XLIII
XLIII
Los prisioneros de guerra
Efectivamente, Canolles no había podido dejar de notar los gritos, los alaridos, las amenazas y agitación de las turbas. A través de los hierros de su ventana había a su vez observado el cuadro moviente y animado que se desarrollaba ante su vista, y que era el mismo de un extremo a otro de la ciudad conmovida.
—¡Pardiez —decía—, vaya un contratiempo desagradable! Esa muerte de Richón… ¡Pobre Richón; era un valiente! Su muerte va a redoblar mi cautiverio, y ya no se me permitirá recorrer la ciudad como antes. Ya se acabaron las citas, y hasta el casamiento, a no ser que Clara se contente con la capilla de una cárcel. Sin embargo, esto sería de triste agüero… ¿Por qué diablos no se recibió la noticia mañana en vez de recibirse hoy?
Después, acercándose a la ventana e inclinándose para mirar continuó:
—¡Qué vigilancia, dos centinelas, cuando yo pienso que voy a estar aquí confinado ocho días, quince días tal vez, hasta que ocurra algún suceso que haga olvidar este otro!… Por fortuna, los hechos se suceden con frecuencia en los tiempos que corren, y los Burdeleses son ligeros de cascos. ¡Pobre Clara! Debe estar desesperada; por fortuna, sabe que estoy arrestado. ¡Oh, sí lo sabe, y por consiguiente sabe también que yo no tengo la culpa! ¡Calle! ¿Pero a dónde diablos va toda esa gente? A estas horas no hay parada ni ejecución; todos van hacia el mismo lado. Diríase, en verdad, que saben que estoy aquí como un oso detrás de estas rejas…
El barón dio algunos pasos por la sala con los brazos cruzados, los muros de la prisión le habían inspirado ideas filosóficas, de que se ocupaba poco en tiempo ordinario.
—¡Qué necedad tan grande es la guerra! —murmuró—. Véase el pobre Richón, con quien yo comía hace apenas un mes, ya muerto. Se habrá hecho matar al pie de sus cañones, como habría yo debido hacer si me hubiera sitiado cualquiera otro que no fuese la vizcondesa. Esta Guerra de las Mujeres es en verdad la más temible de todas la guerras. A lo menos, en nada he contribuido a la muerte de un amigo. Gracias a Dios, no he sacado la espada contra un hermano, lo que me consuela. Vamos, esto más le debo a mi geniecito femenino; bien mirado, le debo muchas cosas.
En este momento entró un oficial e interrumpió el soliloquio del barón.
—Si queréis cenar, caballero —le dijo—, dad vuestras órdenes, el conserje tiene encargo de serviros según os acomode.
—Vamos —dijo Canolles—, parece que a lo menos determinan tratarme honoríficamente el tiempo que permanezca. Había temido un momento lo contrario, al ver el semblante grave de la princesa y el gesto crudo de todos sus asesores…
—Os espero —repitió el oficial inclinándose.
—¡Ah! Tenéis razón; perdonad. Vuestra demanda me ha obligado a hacer ciertas reflexiones por su extremada política… Volvamos al asunto, sí, señor, cenaré, porque tengo bastante apetito; pero soy sobrio por costumbre, y una cena de soldado me bastará.
—¿Y no tenéis ningún encargo que hacerme además para la ciudad?… —dijo el oficial acercándose a él con interés—. ¿No esperáis nada?… Vos habéis dicho que sois soldado, yo también lo soy; portaos conmigo como con un camarada.
El barón miró al oficial con admiración.
—No, señor, no —dijo—. No tengo ningún encargo que haceros para la ciudad, ni espero nada, sino es a una persona que no puedo nombrar. En cuanto a trataros como a un camarada, es ofrecimiento que os agradezco. Aquí tenéis mi mano, caballero; y más adelante, si necesito alguna cosa, me acordaré de vos.
Esta vez el oficial fue quien miró a su interlocutor con sorpresa.
—Bien, caballero —le contestó—. Vais a ser servido ahora mismo. Y se retiró.
Un instante después entraron dos soldados trayendo una cena completa, era un poco más selecta de lo que había pedido el barón. Sentóse a la mesa y comió con buen apetito.
Los soldados le miraban a su vez admirados. Canolles creyó codiciar su admiración; y como el vino era el bueno de Guiena, les dijo:
—Amigos, pedid dos vasos.
Uno de los soldados salió, y volvió a poco con los vasos.
El barón los llenó, vertió después algunas gotas de vino en el suyo, y dijo:
—A vuestra salud, amigos.
Los soldados tomaron sus vasos, los chocaron maquinalmente con el de Canolles, y bebieron sin devolverle su cumplido.
—No son atentos —dijo para sí el barón—, pero beben bien, no se puede reunir todo.
Y continuó su cena, que llevó triunfalmente hasta el fin. Cuando concluyó se levantó, y los soldados alzaron la mesa. El oficial volvió a entrar.
—¡Ah, pardiez, caballero! —dijo Canolles—, debierais haber cenado conmigo, la cena estaba excelente.
—No habría podido tener ese honor, caballero, porque yo también hace un instante que me levanté de la mesa. Y vuelvo…
—¿A hacerme compañía? —repuso el barón—. Si es así, os felicito, caballero, porque no dejaré de seros grato.
—No, señor, mi misión es menos agradable. Vengo a advertiros que no hay ministro en la prisión y que el capellán es católico. Pero yo sé que sois protestante, y esta diferencia de culto tal vez os moleste.
—A mí, caballero, ¿y para qué? —preguntó sencillamente Canolles.
—¡Para qué! —contestó el oficial cortado—, para hacer vuestras oraciones.
—¡Mis oraciones! Está bien —repuso Canolles riendo—, mañana pensaré en eso; yo no acostumbro a hacer mis oraciones más que por la mañana.
El oficial miró a Canolles con un estupor, que se cambió gradualmente en una conmiseración profunda. Saludó y salió.
—¡Bah! —dijo el barón—, ¿se desquicia el mundo? Desde la muerte de ese pobre Richón, toda la gente que encuentro tiene el aire de idiota o rabioso. ¡Voto al Diablo! ¿No veré un semblante algo razonable?
Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando la puerta de la prisión se abrió de nuevo; y antes de que pudiese reconocer a la persona que llegaba; se echó ésta en sus brazos, y cruzando las manos a su cuello inundó su rostro de lágrimas.
—Vamos —exclamó el barón desembarazándose de aquella apertura—, un loco más. De seguro estoy en alguna casa de orates.
Pero al movimiento que hizo al tiempo de retroceder, echó en tierra el sombrero del desconocido, y los hermosos cabellos rubios de la vizcondesa de Cambes se deslizaron sobre sus hombros.
—¿Vos aquí? —exclamó el barón corriendo hacia ella para recibirla de nuevo en sus brazos—. ¡Vos! ¡Ah! Perdonadme si no os he conocido, o más bien si no os he adivinado.
—¡Silencio! —dijo la vizcondesa recogiendo su sombrero y poniéndoselo con prontitud en la cabeza—. ¡Silencio! Pues si supieran que soy yo, acaso me robarían mi dicha. En fin, me es permitido veros todavía. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, qué feliz soy!
Y sintiendo Clara dilatarse su pecho, estalló en ruidosos sollozos.
—¡Todavía! —dijo Canolles—. ¿Os es permitido verme todavía, decía? Y me lo decís llorando. ¿Qué significa esto? Pues qué, ¿no debíais volverme a ver? —continuó riendo.
—¡Oh! No riáis, amigo mío —repuso la vizcondesa—; vuestra alegría me hace daño. No riáis, os lo suplico. ¡Me ha costado tanto el llegar a vuestro lado, si supieseis, y ha estado en tan poco que no viniese! A no ser por Lenet, por ese excelente hombre… Pero hablemos de nosotros, pobre amigo. ¡Dios mío! ¿Es cierto que estáis aquí? ¿Sois vos a quien encuentro? ¿Puedo estrecharos aún contra mi corazón?
—Sí, yo soy, sí, el mismo —contestó el barón sonriendo.
—¡Oh! —dijo la vizcondesa—, dejaos de afectar ese aspecto alegre; es inútil, lo sé todo. No sabían que yo os amaba, y no se han ocultado de mí.
—Pero, ¿qué sabéis? —le dijo el barón.
—¿Acaso —continuó Clara—, no me esperabais? ¿No estabais descontento de mi silencio? ¿No me acusabais ya?
—¡Yo atormentado, descontento! Sin duda; pero no os acusaba. Conocía que alguna circunstancia más fuerte que vuestra voluntad os alejaba de mí; y mi mayor desgracia en todo esto es que nuestro matrimonio se dilata a ocho días, o a quince tal vez.
Clara a su turno miró a Canolles con el mismo estupor que el oficial había demostrado un momento antes.
—¡Cómo! —dijo ella—. ¿Habláis formalmente? ¿O en realidad, no estáis más asustado que eso?
—¡Yo asustado! —repuso Canolles—, asustado, ¿de qué? ¿Es que por acaso —añadió riendo—, corro algún peligro que ignoro?
—¡Oh, desdichado! —exclamó ella—; no sabía nada.
Y temiendo sin duda revelar sin preparación toda la verdad, a quien está tan cruelmente amenazado, hizo un violento esfuerzo sobre sí misma, contuvo las palabras que habían saltado de su corazón a sus labios.
—No, yo no sé nada —dijo gravemente Canolles—, pero vos me lo diréis todo, ¿sí? Nada temáis, soy hombre, Clara. ¡Hablad, hablad!
—¿Sabéis que Richón ha muerto? —dijo ella.
—Sí —contestó Canolles—; lo sé.
—¿Pero sabéis cómo ha muerto?
—No, pero lo sospecho. Ha sido muerto en su puesto, ¿no es así, en la brecha de Vayres?…
La señora de Cambes guardó un momento de silencio. Después, grave como el bronce que toca un clamor fúnebre dijo:
—Ha sido colgado en la plaza de Liburnio.
Canolles dio un salto para atrás.
—¡Ahorcado! —exclamó—. ¡Richón, un soldado!…
Luego, palideciendo súbitamente y pasándose por la frente su mano trémula, añadió:
—¡Ah! Ahora lo comprendo todo. Mi arresto, mi interrogatorio, las palabras del oficial, el silencio de los soldados, vuestra conducta, vuestro llanto al verme alegre, y en fin, esa muchedumbre, esos gritos y esas amenazas. Richón ha sido asesinado y quiere vengarse a Richón en mi persona.
—¡No, no, mi muy amado, no! ¡Pobre amigo de mi corazón! —exclamó Clara radiante de alegría, estrechando las dos manos de Canolles, y sumergiendo en sus ojos sus miradas—. ¡No, no es a ti a quien van a sacrificar, querido prisionero! ¡Sí, es cierto, no te habías engañado, tú estabas designado y condenado, sí, ibas a perecer! ¡Sí, has visto muy cerca la muerte, hermoso mío! Pero tranquilízate; ahora ya puedes reír, puedes hablar de felicidad y de porvenir. ¡La que va a consagrarte toda su vida, ha salvado la tuya! ¡Alégrate!… pero sin ruido, porque despertarías tal vez a tu desgraciado compañero, aquel sobre quien va a caer la tempestad, el que debe morir en tu puesto.
—¡Oh! ¡Callad, callad, querida amiga; me hacéis estremecer de horror! —dijo el barón, mal repuesto del terrible golpe que se le acababa de lanzar, no obstante las ardientes caricias de Clara.
—¡Yo, tan tranquilo, tan confiado, tan sencillamente alegre, iba a morir! ¿Y cuándo? ¿En qué momento? ¡Justo cielo! En el mismo instante de ir a ser vuestro esposo. ¡Oh! ¡Por mi alma, que esto hubiera sido un doble asesinato!
—Ellos llaman a eso represalias —dijo Clara.
—Sí, sí, es verdad; tienen razón.
—Vamos, estáis sombrío y meditabundo.
—¡Oh! —exclamó el barón—, no es la muerte lo que temo, sino separarme de vos.
—Si hubieseis muerto, mi muy amado, yo también habría muerto. Pero no, esta noche, tal vez dentro de una hora, saldréis de la prisión; y, o yo misma vendré a buscaros, u os esperaré a la salida. Entonces, sin perder un minuto, sin perder un segundo, huiremos. ¡Oh, sí! En el mismo instante; no quiero esperar nada. ¡Esta maldita ciudad me espanta! Hoy he conseguido salvaros; pero mañana tal vez os arranque de mi lado alguna otra desgracia inesperada.
—¡Oh! —dijo el barón—, ¿sabéis, querida mía, amada Clara, que me concedéis demasiada felicidad de un golpe? ¡Oh, sí, mucha felicidad; sería bastante a hacerme morir!…
—¡Pues bien! Entonces —repuso Clara—, recobrad vuestra indiferencia y vuestra alegría.
—Pero, ¿y vos por qué no recobráis la vuestra?
—Mirad, yo río.
—¿Y ese suspiro?
—Este suspiro, amigo mío, es por el desgraciado que paga con su vida nuestra alegría.
—Sí, sí, tenéis razón. ¡Oh! ¿Por qué no podéis llevarme en este mismo instante? Vamos, ángel mío, abre tus alas y llévame.
—¡Paciencia, paciencia, mi querido esposo; mañana os llevaré!… ¿Y a dónde? ¡Qué sé yo! Al paraíso de nuestro amor. Mientras llega la hora, aquí me tienes.
Canolles la cogió en sus brazos, estrechándola sobre su pecho, ella echó sus manos al cuello del barón y se dejó caer palpitante sobre aquel corazón, que comprimido por tan diversos sentimientos, apenas latía.
De pronto y por segunda vez, un sollozo doloroso subió de su pecho a sus labios, y en medio de su felicidad inundó Clara de lágrimas el rostro de Canolles, que se había reclinado sobre el suyo.
—¡Y bien! —dijo él—, ¿es esta vuestra alegría, pobre ángel?
—Éste es el resto de mi dolor.
En este momento se abrió la puerta, y el oficial que había venido ya, les anunció que la media hora concedida en el pase había transcurrido.
—Adiós —murmuró el barón—. ¿Por qué no me ocultas en un pliegue de tu capa y me llevas contigo?
—¡Pobre amigo! —repuso ella en voz baja—. Calla, ¿no ves que quebrantas mi corazón? ¿No conoces que me muero de deseo? Ten paciencia por ti, y por mí sobre todo; dentro de pocas horas nos reuniremos para no volvernos a separar.
—Tendré paciencia —dijo Canolles alegre, enteramente tranquilizado por esta promesa—; pero es menester separarnos. Ea, ¡valor! ¡Adiós, Clara, adiós!
—Adiós —dijo ella tratando de sonreír—; ad…
Pero no pudo terminar la palabra cruel; por tercera vez los sollozos ahogaron su voz.
—¡Adiós, adiós! —exclamó Canolles estrechando de nuevo a la señora de Cambes y cubriendo su frente de ardorosos besos—. ¡Adiós!
—¡Diablos! —murmuró el oficial—. Por fortuna sé que el pobre muchacho no tiene que temer una gran cosa ya, que a no ser así, escena es esta que me traspasaría el corazón.
El oficial acompañó a la vizcondesa hasta la puerta, y volvió.
—Ahora, caballero —dijo aquél al barón—, que se había dejado caer sobre una silla, lleno aún de sus emociones; ahora no hasta ser feliz, es necesario ser también compasivo. Vuestro desgraciado compañero, el que va a morir, está solo. Nadie le protege, nadie le consuela, y pide veros. Yo he tomado a mi cargo el concederle esta gracia, pero es menester que consintáis vos.
—¡Qué yo consienta! —exclamó el barón—. ¡Oh, ya lo creo! ¡Pobre infeliz!, le espero, y le tenderé mis brazos. No le conozco, pero no importa.
—Sin embargo, parece que él os conoce.
—¿Sabe la suerte que le está reservada?
—No; creo que no. Ya conocéis que es necesario dejarle en la ignorancia…
—¡Oh! Descuidad.
—Oíd, pues. Las once van a dar; yo me retiro a mi puesto, de las once en adelante, los carceleros solamente mandan en jefe en el interior de la prisión. El vuestro está advertido de que el otro prisionero viene a hablar con vos, y vendrá por él en el momento en que deba hacerle entrar en su calabozo. Si el desgraciado no sabe nada, no le anunciéis nada; pero si sabe algo, decidle de nuestra parte, que nosotros, como soldados, lo sentimos todo en el fondo de nuestra alma. Porque al fin, morir no es nada; pero, ¡voto al Diablo! Que ahorcado es morir dos veces.
—¿Está decidido que habrá de morir?…
—Lo mismo que Richón. Son represalias completas.
—Pero nosotros charlamos, y él espera sin duda con ansiedad nuestra respuesta.
El oficial salió, fue a abrir la puerta del calabozo inmediato, y Cauviñac, un poco pálido, pero con paso desembarazado y la frente alzada, entró en el encierro del barón, que dio algunos pasos hacia él.
Entonces el oficial se despidió por última vez de Canolles con una seña, miró compasivamente a Cauviñac, y salió, llevándose consigo un soldado, cuyos pasos graves fueron a perderse después de algún tiempo bajo las bóvedas.
No tardó el carcelero en hacer su ronda. Sus llaves se oyeron resonar en el corredor.
Cauviñac no estaba abatido, porque había en este hombre una inalterable confianza en sí mismo y una esperanza inagotable en el porvenir. Sin embargo, bajo su apariencia tranquila y su exterior casi alegre, un profundo dolor se deslizaba, semejante a una serpiente que mordía su corazón. Esta alma escéptica, que siempre había dudado de todo, dudaba por último de la duda misma. Desde la muerte de Richón, Cauviñac no comía ni dormía.
Habituado a burlarse del mal ajeno, porque tomaba el suyo con risa, nuestro filósofo no había pensado, sin embargo, en reírse de un acontecimiento que a su pesar producía este resultado terrible. En todos los hilos misteriosos que le hacían responsable de la muerte de Richón, entreveía la mano de la Providencia y empezaba a creer, si no en la remuneración de las buenas acciones, a lo menos en el castigo de las malas.
Resignábase, pues, y meditaba; pero en medio de su resignación, como hemos dicho, él no comía ni dormía.
Y por un singular misterio de esta alma personal, sin ser por esto egoísta, lo que más le afligía aun que su propia muerte, prevista desde luego, era la muerte del compañero, que sabía a dos pasos de él esperaba la sentencia fatal o la ejecución sin sentencia. Todo esto se le representaba en su imaginación como el espectro vengador de Richón, y la doble catástrofe, resultado de lo que creyera al principio una linda travesura.
Su primera idea había sido la de escaparse, porque aunque prisionero bajo palabra, habiéndole faltado a las condiciones sentadas acerca de él, metiéndole en prisión, creía a su vez, y sin el menor escrúpulo, poder faltar a las suyas; pero a pesar de la perspicacia de su ingenio y la sagacidad de sus medios, había conocido que era imposible.
Entonces fue cuando llegó a persuadirse que estaba entre las garras de la inexorable fatalidad. Desde entonces no pidió más que una cosa, hablar algunos momentos con su compañero, cuyo nombre había parecido despertar en él una triste sorpresa, y deseaba reconciliarse con la humanidad entera, que tan cruelmente había ultrajado.
No aseguraremos que todos estos pensamientos fuesen remordimientos, no… Cauviñac era demasiado filósofo para tenerlos; pero a lo menos eran una cosa que se les parece mucho, un despecho violento de haber hecho mal por nada. Con el tiempo, y una combinación que mantuviese en esta disposición de ánimo, este sentimiento habría tal vez tenido el mismo resultado que los remordimientos; pero el tiempo le faltaba.
Al entrar Cauviñac en la prisión del barón de Canolles esperó con su prudencia ordinaria que el oficial que le introdujera se retirase. Después, viendo la puerta bien cerrada y la ventanilla herméticamente encajada, se fue hacia el barón, que como hemos dicho, había por su parte dado algunos pasos hacia él, y le estrechó afectuosamente la mano.
A pesar de la gravedad de la situación, no pudo menos de sonreírse Cauviñac al reconocer al elegante y bello joven, de espíritu emprendedor y genio festivo, que ya había sorprendido dos veces en situaciones muy diferentes de aquélla en que se encontraba; la una para enviarle con un mensaje a Nantes y la otra para conducirle a San Jorge. Por otro lado recordaba la ocupación momentánea de su nombre y el gracioso chasco que por consecuencia de aquella usurpación se diera al duque; y por muy lúgubre que fuese la prisión, el recuerdo era tan alegre, que sin embargo, lo pasado le alejó por un momento de lo presente.
Canolles, por su parte, le conoció a primera vista, por haber estado ya en contacto con él en las dos circunstancias que hemos referido; y como, bien mirado, en las dos circunstancias Cauviñac había sido para él portador de buenas noticias, su conmiseración por la suerte reservada al desgraciado se acrecentó aún, y tanto más profundamente, cuanto que estaba persuadido que su propia salvación causaba la perdición irrevocable de Cauviñac, y en un alma tan delicada como la suya, semejante pensamiento causaba muchos más remordimientos que habría ocasionado un verdadero crimen en la de su compañero.
Acogióle, pues, con una perfecta benevolencia.
—Y bien, barón —le dijo Cauviñac—, ¿qué decís de la situación en que nos hallamos? Me parece que es bastante precaria.
—Sí; henos aquí prisioneros, y sabe Dios cuándo saldremos de aquí —contestó Canolles fingiendo tranquilidad, a fin de dulcificar al menos con la esperanza la agonía de su compañero.
—¡Cuándo saldremos! —repuso Cauviñac—. ¡El Dios que invocáis se digne resolver en su misericordia que sea lo más tarde posible! Pero creo que no esté dispuesto a concedernos un largo plazo. Yo he visto desde mi calabozo, como vos podéis ver desde el vuestro una ardiente turba correr hacia un punto determinado, que debe ser la Explanada, o mucho me equivoco. Vos, querido barón, conocéis la Explanada y sabéis para lo que sirve.
—¡Oh! ¡Bah! Me parece que exageráis demasiado la posición. Es verdad que el pueblo corría hacia la Explanada, pero sin duda sería para asistir a alguna corrección militar. ¡Hacer que nosotros pagásemos la muerte de Richón, sería horroroso! Porque al cabo nosotros estamos inocentes de esa muerte, tanto el uno como el otro.
Cauviñac se estremeció y fijó en el barón una mirada, que de una expresión sombría, pasó poco a poco a un expresión de piedad.
—Vamos —dijo para sí—, uno más que se forma ilusiones de su situación. Por lo mismo es necesario que yo le diga lo que hay, porque, ¿de qué sirve engañarle para que el golpe sea más penoso después? A lo menos cuando hay tiempo para prepararse, la pendiente, parece siempre más accesible.
Entonces, después de un momento de silencio y de examen, dijo Canolles, tomándole las manos y continuando con la vista fija en él de un modo que le embarazaba:
—Caballero, querido amigo, pidamos, si os parece, una botella o dos de ese buen vino de Branne que sabéis. ¡Ah! Si hubiese sido por más tiempo gobernador, habría bebido de él a mis anchas, y también os confieso que mi predilección a ese excelente vino, me hizo pedir con preferencia aquel gobierno. Dios castiga mi gula.
—Mucho me gusta —dijo el barón.
—Pues sí, bebiendo os contaré todo eso; y si la noticia es mala, como el vino será bueno, con lo uno pasará lo otro.
Canolles entonces tocó la puerta, pero no se le respondió, volvió a tocar con más fuerza, y después de un momento, un niño que jugaba en el corredor se acercó al prisionero.
—¿Qué queréis? —preguntó el niño.
—Vino —dijo Canolles—. Di a tu papá que nos traiga dos botellas.
El niño se alejó y volvió al cabo de un rato.
—Papá —dijo el chico—, está ocupado en este momento hablando con un caballero. Vendrá enseguida.
—Perdonad —dijo Cauviñac—, ¿me permitiréis que a mi vez le haga una pregunta?
—Hacedla.
—Amigo mío —dijo él con su voz más insinuante—, ¿con qué caballero habla tu papá?
—Con un gran señor.
—Este chico es muy guapo —dijo Cauviñac—; atended que vamos a saber algo.
—¿Y cómo está vestido ese señor?
—Todo de negro.
—¡Ah, diablos! ¿Oís? Todo de negro. ¿Y cómo le llaman a ese gran señor vestido de negro? ¿Lo sabes por casualidad, amiguito?
—Se llama el señor de Lavia.
—¡Ah, ya! —dijo Cauviñac—, el asesor del rey. Me parece que nada malo tenemos que esperar de ése. Aprovechemos de su conversación para hablar nosotros también.
Y metiendo una moneda por debajo de la puerta, dijo:
—Toma, amiguito, para comprar caramelos. Bueno es hacerse de amigos por todas partes —continuó al levantarse.
El niño cogió muy contento la moneda, dando gracias a los dos prisioneros.
—Y bien —dijo Canolles—, decíais…
—¡Ah!, sí —contestó Cauviñac—… Pues bien, decía que me parece estáis muy equivocado respecto a la suerte que nos espera en saliendo de esta prisión. Habláis de la Explanada, de corrección militar, de azotes para los extraños; y yo estoy tentado de creer que se trata de nosotros, y de alguna otra cosa peor.
—¡Adelante, pues! —repuso Canolles.
—¡Eh! —dijo Cauviñac—. Vos veis las cosas a una luz menos sombría que a mí se me aparecen, acaso puede ser que no tengáis enteramente las mismas razones que yo; pero de cualquiera suerte, no os lisonjéis demasiado de vuestro negocio, que no es muy ventajoso. Pero nada tiene que ver con el mío; y éste, debo decirlo, porque es mi convicción, está diabólicamente embrollado. ¿Sabéis bien quién soy yo, querido amigo?
—¡Vaya una pregunta singular! Sois el capitán Cauviñac, gobernador de Branne, a lo que me parece.
—Sí, por ahora; pero no siempre he llevado ese nombre ni siempre he ocupado ese título. Yo he cambiado frecuentemente de nombre, y he usado diferentes graduaciones, por ejemplo, una vez me llamé el barón de Canolles, lo mismo que vos.
Canolles miró a Cauviñac a la cara.
—Sí —continuó éste—, comprendo, diréis si soy loco, ¿no es así? Pues bien, tranquilizaos; gozo de todas mis facultades mentales, y jamás he estado tan en mi cabal juicio.
—Explicaos, pues —dijo Canolles.
—Nada más sencillo. El señor duque de Epernón… Conocéis al señor duque de Epernón, ¿es verdad?
—De nombre, porque jamás lo he visto.
—Eso me vale. El señor duque de Epernón —digo—, me encontró una vez en casa de una señora, de quien yo sabía que no erais mal recibido; me tomó la libertad de aplicarme vuestro nombre.
—¡Qué queréis decir!
—¡Taté, taté! No vayáis a tener el egoísmo de estar celoso de una mujer en el momento de casaros con otra. Además, aunque lo estuvieseis, cosa muy natural en el hombre, que decididamente es un animal ruin, pronto me lo perdonaríais. Nos tocamos muy de cerca para que tengamos quejas entre nosotros.
—No comprendo ni una palabra de eso que estáis diciendo.
—Digo que tengo derecho a que me tratéis como hermano, o a lo menos como cuñado.
—Me habláis por enigmas, y os comprendo menos aún.
—Pues bien, vais a comprenderme con una sola palabra. Mi verdadero nombre es Rolando de Lartigues, y Nanón es mi hermana. El barón pasó de la desconfianza a una expansión repentina.
—¡Vos hermano de Nanón! —exclamó—. ¡Ah! Pobre mozo.
—Y bien, sí, pobre mozo —dijo Cauviñac—, justamente habéis dicho la palabra que me cuadra, habéis puesto el dedo sobre la llaga; porque además de otra porción de cosillas que resultarán de la instrucción de mi proceso, tengo también la desgracia de llamarme Rolando de Lartigues y de ser hermano de Nanón. Vos no ignoráis que mi querida hermana no está en opinión de santa entre los Burdeleses. Si se sabe mi calidad de hermano de Nanón, soy perdido tres veces. Ahora bien, hay aquí un Larochefoucault y un Lenet que todo lo saben.
—¡Ah! —dijo el barón transportado por lo que Cauviñac le decía a recuerdos antiguos—. ¡Ah! Comprendo ahora por qué en una carta la pobre Nanón me llamó un día su hermano. ¡Excelente amiga!…
—¡Ah, sí! —repuso Cauviñac—, es muy buena persona, y mucho me arrepiento de no haber seguido siempre sus consejos a la letra. ¿Pero qué se le ha de hacer? Si pudiera adivinarse el porvenir, no habría necesidad de Dios.
—¿Y qué ha sido de ella? —preguntó Canolles.
—¿Quién sabe? ¡Pobre criatura! Sin duda estará desesperada, no por mí, pues ignorará mi prisión, sino por vos, cuya suerte conocerá tal vez.
—Tranquilizaos —le dijo el barón—, Lenet no dirá que sois el hermano de Nanón, el señor de Larochefoucault por su parte, no tiene ningún motivo de odio contra vos, y nada de eso se sabrá.
—Si nada de eso se sabe, creedme, no dejará de saberse otra cosa; que yo soy quien ha dado cierta carta blanca, y esa carta blanca… pero, ¡bah! Olvidémoslo si es posible. ¡Qué desgracia que no nos traigan el vino! —continuó volviéndose hacia la puerta—. No hay como el vino para hacer olvidar.
—Vamos, vamos —dijo el barón—, ¡valor!
—¡Eh, pardiez! ¿Creéis que me falta? Ya me veréis en el famoso momento, cuando vayamos a dar una vuelta a la Explanada. Pero una cosa me atormenta, sin embargo, ¿seremos fusilados, decapitados o ahorcados?
—¡Ahorcados! —exclamó Canolles—. ¡Vive Dios! Nosotros somos hidalgos, y no se hará semejante ultraje a la nobleza.
—Y bien, ya veréis como son capaces de trampearme mi genealogía… Otra cosa…
—¿Qué?…
—¿Cuál de los dos irá delante?
—Pero, ¡por Dios, querido —repuso Canolles—, no os empeñéis en esas cosas!… Nada hay menos seguro que esa muerte, de que os ocupáis con tanta anticipación. No se juzga, no se condena, no se ejecuta así todo en una noche.
—Escuchad —contestó Cauviñac—, yo estaba allá cuando se formó el proceso del pobre Richón, ¡Dios le tenga en el cielo! Pues bien, proceso, juicio y ejecución, todo esto duró tres horas o cuatro a lo más. Supongamos un poco menos de actividad, porque Ana de Austria es reina de Francia, y la señora de Condé no es más que princesa de sangre, y esto nos concederá a nosotros cuatro horas o cinco. Ahora bien, como hace ya tres horas que estamos presos, y dos que comparecimos ante nuestros jueces, tenemos por cuenta hecha una hora a dos que vivir, lo que no es largo.
—En todo caso —repuso Canolles—, esperarán a que sea de día para ejecutarnos.
—¡Ah! Nada hay en eso de seguro. Una ejecución a la luz de las antorchas, es cosa muy linda, cuesta más caro, es cierto; pero como la princesa necesita mucho a los Burdeleses en este momento, no será extraño que se decida a hacer este gasto.
—¡Chit! —dijo Canolles—, oigo pasos.
—¡Diablos! —dijo Cauviñac palideciendo un poco.
—Será el vino —dijo Canolles.
—¡Ah, sí! —contestó Cauviñac, fijando en la puerta una mirada más que alerta—; hay esto más; si el carcelero entra con botellas, todo va bien; pero si no…
La puerta se abrió, y el carcelero entró sin botellas.
Cauviñac y Canolles cruzaron una mirada expresiva; pero el carcelero parecía tan presuroso… urgía tanto el tiempo… estaba tan oscuro el calabozo… que no fijó su atención en nada. El carcelero cerró la puerta y entró.
—¿Cuál de los dos —dijo—, es el barón de Canolles?
—¡Ah, diablos! —pronunciaron los dos a un tiempo, y trocaron una nueva mirada.
Entretanto Canolles dudó antes de contestar, y a Cauviñac le pasó otro tanto. El primero había llevado mucho tiempo este nombre para dudar que la apelación se dirigía a él; pero el otro le había llevado lo bastante para temer que se le llamase.
Sin embargo, Canolles conoció que era indispensable responder.
—Yo soy —dijo.
El carcelero se acercó a él.
—¿Vos erais gobernador de plaza?
—Sí.
—Pero yo también era gobernador de plaza; yo también me he llamado Canolles —dijo Cauviñac—. Veamos, expliquemos con claridad.
—¿Pero vos os llamáis ahora Canolles? —preguntó el carcelero.
—Sí —contestó Canolles.
—¿Y vos os habéis llamado Canolles otras veces? —dijo el carcelero a Cauviñac.
—Sí —respondió éste—, otras veces. Un día no más, y empiezo a creer que aquel día tuve una idea muy necia.
—¿Los dos sois gobernadores de plaza?
—Sí —contestaron a un tiempo Canolles y Cauviñac.
—Una última pregunta lo acabará todo.
Los dos prisioneros prestaron la más viva atención.
—¿Cuál de los dos —dijo el carcelero—, es el hermano de la señora de Nanón de Lartigues? Aquí Cauviñac hizo una mueca, que hubiera sido cómica en un momento menos solemne.
—¡Cuándo os lo decía —interpuso éste dirigiéndose a Canolles—, cuando os dije que por este lado se me atacaría!
Luego, volviéndose al carcelero, le dijo:
—Y si yo fuese el hermano de la señora Nanón de Lartigues, ¿qué diríais, amigo mío?
—Os dirá que me siguieseis en el mismo instante.
—¡Cuernos! —dijo Cauviñac.
—Pero a mí también me ha llamado su hermano —dijo Canolles tratando de distraer entonces sobre la cabeza de su desgraciado compañero.
—Un momento, un momento —dijo Cauviñac pasando por delante del carcelero y llevándose a Canolles aparte—; un momento, caballero mío, no es justo que seáis hermano de Nanón en semejante circunstancia. Bastante han padecido hasta hoy otros por mí y es muy justo que a mi vez pague yo.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Canolles.
—¡Oh! Eso sería muy largo de contar; y luego bien veis que nuestro carcelero se impacienta y patalea… Esperad, esperad un poco, amigo mío, ya se os sigue. Quedad con Dios, querido compañero —continuó Cauviñac—, a lo menos mis dudas quedan fijas sobre un punto; sobre quién irá delante. Quiera Dios que no me sigáis muy pronto. Ahora queda por saber el género de muerte.
—¡Diablos! Con tal que no sea horca… ¡Eh, ya vamos, pardiez, ya vamos! ¡Mucha prisa tenéis, buen hombre!
—Ea, pues, mi querido hermano, querido cuñado, querido compañero, querido amigo… ¡adiós por última vez! ¡Buenas noches!
Cauviñac dio un paso más hacia el barón, tendiéndole la mano, Canolles tomó esta mano entre las suyas y la estrechó afectuosamente.
Durante este tiempo Cauviñac le miraba con una expresión singular.
—¿Qué queréis de mí? —dijo el barón—. ¿Tenéis algo que pedirme?
—Sí —dijo Cauviñac.
—Pues bien, hacedlo sin temor.
—¿Rezáis algunas veces? —dijo Cauviñac.
—Sí —contestó Canolles.
—Pues bien, cuando recéis… decid alguna palabra por mí.
Y volviéndose hacia el carcelero, que parecía que estaba cada vez más impaciente, le dijo:
—Yo soy el hermano de la señora Nanón de Lartigues.
—Vamos, amigo…
El carcelero no se lo dejó repetir, y se llevó apresuradamente a Cauviñac, que desde el umbral de la puerta dirigió a Canolles una última despedida.
Luego se cerró la puerta, sus pasos se perdieron en el corredor, y todo volvió a quedar en un silencio, que le pareció al que quedaba del silencio de la muerte.
El barón quedó profundamente absorto en una tristeza, que se asemejaba al terror. Este modo de llevarse a un hombre, nocturnamente, sin ruido, sin aparato, sin guardias, era más horroroso que los aspectos del suplicio hechos a la luz del sol. Sin embargo, todo el terror de Canolles era por su compañero, porque su confianza en la vizcondesa de Cambes era tan grande, que después de haberla visto, a pesar de la fatal noticia que le anunciara, no temía nada por sí.
Por esto lo único que realmente ocupaba en aquel momento su pensamiento, era la suerte que le estaba reservada al compañero que le arrebataba. Entonces la última recomendación de su compañero se presentó a su alma, se puso de rodillas y oró.
Algunos instantes después se levantó, sintiéndose consolado y fuerte, y esperando solo la llegada del socorro prometido por la vizcondesa de Cambes, o su presencia.
Durante este tiempo, Cauviñac seguía al carcelero por el corredor sombrío, sin decir una palabra, y reflexionando lo más seriamente posible.
Al fin del corredor el carcelero cerró con tanto cuidado la puerta, como lo había hecho con la del calabozo de Canolles; y después de haber prestado atención a ciertos ruidos vagos que subían del piso inferior, dijo volviéndose bruscamente hacia Cauviñac:
—Vamos, señor mío —andando.
—Estoy pronto —contestó Cauviñac con gravedad.
—No habléis tan alto —le dijo el carcelero—, y andad más deprisa.
Y tomó una escalera que descendía a los calabozos subterráneos.
—¡Oh, oh! —dijo para sí Cauviñac—. ¿Me querrán degollar entre dos muros; o meterme en algún encierro perpetuo? Yo he oído decir que a veces se contentaban con exponer los cuatro cuartos en una plaza pública, como hizo César Borgia con Ramiro de Orco. Veamos, este carcelero está solo enteramente y lleva las llaves en su cintura. Esas llaves deben abrir precisamente una puerta cualquiera. Él es pequeño, yo grande; él es débil, yo soy fuerte; él va delante, yo detrás, y si quiero pronto puedo estrangularle… ¿Quiero?…
Y ya Cauviñac, que se había respondido que quería, extendía sus huesosas manos para ejecutar el proyecto que acababa de formar, cuando de pronto el carcelero se volvió con terror.
—¡Chit! —dijo—. ¿No oís nada?
—Decididamente —continuó Cauviñac hablando consigo mismo—, algo hay de oscuro en todo esto; y si tantas precauciones no me tranquilizasen, debería inquietarme en extremo.
Así, pues, deteniéndose de pronto, dijo:
—Pero, ¡eh! ¿Adónde me lleváis?
—¿No lo veis? —respondió el carcelero—, a la fosa.
—¡Oiga! —replicó Cauviñac—. ¿Me van a enterrar vivo?
El carcelero se encogió de hombros, y pasando una porción de corredores llegó a una puertecita baja arqueada y húmeda, detrás de la que se sentía un ruido extraño, y abrió.
—¡El río! —exclamó Cauviñac aterrado al ver el agua que rodaba sombría y negra como la de Aqueronte.
—Sí, el río. ¿Sabéis nadar?
—Sí… pero… es decir, ¿por qué diablos me preguntáis eso?
—Es que si no sabéis nadar, tendremos que aguardar a un bote que hay allá abajo, y perderemos un cuarto de hora, además que pueden oír la señal que debo hacer, y por consiguiente atraparnos.
—¡Atraparnos! —exclamó Cauviñac—. ¡Ah, ya! Querido amigo. ¿Según eso, nos salvamos?
—¡Pardiez! De seguro.
—¿Y adónde vamos?
—A donde nos parezca.
—¿Según eso, estoy libre?
—Libre como el viento.
—¡Ah, Dios mío! —exclamó Cauviñac.
Y sin añadir una sola palabra a esta elocuente exclamación, sin mirar a su alrededor, sin pensar en si su compañero le seguiría, se lanzó al río con más rapidez que hubiera podido hacerlo una nutria perseguida. El carcelero le siguió, y ambos, después de un cuarto de hora de silenciosos esfuerzos para cortar la corriente, se encontraron a la vista del bote. Entonces el carcelero silbó tres veces sin dejar de nadar, los remeros, conociendo la señal convenida, salieron a su encuentro, los entraron con prontitud en la barca, y sin decir una sola palabra, a fuerza de remos los pusieron en menos de cinco minutos en la ribera opuesta.
—¡Ouf! —dijo Cauviñac—, que desde el momento de arrojarse tan resueltamente al río no había dicho una sola palabra. ¡Ouf! Por fin me veo en salvo. Querido carcelero de mi corazón, Dios os recompensará.
—Y mientras llega la recompensa que Dios me reserva —contestó el carcelero—, tengo en mi poder unas cuarenta mil libras, que me ayudarán a tener paciencia.
—¡Cuarenta mil libras! —dijo Cauviñac estupefacto—. ¿Y quién diablos puede haber gastado cuarenta mil libras en mí?