XL
XL
El tribunal
La vizcondesa de Cambes había concluido su sencillo y hechicero tocado, echóse entonces una especie de capa sobre los hombros e indicó a Pompeyo que le precediese.
Era casi de noche; y considerando que sería menos observada a pie que en coche, había dado orden a su cochero de esperarla a la salida de la iglesia del Carmen, cerca de una capilla, en la que había obtenido un permiso para que se le casase. Pompeyo bajó la escalera y la vizcondesa le siguió. Estas funciones de batidor recordaban al veterano la famosa patrulla que hiciera la víspera de la batalla de Corbía.
En lo hondo de la escalera y al cruzar la señora de Cambes a lo largo del salón, donde se sentía un gran tumulto, se encontró con la señora de Tourville, que iba discutiendo con el duque de Larochefoucault, y que le llevaba con precipitación hacia el gabinete de la princesa.
—¡Oh! ¡Por merced, señora, una palabra! —dijo—. ¿Qué se ha resuelto?
—Mi plan queda adoptado —exclamó triunfante la de Tourville.
—¿Y cuál es vuestro plan, señora? Yo le ignoro.
—Las represalias, querida, las represalias.
—Perdonad, señora, pero tengo la desgracia de no estar tan familiarizada como vos con los términos de guerra. ¿Qué entendéis por la palabra represalias?
—Nada más sencillo, niña mía.
—Pero, en fin, explicaos.
—Ellos han ahorcado un oficial del ejército de los príncipes. ¿No es eso?
—Sí. ¿Y bien?
—¡Y bien! Busquemos en Burdeos un oficial del ejército real y ahorquémosle.
—¡Gran Dios! —exclamó la vizcondesa asustada—. ¿Qué estáis ahí diciendo, señora?
—Señor duque —continuó la viuda, sin parecer notar el terror de la vizcondesa de Cambes—, ¿no han preso ya el gobernador que mandaba en San Jorge?
—Sí, señora —contestó el duque.
—¡El señor de Canolles está preso! —exclamó la vizcondesa.
—Sí, señora —dijo con frialdad el duque—. El señor de Canolles está o va a ser preso, delante de mí se ha dado la orden, y yo he visto partir a los hombres encargados de la ejecución.
—¿Pero se sabía dónde estaba? —preguntó la de Cambes con una última esperanza.
—Estaba en la casita de nuestro patrón el señor de Lalasne, donde según me han dicho, tenía gran suerte en el juego de la sortija.
Clara lanzó un grito, la señora de Tourville se volvió admirada, el duque miró a la joven con una imperceptible sonrisa.
—¡El señor de Canolles preso! —repuso la señora de Cambes—. Pero ¿qué ha hecho, Dios mío?, ¿qué hay de común entre él y el horrible acontecimiento que nos desola?
—¿Qué hay de común? Todo, querida. ¿No es un gobernador como Richón?
La vizcondesa quiso hablar, pero su corazón se oprimió de tal modo, que la palabra quedó helada en sus labios.
Sin embargo, cogiendo el brazo del duque y mirándole con terror, llegó a murmurar estas palabras:
—¡Oh! Pero eso será una apariencia, ¿no es así, señor duque? Una manifestación, y nada más. Me parece que no puede hacerse nada a un prisionero bajo palabra.
—¡Richón también era prisionero bajo palabra, señora!…
—Señor duque, yo os suplico…
—Dejaos de súplicas, señora; son inútiles. Yo nada puedo hacer en este asunto, el consejo decidirá.
La vizcondesa de Cambes dejó el brazo del señor de Larochefoucault y se fue derecha al gabinete de la princesa. Lenet, pálido y agitado, se paseaba a largos pasos, la princesa platicaba con el duque de Bouillón.
La vizcondesa se deslizó hasta la princesa, ligera y pálida como una sombra.
—¡Oh, señora! —dijo ésta—. ¡En nombre del cielo, os suplico que me oigáis un momento!
—¡Ah, eres tú, chiquita! No tengo lugar en este instante —contestó la princesa—; pero después del consejo soy toda tuya.
—¡Señora, señora! Justamente necesito hablaros antes del consejo.
La princesa iba a ceder, cuando una puerta situada enfrente de ella, y por la que la señora de Cambes había entrado, se abrió, y apareció en ella el duque de Larochefoucault.
—Señora —dijo éste—, el consejo está reunido y espera con impaciencia a Vuestra Alteza.
—Ya ves, chiquita —dijo la princesa—, que me es imposible oírte en este momento; pero ven con nosotros al consejo, y cuando se termine saldremos juntas y hablaremos.
No había medio de insistir. Ofuscada, confundida por la espantosa rapidez con que los hechos se sucedían, la pobre Clara empezaba a sentir un vértigo. Ella interrogaba a todos los ojos, interpretaba todos los gestos, sin ver nada, sin que su razón le hiciese comprender lo que se trataba, sin que su energía pudiese salvarla de aquel delirio espantoso.
La princesa se dirigió hacia el salón. La vizcondesa la siguió maquinalmente, sin notar que Lenet había cogido entre las suyas su mano helada, que ella le abandonaba como un cadáver.
Entraron en la sala del consejo, eran las ocho de la noche aproximadamente.
Era ésta una extensa habitación sombría por sí misma, y asombraba más aún por vastas tapicerías. Una especie de estrado había sido erigido entre las dos puertas que había enfrente de las dos ventanas, por donde penetraban casi oscurecidos los últimos rayos del día. Sobre este estrado había dispuestos dos sitiales, uno para la princesa, otro para el señor duque de Enghien. De cada lado de estos sitiales partía una línea de taburetes, destinados a las mujeres que formaban el consejo privado de Su Alteza.
Todos los demás jueces debían sentarse sobre bancos dispuestos al efecto. Apoyado al sitial de la princesa estaba el duque de Bouillón y al del pequeño príncipe el duque de Larochefoucault.
Lenet se había colocado enfrente del escribano; junto a él está la vizcondesa de pie, asombrada y temblando.
Se introdujeron seis oficiales del ejército, seis oficiales de la municipalidad y seis jurados de la ciudad.
Todos ocuparon sus puestos en los bancos.
Dos candelabros con tres bujías cada uno iluminaban solamente esta asamblea improvisada. Estos candelabros se hallaban colocados sobre una mesa situada delante de la princesa, bañando de luz el grupo principal, mientras que el resto de los asistentes iba confundiéndose sucesivamente en la sombra, a medida que se alejaba de aquel débil centro de luz.
Guardaban las puertas soldados del ejército de la princesa con alabarda en mano.
Se oía bullir por fuera a la turba. El escribano pasó lista, y cada uno se levantó a su turno y respondió.
Después, el relator expuso el negocio. Refirió la toma de Vayres, la palabra del mariscal de La Meilleraye violada y la muerte infamante de Richón.
En este momento, un oficial apostado de intento, y que de antemano había recibido su consigna, abrió una ventana y se sintió entrar como una bocanada de voces.
Estas voces gritaban: «¡Venganza para el bravo Richón! ¡Muerte a los mazarinos!».
De este modo se designaban a los realistas.
—Ya oís lo que la gran voz del pueblo pide —dijo el duque de Larochefoucault—. Ahora bien, dentro de dos horas, o el pueblo habrá despreciado nuestro poder y se hará justicia a sí mismo, o las represalias dejarán de ser oportunas. Juguemos, pues, señores, sin más dilación.
La princesa se levantó.
—¿Y para qué juzgar? —dijo—. ¿De qué sirve ese juicio? Acabáis de oír la deliberación, y el pueblo de Burdeos la ha pronunciado.
—En efecto —dijo la señora de Tourville—, nada más sencillo que la situación. Ésta es la pena del talión y no otra. Estas cosas deberían hacerse por inspiración, por decirlo así, y sin más ni más que de preboste a preboste.
Lenet no pudo escuchar por más tiempo, y desde el puesto en que estaba se lanzó en medio del círculo.
—¡Oh, basta! Tened la bondad de no proferir una palabra más, señora —exclamó—, porque semejante dictamen sería muy fatal si prevaleciese. ¿Olvidáis que la misma autoridad real, castigando a su manera, es decir, de un modo infame, ha conservado a lo menos el respeto a las formas jurídicas, y que ha hecho confirmar el castigo, justo o injusto, por una decisión de los jueces? ¿Creéis tener el derecho de hacer lo que no ha osado hacer el rey?
—¡Oh! —dijo la de Tourville—. Basta que yo proponga mi parecer, para que el señor Lenet se oponga. Por desgracia, esta vez mi opinión está acorde con la de Su Alteza.
—Sí, por desgracia —repuso Lenet.
—¡Caballero!… —exclamó la princesa.
—¡Eh!, señora —dijo Lenet—, reservaos las apariencias al menos. ¿No seréis siempre libre para condenar?
—El señor Lenet tiene razón —dijo el duque de Larochefoucault arreglando su compostura—. La muerte de un hombre es cosa demasiado grave, mayormente en semejantes circunstancias, para que dejemos pesar la responsabilidad sobre una sola cabeza, aunque esta cabeza fuese la de un príncipe.
Luego, inclinándose al oído de la princesa, a fin de que sólo el grupo de los adictos pudiese oírle, dijo:
—Señora, oíd el parecer de todos, y no designéis para pronunciar el juicio más que aquellos de quienes estéis segura. De este modo no tendremos que temer que se nos escape nuestra venganza.
—Un momento —interrumpió el señor de Bouillón—, apoyándose en su bastón y levantando la pierna gotosa.
Habéis hablado de alejar la responsabilidad de la cabeza de la princesa; yo no la recuso, pero quiero que los demás la dividan conmigo. Yo no quiero otra cosa que permanecer rebelde, pero en compañía, con la señora princesa de un lado y el pueblo de otro. ¡Diablos! No quiero que se me aísle. Yo he perdido mi señorío de Sedán por una broma de este género. Entonces tenía una ciudad y una cabeza. El cardenal de Richelieu me quitó la ciudad; en el día no tengo más que una cabeza, y no quiero que el cardenal Mazarino me la quite. Demando, pues, por asesores a los señores diputados de Burdeos.
—¡Tales firmas al lado de las nuestras! —murmuró la princesa—. ¡Vergüenza!
—La cuna sostiene al madero, señora —contestó el duque de Bouillón, a quien la conspiración del cinco de Marzo había hecho prudente para todo el resto de su vida.
—¿Sois de ese parecer, señores?
—Sí —dijo el duque de Larochefoucault.
—¿Y vos, Lenet?
—Señora —contestó Lenet—, afortunadamente no soy ni príncipe, ni duque, ni oficial, ni jurado. Tengo, pues el derecho de abstenerme, y me abstengo.
Entonces la princesa se levantó, invitando a la asamblea que había reunido a responder. Apenas había terminado su discurso, la ventana se abrió de nuevo y se oyeron por segunda vez penetrar en la sala del tribunal las mil voces del pueblo, que prorrumpía a un sólo grito:
—¡Viva la princesa! ¡Venganza a Richón! ¡Muerte a los epernonistas y a los mazarinos!
La vizcondesa de Cambes se asió al brazo de Lenet.
—La señora vizcondesa de Cambes —dijo éste—, pide a Vuestra Alteza el permiso de retirarse.
—No, no —dijo Clara—; yo quiero…
—Vuestro puesto no es éste, señora —le dijo Lenet—. Vos no podéis hacer nada por él; yo os instruiré de todo y veremos el medio de salvarle.
—La vizcondesa puede retirarse —dijo la princesa—. Las damas que no quieran asistir a esta sesión, quedan en libertad de seguirla. Aquí no queremos más que hombres.
Ninguna de las señoras se movió. Uno de los anhelos constantes de la mitad del género humano destinada a seducir, es el de ambicionar el ejercicio de los derechos de la parte destinada a mandar. Estas damas, como la princesa había dicho, encontraban una ocasión de hacerse hombres por un momento, y era esta una circunstancia muy feliz para que no la aprovechasen.
La vizcondesa de Cambes salió sostenida por Lenet. En la escalera encontró a Pompeyo, a quien había enviado a informarse.
—¿Y bien? —le preguntó.
—¡Y bien! —contestó él—, está preso.
—Señor Lenet —dijo la vizcondesa—, ¡yo no tengo confianza más que en vos, ni esperanza más que en Dios!
Y entró enteramente trastornada en su cámara.
—¿Qué preguntas haré al que va a comparecer? —preguntaba la princesa en el momento en que Lenet recobraba su puesto cerca del escribano—. ¿Y sobre quién recaerá la suerte?
—Nada más sencillo, señora —contestó el duque—. Tenemos, tal vez, trescientos prisioneros, entre los cuales hay diez o doce oficiales; interroguémosles solamente acerca de sus nombres y sus empleos en el ejército real, el primero que sea reconocido por gobernador de plaza, como era el pobre Richón, ¡claro es! Éste será el designado por la suerte.
—Es inútil perder el tiempo en interrogar a diez o doce oficiales diferentes, señores —dijo la princesa—. Vos, señor escribano, tenéis el registro, buscad y nombrad a los prisioneros de una graduación igual a la que gozaba el señor Richón.
—No hay más que dos, señora —contestó el escribano.
El gobernador de la isla de San Jorge y el gobernador de Branne.
—Tenemos dos, es verdad —exclamó la princesa—, ya veis que la suerte nos protege. ¿Están presos, Labussiere?
—Ciertamente, señora —contestó el capitán de guardias—, los dos esperan en la fortaleza la orden de comparecer.
—Que comparezcan —dijo la princesa.
—¿Cuál se ha de traer? —preguntó Labussiere.
—Traed a los dos —dijo la princesa—, aunque empezaremos por el primero en fecha; por el señor gobernador de San Jorge.