XLVII
XLVII
La súplica y la oferta
Ya hemos visto a Cauviñac salir de Liburnio y sabemos con qué objeto salió.
Cuando llegó adonde estaban sus soldados, mandados por Ferguzón, se detuvo un momento, no para tomar aliento, sino para ejecutar el plan que una marcha tan precipitada había permitido formar en media hora a su espíritu inventor.
En primer lugar, se había dicho para sí con bastante razón, que si se atrevía a presentarse delante de la señora de Condé después de lo ocurrido, la princesa, que sin tener ninguna prevención contra el barón de Canolles le mandaba ahorcar, no dejaría de hacer otro tanto con él, teniendo alguna cosa que echarle en cara; y consintiendo su misión en salvar a Canolles, tal vez fracasaría ésta si le ahorcaban a él… Cambió de traje apresuradamente con unos de sus soldados, hizo que Barrabás, menos conocido que él de la señora de Condé, se pusiese sus mejores vestidos, y llevándoselo consigo, continuó el camino de Burdeos. Entretanto, tan sólo le inquietaba el contenido de la carta de que era portador, y que Nanón había escrito con tanta confianza, que según ella había dicho, no era necesario más que entregársela a la princesa para que el barón de Canolles quedase a salvo. Esta inquietud se fue aumentando hasta tal punto, que resolvió pura y sencillamente leer el contenido de la carta, haciéndose a sí mismo la observación de que un buen negociante no podrá salir bien en su negociación no conociendo completamente el asunto que se le ha encargado; y luego, es preciso decirlo, Cauviñac no tenía demasiada confianza en su prójimo, y Nanón, aunque era su hermana, podía guardarle rencor a su hermano, tanto por la aventura de Jaulnay, como por la evasión inesperada del castillo Trompeta, y ejecutando el papel de la casualidad, volver a poner cada cosa en su puesto, siendo sólo una simple tradición de familia.
Cauviñac abrió con mayor facilidad el pliego, que estaba cerrado con un poco de lacre, sintiendo una impresión extraña y dolorosa al leer la carta.
Nanón había escrito lo siguiente:
«Señora princesa: es necesaria una víctima expiatoria al desgraciado Richón; pues bien, no debe recaer el castigo sobre el inocente, caiga solamente sobre la verdadera culpable; y no quiero que el barón de Canolles muera, porque matar al señor de Canolles sería vengar un asesinato con una alevosía. Cuando leáis esta carta no me quedará que andar más que una legua para llegar a Burdeos con todo lo que poseo; vos me entregaréis al pueblo, que me detesta, puesto que ya dos veces ha querido asesinarme, y guardaréis para vos mis riquezas, que ascienden a dos millones. ¡Oh! Señora, os suplico de rodillas me concedáis esta gracia; yo soy en cierto modo causa de esta guerra, muerta yo, la provincia quedará pacificada y Vuestra Alteza triunfante. ¡Señora, un poco de término! No soltéis al barón de Canolles hasta que me tengáis en vuestro poder; pero entonces le soltaréis, ¿no es verdad?
De esta suerte seré vuestra, respetuosa y agradecida.
NANÓN DE LARTIGUES».
Después de haber leído esta carta, Cauviñac se admiró de encontrar su corazón dilatado y sus ojos húmedos.
Permaneció inmóvil y mudo por un instante, como si no pudiese creer lo que acababa de leer. Después exclamó súbitamente:
—¡Es cierto que existen en el mundo corazones generosos por el placer de serlo! Y bien, ¡voto a tal! Se verá que yo soy tan capaz como otro cualquiera de ser generoso cuando es necesario.
Y como había llegado a la puerta de la ciudad, entregó la carta a Barrabás, dándole estas instrucciones:
—A lo que te digan no contestas más que… «De parte del rey», y no entregues esta carta sino a la princesa misma.
Y diciendo esto, mientras Barrabás se dirigía hacia el palacio de la princesa. Cauviñac emprendía el camino del castillo Trompeta. Barrabás no encontró ningún impedimento, las calles estaban desiertas, la ciudad parecía abandonada, toda la población estaba agrupada en la Explanada y sus cercanías. A la puerta del palacio los centinelas quisieron impedirle el paso, pero según le había dicho Cauviñac, agitó su carta gritando:
—¡De parte del rey!… ¡De parte del rey!
Los centinelas creyeron que era un mensajero de corte y levantaron sus alabardas.
Barrabás penetró en el palacio lo mismo que había penetrado en la ciudad.
Si se recuerda, no es esta la primera vez que el digno subalterno de Cauviñac tenía el honor de entrar en el palacio de la princesa. Echó pie a tierra, y como conocía el camino, se lanzó con rapidez en la escalera, y a través de los criados ocupados penetró hasta el fondo de los aposentos, allí se detuvo, porque se encontró delante de una mujer, en quien reconoció a la señora princesa de Condé, y a los pies de ésta estaba otra mujer de rodillas.
—¡Oh! ¡Señora gracia, en nombre del cielo! —decía ésta.
—Clara —contestó la princesa—, déjame, sé razonable; ten presente en que hemos abdicado nuestra calidad de mujeres, como hemos abdicado los trajes; nosotras somos solamente los tenientes del príncipe, y nos manda la razón de Estado.
—¡Oh! Señora, no hay razón de Estado para mí —dijo la vizcondesa—. Yo no tengo ya partido político ni opinión; para mí no hay más que él en este mundo, que está próximo a dejar, y cuando le haya dejado no habrá para mí más que la muerte…
—Ya te he dicho, hija mía, que eso es imposible —dijo la princesa—, ellos nos han matado a Richón, y si no devolvemos el mismo daño estamos deshonrados.
—Creedme, señora; jamás será deshonra el hacer gracia, el usar de un privilegio reservado al rey del cielo y a los reyes de la tierra; una sola palabra, señora; ¡la espera el desdichado!
—Estás loca, Clara. ¿No te digo que es imposible?
—¡Pero si ya le he dicho que estaba salvado, le he presentado su perdón firmado de vuestra propia mano le he dicho que iba a volver con la confirmación de esta gracia!
—Yo la di con la condición de que el otro moriría en su lugar. ¿Por qué se ha dejado escapar al otro?
—Él no tiene nada que ver con esa evasión, os lo juro; además, que el otro tal vez no esté en salvo; acaso se le encuentre…
—¡Ah! Sí, descuidad —dijo Barrabás, que llegaba en este momento.
—¡Señora, ved que le van a llevar, que el tiempo huye, que se van a cansar de esperar!
—Dices bien, Clara —repuso la princesa—; porque yo di orden que a las once estuviese todo concluido, y están dando las once, todo debe haberse terminado.
La señora de Cambes lanzó un grito y se levantó, al levantarse se encontró cara a cara con Barrabás.
—¿Quién sois? ¿Qué queréis? —exclamó—. ¿Ya venís a anunciarme su muerte?
—No, señora —contestó Barrabás, tomando su más graciosa actitud—, vengo, por el contrario, a salvarle.
—¿Cómo? —exclamó Clara—. Hablad pronto.
—Entregando a Su Alteza esta carta.
La vizcondesa extendió el brazo, arrebató la carta de manos del mensajero, y presentándosela a la princesa, dijo:
—Ignoro lo que cóntiene esta carta; pero, en nombre del cielo, leed.
La señora de Condé abrió la carta y leyó alto, mientras que la señora de Cambes, palideciendo a cada línea, devoraba las palabras a medida que salían de los labios de la princesa.
—De Nanón —dijo la señora de Condé después de haber leído—. ¡Nanón está ahí! ¡Nanón se entrega! ¿Dónde está Lenet? ¿Dónde está el duque? ¡Cualquiera! ¡Uno!
—Yo estoy pronto a ir adonde Vuestra Alteza ordene —dijo Barrabás.
—Id al momento a la Explanada, volad al sitio de la ejecución, decid que se suspenda; pero no, esperad, no os creerán. Y precipitándose sobre una pluma, escribió al pie del billete: Suspended, entregando la carta abierta a Barrabás, que se lanzó fuera del aposento.
—¡Oh! —murmuró Clara—. Ella le ama más que yo; desgraciada de mí, a ella le deberá la vida.
Y la vizcondesa, que había recibido en pie todos los choques de esta jornada, cayó como herida del rayo sobre un sillón a esta sola idea.
Entretanto Barrabás, que no había perdido un segundo, había descendido la escalera como si tuviese alas, había montado a caballo, y a galope tendido seguía el camino de la Explanada.
Mientras éste se encaminaba al palacio, Cauviñac se dirigía al castillo Trompeta.
Protegido por la noche, desfigurado con el ancho sombrero encajado hasta los ojos, preguntó y supo su propia evasión con todos sus pormenores, y además se enteró de que Canolles iba a pagar por él. En aquel momento, sin saber lo que iba a hacer, se dirigió hacia la Explanada, espoleando su caballo, hendiendo la muchedumbre, desbaratando, atropellando y destruyendo cuanto encuentra a su paso; llega al sitio fatal, ve la horca y da un grito, que se pierde entre los aullidos de aquel pueblo provocado por Canolles, a fin de hacerse despedazar por él.
En aquel momento lo percibe Canolles, adivina la intención de Cauviñac, y le indica con la cabeza que es bienvenido.
Cauviñac se levanta sobre los estribos, mira a su alrededor por si acaso puede ver venir a Barrabás o algún otro mensajero de la princesa, y atiende si se oye pronunciar la palabra ¡Gracia, perdón! Pero no ve ni oye nada; tan sólo ve a Canolles, a quien el verdugo va a desprender de la escala y a lanzarle al espacio, y que con una mano le señala su corazón.
En aquel instante, Cauviñac baja su mosquete en dirección al joven, se lo echa a la cara, apunta y hace fuego.
—Gracias —dijo Canolles abriendo los brazos—; al fin muero a manos de un soldado.
La bala le había atravesado el pecho.
El verdugo empujó el cuerpo, que quedó suspendido al extremo de la infame cuerda… pero aquello ya no era más que un cadáver.
La detonación fue como una señal; partieron al momento otros mil mosquetazos. Una voz grita en aquel instante:
—¡Detened, detened, cortad la cuerda!
Pero aquella voz se perdió entre los alaridos de la muchedumbre. La cuerda había sido cortada por una bala, la guardia resiste en vano, y es atropellada por las avenidas del pueblo, el patíbulo es destrozado, arrasado reducido a nada, los verdugos huyen, la muchedumbre, se extiende como una sombra, se apodera del cadáver, lo despedaza y arrastra hecho girones por la población.
La estúpida multitud creía contribuir en su oído al suplicio del noble joven, y le salvaba por el contrario de la infamia que tanto temía.
Durante este movimiento, Barrabás había llegado hasta el duque, y aunque había visto que llegaba demasiado tarde, le entregó el pliego de que era portador.
El duque, que se había contentado con retirarse un poco aparte en medio de los tiros, porque era tan frío e insensible en su valor como en todo cuanto hacía, abrió la carta y leyó.
—¡Qué lástima! —dijo volviéndose hacia sus oficiales—. Lo que proporciona esta Nanón hubiera valido quizás más; pero lo hecho está hecho.
Y después de un momento de reflexión, dijo:
—A propósito, una vez que espera nuestra contestación al otro lado del río, acaso se encuentre medio de combinar este negocio. Y sin pensar más en el mensajero, picó a su caballo y se lanzó con su escolta al palacio de la señora de Condé.
En aquel momento la tempestad, que hacía algún tiempo amenazaba, estalló sobre Burdeos, y la lluvia, iluminada por la plaza de la Explanada, como para lavar aquella sangre inocente.