XXXI

XXXI

Los vencedores

Cuando el ejército de los príncipes hizo su segunda entrada en Burdeos, fue muy distinta de la primera. Esta vez había laureles para todos, hasta para los vencidos.

La delicadeza de la vizcondesa de Cambes había reservado una buena parte de ellos para Canolles, que tan luego como hubo franqueado la barrera al lado de su amigo Ravailly a quien dos veces había estado próximo a matar, fue cercado como un gran capitán y felicitado como un valiente soldado.

Los vecinos de la antevíspera, y especialmente los que habían recibido algún golpe en el combate, le guardaban cierto rencor. Pero Canolles era tan bueno, tan afable, tan sencillo; soportaba con tanta alegría y dignidad a la vez su nueva posición, que se le veía cercado de una porción de amigos; hacían de él tantos elogios los oficiales y soldados del regimiento de Navalles, como su capitán y como gobernador de San Jorge, que los Burdeleses no tardaron en olvidarlo todo. Había además otra cosa en qué pensar. El señor de Bouillón llegaba dentro de uno o dos días, y las noticias más recientes anunciaban que dentro de ocho, lo más tarde, estaría el rey en Liburnio.

La señora de Condé, que estaba oculta detrás de las cortinas de su ventana, tenía un vehemente deseo de ver a Canolles, y al verle, le pareció de muy gallarda apostura y digno de los elogios que amigos y enemigos hacían de él. La señora de Tourville, que era de distinta opinión que la princesa, dijo que carecía de distinción.

Lenet afirmó que le tenía por un galán bizarro; y el señor de Larochefoucault se contentó con decir:

—«¡Ah, ah! ¡Ved ahí al héroe!».

Designósele a Canolles su alojamiento en la gran fortaleza de la ciudad, en el castillo Trompeta. Durante el día era completamente libre para pasearse por la ciudad, bien ocupándose en sus quehaceres o en mera distracción. A la hora de retreta volvía a su destino, siempre bajo palabra de honor de no tratar de escaparse ni tener correspondencia con los de afuera.

Antes de hacer este último juramento, había Canolles pedido permiso para escribir cuatro líneas; este permiso le había sido acordado, y con él había hecho llegar a manos de Nanón la siguiente carta:

«Prisionero, aunque libre, en Burdeos, bajo mi palabra de no tener correspondencia exterior, os escribo estas cuatro palabras, querida Nanón, para aseguraros mi amistad de que podría haceros dudar mi silencio. Me remito a vos para que defendáis mi honor cerca del rey y la reina.

BARÓN DE CANOLLES». 

En éstas tan suaves condiciones, como se ve, podía reconocerse la influencia de la vizcondesa de Cambes.

Por espacio de cinco o seis días, no hizo el barón otra cosa que asistir a los convites y fiestas que le daban sus amigos; constantemente se le encontraba con Ravailly, que se paseaba con él, y que llevaba enlazado el brazo izquierdo con el de Canolles, porque el derecho lo llevaba en cabestrillo; cuando batía el tambor y los Burdeleses partían para alguna expedición o algún motín, se estaba seguro de ver sobre la marcha a Canolles con Ravailly del brazo, o solo con las manos a la espalda, curioso, riente e inofensivo.

Por lo demás, después de su llegada, no había visto sino rara vez a la vizcondesa de Cambes, y apenas le había hablado. Le parecía suficiente a la señora de Cambes con que Canolles no estuviese ya cerca de Nanón, y se daba por satisfecha con tenerle, como había dicho, a su lado. Canolles le había escrito quejándose dulcemente, y ella entonces le había hecho recibir en una o dos casas de la ciudad, con esa protección invisible a los ojos, pero palpable, al corazón, por decirlo así, propia de la mujer que ama sin querer ser adivina.

Había más aún. Canolles por la mediación de Lenet había conseguido el permiso de hacer su corte a la señora de Condé, y el prisionero se presentaba allí algunas veces, rodando y coqueteando alrededor de las damas de la princesa.

Fuera de esto, no había hombre que pareciese más desinteresado en negocios políticos que Canolles. Ver a la vizcondesa de Cambes, trocar algunas palabras con ella, si no podía hablarle, acoger una afectuosa mirada, estrecharle la mano cuando subía al coche, ofrecerle agua bendita en la iglesia, a pesar de ser hugonote, eran las grandes ocupaciones diarias del prisionero.

De noche pensaba en lo que tenía que hacer al día siguiente.

Sin embargo, al cabo de algún tiempo al prisionero ya no le bastaban distracciones. Mas como conocía la exquisita delicadeza de la vizcondesa de Cambes, que aun temía más por el honor de Canolles que por el suyo, trató de aumentar el círculo de sus distracciones. En primer lugar se batió con un oficial de la guarnición y con dos paisanos, lo que le hizo entretenerse por algunas horas.

Pero como quiera que desarmó a uno de sus adversarios e hirió a los otros dos, no tardó en faltarle esta distracción, por no encontrar gentes dispuestas a distraerle.

Después tuvo una o dos buenas conquistas; esto no es extraño, fuera de que Canolles, como hemos dicho, era un buen mozo, desde que estaba prisionero, se había llegado a hacer interesante hasta más no poder. Durante tres días enteros y toda la mañana del cuarto no se habló de otra cosa que de su cautividad; esto era casi tanto como hablar de la del príncipe.

Un día que Canolles esperaba ver a la vizcondesa de Cambes en la iglesia, que ella tal vez por temor de encontrarle no fue allí, Canolles fiel en su puesto, junto a una columna, ofreció agua bendita a una hermosa señora, sin haberla visto aún, esto no era falta de Canolles, sino de la vizcondesa de Cambes; si la vizcondesa hubiera ido, no habría él pensado más que en ella, no habría visto a otra ni ofrecido agua bendita sino a ella.

El mismo día, mientras que el barón reflexionaba sobre quién podría ser aquella linda morena, recibió una carta de invitación para pasar la velada en casa del asesor general Lavia, el mismo que había querido oponerse a la entrada de la princesa en Burdeos, y que en su calidad de sostén de la autoridad real, era detestado casi en los mismos términos que el señor de Epernón. El barón, que sentía aumentarse por grados la necesidad de distraerse, acogió con reconocimiento la invitación, y se dirigió a las seis de la tarde a casa del asesor general.

La hora podrá parecer extraña a nuestros elegantes modernos, pero había dos razones para que Canolles acudiese tan temprano a la invitación del señor asesor general; la primera, que como en aquella época se comía al medio día, las reuniones empezaban mucho más temprano, y la segunda, que debiendo estar el barón por lo regular en el castillo Trompeta a las nueve y media lo más tarde, si quería hacer más que una simple aparición, necesitaba llegar de los primeros.

Al entrar en el salón, Canolles dio un grito de alegría.

La señora de Lavia no era otra que la linda morena a quien tan galantemente había ofrecido agua bendita aquella misma mañana. El barón fue acogido en los salones del asesor general como realista acreditado. Apenas se le presentó, cuando se vio circundado de homenajes capaces de aturdir a uno de los siete sabios de Grecia. Se comparó su defensa en el primer ataque a la de Horacio Cocles, y su derrota a la ruina de Troya, tomada por los artificios de Ulises.

—Mi querido señor de Canolles —le dijo el asesor general—, sé de buena tinta que se ha hablado mucho de vos en la corte, y que vuestra hermosa defensa os ha cubierto de gloria; así que la reina ha ofrecido canjearos tan luego como pueda, y que el día que volváis a su servicio será con el empleo de mariscal de campo o brigadier. ¿Me parece que tendréis deseos de ser canjeado?

—Os juro por mi fe, caballero —contestó Canolles lanzando una mirada mortífera a la señora de Lavia—, que mi mayor deseo es que la reina no se dé prisa; tendría que canjearme por medio de dinero o en cambio de un buen militar. Yo no valgo ese gasto, ni merezco ese honor. Así, pues, esperaría a que Su Majestad tomase a Burdeos, donde me encuentro perfectamente; y entonces me tendría de balde.

La señora de Lavia se sonrió graciosamente.

—¡Qué diablos! —repuso su marido—, habláis fríamente de vuestra libertad, barón.

—¿Por qué me he de acalorar? —dijo Canolles—. ¿Creéis que me sea grato volver al servicio activo, para encontrarme expuesto a matar diariamente algunos de mis amigos?

—¿Pero qué vida lleváis aquí? —dijo el asesor general—, una vida indigna de un hombre de vuestra calidad, extraño a todo consejo; a toda empresa; obligado a ver a los demás servir a la causa a que pertenecen, mientras vos estáis con los brazos cruzados. No sois más que un hombre inútil y ocioso, esa situación debe seros fastidiosa. El barón miró a la señora de Lavia, que por su parte le miraba también, y dijo:

—Caballero, no tal, os engañáis; yo no me fastidio nunca. Vosotros os ocupáis de política, cosa que es muy cansada; yo hago el amor, lo que es más divertido. Vosotros sois, los unos servidores de la reina, los otros de la princesa.

—Yo no me someto exclusivamente a una soberana; soy esclavo de todas las señoras.

Esta contestación fue aprobada, y la señora de la casa demostró su opinión con una sonrisa.

No tardaron en organizarse las partidas. El barón se puso a jugar. La señora de Lavia entró a medias con él contra su marido, que perdió quinientas pistolas.

Al día siguiente el pueblo, no sé con qué motivo, determinó hacer una asonada. Un partidario de los príncipes, más fanático que los demás, propuso ir a romper a pedradas los cristales del señor Lavia. Cuando esto se hubo ejecutado, propuso otro prender fuego a la casa. Ya acudían a las mechas, cuando llegó Canolles con un destacamento del regimiento de Navalles, puso en seguridad a la señora de Lavia, y salvó a su marido de manos de una docena de furiosos, que no pudiendo quemarle, querían colgarle al menos.

—Y bien, señor hombre de acción —dijo el barón al asesor general, que estaba descolorido de terror—, ¿qué decís ahora de mi ociosidad? ¿No hago bien en estarme quieto?

Después de esto se retiró al castillo Trompeta, en atención a que tocaban ya la retreta. Al entrar en su aposento encontró sobre su velador una carta, cuya forma hizo latir su corazón, y cuya letra le hizo estremecer.

La letra era de la vizcondesa de Cambes. Canolles abrió al momento la carta, y leyó:

«Id mañana solo a la iglesia del Carmen, a cosa de las seis de la tarde, y entrad en el primer confesionario que hay a la izquierda según se entra. Encontraréis abierta la puerta».

—¡Calle! —dijo el barón para sí—. He aquí una idea original. Después había una post-data, que decía:

«No os jactéis de ir adonde fuisteis ayer y hoy, y no olvidéis que Burdeos no es una ciudad realista. Reflexionad en la suerte que a no ser por vos iba a sufrir el asesor general».

—Bueno —dijo Canolles—, está celosa. Por más que ella diga, he tenido razón en ir ayer y hoy a casa del señor Lavia.