IV

IV

La bella Nanón

Nanón era en aquella época, a pesar de cuanto hayan dicho y escrito sus enemigos, entre los cuales pueden contarse la mayor parte de los historiadores que se han ocupado de ella, una encantadora criatura de veinticinco a veintiséis años, pequeña de cuerpo, de cutis moreno, pero llena de flexibilidad y gracia, sus colores eran vivos y llenos de frescura; sus ojos de un negro profundo, cuya córnea brillaba como la del águila a toda clase de luces y reflejos.

Alegre en el semblante y risueña en apariencias, Nanón estaba, sin embargo, muy lejos de abandonar su corazón a todos esos caprichos y sutilezas que adornan con locos arabescos la trama dorada y sedosa de la que ordinariamente se compone la vida de una petimetra; por el contrario las más graves deliberaciones, madura y largamente pesadas en su diminuta cabeza, tomaban un aspecto lleno a la vez de seducción y brillantez, traduciéndose por su voz vibrante y fuertemente impregnada del acento gascón. Nadie hubiera podido adivinar bajo aquella máscara sonrosada de facciones finas y sonrientes, tras de aquella mirada llena de voluptuosas promesas y centelleante de vivos ardores, la perseverancia infatigable, la tenacidad invencible y la profundidad de alcances del hombre de Estado. Y sin embargo, tales eran las cualidades o los defectos de Nanón, según quiera mirárseles por la faz o por el dorso de la medalla, tal era el espíritu calculador, tal el corazón ambicioso, a quienes servía de velo un cuerpo lleno de elegancia.

Nanón era natural de Agén. El duque de Epernón, hijo de aquel amigo de Enrique IV que se encontraba con él en su carruaje en el momento de herirle el puñal de Ravaillac, y sobre quien se agitaron las sospechas que llegaron hasta Catalina de Médicis; el duque de Epernón, nombrado gobernador de la Guiena, en donde se había hecho execrar generalmente por su ceño, sus insolencias e injusticias, había descubierto a aquella pequeña aldeana hija de un simple abogado. Le había hecho la corte, y sin gran trabajo había triunfado sobre de ella, después de una defensa sostenida con la habilidad de un gran táctico que quiere hacer conocer a su vencedor todo el precio de su victoria; y en cambio de su reputación ya perdida, Nanón había robado al duque su poder y su libertad. A los seis meses de amistad con el gobernador de la Guiena, era ella quien gobernaba en realidad aquella hermosa provincia, devolviendo con usura los disgustos u ofensas que había recibido a todos los que otras veces la habían maltratado o humillado. Reina por casualidad, se hizo tirana por cálculo, presintiendo con su inteligencia sutil la necesidad de suplir por medio del abuso la brevedad probable del reinado.

En su consecuencia se apoderó de todo, y de todo hizo monopolio, del tesoro, de influencia y de los honores.

Se hizo rica, nombró a los empleados, recibió las visitas de Mazarino y de los primeros señores de la corte; y cambiando con admirable destreza los diversos elementos de que disponía, hizo de ellos una amalgama útil para su crédito y provechosa para su fortuna. Tenía valuado su precio a cada servicio que prestaba, un grado en el ejército, o un cargo en la magistratura, todo estaba sujeto a su tarifa. Nanón hacía acordar este grado o este empleo; pero se le pagaba en buena plata corriente, o por medio de un lujoso y real regalo, de forma que desprendiéndose de un fragmento de poder en beneficio de alguno, recuperaba este fragmento en cualquiera otra especie, dando sí la autoridad, pero reteniendo el oro, que es la fuerza.

Esto explica fácilmente la duración de su reinado, porque los hombres, cuando aborrecen, vacilan en procurar la destrucción de un enemigo a quien le queda un consuelo. La venganza no desea otra cosa que una ruina total y una postración completa. Los pueblos derriban con pesar a un tirano que se lleva su oro y se va mofándose de ellos. Nanón de Lartigues tenía dos millones. De este modo vivía con una especie de inseguridad sobre el volcán que incesantemente se agitaba a su alrededor, ella había escuchado y visto el odio popular crecer como la marea, engrandecerse y combatir con sus olas el poder del señor de Epernón, que arrojado de Burdeos en un día de cólera, había llevado a Nanón consigo, como sigue la chalupa al navío. Nanón había replegado sus velas durante la tempestad, dispuesta a levantarse más orgullosa después del peligro, había tomado por modelo al señor de Mazarino, y la humilde alumna suya, practicaba de lejos la política del ágil y diestro italiano. El cardenal fijó su atención en aquella mujer, que se engrandecía y acumulaba riquezas por los mismos medios que él había llegado a ser un primer ministro, poseedor de cincuenta millones; admiró a la pequeña Gascona, y lo que es más, la dejó obrar. Tal vez más adelante se sabrá el por qué.

A pesar de todo, y no obstante que algunos que se creían mejor informados pretendían que ella tuviese correspondencia directa con el señor de Mazarino, se hablaba muy poco de las intrigas políticas de la bella Nanón. El mismo Canolles, que demasiado rico, hermoso y joven, no comprendía la necesidad de ser intrigante, no sabía a qué atenerse en este punto. En cuanto a sus intrigas amorosas, las hubiese dejado para después, o ya que el ruido que los amores del señor de Epernón hacia ella producían, hubiese absorbido el que podían producir otros amores secundarios, lo cierto es que sus mismos enemigos no habían prodigado el escándalo con respecto a ella, y Canolles podía creer invencible a Nanón antes de su llegada, lisonjeado por su amor propio personal y nacional. Pero ya sea que efectivamente Canolles hubiese excitado el primer arrebato amoroso en aquel corazón, accesible hasta entonces sólo a la ambición, o ya que la prudencia hubiese aconsejado a sus predecesores una discreción absoluta, Nanón, querida, debía ser una mujer encantadora; Nanón, ofendida, debía ser una enemiga terrible.

El modo y cómo se conocieron Nanón y Canolles, había sido lo más natural. Canolles, siendo teniente en el regimiento de Navalles, quería ser capitán, para esto necesitó escribir al señor de Epernón, coronel general de la infantería; Nanón leyó el escrito, y contestó, según su costumbre al tratarse de un negocio, concediendo a Canolles una audiencia de asuntos. Canolles escogió entre sus alhajas de familia una magnífica sortija, que podría valer quinientas pistolas, lo que era siempre menos que comprar una compañía, y se encaminó a la audiencia; pero esta vez el vencedor Canolles, precedido de su pomposo cortejo de afortunados lances, puso en derrota los cálculos y la fiscalización de la señorita de Lartigues. Ésta era la primera vez que veía a Nanón, y la primera que Nanón le veía a él, los dos eran jóvenes, bellos y espirituales. La entrevista se pasó en recíprocos cumplimientos; no se habló una palabra del negocio solicitado, y sin embargo, el negocio se hizo. Al día siguiente, Canolles recibió su despacho de capitán; y cuando la preciosa sortija pasó de su dedo al de Nanón, no fue ya como el precio de la ambición satisfecha, sino como la prenda del amor correspondido.

En cuanto a explicar la residencia de Nanón cerca de la aldea de Matifou, bastará la historia; como llevamos dicho, el duque de Epernón se había hecho aborrecer en Guiena. Nanón, a quien se había hecho el honor de transformarla en genio del mal, tenía sobre sí la execración universal. Un motín les había echado de Burdeos, teniendo que refugiarse en Agén; pero aquí se reprodujo la misma escena. Un día se volcó sobre un puente la carroza dorada en que Nanón iba a reunirse con el duque; y sin saberse cómo, se la encontró en el río, siendo Canolles quien la sacó de él. Habiéndose prendido fuego una noche en la casa de Nanón, Canolles penetró hasta su alcoba, salvándola de las llamas. Nanón juzgó que los ageneses podían hacer una tercera prueba con buen éxito; pues aunque Canolles se alejaba de ella lo menos posible, hubiera sido un milagro que siempre se encontrase a su lado para sacarla a puerto del peligro.

Aprovechóse, pues, de una ocasión en que el duque iba a salir para recorrer el departamento de su mando, y de una escolta de mil doscientos hombres, en que había parte del regimiento de Navalles, para salir de la ciudad al mismo tiempo que Canolles, burlando así al populacho, que iba al lado de la portezuela de su carroza, y que de buena gana la hubiera hecho pedazos, pero que por él no se atrevía.

Entonces el duque y Nanón eligieron, o más bien Canolles había elegido secretamente para ellos, aquel pequeño campo, donde se decidió que permaneciese Nanón hasta tanto que se le montara una casa en Liburnia. Canolles obtuvo una licencia para ir en apariencia a su casa a terminar ciertos asuntos de familia, y en realidad para poder dejar su regimiento, que había regresado a Agén, y no alejarse de Matifou, donde su presencia tutelar era más urgente que nunca. En efecto, los acontecimientos empezaban a tomar una gravedad alarmante, arrestados los príncipes de Condé y Conti de Longueville, y encerrados en Vincennes, ofrecían a los cuatro o cinco partidos que en aquella época dividían la Francia, un excelente pretexto de Guerra Civil. La impopularidad del duque de Epernón, bien conocida en la corte, tomaba incremento, aunque razonablemente hubiera podido esperarse que no pudiese aumentarse más. Había llegado a hacerse inminente una catástrofe, deseada de todos los partidos, que en la extraña situación en que se encontraba la Francia, no sabían dónde estaban ellos mismos.

Nanón, como las aves que ven venir la borrasca, desapareció del horizonte, y se metió en su nido de hojarasca para esperar desde allí lo que pudiese suceder, oscura e ignorada.

Se dio a conocer por una viuda que buscaba el retiro; y así es como podrá recordarse que la designó Maese Biscarrós. El señor de Epernón había venido a visitar la víspera a la hermosa prisionera, y le anunció que se ausentaba por espacio de ocho días. Casi en el momento de su marcha, había enviado Nanón, por medio del recaudador su protegido, un recado a Canolles, que merced a su licencia, hemos dicho, aquel escrito original había desaparecido de manos del mensajero, y copiado por las de Cauviñac; y a esta invitación acudía el descuidado hidalgo, cuando el vizconde de Cambes le había detenido a cuatrocientos pasos de su objeto.

Ya sabemos lo demás.

Nanón esperaba, pues, a Canolles, como espera la mujer que ama; es decir, sacando diez veces el reloj de su bolsillo, acercándose a cada instante a la ventana, atendiendo al menor ruido, e interrogando con la vista al sol rojizo y esplendente cuándo habría de ocultarse detrás de las montañas, para dejar la posesión del espacio a las primeras sombras de la noche. Primero habían llamado a la puerta principal, y ella envió a Francineta a abrir; pero no era más que el supuesto marmitón que conducía la cena, a la que faltaba el convidado. Nanón dirigió sus ojos hacia la antesala, y vio al falso mensajero de Maese Biscarrós que por su parte dirigía disimuladamente sus miradas hacia la alcoba, donde estaba dispuesta una mesita con dos cubiertos. Nanón encargó a Francineta que conservase las viandas al calor, cerró tristemente la puerta, y se volvió a su ventana, desde donde observó en cuanto le permitían las primeras tinieblas, la soledad del camino.

Un segundo golpe, un golpe dado de manera particular, resonó en la puertecita de atrás, y Nanón exclamó: «él es». Pero temerosa de que no fuese él todavía, quedó de pie e inmóvil en medio de su camino. Un instante después se abrió la puerta, y la señora Francineta apareció en el umbral, con aire consternado y mudo, trayendo un billete. La joven vio aquel papel, adelantóse hacia la camarera, se lo arrebató de la mano, le abrió rápidamente, y lo leyó con agonía.

Su contenido parecía haber herido a Nanón como lo hubiera hecho un rayo, ella amaba en extremo a Canolles, pero en su corazón era un sentimiento casi igual la ambición y el amor; perdiendo al duque de Epernón, veía desvanecerse, no sólo su fortuna venidera, sino también la pasada. Sin embargo, como mujer de gran talento, empezó por apagar la bujía, que habría podido transparentar su sombra, y se precipitó a la ventana; aún era tiempo, cuatro hombres se aproximaban a la casa, y sólo distaban ya de ella veinte pasos. A la cabeza de aquellos caminaba el hombre de la capa; y a no dudarlo, Nanón reconoció en él al duque, en este momento entraba Francineta con una bujía en la mano. Nanón echó una mirada de desesperación sobre la mesa, sobre los dos cubiertos, los dos sillones, los dos almohadones, cuya blancura se destacaba insolentemente sobre el fondo carmesí de las cortinas de damasco, y en fin, sobre su atractivo negligé de noche, tan en armonía con todos aquellos preparativos.

Estoy perdida, dijo en su interior; pero casi al mismo tiempo una sonrisa que cruzó ligera por sus labios, manifestó que otro pensamiento la asaltaba. Y con la rapidez del relámpago afianzó la copa de simple cristal destinada a Canolles, y la arrojó al jardín a la aventura; sacó de un estuche el cubilete de oro grabado con las armas del duque, y colocó junto a su asiento su cubierto dorado; después de lo cual, fría de terror, aunque con una sonrisa compuesta a la ligera, se precipitó hacia la escalera, llegando junto a la puerta en el momento en que acababa de retumbar en ella un golpe grave y solemne.

Francineta quiso abrir, pero Nanón, cogiéndola del brazo, la echó a un lado, y con una mirada rápida que completa tan bien el pensamiento de las mujeres sorprendidas, le dijo:

—Yo espero al señor duque y no al señor de Canolles; cuidado.

Después ella misma descorrió los cerrojos, y se colgó al cuello del hombre de la pluma blanca, que por su parte había preparado un gesto de los más feroces.

—¡Ah! —exclamó Nanón—. Mi sueño no me ha engañado. Venid, mi querido duque, estáis servido. Vamos a cenar.

De Epernón se quedó estupefacto; pero como siempre es grata la caricia de una mujer querida, se dejó abrazar sin repugnancia. Y acordándose enseguida de las molestas pruebas que poseía:

—Un momento, señorita —dijo—, expliquémonos si os place.

Y haciendo una seña con la mano a sus acólitos, que se retiraron respetuosamente, aunque sin alejarse mucho, entró él solo con paso grave y acompasado en la casa.

—¿Qué tenéis, mi querido duque? —le dijo Nanón con una alegría tan bien fingida, que habría podido creérsela natural—. ¿Se os ha quedado alguna cosa olvidada la última vez que estuvisteis aquí?… ¿Qué es lo que buscáis con tanto afán?

—Sí —dijo el duque—, he olvidado deciros que no era un necio, un Geronte como el que Cyrano de Bergerac pone en sus comedias; y habiéndoseme pasado decíroslo, he vuelto en persona para probároslo.

—No os comprendo, monseñor —dijo Nanón con el aire más tranquilo y franco—. Explicaos, pues, os lo suplico.

La mirada del duque se detuvo entonces sobre los dos sillones, de esto pasó a contemplar los dos cubiertos, y últimamente a los almohadones, sobre los cuales se fijó por más tiempo, hasta que fue subiendo por grados a su semblante el sonrojo de la cólera.

Nanón lo había previsto todo, y esperaba el resultado de aquél examen con una sonrisa que descubría sus dientes blancos como perlas. Sólo había de notable en aquella risa, que era muy semejante a una contracción nerviosa, y aquellos dientes tan blancos se habrían chocado seguramente si la angustia no los hubiera comprimido los unos contra los otros.

El duque fijó después sobre ella su mirada embravecida.

—Estoy esperando que me favorezca vuestra señoría con sus órdenes —dijo Nanón haciendo una graciosa reverencia.

—El deseo de mi señoría —dijo él—, es que me expliquéis para quién está dispuesta esa cena.

—Ya os lo he dicho, he tenido un sueño que me anunciaba vendríais hoy, aunque me dejasteis ayer; y como mis sueños jamás me engañan, he mandado preparar cena para vos.

El duque hizo un gesto, que sin duda tendría intención de hacer pasar por una sonrisa irónica. —¿Y esos dos almohadones?— añadió.

—¿Tendría monseñor intención de volverse a Liburnia para dormir? En este caso habría mentido mi sueño, pues me anunciaba que monseñor se quedaría.

El duque hizo un segundo gesto más significativo aun que el primero.

—¿Y ese delicioso negligé, señora? ¿Y esos exquisitos perfumes?

—Éste es uno de los que acostumbro a ponerme cuando espero a monseñor; y esos perfumes son las bolsitas de piel de España, que acostumbro a poner en mis armarios, y que monseñor me ha dicho muchas veces prefiere a todos los demás olores, por ser el que prefería la reina.

—¿Según esto, me esperabais? —continuó el duque con una risa amargada y llena de ironía.

—¡Vaya!, monseñor —dijo Nanón arrugando a su vez el entrecejo—, yo creo, así Dios me perdone, que deseáis registrar mis armarios. ¿Sería posible que estuvieseis celoso? —Y Nanón soltó a reír a carcajadas.

El duque tomó un aspecto majestuoso.

—¡Yo celos! ¡Oh! No, no, gracias a Dios, aún no soy tan ridículo. Viejo y rico, yo sé que naturalmente debo ser engañado; pero al menos quiero probar a los que me engañan que no soy juguete suyo.

—¿Y de qué manera se lo probaríais? —dijo Nanón—. Tengo curiosidad de saberlo.

—¡Oh! Eso no será muy difícil, no necesito más que mostrarles este papel.

El duque sacó de su bolsillo un billete.

—Yo no sueño, a mi edad no se sueña, mucho menos estando despierto. Pero sí escribo cartas, leed ésta; os parecerá interesante. Nanón tomó temblando el billete que el duque le daba, y se estremeció al ver la letra; pero su estremecimiento fue imperceptible, y pudo leer.

«Se previene a monseñor el duque de Epernón, que un hombre que disfruta bastante familiaridad con la señora Nanón de Lartigues hace seis meses, irá esta noche a su casa, y se quedará a cenar y dormir en ella.

Como no quiere dejársele a monseñor el duque de Epernón la menor incertidumbre, se le previene que ese rival dichoso se llama el barón de Canolles».

Nanón palideció, el golpe le había herido de lleno en el corazón.

—¡Ah! ¡Rolando! ¡Rolando! —murmuró—. Yo creí que ya me había desembarazado completamente de ti.

—¿Estoy bien informado? —dijo el duque con aire de triunfo.

—Bastante mal —respondió Nanón—. Y si vuestra policía política no está mejor organizada que la amorosa, os compadezco.

—¿Me compadecéis?

—Sí, porque, en fin, ese señor de Canolles, a quien hacéis graciosamente el honor de creer vuestro rival, no sólo no está aquí, sino que podéis esperar, y veréis como tampoco viene.

—¡Ha venido ya!

—¡Él! —exclamó Nanón—. Eso no es cierto.

Esta vez había un acento de profunda verdad en la exclamación de la acusada.

—Quiero decir que ha venido a unos cuatrocientos pasos de aquí, y felizmente para él, se ha detenido en el parador del «Becerro de Oro».

Nanón comprendió que el duque estaba mucho menos informado de lo que ella había creído al principio, y se encogió de hombros; pero después empezó a germinar en su alma otra idea, que sin duda le había inspirado la carta, la cual volvía y revolvía entre sus manos.

—Imposible es —dijo—, que un hombre de ingenio, uno de los más hábiles políticos del reino, se deje seducir por escritos anónimos.

—Pero en fin, sea anónimo o lo que queráis. ¿Cómo explicáis esa carta?

—¡Oh! La explicación no es difícil, ésa es la continuación de las buenas obras de mis amigos Ageneses.

—El señor de Canolles os ha pedido un permiso para arreglar asuntos de familia, cuyo permiso le habéis concedido, se ha sabido sin duda que iba a pasar por aquí, y se ha fundado sobre su viaje esta ridícula acusación.

Nanón conoció que lejos de calmarse la fisonomía del duque, aumentaba más su ceño.

—La explicación sería buena —dijo él—, si la famosa carta que atribuís a vuestros amigos no tuviera cierta posdata, que habéis olvidado leer con vuestra turbación.

Una terciana mortal corrió por todo el cuerpo de la joven, conocía que de no venir la casualidad en su ayuda, no podría por mucho tiempo ella sola sostener la lucha.

—¡Una postdata! —repitió.

—Sí, leed —dijo el duque—, entre vuestras manos está la carta. Nanón probó a sonreírse; pero conociendo ella misma que sus facciones contraídas no se prestaban ya a esta demostración de tranquilidad, se contentó con leer con el acento más firme que pudo adoptar.

«Tengo en mi poder la carta de la señorita de Lartigues al señor de Canolles, en la que se fija para esta noche la cita que os anuncio. Esta carta la daré en cambio de una firma en blanco que el señor duque hará conducir por un sólo hombre embarcado sobre el Dordoña, frente a la villa de San Miguel de la Rivera, a las seis de la tarde».

—¡Y habéis tenido la imprudencia!… —dijo Nanón.

—Una sola letra vuestra es para mí tan preciosa, mi señora, que no he pensado un momento en el valor que pudiera darse a vuestra carta.

—¡Exponer un secreto semejante a la indiscreción de un confidente! ¡Ah! ¡Señor duque!…

—Esta clase de confidencias se reciben en persona, señora, y así es como yo he recibido ésta. El hombre que ha estado sobre el Dordoña he sido yo.

—¿Es decir que tenéis mi carta?

—Vedla aquí.

Nanón probó a recordar el contenido de aquella carta por un esfuerzo rápido de memoria, pero era una cosa imposible; su cerebro empezaba a turbarse.

Le fue forzoso tomar su propia carta y leerla, apenas contenía tres renglones. Nanón los recorrió con ávida mirada, reconociendo con indecible alegría que aquella carta no la comprometía del todo. Leed alto, dijo el duque, también a mí como a vos se me ha olvidado el contenido de esa carta.

Nanón encontró la sonrisa que inútilmente había buscado algunos momentos antes; y prestándose complaciente a la invitación del duque, leyó:

«Cenaré a las ocho. ¿Estáis libre? Yo lo estoy. Si os acontece lo mismo, sed exacto, mi querido Canolles, y nada temáis por nuestro secreto».

—¡Me parece que está bien claro! —exclamó el duque, pálido de furor.

—He aquí lo que me absuelve —pensó Nanón.

—¡Ah! ¡Ah! —continuó el duque—, ¡es decir que tenéis un secreto con el señor de Canolles! Nanón comprendió que una perplejidad de un segundo la perdía. Además había tenido tiempo suficiente para madurar en su cerebro el plan que la carta anónima le inspiraba.

—Y bien, es cierto —dijo, mirando fijamente al duque—, tengo un secreto con ese hidalgo.

—¿Y lo confesáis? —gritó el duque de Epernón.

—Es forzoso, pues que ya no se os puede ocultar nada.

—¡Oh! —exclamó lleno de cólera el duque.

—Sí, esperaba al señor de Canolles —continuó tranquilamente Nanón.

—¿Vos le esperabais?

—Yo le esperaba.

—¿Y os atrevéis a confesarlo? —En alta voz.

—Pero ya que llegamos a este extremo, ¿sabéis quién es el señor de Canolles?

—Sé que es un fatuo, a quien castigaré con rigor por su osadía.

—Es un noble y valiente hidalgo, a quien seguiréis dispensando vuestros favores.

—¡Oh! ¡Juro a Dios que serán muchos!

—Basta de juramentos, señor duque, al menos antes de haberme escuchado —contestó sonriendo Nanón.

—Hablad, pues pero sed breve.

—¿No habéis observado, vos que sondeáis hasta los más recónditos misterios del corazón —repuso Nanón—, todas mis deferencias al señor de Canolles, mis solicitudes a vos con respecto a él, ese abono de fondos para un viaje a la Bretaña con el señor de la Meilleraye, esa licencia reciente, y por último, mi constante afán por servirle?

—¡Señora, señora —dijo el duque—, esto es ya traspasar los limites!…

—Por Dios, señor duque, dejadme concluir.

—¿Qué más queréis que oiga? ¿Qué os resta que decirme?

—Que tengo al señor de Canolles el más tierno interés.

—¡Pardiez! ¡Demasiado lo sé!

—Que mi cuerpo y mi alma están a su servicio.

—Señora, esto es abusar…

—Que le serviré fiel hasta la muerte, y esto porque…

—Porque es vuestro amante, eso no es difícil de adivinar.

—¡Porque —continuó, asiéndose por un movimiento dramático al brazo trémulo del duque—, porque es mi hermano!

—¡Vuestro hermano!

Nanón hizo una señal afirmativa con la cabeza, acompañada de una sonrisa de triunfo.

Al cabo de algunos momentos exclamó el duque:

—Eso requiere una explicación.

—Y os la voy a dar —dijo Nanón—. ¿Cuánto tiempo hace que murió mi padre?

—Hará… —contestó el duque calculando—, unos ocho meses, lo más.

—¿Por cuándo firmasteis el despacho del capitán a favor del señor de Canolles?

—Hacia esa misma época —continuó el duque.

—Quince días después… sí, eso vendrá a hacer.

—¡Es demasiado triste para mí —continuó Nanón—, revelar la deshonra de otra mujer, divulgar su secreto, que es el nuestro, entendéis! Pero vuestros extraños celos me precisan, vuestras crueles maneras me obligan a ello.

—No hago más que imitaros, señor duque, si soy poco generosa.

—Seguid, seguid —exclamó el duque—, algo preso ya en las redes que la imaginación de la bella gascona forjaba.

—Pues bien; mi padre era un abogado que no carecía de alguna celebridad, veinte años hace era joven, y siempre había sido hermoso. Antes de casarse amó a la madre de Canolles, pero había sido rechazado su amor, porque ella era noble y él plebeyo. Como sucede con frecuencia, el amor cuidó de reparar el error de la naturaleza, y durante un viaje del señor de Canolles… ¿lo comprendéis ahora?

—Sí, pero, ¿cómo habéis guardado para tan tarde esa amistad hacia el señor de Canolles?

—Porque hasta la muerte de mi padre no he sabido el lazo que nos unía, porque este secreto estaba consignado en una carta que el barón mismo me ha entregado, llamándome hermana.

—¿Y dónde está esa carta? —preguntó el duque.

—¿Habéis olvidado ya el incendio que devoró en mi casa mis primorosas alhajas y mis papeles más secretos?

—Es cierto —dijo el duque.

—Veinte veces he querido contaros esta historia, bien segura de que haríais todo lo posible por el hombre a quien yo le llamo en secreto hermano mío; pero me ha contenido siempre, rogándome y suplicándome no destruyese la reputación de su madre, que aún vive. Y yo, que he comprendido sus escrúpulos, los he respetado.

—¡Ah! ¡Verdaderamente! —dijo el duque enternecido—. ¡Pobre Canolles!

—Y no obstante —continuó Nanón—, lo que él rehusaba era su fortuna.

—Eso es propio de una alma delicada —repuso el duque—; y hasta esos escrúpulos le honran.

—Había hecho más. Había jurado no revelar jamás este secreto a nadie en el mundo; pero vuestras sospechas le han hecho desbordarse al vaso. ¡Desgraciada de mí! ¡He olvidado mi juramento! ¡He vendido el secreto de mi hermano! ¡Desgraciada de mí!

Y Nanón se deshacía en lágrimas.

El duque se arrojó a sus plantas y besó sus lindas manos, que ella le abandonaba con abatimiento, mientras que sus ojos elevados al cielo, parecían pedir a Dios perdón de su perjurio.

—¡Por qué os llamáis desgraciada! —exclamó el duque—, decid más bien, ¡felices todos! Yo quiero que ese apreciable Canolles repare todo el tiempo perdido.

—No le conozco aún, pero lo deseo; me lo presentaréis, y le amaré como a un hijo.

—Decid como a un hermano —repuso Nanón sonriendo.

Después, pasando a otra idea.

—¡Esos monstruos delatadores! —exclamó comprimiendo la carta, que hizo ademán de arrojar al fuego, pero que ocultó cuidadosamente en su bolsillo, para atrapar más tarde a su autor.

—Pero estoy pensando —dijo el duque—, que no viene ese chico, y tengo deseos de verle. Voy a mandarle llamar ahora mismo al «Becerro de Oro».

—¡Ah! Sí —dijo Nanón—, para que sepa que nada puede ocultaros, y que todo os lo he dicho, a pesar de mi juramento.

—Fiad en mi discreción.

—¡Vaya, vaya! —señor duque—, tengo que quejarme de vos, —dijo Nanón con esa sonrisa que los demonios piden prestada a los ángeles.

—¿Y por qué, hermosa mía?

—Porque otras veces erais más aficionado a la soledad que ahora. Cenemos, creedme; y mañana temprano habrá tiempo para enviar a llamar a Canolles —de aquí a mañana, se decía Nanón, tendré tiempo de avisarle.

—Sea enhorabuena —dijo el duque—. Vamos a la mesa. Y llevado de un resto de duda, añadió para sí:

—De aquí a mañana no me separaré de ella; y así, a no ser bruja, no tendrá medio alguno de informarle.

—¿Y me será permitido, amigo mío —dijo Nanón colocando el brazo sobre el cuello del duque—, solicitar alguna cosa para mi hermano?

—¡Cómo! —repuso de Epernón—, todo cuanto queráis; dinero…

—¡Oh! Dinero —dijo Nanón—, no lo necesita, él me ha dado esta magnifica sortija que os llamó la atención, y que era de su madre.

—¡Le ascenderemos entonces! —dijo el duque.

—¡Oh! Sí, ascendedle. Le haremos coronel, ¿no es así?

—¡Cáspita, y qué deprisa vivís, querida! —dijo el duque—; ¡coronel! Para esto era menester que hubiera prestado algún servicio a la causa de Su Majestad.

—Está pronto a prestar cuantos se le designen.

—¡Oh! —dijo el duque mirando a Nanón de reojo—. No me faltaría alguna misión de confianza para la corte…

—¡Una misión para la corte! —exclamó Nanón.

—Sí —repuso el viejo cortesano—; pero esto os separaría. Nanón conoció que era menester disipar este resto de desconfianza.

—¡Oh! No temáis por eso, mi querido duque. ¿Qué importa la separación, si ésta puede redundar en su provecho? De cerca le serviría yo mal, porque estáis celoso; pero de lejos, vos extenderéis sobre él vuestra mano poderosa. Desterradle, expatriadle, si es por su bien, y no os inquietéis por mí. Conserve yo el amor de mi querido duque, y no necesito más para ser feliz.

—Pues bien, está dicho —repuso el duque—; por la mañana le enviaré a buscar, y le daré instrucciones. Y ahora, hermosa mía, cenemos como habéis dicho —continuó el duque, echando una mirada llena de complacencia sobre los dos sillones, los cubiertos y los almohadones.

Sentáronse a la mesa con semblante tan placentero, que Francineta misma, a pesar de la experiencia que su calidad de camarera le daba sobre las maneras del duque y el carácter de su señora, creyó que ésta se hallaba complacientemente tranquila, y el duque lleno de la mayor confianza.