XXXII
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Las protestas de amor
Es necesario decir, que desde su llegada a Burdeos, había pasado Canolles por todos los tormentos del amor desgraciado. Había visto a la señora de Cambes rodeada de atenciones, adulada, sin haberse podido mostrar adicto a ella, y había tenido que contentarse con alcanzar de paso alguna mirada, sustraída por Clara a la observación de los murmuradores. Después de la escena del subterráneo, después de las palabras ardientes trocadas entre la de Cambes y él en aquel momento supremo, este estado de cosas le parecía, no sólo tibieza, sino frialdad.
Sin embargo, como en el fondo de esta frialdad conocía Canolles que era real y profundamente amado, había tomado partido de ser el más infortunado de los amantes dichosos. Pero fuera de todo esto, el asunto era sencillo. Merced a la palabra que se le había exigido, de no mantener correspondencia con lo exterior, había relegado a Nanón a ese pequeño hueco de la conciencia, destinado para los remordimientos amorosos; mas como no tenía alguna noticia de la joven, y por consiguiente se desvanecía el disgusto que siempre causa una carta, es decir, el recuerdo palpable de la mujer a quien se falta, sus remordimientos no le eran del todo insoportables.
Sin embargo, a veces, en el momento en que la más alegre sonrisa dilataba el semblante del barón, en el momento en que su voz articulaba palabras de amor, una sombra pasaba rápidamente por su frente, y un suspiro se escapaba, si no de su corazón, al menos de sus labios.
Este suspiro era por Nanón; esta sombra era el recuerdo de tiempos pasados, que proyectaba su vago tinte en el presente.
La vizcondesa de Cambes había observado estos instantes de tristeza. Sus ojos habían sondeado todas las profundidades del corazón del barón, y reflexionó que no podía dejar a Canolles abandonado a sí mismo. Entre un antiguo amor no extinguido enteramente y una nueva pasión que podía nacer del resto de aquel germen ardiente, consumido otras veces por las ocupaciones militares y por la representación de un puesto elevado, podía redundar en el elemento contrario al amor tan puro que ella trataba de inspirarle. Por otra parte no quería más que ganar tiempo, a fin de que el recuerdo de tantas aventuras romancescas se desvaneciese en algún tanto, después de haber tenido despertada la curiosidad de todos los cortesanos de la princesa. Acaso la vizcondesa de Cambes se engañaba; tal vez confesando abiertamente su amor, habría conseguido que se ocupase enteramente de él, o al menos que pensase por menos tiempo en lo pasado.
Pero de todos, quien seguía con más atención los progresos de aquella pasión misteriosa, era Lenet. Durante algún tiempo su ojo observador había penetrado la existencia del amor, ignoraba si era solo o correspondido. También le había parecido que la vizcondesa de Cambes, unas veces trémula e indecisa, otras fuerte y determinada, casi siempre indiferente a los placeres que en torno suyo se disfrutaban, estaba verdaderamente herida en el corazón, aquel ardor que le había animado hacia la guerra, se había extinguido súbitamente; ella estaba pensativa, sonreía sin motivo, lloraba sin causa, cual si sus labios y sus ojos respondiesen a las variaciones de su pensamiento.
Este cambio se había verificado hacía seis o siete días; y este tiempo hacía justamente que el barón se hallaba prisionero. A no dudar, Canolles era el objeto de este amor.
Lenet, por otra parte, estaba dispuesto a favorecer un amor que podía dar un día tan bravo defensor a la señora princesa.
El señor de Larochefoucault estaba quizás más adelantado en la exploración del corazón de la vizcondesa de Cambes. Pero sus gestos, sus ojos, su boca, decían con tanta precisión lo que sólo les permitía él decir, que nadie habría podido afirmar si profesaba amor u odio a la vizcondesa. No hablaba tampoco de Canolles, ni le miraba, no hacía más caso de él que si no existiese; guerreando por otra parte nunca, dándose la importancia de un héroe, pretensión en que era secundado por un valor a toda prueba y una verdadera habilidad militar, daba cada día más realce a su posición de teniente del generalísmo. El señor de Bouillón, por el contrario, frío, misterioso, calculador, admirablemente escudado en su política por accesos de gota, que a veces ocurrían tan a punto que había quien dudase de su realidad, se encubría siempre todo lo posible para sus negocios; no pudiendo habituarse a medir el abismo que separaba a Mazarino de Richelieu, y temiendo siempre por su cabeza, que estuvo a pique de perder sobre el mismo cadalso de Cinq-Mars, y que compró dando en cambio a Sedán, pueblo suyo, y renunciando, si no de derecho, de hecho al menos, a su calidad de príncipe soberano.
En cuanto a la ciudad, se veía arrastrada por el torrente de las costumbres cortesanas, que por todas partes se desbordaba sobre ella. Colocados entre dos fuegos, entre dos muertes, entre dos ruinas, los Burdeleses estaban tan poco tranquilos del día de mañana, que bien necesitaban suavizar aquella existencia precaria, que podía no contar el porvenir sino por segundos.
Aún no se había disipado el recuerdo de La Rochela, devastada en otra ocasión por Luis XIII, ni la admiración profunda que mereciera Ana de Austria por aquel hecho de armas: ¿por qué no podría ofrecer Burdeos al oído, y a la ambición de esta princesa una segunda edición de La Rochela?
Se olvidaba siempre que había muerto el que colocaba su nivel sobre las cabezas y murallas más elevadas, y que el cardenal de Mazarino era apenas la sombra del cardenal de Richelieu.
Este vértigo se apoderaba de todos, incluso Canolles, verdad es que éste a veces dudaba de todo, y en estos accesos de escepticismo dudaba del amor de la vizcondesa de Cambes como de las demás cosas del mundo. En estos momentos, Nanón se engrandecía en su corazón, más tierna y decidida en su ausencia. Si en aquellos momentos hubiera aparecido ante su vista, a pesar de su espíritu inconstante, habría caído a sus pies.
En medio de todas estas incoherencias de pensamientos, que sólo pueden comprender los corazones que se han hallado entre dos amores, se hallaba Canolles cuando recibió la carta de la vizcondesa. No hay para qué decir que en aquel mismo instante desapareció toda otra idea.
Después de haberla leído, no comprendía que hubiese podido amar jamás a otra mujer que a la vizcondesa de Cambes; después de haberla vuelto a leer creyó no haber amado nunca a otra.
El barón pasó una de esas noches de fiebre que abrasan y tranquilizan a la vez, por servir la felicidad de contrapeso al insomnio. A pesar de no haber pegado los ojos en toda la noche, se había levantado al amanecer.
Sabido es cómo pasan los enamorados las horas que preceden a una cita; mirando su reloj, yendo de aquí para allí, tropezando con sus mejores amigos, a quienes no conocen; el barón hizo todas las locuras que su estado exigía.
A la hora precisa (por supuesto era la vigésima vez que entraba en la iglesia) fue al confesionario, que estaba abierto. Los rayos del sol poniente filtraban a través de los vidrios sombríos; todo el interior del monumento religioso estaba iluminado por esa luz tan dulce para los que oran y para los que aman. Canolles habría dado un año de su vida por no perder en tal momento una esperanza.
Miró alrededor de sí, para asegurarse bien de que la iglesia estaba desierta, escudriñó con la vista capilla por capilla, y cuando estuvo seguro de que nadie podía verle entró en el confesionario, que cerró tras de sí. Un instante después, Clara, envuelta en un tupido manto, apareció a la puerta, en cuya parte exterior dejó a Pompeyo de centinela; y después de haberse asegurado a su vez de que no podía correr peligro de ser vista, fue a arrodillarse en uno de los reclinatorios del confesionario.
—¡Por fin —dijo Canolles—, sois vos, señora! ¡Por último, os habéis compadecido de mí!
—Bien era menester hacerlo, al ver que os encaminabais a vuestra perdición —contestó Clara, turbada de decir en el tribunal de la verdad una mentira bastante inocente, pero que no dejaba de ser una mentira.
—¡Según eso, señora —repuso el barón—, debo el beneficio de vuestra presencia a un simple sentimiento de conmiseración! ¡Oh! No me negaréis que tengo derecho a esperar de vos algo más que eso.
—Hablemos formalmente, y cual conviene en un lugar santo —dijo Clara, tratando en vano de serenar su voz conmovida—. Repito que os perdíais yendo a casa del señor Lavia, el enemigo jurado de la princesa. Ayer lo supo la señora de Condé, de boca del señor de Larochefoucault, que todo lo sabe, y dijo estas palabras, que me han llenado de pavor:
—«Si tenemos que temer también los complots de nuestros prisioneros, será preciso hacer uso de la severidad, en cambio de la indulgencia que hemos dispensado, en las situaciones precarias son necesarias decisiones vigorosas, y no sólo estamos dispuestos a adoptarlas, sino también a ejecutarlas».
La señora de Cambes pronunció estas palabras con voz más firme pareciéndole que en favor del pretexto excusaría Dios la acción. Ésta era una especie de sordina que ella colocaba en su conciencia.
—Yo no soy caballero de Su Alteza, señora —contestó Canolles—; lo soy vuestro y nada más. A vos me he rendido, sí, a vos sola; y vos sabéis en qué circunstancia y con qué condición.
—No creía —repuso Clara—, que hubiese habido ningunas condiciones.
—Es cierto que no las pronunciaron los labios, pero las acordaba quizás el corazón. ¡Ah! ¡Señora, después de lo que me dijisteis, después de la dicha que me dejasteis entrever, después de las esperanzas que me hicisteis concebir!… ¡Ah! Convenid, señora, en que habéis sido muy cruel.
—Amigo —contestó Clara—, ¿merezco que me reconvengáis por haber pensado en vuestra felicidad a la vez que en la mía? Necesario es que confiese que no me comprendéis, porque si así fuera, lo adivinaríais. ¿No conocéis que he sufrido tanto como vos, más que vos, porque no he tenido fuerzas para soportar este padecimiento?
—Oídme, y que mis palabras, nacidas de lo más profundo de mi corazón, entren en lo más profundo del vuestro.
—Amigo, os lo he dicho, he sufrido más que vos, porque me asediaban un temor, temor que vos no podíais tener, sabiendo muy bien que no amo a ningún otro. ¿Permaneciendo aquí tenéis algún pesar por la que no lo está, y en los sueños de vuestro porvenir tenéis alguna esperanza que no se refiera a mi?.
—Señora, reclamáis mi franqueza, y voy a hablaros francamente; si cuando me abandonáis a mis dolorosas reflexiones; cuando me dejáis solo en presencia de lo pasado; cuando por vuestra ausencia me condenáis a vivir errante entre garitos con esos necios empenachados que cortejan a sus paisanas; cuando vuestra mirada evita encontrarse con la mía, o me vendéis tan cara una palabra o una leve insinuación, de que acaso soy indigno, si me pesa no haber sido muerto combatiendo, me echo en cara el haberme rendido, tengo pesares y remordimientos.
—¿Remordimientos?
—Sí, señora, remordimientos. Porque tan cierto como Dios está en ese santo altar el cual os digo que os amo, hay en este momento una mujer que llora, que gime, que daría por mí su vida; y sin embargo, dice en su interior que soy un cobarde o un traidor.
—¡Oh, caballero!
—Sin duda, señora. ¿No le debo todo lo que soy? ¿No le había jurado de salvarla?
—¿Y qué, no la habéis salvado?
—Sí, de los enemigos que habrían podido atormentar su vida, pero no de la desesperación que estará destrozando su pecho, si sabe que me he rendido a vos.
La vizcondesa bajó la cabeza y suspiró.
—¡Ah! ¡No me amáis! —dijo.
El barón suspiró a su vez.
—No quiero obligaros, caballero —continuó Clara—; no quiero haceros perder una amiga. Pero ya lo sabéis, también os amo yo, y vengo a demandaros vuestro amor espontáneo y exclusivo; vengo a deciros que soy libre y os entrego mi mano. Os la ofrezco porque no encuentro persona que os iguale, porque no conozco a nadie que os aventaje.
—¡Ah! Señora, me transportáis, me hacéis el más feliz de los hombres.
—¡Oh! —dijo ella—. Vos, caballero, no me amáis.
—Yo os amo, os adoro; pero no me es posible explicar cuánto he sufrido por vuestro silencio y vuestra reserva.
—¡Dios mío! ¿Vosotros los hombres no adivináis nada? —contestó Clara alzando al cielo los ojos—. ¿No habéis conocido que no quería que se pudiese creer que la rendición de la isla de San Jorge se debía a un arreglo habido entre nosotros? No, yo quería que, canjeado por la reina o recobrado por mí, me pertenecieseis sin reserva.
—¡Ay! Vos no habéis querido esperar.
—¡Oh! Señora, esperaré. Concededme una hora como ésta, una promesa de vuestra dulce voz me diga que me amáis, y esperaré horas, días, años…
—¿Amáis aún a la señorita de Lartigues? —dijo la vizcondesa de Cambes moviendo la cabeza.
—Señora —contestó Canolles—, si os dijiese que no le profeso un reconocimiento de amistad, mentiría, creedme, y aceptadme con ese sentimiento. Os doy todo cuanto puedo daros de amor, y este amor es mucho.
—¡Ay! No sé si de hecho aceptar, porque demostráis tener un corazón muy generoso, pero también muy amante.
—Escuchad —dijo el barón—. Yo moriría por evitaros una lágrima, y hago llorar sin convencerme a la que decís. ¡Pobre mujer! Ella tiene enemigos, y los que no la conocen la maldicen. Vos no tenéis más que amigos; os aman los que os conocen, y os respetan hasta los que no os han visto jamás. Juzgad, pues, acerca de la diferencia de estos dos sentimientos, ordenando el uno por mi conciencia y el otro por mi corazón.
—Gracias, amigo mío. ¿Pero cedéis tal vez a un movimiento de ternura producido por mi presencia, del cual podríais arrepentiros? Meditad mis palabras, os doy de término hasta mañana para responder. Si queréis decir algo a la señorita de Lartigues, si deseáis reuniros con ella, sois libre, Canolles; yo os tomaré de la mano y os conduciré yo misma fuera de las puertas de Burdeos.
—Señora —contestó Canolles—, es inútil esperar a mañana. Os lo digo con un corazón ardiente, sí, pero con la cabeza fría, os amo, no amo a otra, ni amaré jamás a ninguna sino a vos.
—¡Ah! Gracias, gracias, amigo —exclamó Clara, haciendo correr la rejilla y pasando su mano por la abertura—. Vuestra es mi mano, vuestro es mi corazón.
El barón cogió aquella mano y la cubrió de besos.
—Pompeyo me hace señas de que es tiempo de salir —dijo Clara—; sin duda van a cerrar la iglesia. Adiós, amigo mío, hasta más ver. Mañana seréis feliz, porque yo seré dichosa.
Y no pudiendo dominar el sentimiento que hacia el barón la arrastraba, atrajo a su vez su mano hacia ella, besó la extremidad de sus dedos y se alejó rápidamente, dejando a Canolles contento como los ángeles, cuyos celestiales conciertos parecían tener un eco en su corazón.