XXXIX

XXXIX

El arresto

Mientras se ejecutaba en Liburnio el terrible drama que acabamos de referir, la vizcondesa de Cambes, sentada junto a una mesa de roble de pies torcidos, teniendo delante de sí a Pompeyo, que hacía una especie de inventario de su fortuna, escribía al barón de Canolles la siguiente carta:

«Aún tenemos que esperar, amigo mío. En el momento de ir a pronunciar vuestro nombre a la princesa y a demandarle su complacencia en nuestra unión llegó la noticia de la toma de Vayres, que heló las palabras en mis labios; pero conozco lo que deberéis sufrir, y no tengo fuerzas para soportar a la vez vuestro dolor y el mío. Las prosperidades o los reveses de esta guerra fatal pueden llevarnos muy lejos, si no nos decidimos a sobre pujar las circunstancias… Mañana, amigo mío, mañana a las siete de la noche seré vuestra esposa.

He aquí el plan de conducta que os ruego adoptéis, siendo muy urgente que os conforméis con él en todo y por todo.

Pasaréis la tarde en casa de la señora de Lalasne, que desde vuestra presentación a ella por mí, os tiene en grande aprecio, como también su hermana. Se jugará.

Jugad como los otros; sin embargo, no os comprometáis a ninguna partida para la hora de cenar. Haced más, llegada la noche, alejad a vuestros amigos, si os acompañan algunos. Entonces, cuando estéis aislado, veréis entrar cierto mensajero, aún no sé quién, el cual os llamará por vuestro nombre, como si se os necesitase para un negocio cualquiera. Sea el que sea, seguidle con toda confianza, porque irá de mi parte, y su misión será la de conduciros a la capilla, donde os esperaré.

Yo quisiera que fuese en la iglesia del Carmen, que tiene para mí tan dulces recuerdos; pero no me atrevo a esperarlo aún. Sin embargo, así será si se consiente en cerrar la iglesia por nosotros.

Mientras llega la hora, haced con mi carta lo que con mi mano hacéis cuando me olvido de retirárosla. Hoy os digo mañana; mañana os diré: ¡para siempre!».

El barón se encontraba en uno de esos ratos de misantropía cuando recibió esta carta. En toda la víspera y la mañana de aquel día no había visto a la vizcondesa de Cambes aunque en este espacio de veniticuatro horas hubiese pasado diez veces por delante de sus ventanas.

Entonces se operaba la reacción habitual en el alma del enamorado joven. Acusaba a la señora de Cambes de coquetería; dudaba de su amor, y a su pesar se entregaba de nuevo a los recuerdos de Nanón, tan buena, tan rendida, tan ardiente; casi se creaba una gloria en este amor, que la vizcondesa le parecía encontrar vergonzoso, y suspiraba su pobre corazón, preso entre un amor satisfecho que no podía extinguirse, y un amor deseoso que no podía satisfacerse. La epístola de la señora de Cambes vino a decirlo todo a su favor.

Canolles leyó y releyó la carta; como la vizcondesa había previsto, la besó veinte veces, cual lo hubiera hecho con su mano. Reflexionando en ello, no podía el barón desconocer que su amor hacia Clara era y había sido el negocio más serio de su vida. Con las demás mujeres, este sentimiento había tomado siempre un carácter distinto, y había tenido sobre todo muy diferente desenlace. Canolles había desempeñado su papel de hombre afortunado, se había conducido como vencedor, reservándose casi el derecho de ser inconstante. Con la vizcondesa de Cambes, por el contrario, él era quien se sentía sometido a un poder superior, contra el cual no trataba de retirarse, porque conocía que esta esclavitud presente le era más grata que su pasado poder. Y en aquellos momentos de desaliento en que concebía dudas sobre la realidad del cariño de la vizcondesa, en esas horas en que el corazón dolorido se repliega en sí mismo y trueca sus dolores con el pensamiento, se confesaba, sin sonrojarse de esta debilidad, que un año antes habría considerado indigna de un alma grande; pero perder en la situación presente a la vizcondesa de Cambes, sería para él una insoportable calamidad.

Pero amarla, ser amado por ella, poseer su corazón, su alma, su persona, poseerla con toda la independencia de su porvenir, puesto que Clara no exigía de él ni aun el sacrificio de sus opiniones al partido de la princesa, y sólo pedía su amor; llegar a ser el oficial más rico y feliz del ejército real; porque al cabo, ¿por qué olvidar la riqueza? La riqueza nunca estorba. Permanecer al servicio de Su Majestad, si Su Majestad recompensaba dignamente su fidelidad; dejarle, si según la costumbre de los reyes, se le pagaba con ingratitud, ¿no era verdad una dicha mayor, más soberbia, si se puede decirse, que cuanto en sus más dorados sueños hubiese osado anhelar jamás?

Pero, ¿y Nanón?

¡Ah! ¡Nanón, Nanón! Éste era el remordimiento sordo y punzante que existe siempre en el fondo de las almas nobles. Tan sólo en los pechos vulgares no tienen eco los dolores que ellos causan. Nanón, ¡pobre Nanón! ¿Qué haría, qué diría, que iba a ser de ella cuando supiese la terrible noticia de que su amante era esposo de otra?…

¡Ay! Ella no se vengaría, aunque tuviese en su mano todos los medios de vengarse, y éste era el pensamiento que más atormentaba a Canolles. ¡Ah! Si a lo menos Nanón tratase de vengarse, si se vengara de un modo cualquiera, el infiel no vería en ella más que una enemiga y se vería desembarazado a lo menos de sus remordimientos.

Sin embargo, Nanón no le había contestado a la carta en que le decía no le escribiese más. ¿Cómo era que ella hubiese tan escrupulosamente seguido sus instrucciones?

Seguramente, si Nanón hubiese querido, habría encontrado medios de hacerle entregar diez cartas. No había, pues, Nanón tratado de contestarle. ¡Ah! ¡Si no le amara!

Y la frente del barón se oscureció bajo la idea de que era posible que Nanón no le amase ya. Cosa cruel es encontrar el egoísmo del orgullo hasta en el corazón más noble.

Felizmente, Canolles tenía un medio de olvidarlo todo, este medio consistía en leer y releer la carta de la vizcondesa de Cambes. Leyóla muchas veces, y el medio obró sus efectos. Nuestro enamorado consiguió desvanecer de este modo cuanto no era su propia felicidad; y por obedecer con anticipación a su señora de Lalasne, se hermoseó, cosa que no era difícil a su juventud, a su gracia y a su gusto, y se encaminó a casa de la presidenta en el momento de sonar las dos.

El barón iba tan preocupado por su felicidad, que al pasar por la calle no vio a su amigo Ravailly, que desde un batel que avanzaba a fuerza de remos, le hacía miles de señas. Los enamorados, en sus momentos de felicidad, andan con paso tan ligero, que parecen no tocar la tierra.

Canolles estaba ya muy lejos cuando arribó Ravailly.

Apenas estuvo en tierra este último, dio con voz concisa algunas órdenes a los hombres de la barca, y se lanzó rápidamente hacia el alojamiento de la princesa.

Hallábase a la mesa la princesa cuando sintió cierto rumor en la antesala, preguntó la causa de aquel ruido, y se le contestó que era el barón de Ravailly que enviado cerca del señor de La Meilleraye, acababa de llegar en aquel instante.

—Señora —dijo Lenet—, me parece que convendría que Vuestra Alteza le recibiese sin tardanza. Traiga las noticias que quiera, no pueden menos de ser importantes.

La princesa hizo una seña y Ravailly entró; pero estaba tan pálido y desencajado su semblante, que sólo al verle conoció la señora de Condé que tenía delante de sí un mensajero que traía una mala noticia.

—¿Qué hay, capitán? —preguntó—. ¿Qué ha ocurrido de nuevo?

—Dispensad, señora, que me presente así ante Vuestra Alteza; pero la noticia que traigo me parece que no puede sufrir retraso.

—Hablad. ¿Habéis visto al mariscal?

—El mariscal se ha negado a recibirme, señora.

—¡El mariscal se ha negado a recibir a mi enviado! —exclamó la princesa.

—¡Oh! Señora, no es eso todo.

—¿Qué más hay? ¡Hablad, hablad! Os escucho.

—El pobre Richón…

—Y bien, ya lo sé, está prisionero… puesto que os envié para tratar de su rescate. —A pesar de mi diligencia, señora, he llegado demasiado tarde.

—¡Cómo, demasiado tarde! —dijo Lenet—. ¿Le habrá ocurrido alguna desgracia? —¡Ha muerto!

—¡Muerto! —repitió la princesa.

—Se le ha formado su proceso como a un traidor, y ha sido condenado y ejecutado.

—¡Condenado, ejecutado! ¡Ah! ¿Lo oís, señora? —dijo Lenet consternado—. ¡Bien os lo decía! —¿Y quién le ha condenado, quién ha tenido esa audacia?

—Un tribunal presidido por el duque de Epernón, o mejor dicho, por la reina misma. Así, pues, no se han contentado con la muerte, se ha querido que su muerte fuese infamante.

—¡Cómo, Richón!

—¡Ahorcado, señora, ahorcado como un miserable, como un ladrón, como un asesino! Yo he visto su cuerpo en la galería del mercado de Liburnio.

La princesa se levantó de su asiento como si la hubiera movido un resorte invisible. Lenet dio un grito de dolor.

La vizcondesa de Cambes, que se había levantado, volvió a caer en su silla llevándose la mano al corazón, como se hace cuando se recibe una profunda herida. Estaba sin sentido.

—Llevaos a la vizcondesa de Cambes —dijo el duque de Larochefoucault—. En este momento no tenemos tiempo para cuidar de los paisanos de las damas.

Dos mujeres se llevaron a la vizcondesa.

—Esto es una violenta declaración de guerra —dijo el duque impasible.

—¡Eso es infame! —repuso la princesa.

—Es feroz —dijo Lenet.

—Es impolítico —profirió el duque.

—¡Oh! ¡Mas espero que nos vengaremos! —exclamó la princesa—. ¡Nos vengaremos cruelmente!

—Yo tengo mi plan —exclamó la señora de Tourville, que aún no había dicho nada—. ¡Represalias, señora, represalias!

—Un momento, señora —dijo Lenet—. ¡Que diablos! ¡A dónde vais a parar! La cosa es por demás grave para que merezca meditarse.

—No, señor, todo lo contrario, enseguida —contestó la de Tourville—. Cuanto más se ha apresurado el rey a herir, tanta mayor prontitud debemos tener nosotros en contestarle, descargando rápidamente el mismo golpe.

—¡Eh, señora! —exclamó Lenet—. Habláis de verter sangre, como si fueseis reina de Francia.

Para dar vuestro parecer, esperad al menos que Su Alteza os lo pida.

—La señora dice bien —dijo el capitán de guardias. Represalias, ésa es la ley de la guerra.

—¡A ver! —dijo el duque de Larochefoucault, siempre impasible y sereno—; no perdamos el tiempo de esta manera. La noticia va a extenderse por la ciudad, y dentro de una hora no seremos dueños, ni de los acontecimientos, ni de las pasiones, ni de los hombres. El primer cuidado de Vuestra Alteza debe ser el de adoptar una actitud bastante firme para que se le juzgue inexorable.

—Y bien —dijo la princesa—, yo os cedo ese cuidado, señor duque, y os remito el interés de vengar mi honor y vuestras afecciones; porque antes de entrar a mi servicio, Richón había estado al vuestro, y le recibí de vos, y me le entregasteis más bien como un amigo que como un criado vuestro.

—Vivid tranquila, señora —contestó el duque haciendo una cortesía—. No olvidaré lo que debo a vos, a mí y a esa pobre víctima.

Luego se acercó al capitán de guardias y le habló largo rato; mientras que la princesa salía acompañada de la de Tourville y seguida de Lenet, que se golpeaba el pecho con muestras de dolor. La señora de Cambes estaba en la puerta. Al recobrar sus sentidos, su primera idea había sido volver al lado de la princesa; encontróla al paso, pero con un semblante tan severo, que no se atrevió a interrogarla personalmente.

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué van a hacer? —exclamó tímidamente la señora de Cambes juntando sus manos suplicantes.

—A vengarse —contestó majestuosamente la de Tourville.

—¡Vengarse! ¿Y cómo? —preguntó la vizcondesa.

La señora de Tourville pasó sin dignarse responder, meditaba ya su requisitoria.

—¡Vengarse! —repitió Clara—. ¡Oh! Señor Lenet, ¿qué quieren decir con eso?

—Señora —contestó Lenet—, si tenéis algún imperio sobre la princesa, haced uso de él, para que bajo el nombre de represalias no se cometa algún horrible asesinato.

Y pasó a su vez, dejando espantada a Clara.

En efecto, por una de esas intuiciones singulares que hacen creer en los presentimientos, el recuerdo del barón de Canolles se había presentado súbitamente de un modo doloroso a la imaginación de la joven. Oyendo en su corazón como una voz triste que le hablaba de este amigo ausente; y subiendo a su casa con una precipitación furiosa, empezó a vestirse para ir a la cita, cuando echó de ver que la cita no debía verificarse hasta dentro de tres o cuatro horas.

Entretanto, el barón se había presentado en casa de la señora de Lalasne, como le había recomendado la señora de Cambes. Éste era el día del cumpleaños del presidente, y se daba una especie de fiesta. Como se estaba en uno de los más hermosos días del año, toda la sociedad se hallaba en el jardín, donde se había instalado un juego de sortija sobre una vasta pradera. Canolles, con su exquisita destreza y perfecta gracia, y merced a su habilidad, fijó constantemente a su lado la victoria.

Las señoras se reían de la poca destreza de los rivales del barón y admiraban la habilidad de éste. A cada nuevo lance que hacía, se reproducían prolongados bravos, los pañuelos flotaban al aire, y no era mucho si los ramilletes no se escapaban de las manos yendo a caer a sus pies.

Este triunfo no era bastante para apartar de su espíritu el gran pensamiento que le preocupaba, pero servía para darle paciencia. Por mucho que se debe llegar al término, se llevan con paciencia los retrasos de la marcha, cuando estos retrasos son otras tantas ovaciones.

Sin embargo, a proporción que se acercaba la hora deseada, los ojos del joven se volvían con más frecuencia hacia la puerta por donde entraban o salían los convidados, y por la que naturalmente debía aparecer el enviado prometido.

Súbitamente, y mientras el barón se felicitaba de no tener que esperar, según toda probabilidad, sino un corto espacio de tiempo, un rumor singular se esparció entre aquella alegre concurrencia. Canolles observó que se formaban grupos acá y allá, que hablaban bajo y le miraban con un extraño interés, que parecía tener algo de doloroso. Al principio atribuyó interés hacia su persona, a su destreza, y se felicitó de este sentimiento, cuya verdadera causa estaba muy distante de sospechar.

Sin embargo, como hemos dicho, empezó a observar que había algo doloroso en aquella atención de que era objeto. Acercóse sonriendo a uno de los grupos; las personas que le componían hicieron por sonreír, pero su continente estaba visiblemente embarazado. Los que no hablaban con el barón se alejaron.

Canolles se volvió, y vio cada cual iba desapareciendo poco a poco. Se habría dicho que una noticia fatal, que helara de terror a todo el mundo, se había difundido súbitamente en la asamblea. Por detrás de él pasaba y volvía a pasar el presidente Lalasne, que con una mano bajo la barba y la otra sobre el pecho, se paseaba con aire lúgubre. La presidenta, con su hermana del brazo, aprovechándose de un momento en que nadie podía verla, dio un paso hacia el barón, y sin dirigir a nadie la palabra, dijo con un tono que llenó de turbación el alma del joven:

—Si yo tuviera la desgracia de ser prisionero de guerra, aunque fuese bajo palabra, por temor de que no se me cumpliese esta palabra, montaría en un buen caballo, ganaría el río, daría diez luises, veinte, ciento, si fuese necesario, a un batelero, y me escaparía…

Canolles miró a las dos mujeres con admiración, y las dos hicieron a la vez un signo de terror, que le fue posible comprender. Se levantó tratando de saber de las dos mujeres la explicación de las palabras que acababan de pronunciar; pero escaparon como fantasmas, la una poniendo el dedo en los labios para indicarle que callase, y la otra alzando el brazo para hacerle seña de huir.

En este momento, el nombre de Canolles resonó en la cancela. El joven se estremeció de pies a cabeza. Este nombre debía ser pronunciado por el mensajero de la vizcondesa de Cambes. El barón se precipitó hacia la puerta.

—¿Está aquí el señor barón de Canolles? —preguntó una voz fuerte.

—Sí —exclamó el barón, olvidándolo todo para no acordarse más que de la promesa de Clara—. Sí, yo soy.

—¿Sois vos seguramente el señor barón de Canolles? —dijo en aquel momento una especie de sargento pasando el umbral de la cancela, detrás de la cual había estado hasta entonces.

—Sí, señor.

—¿El gobernador de la isla de San Jorge?

—Sí.

—¿El ex capitán del regimiento de Navalles?

—Sí.

El sargento se volvió, hizo una seña, y cuatro soldados que estaban ocultos detrás de una carroza avanzaron enseguida. Aproximaron la carroza hasta el punto de tocar su estribo al umbral de la cancela. El sargento invitó a Canolles a subir. El joven miró a su alrededor, estaba enteramente solo; únicamente vio a lo lejos entre los árboles, semejantes a dos sombras, a la señora de Lalasne y su hermana, que apoyadas la una en la otra, parecían mirarle con compasión.

—¡Pardiez! —decía él para sí, no comprendiendo nada de cuanto pasaba—. La vizcondesa de Cambes ha ido a escoger una escolta singular. Pero —añadió sonriendo a su propio pensamiento—, no seamos delicados en la elección de los medios.

—Os esperamos, comandante —dijo el sargento.

—Perdonad, señores, estoy pronto.

Y subió a la carroza.

El sargento y dos soldados subieron con él, los otros dos se colocaron el uno delante y el otro detrás del coche, y la pesada máquina partió con la prontitud con que podían arrastrarla dos vigorosos caballos.

Todo esto era extraño y empezaba a dar en qué pensar al barón. Así es que volviéndose hacia el sargento, le dijo:

—Ya que estamos solos, ¿podréis decirme amigo a dónde me conducen?

—Por lo pronto, a la prisión, señor comandante —contestó aquél a quien había sido dirigida la pregunta.

—El barón miró a este hombre con estupor.

—¿Cómo, a la prisión? —dijo— ¿no venís de parte de una mujer?

—Sí tal.

—¿Y esta mujer, no es la señora vizcondesa de Cambes?

—No, señor. Esa mujer es la señora princesa de Condé.

—¡La señora princesa de Condé! —exclamó Canolles.

—¡Pobre joven! —murmuró una mujer que pasaba.

Al mismo tiempo hizo la señal de la cruz.

El barón sintió correr por sus venas un frío agudo.

Más allá, un hombre que corría con una pica en la mano, se detuvo al ver la carroza y los soldados. Canolles se inclinó hacia afuera, y sin duda el hombre le conoció, pues le enseñó el puño con un ademán amenazador.

—¡Qué es esto! ¿Se han vuelto locos en vuestra ciudad? —dijo el barón tratando de sonreír aún—. ¿Me he convertido desde hace una hora en un objeto de compasión u odio, para que unos me compadezcan y me amenacen otros?

—¡Eh, señor! —contestó el sargento—, los que os compadecen no hacen mal, y los que os amenazan pueden tener razón. —En fin, si a lo menos comprendiese algo…— dijo el barón.

—Pronto comprenderéis, caballero —contestó el sargento. Llegaron a la puerta de la prisión, y se le hizo bajar al barón en medio de la turba que empezaba a reunirse.

Solamente que en vez de conducirle a su sala acostumbrada, se le hizo descender a un calabozo lleno de guardias.

—¡Veamos! Es necesario que sepa yo a que atenerme —dijo para sí el barón.

Y sacando de su bolsillo dos luises, se acercó a un soldado y se los puso en la mano.

El soldado vaciló en recibirlos.

—Toma, amigo mío —le dijo Canolles—. La pregunta que voy a hacerte no te compromete en nada.

—Entonces hablad, mi comandante —contestó el soldado metiéndose primeramente los dos luises en el bolsillo.

—Pues bien, quisiera saber la causa de mi repentino arresto.

—Parece —le respondió el soldado— que ignoráis la muerte de ese pobre Richón.

—¡Richón ha muerto! —exclamó Canolles con un grito de profundo dolor—. ¡Le habrán matado, Dios mío!

—No, mi comandante, ha sido ahorcado.

—¡Ahorcado! —repitió Canolles palideciendo y juntando las manos.

Después, viendo el siniestro apartado que le rodeaba y el gesto feroz de sus guardias, añadió:

—¡Pardiez, ahorcado! ¡Esto podrá retardar indefinidamente mi casamiento!