar.
Cincuenta hombres salieron a escape; y como el pueblecillo no estaba muy distante, llegaron al instante a él.
—Ahora, señores —dijo el mariscal—, echad pie a tierra; la mitad armada de mosquetes protegerá el asalto, y los restantes escalarán la fortaleza.
Aquella orden fue acogida con gritos de alegría. Los guardias, los mosqueteros y los ligeros desmontaron al momento y cargaron las armas.
Durante este tiempo, los cincuenta forrajeros volvieron con unas veinte escalas.
Todo aparecía tranquilo en los baluartes. El centinela se paseaba a lo largo, y seguían viéndose por encima de la galería asomar los mosquetes y las alas de los sombreros.
La tropa real se puso en marcha, mandada por el mariscal en persona. Componíase de cuatrocientos hombres todo lo más, de los cuales la mitad, según había dispuesto el mariscal, se preparaba a subir al asalto, y la otra mitad a sostener la escalada.
El rey, la reina y su corte seguían desde lejos con ansiedad los movimientos de la pequeña tropa. La reina misma parecía haber perdido toda su firmeza; y para ver mejor, había hecho volver su carruaje, presentando uno de sus costados a la fortificación.
Apenas habrían andando veinte pasos los sitiadores, cuando el centinela, acercándose al borde del reducto, gritó con voz estentórea.
—¡Quién vive!
—¡Quién vive! —gritó por segunda vez el centinela preparando su arma.
—¡Quién vive! —repitió por tercera vez apuntando.
—Fuego sobre ese infame —dijo el señor de La Meilleraye.
En el mismo instante una descarga salió de las filas realistas, el centinela herido vaciló, dejó escapar su mosquete, que bajó rodando al foso, y cayó gritando:
—¡A las armas!
Tan sólo un cañonazo contestó al rompimiento de las hostilidades; la bala pasó silbando por encima de la primera fila, penetró en la segunda y tercera, derribó a cuatro soldados y fue botando a destripar un caballo del carruaje de la reina.
Un prolongado grito de terror partió del grupo que guardaba a Sus Majestades, y el rey retrocedió a su pesar. Ana de Austria estuvo próxima a desvanecerse de rabia y Mazarino de miedo. Se cortaron los tiros del caballo muerto y los de los vivos, que encabritándose de terror, estaban próximos a hacer pedazos el carruaje. Ocho o diez guardias se ataron en su lugar y sacaron a la reina fuera del alcance de las balas.
Durante este tiempo, el gobernador había descubierto una batería de seis piezas.
Cuando La Meilleraye vio esta batería, que en pocos momentos hubiera dado al traste con sus tres compañías, conoció que sería inútil llevar más adelante el ataque, y ordenó la retirada.
En el momento en que la tropa dio su primer paso atrás, desaparecieron todas las disposiciones hostiles de la fortaleza. El mariscal fue a reunirse con la reina, y le aconsejó que eligiera un punto cualquiera en las cercanías para establecer su cuartel general. La reina vio a la otra parte del Dordoña una casita aislada perdida entre los árboles, semejante a un castillejo.
—Mirad —dijo a Guitaut—, aquella casa, ved a quién pertenece y pedid hospitalidad para mí.
Guitaut partió al mismo instante, atravesó el río en la barca del batelero de Ison, y volvió diciendo que la casa estaba inhabitada, a exepción de una especie de mayordomo, el que había contestado que la casa pertenecía al duque de Epernón y estaba a las órdenes de Su Majestad.
—Pues bien, partamos —dijo la reina—; ¿pero dónde está el rey?
Llamaron al joven Luis XIV, que se había separado un poco; se volvió, y aunque hizo lo posible para ocultar sus lágrimas, se vio que había llorado.
—¿Qué tenéis, señor? —preguntó la reina.
—¡Oh! Nada, señora —contestó el niño—, algún día espero que seré rey, y entonces… ¡desgraciados de los que me hayan ofendido!
—¿Cómo se llama el gobernador? —preguntó la reina.
Ninguno le pudo contestar, porque lo ignoraban.
Pero habiéndole preguntado el barquero, dijo que se llamaba Richón.
—Está bien —repuso la reina—; me acordaré de ese nombre.
—Y yo también —dijo el joven rey.