XXXVII

XXXVII

La capitulación de Vayres

Retrocedamos un poco, y llevemos a nuestros lectores a que se enteren de los acontecimientos de Vayres, acontecimientos que no conocen aún sino de un modo imperfecto.

Después de muchos asaltos, tanto más terribles cuanto que el general de las tropas reales sacrificaba mayor número de hombres a cambio de ganar tiempo, las trincheras habían sido tomadas; pero los bravos defensores de estas trincheras, después de haberse hecho disputar el terreno palmo a palmo, después de haber llenado el campo de cadáveres, se habían retirado a establecerse en Vayres por el camino cubierto. Mas el señor de La Meilleraye no desconocía que habiendo perdido quinientos o seiscientos por una empalizada, tendría que perder seis tantos más para tomar un fuerte rodeado de buenas murallas y defendido por un hombre, cuya ciencia estratégica y valor militar había tenido ocasión de apreciar a su costa.

Se había decidido a disponer una trinchera y establecer un sitio en regla, cuando se vio llegar al ejército del duque de Epernón, que venía a reunirse con el del señor de La Meilleraye, reunión que duplicaba las fuerzas reales. Esto cambiaba enteramente el aspecto de las cosas.

Con veinticuatro mil hombres se emprende lo que no se emprendería con doce mil. Quedó, pues, decidido el asalto para la mañana siguiente.

Por la interrupción de los trabajos del campamento, por las nuevas disposiciones que se tomaban, y sobre todo a vista del nuevo refuerzo, conoció Richón que el intento de los sitiadores era apremiable sin tardanza; y comprendiendo que el asalto se preparaba a la mañana siguiente, reunió sus tropas a fin de juzgar sus disposiciones, de que por otra parte ningún motivo de duda tenía, visto el modo con que le habían secundado en la defensa de los primeros reductos.

Así, pues, fue grande su admiración cuando vio la nueva actitud de la guarnición. Sus hombres tenían una mirada sombría e inquieta sobre el ejército real, y salían de las filas rumores sordos.

Richón no entendía de bromas sobre las armas, y especialmente bromas de este género.

—¡Hola!, ¿quién murmura? —dijo volviéndose hacia el lado en que el ruido de desaprobación había sido más distinto.

—¡Yo! —contestó un soldado—, más atrevido que los demás.

—¿Tú?

—Sí, yo.

—Entonces, ven acá y responde.

El soldado salió de las filas y se aproximó a su jefe.

—¿Qué te falta para que te quejes? —dijo Richón cruzándose de brazos y mirando fijamente al revoltoso.

—¿Qué me falta?

—Sí, ¿qué te falta? ¿Tienes tu ración de pan?

—Sí, comandante.

—¿Tu ración de vianda?

—Sí, comandante.

—¿Tu ración de vino?

—Sí, comandante.

—¿Estás mal alojado?

—No.

—¿Se te debe algo atrasado?

—No.

—Entonces, habla, di lo que deseas, lo que quieres, lo que significan esos murmullos.

—Significan que nos batimos contra nuestro rey, y que esto es duro a un soldado francés.

—¿Según eso, te pesa no servir a Su Majestad?

—¡Oh! Sí.

—¿Y quieres reunirte con tu rey?

—Sí —contestó el soldado, que engañado por la calma de Richón, creía que la cosa terminaría por excluirle de las filas.

—Está bien —dijo Richón asiendo al hombre por su cintura—; pero como las puertas están cerradas, será preciso que tomes el único camino que te queda.

—¿Cuál? —preguntó el soldado aturdido.

—Éste —contestó Richón levantándole con su brazo de Hércules y lazándole por encima del parapeto.

El soldado dio un grito, y fue a caer al foso, que por su suerte estaba lleno de agua.

Un silencio imponente acogió esta acción de vigor.

Richón creyó haber apaciguado la sedición; y como el jugador que arriesga el todo, se volvió hacia sus tropas.

—Ahora —dijo—, si hay más partidarios del rey aquí, que hablen, y se les hará salir por el camino que ya saben.

Un centenar de hombres exclamaron:

—¡Sí, sí! ¡Nosotros somos partidarios del rey, y queremos salir!…

—¡Ah, ah! —dijo Richón, conociendo que no era una opinión parcial, sino una resolución general la que se efectuaba—. ¡Ah! Esto es otra cosa; yo creí no tener que habérmelas más que con un revoltoso, y veo que me rodean quinientos cobardes.

Richón hacía mal en acusar a la generalidad. Un centenar de hombres habían hablado solamente, los demás guardaban silencio; pero el resto, comprendido en la acusación de cobardía, murmuró a la vez.

—Veamos —dijo Richón—, no hablemos todos a la vez. Que un oficial, si hay alguno que consienta en faltar a su juramento, hable por todos, juro que el que sea, podrá hacerlo impunemente.

Ferguzón dio entonces un paso al frente de las filas, y saludando a su comandante con una política extremada, dijo:

—Comandante, habéis oído el voto de la guarnición. Vos combatís contra Su Majestad nuestro rey, ahora bien, la mayor parte de nosotros no habíamos sido prevenidos de que se nos alistaba para hacer la guerra a semejante enemigo. Uno de los bravos que están presentes, violentando de este modo en sus opiniones, hubiera podido en medio del asalto equivocar la dirección de su mosquete y depositaros una bala en la cabeza; pero somos verdaderos soldados, y no cobardes, como habéis tenido la franqueza de llamarnos. Ésta es la opinión de mis compañeros y la mía, que os exponemos respetuosamente. Entregadnos al rey, o nos pasaremos nosotros mismos.

Este discurso fue recibido con un hurra universal, que probaba que la opinión depuesta por el teniente era, si no la de toda la guarnición, al menos la de la mayoría.

Richón conoció que estaba perdido.

—Yo no puedo defenderme solo —dijo éste—, y no quiero entregarme. Ya que mis soldados me abandonan, que trate cualquiera por ellos, como pueda y como le escuchen; pero ese cualquiera no seré yo. Con tal que salven la vida los pocos bravos que me han permanecido fieles, si son algunos, estoy contento. Veamos, ¿quién será el negociador?

—Yo, mi comandante, dado caso que lo tengáis a bien y que mis compañeros me honren con su confianza.

—¡Sí, sí, el teniente Ferguzón, el teniente Ferguzón! —gritaron quinientas voces, entre las cuales se distinguían las de Barrabás y Carrotel.

—Seréis vos, caballero —dijo Richón—. Sois libre para entrar y salir de Vayres como os agrade.

—¿Y no tenéis instrucciones particulares que darme, mi comandante? —dijo Ferguzón.

—La libertad para mi gente.

—¿Y para vos?

—Nada.

Semejante abnegación habría atraído a hombres extraviados; pero no sólo estaban extraviados, sino que estaban vestidos.

—¡Sí, sí, la libertad para nosotros! —gritaron.

—Tranquilizaos, comandante, no me olvidaré de vos en la capitulación.

Richón se sonrió tristemente; se encogió de hombros, entró en su habitación y cerró la puerta.

Ferguzón pasó enseguida al campo realista. Sin embargo, el mariscal no quiso hacer nada sin la autorización de la reina; pero ésta había dejado la casita de Nanón, por no presenciar, como ella misma había dicho, la deshonra del ejército, y se había retirado a la casa capitular de Liburnio.

Entregó a Ferguzón a la guardia de dos soldados, montó a caballo y fue a Liburnio. Encontró al señor de Mazarino, a quien creyó anunciar una gran noticia; pero a las primeras palabras del señor de La Meilleraye, el ministro le interrumpió con su habitual sonrisa.

—Sabemos todo eso, señor mariscal —le dijo—. Eso se arregló ayer noche. Tratad con el teniente Ferguzón, pero no os obliguéis sino sobre la palabra con respecto a Richón.

—¿Cómo sobre la palabra? —dijo el mariscal—. Pero una vez dada mi palabra, valdrá tanto como un escrito, me parece. Mazarino se sonrió, diciendo al señor de La Meilleraye que podía volverse al campo.

El mariscal volvió refunfuñando, dio a Ferguzón una salvaguardia escrita para él y su gente, y empeñó su palabra con respecto a Richón.

Ferguzón entró en el fuerte, que abandonó con sus compañeros una hora antes del día, después de haber participado a Richón la promesa verbal del mariscal. Dos horas después, al tiempo que Richón veía desde sus ventanas el refuerzo que le traía Ravailly, entraron en su habitación y le prendieron en nombre de la reina.

En el primer momento una viva satisfacción se dibujó en el rostro del bravo comandante. Estando libre, la princesa podía sospechar de su lealtad; pero siendo prisionero, su cautividad respondía por él.

Con esta esperanza, en vez de salir con los demás había preferido quedarse.

Sin embargo, no se contentaron con recogerle la espada, como desde luego esperaba, sino que apenas estuvo desarmado, cuatro hombres que le aguardaban a la puerta se arrojaron sobre él y le ataron las manos a la espalda.

Richón no opuso a este indigno tratamiento más que la calma y resignación de un mártir. Era aquella una de esas almas fuertemente templadas, abuelas de los héroes populares de los siglos XVIII y XIX.