XII

XII

La fingida princesa

Canolles fue introducido en una magnífica sala cubierta de una tapicería oscura, y alumbrada tan sólo por una lámpara de mariposa colocada sobre una repisa entre dos ventanas, a la escasa luz que daba, podía con todo distinguirse encima de la lámpara un cuadro grande, que representaba a una mujer en pie con un niño de la mano.

En todas las cornisas de los cuatro ángulos, brillaban tres lises de oro, que sólo se diferenciaban de las flores de lis de Francia, en una banda colocada en el centro. Por último, en el fondo de una extensa alcoba, donde apenas penetraba la trémula y débil luz, se distinguía detrás de las pesadas cortinas de una cama, la mujer en quien el nombre del barón de Canolles había producido un efecto tan singular.

El caballero ejecutó la fórmula de estilo, es decir, dio los tres pasos de rigor, saludó, y avanzó otros tres pasos más. Entonces dos camareras, que sin duda habían ayudado a desnudar a la señora de Condé, se retiraron, el ayuda de cámara cerró la puerta, y Canolles se encontró solo con la princesa.

No correspondía a Canolles entablar la conversación, y por lo mismo esperó que se le dirigiese la palabra; pero como la princesa por su parte parecía obstinarse en guardar silencio, juzgó el joven oficial que valía más atropellar las reglas de etiqueta, que continuar más tiempo en una posición tan embarazosa. Sin embargo, él no dudaba que la tempestad contenida en aquel silencio desdeñoso, tenía que estallar seguramente a las primeras palabras que le interrumpiesen, y que iba a tener que sufrir las iras de una princesa, más formidable aun que la primera, cuanto que era más joven y más interesante la persona de que procediera. El exceso mismo de la afrenta que se le hacía, enardeció al joven hidalgo; e inclinándose por tercera vez, según la circunstancia lo exigía, es decir, con un saludo firme y compasado, presagio del mal humor que hervía en su cerebro de Gascón, dijo:

—Señora, he tenido el honor de solicitar de parte de Su Majestad la reina regente, una audiencia de Vuestra Alteza, y Vuestra Alteza se ha dignado concedérmela. ¿Queréis ahora poner colmo a vuestras bondades, dándome a entender por medio de una palabra, o de un signo, que habéis tenido a bien apercibiros de mi presencia, y que estáis pronta a escucharme?

Canolles conoció que se le iba a contestar, al advertir un ligero movimiento en las cortinas y en la cubierta de la cama; y en efecto, dejóse oír una voz casi ahogada por una excesiva emoción.

—Hablad, caballero —dijo la voz—, ya os escucho.

Canolles tomó un tono oratorio, y empezó así:

—Su majestad la reina me envía cerca de vos, señora, para asegurar a Vuestra Alteza el deseo que tiene de continuar en sus buenas relaciones de amistad…

Hízose un movimiento imperceptible entre la cama y la pared; y la princesa, interrumpiendo al orador, dijo con voz entrecortada:

—Caballero, no habléis más de la amistad que hay entre Su majestad y la casa de Condé, las pruebas de lo contrario se encuentran en los calabozos de la torre de Vincennes.

—Sin duda —dijo para sí Canolles— parece que se han dado la mano para repetirme lo mismo.

Durante este tiempo se operó al otro lado de la cama un nuevo movimiento, que no percibió el mensajero, gracias a lo embarazoso de su posición. La princesa continuó:

—Y por último, caballero, ¿qué queréis?

—Yo nada quiero, señora —dijo Canolles irguiendo su frente—, Su Majestad la reina es quien ha querido que yo penetre en este castillo, que a pesar de lo indigno que soy de este honor, haga compañía a Vuestra Alteza y que contribuya en cuanto me sea dable a restablecer la buena armonía entre los príncipes de sangre real, desunidos sin motivo en tiempos tan dolorosos.

—¡Sin motivo! —exclamó la princesa—. ¡Habéis dicho que nuestro rompimiento carece de motivo!

—Perdonad, señora —repuso Canolles—. Yo no soy juez, sino simple intérprete.

—Y con la idea de restablecer esta buena armonía, la reina me ha de espiar, bajo pretexto…

—Luego —dijo Canolles exasperado—, ¡yo soy un espía! ¡Se escapó esa palabra! Y doy gracias a Vuestra Alteza por su ingenuidad.

Y en la desesperación que empezaba a apoderarse de Canolles, hizo uno de esos airosos movimientos que buscan con tanta avidez los pintores para sus cuadros inanimados; y los actores para sus cuadros vivos.

—Está dicho, convenimos en que soy un espía —continuó Canolles—. ¡Pues bien, señora! Tratadme como se trata a tales miserables; olvidad que soy el enviado de una reina; que esta reina responde de todos mis actos, y que no soy más que un átomo que se mueve al impulso de su soplo. Haced que vuestros lacayos me echen a la calle; disponed que vuestros caballeros me maten, oponed a mi frente personas a quienes pueda responder con el palo o con la espada; pero tened la bondad de no insultar con tanta crueldad a un oficial que a la vez llena su deber de soldado y súbdito, vos, señora, que os halláis colocada en tan elevado puesto por el nacimiento, el mérito y la desgracia.

Estas palabras, salidas del corazón, dolorosas como un gemido, punzantes como una queja, debían producir y produjeron su efecto. Al oírlas, la princesa se incorporó apoyándose en el codo, y con ojos brillantes, la mano trémula y dirigiendo un gesto lleno de angustia al mensajero, le dijo:

—No quiera Dios que sea mi intención insultar a un caballero tan bravo como vos. No, señor de Canolles, no, yo no dudo de vuestra lealtad. Corregid mis palabras; convengo en que son ofensivas, y yo no he querido ofenderos. No, no, vos sois un noble caballero, señor barón, os hago plena y completa justicia.

Y como para decir estas palabras la princesa, arrastrada sin duda por el movimiento generoso que se las arrancaba del corazón, había avanzado, a su pesar, fuera de la sombra del dosel formado por las cortinas del lecho; como pudo verse su frente blanca debajo de su cofia, sus rubios cabellos divididos en trenzas, sus labios de un encendido carmín, sus ojos húmedos y apacibles, Canolles se estremeció a su vista, porque acababa de representársele como una visión; porque creyó respirar de nuevo un perfume cuyo recuerdo solo le embriagaba. Se le figuró que se abría ante sus ojos una de esas puertas de oro por donde aparecen los hermosos sueños, para mostrarle en pos un enjambre bullicioso de risueños pensamientos y de goces de amor. Su mirada se fijó más firme y penetrante en la cama de la princesa; y en el corto espacio de un segundo, durante la rápida luz de un relámpago que iluminaba todo lo pasado, reconoció en la princesa acostada delante de él al vizconde de Cambes.

Desde algunos instantes era tal su agitación, que la fingida princesa pudo achacarla al desagradable reproche que le había hecho sufrir tanto; y como además el movimiento que había hecho no duró, como hemos dicho, más que un instante, habiendo tenido cuidado de ocultarse casi en el acto bajo la sombra, encubrir de nuevo sus ojos, y esconder en el mismo instante su blanca y delicada mano, que podía descubrir su incógnito, probó no sin emoción, pero al menos sin inquietud, a seguir la conversación en el punto en que había sido interrumpida.

—¿Decíais, caballero?… —dijo la joven.

Pero Canolles estaba deslumbrado, fascinado, las visiones pasaban y cruzaban por delante de sus ojos, sus ideas se embrollaban, perdía la memoria y el sentido, y ya iba a faltar al respeto preguntando. Un sólo instinto, que acaso pone Dios en el corazón de los que aman, y que las mujeres llaman timidez, aunque sólo es avaricia, aconsejó a Canolles disimular aún, esperar y no perder su sueño, ni comprometer con una palabra imprudente y prematura la felicidad de toda su vida.

No añadió ni un gesto, ni una sola palabra a lo que estrictamente quería hacer y decir. ¿Qué sería de él, si aquella gran princesa venía desde luego en conocimiento de su observación; si le tomaba entre ojos en su castillo de Chantilly como ya había desconfiado de él en el parador del «Becerro de Oro»; si volvía a pensar en una ofensa ya olvidada, y si creía que aprovechándose de un título oficial, de un título real, quería él continuar sus persecuciones, perdonables para con el vizconde o la vizcondesa de Cambes, pero insolentes y casi criminales tratándose de una princesa de sangre?

—¿Pero cómo es posible —dijo para sí— que una princesa de este nombre y de este rango haya viajado sola con un escudero no más?

Y como siempre acontece en tales ocasiones, que al vacilar y trastornarse el espíritu busca alguna cosa en que apoyarse, Canolles desvanecido miró a su alrededor, y sus ojos se detuvieron en el retrato de la mujer que llevaba de la mano a su hijo.

A su vista una luz repentina pasó por su alma, y a su pesar dio un paso para aproximarse al cuadro.

Por otro lado la supuesta princesa no pudo reprimir un grito ligero; y cuando a este grito se volvió Canolles, vio que su rostro, ya medio cubierto, se había ocultado del todo.

—¡Oh! —dijo para sí Canolles—; ¿qué significa esto? O es la princesa la que yo he encontrado en el camino de Burdeos, o se me burla con astucia, y no es ella la que está en esta cama. En todo caso ya veremos.

—Señora —dijo de pronto—, ahora ya sé lo que debo inferir de vuestro silencio, y he conocido…

—¿Qué habéis conocido? —exclamó vivamente la señora que estaba en la cama.

—He conocido —respondió Canolles—, que he tenido la desgracia de inspiraros la misma opinión que a la señora princesa viuda.

—¡Ah! —prorrumpió la voz—, no pudiendo contener un suspiro de consuelo.

La frase de Canolles no era muy lógica tal vez, y se separaba en algún tanto de la conversación; pero el golpe era acertado. Canolles había observado el movimiento de agonía que le había interrumpido, y el gozo con que fueron acogidas sus últimas palabras.

—Mas no por esto —continuó el oficial—, puedo dejar de decir a Vuestra Alteza por mucho que le desagrade, que debo quedarme en el castillo y acompañar a Vuestra Alteza donde quiera que le acomode ir.

—Según eso —exclamó la princesa—, ¿no podré yo estar sola ni aun en mi cámara? ¡Oh, caballero! ¡Eso es más que indigno!

—Ya he dicho a Vuestra Alteza que éstas son mis instrucciones, pero tranquilícese Vuestra Alteza —añadió Canolles fijando una penetrante mirada en la dama del lecho, y marcando cada una de sus palabras—, mejor que nadie conocéis que sé yo obedecer a los ruegos de una señora.

—¡Yo! —exclamó la princesa con un acento en que había más de embarazo que de admiración— en verdad, caballero, que no comprendo lo que queréis decir e ignoro absolutamente a qué circunstancias aludís.

—Señora —dijo el oficial inclinándose—, yo creía que el camarero que me ha introducido había dicho mi nombre a Vuestra Alteza. Soy el barón de Canolles.

—¡Y bien! —dijo la princesa con voz bastante firme—, ¡qué me importa eso, caballero!

—Me pareció que habiendo ya tenido el honor de servir a Vuestra Alteza…

—A mí, ¿de qué manera?, decid —repuso la voz con una alteración que recordaba a Canolles cierta entonación irritadísima y muy tímida a la vez, que había quedado grabada en su memoria.

Canolles creyó haber avanzado demasiado, aunque estuviese casi fija la tendencia de sus sospechas, y contestó con el acento de veneración más profundo:

—No cumpliendo a la letra mis instrucciones.

La princesa pareció tranquilizarse.

—Caballero —dijo—, no quiero que por mi causa caigáis en falta, llevad a cabo vuestras instrucciones, cualesquiera que sean.

—Señora —repuso Canolles—, afortunadamente ignoro todavía cómo se persigue a una señora; y de ningún modo estoy en el caso de ofender a una princesa. Tengo, por consiguiente, el honor de repetir a Vuestra Alteza lo que ya he dicho a la señora princesa viuda, es decir, que soy su más humilde servidor… Dadme vuestra palabra de no salir sin mi compañía del castillo, y os desembarazaré de mi presencia, que comprendo perfectamente debe ser muy odiosa a Vuestra Alteza.

—En ese caso, caballero —dijo con viveza la princesa—, no ejecutaréis vuestras órdenes.

—Haré lo que me dicte mi conciencia que debo hacer.

—Señor de Canolles —dijo la voz—, os juro que no saldré de Chantilly sin daros aviso.

—En ese caso, señora —dijo Canolles inclinándose hasta el suelo—, perdonadme el haber sido la causa involuntaria de vuestra momentánea cólera. Vuestra Alteza no volverá a verme hasta que tenga a bien mandarme llamar.

—Os doy las gracias, barón —dijo la voz con una expresión de alegría, que parecía tener su eco en el hueco de la cama y la pared—. Id con Dios; os doy mil gracias, mañana tendré el gusto de volveros a ver.

Esta vez reconoció el barón, a no dudar, la voz, los ojos y la sonrisa indeciblemente voluptuosos del ser encantador que, por decirlo así, se le había escapado de entre las manos la noche que el caballero desconocido llegó a traerle la orden del duque de Epernón. Percibía las impalpables emanaciones que perfuman al aire que respira la mujer amada; el templado vapor que forma un cuerpo cuyos contornos cree abrazar el alma en su estático arrobamiento; y esa caprichosa hada, que por un esfuerzo supremo de la imaginación se nutre con la idealidad, como la materia con lo positivo.

Una última ojeada que dirigió hacia el retrato, aunque mal iluminado, demostró al barón, cuyos ojos además empezaban a habituarse a esta media oscuridad, la nariz aguileña de los Maillé, los cabellos y ojos hundidos de la princesa, mientras que la mujer que acababa de ejecutar el primer acto del difícil papel que había tomado a su cargo, tenía los ojos salientes, la nariz recta y dilatada en su extremo inferior, la boca replegada a los extremos por el hábito de sonreír, y las mejillas redondas, signo que aleja toda idea de profundas meditaciones.

Canolles sabía todo cuanto deseaba saber, saludó pues, con el mismo respeto que si hubiera creído dirigirse aún a la princesa, y se fue a su habitación.