XI
XI
La caza
Ya hemos dicho que los seis caballeros de nuevo cuño iban bien equipados; sus caballos tenían además, sobre los de los caballeros que habían llegado por la mañana, la ventaja de estar frescos. Bien pronto se reunieron con el cuerpo de la caza, y se confundieron entre los cazadores sin contestación alguna. La mayor parte de los convidados habían venido de diferentes provincias y no se conocían unos a otros; y así es que una vez en el parque los intrusos, podían pasar muy bien por convidados.
Todo hubiera salido a las mil maravillas si se hubiesen mantenido en su cuerda, contentándose con seguir la marcha de los demás, y mezclándose con los picadores y oficiales de montería. Pero no fue así, Cauviñac se figuró que la caza se daba para obsequiarle, arrebató de manos de un criado un cuerno, que no se atrevió aquél a rehusarle, se puso a la cabeza de los cazadores, cruzó en todas direcciones por ante el capitán de cazas, cortó a través de los bosques y sotillos tocando desesperadamente la trompa, confundiendo el alcance con la acometida, el desembosque con el embosque, atropellando perros, asustando criados, saludando con coquetería a las señoras cuando pasaban por delante de ellas, jurando, gritando y animándose él mismo cuando ya los había perdido a todos de vista, hasta que llegó junto al gamo en el momento que el animal, después de haber atravesado el gran estanque, se encontraba reducido al último extremo.
—¡Halali! ¡Halali! —gritaba Cauviñac—; nuestro es el gamo. ¡Voto a diez! Ya es nuestro.
—Cauviñac —decía Ferguzón, que le seguía a corta distancia—, Cauviñac, vais a hacer de modo que nos pongan en la calle. Por Dios, moderaos.
Pero Cauviñac nada oía; y viendo que el animal hacía frente a los perros, echó pie a tierra, y sacó su espada gritando con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Halali! ¡Halali!
Sus compañeros, menos el prudente Ferguzón, siguiendo su ejemplo, se preparaban a lanzarse sobre su presa, cuando el capitán de cazas separando suavemente a Cauviñac con su cuchillo, le dijo:
—Caballero, la señora princesa es quien dirige la caza; y a ella le toca degollar el gamo, o conceder este honor a quien le parezca.
Cauviñac volvió en sí al escuchar esta cruda amonestación; y como retrocediera de mal humor, se vio rodeado repentinamente por la multitud de cazadores, a quienes les había bastado para reunírseles los cinco minutos de parada que hizo Cauviñac, y todos formaban un gran círculo alrededor del animal arrinconado contra el pie de encima y cercado de todos los perros reunidos y encarnizados contra él.
En aquel instante se vio aparecer por una larga avenida a la princesa, precediendo al duque de Enghien, y a los caballeros y damas que habían tenido el honor de no apartarse de ella. Venía en extremo animada, y se comprendía que preludiaba por medio de este simulacro de guerra, una guerra verdadera.
Al llegar en medio del círculo se detuvo, tendió a su alrededor una ojeada de príncipe, y observó a Cauviñac y sus compañeros, que estaban flechados por las miradas inquietas y recelosas de los picadores y de los monteros.
El capitán se acercó a la princesa con su cuchillo en la mano, era éste un cuchillo que ordinariamente usaba el príncipe, su hoja era del acero más fino y su empuñadura roja.
—¿Conoce Vuestra Alteza a ese caballero? —le dijo en voz baja indicándole a Cauviñac con el rabo del ojo.
—No —le contestó—, pero habiendo entrado es indudable que habrá sido por conocimiento de alguno.
—No le conoce nadie, señora; y todos esos a quienes he preguntado, lo ven por primera vez.
—¿Pero cómo ha de haber pasado por los rastrillos sin tener la consigna?
—Es verdad —repuso el capitán—, sin embargo me atrevería a aconsejar a Vuestra Alteza que desconfiase de él.
—Es menester saber al momento quién es —dijo la princesa.
—Pronto se sabrá, señora —dijo con su habitual sonrisa Lenet, que acompañaba a la princesa—. Ya he despachado contra él un Normando, un Picardo y un Bretón, y va a ser examinado de alma; pero por de pronto no fije Vuestra Alteza en él la atención, pues se nos escaparía.
—Tenéis razón, Lenet; volvamos a nuestra caza.
—Cauviñac —le dijo Ferguzón—, me parece que se trata de nosotros entre altos personajes. No haríamos mal en escabullimos.
—¿Lo crees así? —dijo Cauviñac—. ¡Bah! Tanto mejor.
—Yo quiero ver la conclusión de la caza, y suceda lo que sea.
—Éste es un hermoso espectáculo, bien lo sé —dijo Ferguzón—, pero tal vez podemos pagar más caros nuestros bancos que en la posada de Borgoña.
—Señora —dijo el capitán de cazas presentando el cuchillo a la princesa—; ¿a quién quiere Vuestra Alteza dispensar el honor de matar el animal?
—Lo reservo para mí, caballero —dijo la princesa—, una mujer de mi rango debe habituarse a tocar el hierro y a ver correr la sangre.
—Namur —dijo el capitán de cazas al arabucero—, preparaos. El arabucero, saliendo de entre las filas, fue a colocarse el arcabuz a la cara a veinte pasos del animal.
Esta maniobra tenía por objeto matar el gamo de un balazo, si como algunas veces acontece, impulsado por la desesperación, en vez de esperar tranquilo tratase de acometer.
La princesa bajó de su caballo, tomó el cuchillo, y con mirada fija, las mejillas inflamadas y los labios entreabiertos, avanzó hacia la bestia, que casi enterrada bajo los perros, parecía cubierta de un tapiz de mil embrollados colores. Sin duda el animal no creyó que la muerte venía envuelta bajo las facciones de aquella hermosa princesa, en cuya mano había ido a comer varias veces; así, pues, conforme estaba arrodillado, trató de hacer un movimiento acompañado de esa gruesa lágrima que anuncia la agonía del ciervo, el gamo y el corzo. Pero no le dio tiempo, la hoja del cuchillo, sobre la que se reflejaba un rayo de sol, desapareció entera en su garganta, saltando la sangre hasta el semblante de la princesa, el gamo levantó la cabeza, baló dolorosamente, y proyectando una última mirada de reconvención sobre su hermosa señora, cayó muerto.
En el mismo instante todas las trompas anunciaron su muerte, y resonaron mil gritos de ¡Viva la princesa!, mientras que el joven príncipe se agitaba en su silla batiendo las palmas alegremente.
La princesa retiró el cuchillo del cuello del animal, tendió a su alrededor una mirada de amazona, devolvió el arma ensangrentada al capitán de cazas, y montó otra vez a caballo.
Entonces Lenet se le acercó.
—¿Quiere la señora princesa —dijo éste con su habitual sonrisa—, que le diga en quien pensaba al cortar la garganta del pobre animal?
—Sí, Lenet; me daréis mucho gusto en decirlo.
—Vuestra Alteza pensaba en Mazarino, y hubiera querido que se hallase en el puesto del gamo.
—Sí —exclamó la princesa—, es mucha verdad, y os juro que le hubiera degollado sin piedad; pero, Lenet, me haréis creer que sois hechicero.
Después, volviéndose hacia los demás del acompañamiento, dijo:
—Ya que está terminada la caza, señores, yo espero que me seguiréis… es demasiado tarde para atacar a otro gamo, y además nos espera la cena.
Cauviñac contestó a esta invitación por medio de un gesto de lo más gracioso.
—¿Qué hacéis, capitán? —dijo Ferguzón.
—Aceptar, ¡pardiez! ¿No ves que la princesa acaba de convidarnos a cenar, como lo había yo prometido?
—Cauviñac, creedme si queréis —replicó el lugarteniente—; pero yo en vuestro lugar aprovecharía de nuevo la brecha.
—Amigo Ferguzón, vuestra perspicacia natural os hace traición. ¿No habéis reparado en las órdenes que ha dado el señor vestido de negro, que tiene en su cara cuando se ríe toda la falsedad del zorro, y la sutileza del tejo cuando no ríe? Ferguzón, la brecha tiene ya guardias, y querer irnos hacia la brecha es decir que queremos salir por donde hemos entrado.
—Pero entonces, ¿qué va a ser de nosotros?
—Tranquilizaos; yo respondo de todo.
Y descansando en esta confianza, los seis aventureros se mezclaron con los demás caballeros y se encaminaron con ellos al castillo. Cauviñac no se había equivocado; no se les perdía vista. Lenet marchaba sobre el flanco, con el capitán de cazas a la derecha, y a la izquierda el administrador de la casa de Condé.
—¿Estáis seguro —decía Lenet—, de que nadie conoce a esos caballeros?
—Nadie. Ahí tenéis a más de cincuenta, a quienes hemos preguntado, y todos nos dicen lo mismo, son extraños a todos. El Normando, el Picardo y el Bretón volvieron a reunirse a Lenet, sin poder decir más que los otros; sólo el Normando había visto una brecha en el parque, y como hombre inteligente, había hecho poner guardias en ella.
—Entonces, dijo Lenet, vamos a recurrir al medio más eficaz, no está en el orden que un puñado de espías nos obligue a dar pasaporte con gran daño nuestro a cien valientes hidalgos. Cuidad vos, señor administrador, de que nadie salga del patio ni de la galería en que va a entrar la cabalgata; vos, señor capitán, cuando la puerta de la galería esté cerrada, disponed, que se halle pronto un piquete de doce hombres con las armas cargadas, por lo que pueda acontecer. Ahora seguid, que yo no los pierdo de vista.
Lenet no tuvo que trabajar mucho para llenar el cometido que se había impuesto a sí mismo; pues ni Cauviñac ni sus compañeros manifestaban el menor deseo de huir.
Cauviñac marchaba en primera línea, retorciendo galanamente su bigote, porque conocía demasiado a su jefe y estaba seguro de que no iría a encerrarse en una gazapera, si la gazapera no tuviese otra segunda salida, en cuanto a Barrabás y sus otros tres compañeros, seguían al capitán y a su teniente, sin pensar más que en la excelente cena que les aguardaba, éstos eran, en suma, unos hombres muy materiales, que abandonaban con todo el descuido la parte intelectual de las relaciones sociales a sus dos jefes en quienes tenían entera confianza.
Todo se hizo según la previsión del consejero, y se ejecutó con arreglo a sus órdenes. La princesa tomó asiento bajo un dosel que le servía de trono, teniendo a su lado a su hijo, vestido de la manera que ya hemos referido.
Todos se miraban unos a otros, al ver que probablemente iban a escuchar un discurso, cuando se les había prometido una cena. Con efecto, la princesa se levantó y tomó la palabra.
La arenga fue alarmante. Clemencia de Mallé Brezé no guardó esta vez consideración alguna, demostrando todo el encono que tenía a Mazarino, los oyentes, por su parte electrizados con el recuerdo de la afrenta causada a toda la nobleza de Francia en la persona de los príncipes, y tal vez más aun, por la esperanza de dictar buenas condiciones en la corte en caso de un buen suceso, interrumpieron dos o tres veces el discurso de la princesa, jurando a voces servir fielmente la causa de la ilustre casa de Condé, y ayudarle a salir del abatimiento a que Mazarino trataba de reducirla.
—Así, pues, señores —añadió la princesa al terminar su arenga—, éste es el concurso de vuestra bravura, el ofrecimiento de vuestra lealtad, que a vuestros corazones generosos demanda este huérfano que aquí veis. Si sois nuestros amigos, y como tales os habéis presentado aquí, al menos, ¿qué podéis hacer por nosotros?
Entonces, después de un momento de silencio lleno de solemnidad, dio principio la escena, a la vez más grande y más interesante que pudiera verse.
Uno de los nobles se inició saludando respetuosamente a la princesa, y le dijo:
—Yo me llamo Gerardo de Montalent, y traigo conmigo cuatro caballeros amigos míos. Tenemos entre todos cinco buenas espadas y dos mil doblones, que presentamos al servicio de Su Alteza el príncipe. Aquí tenéis nuestra credencial firmada por el señor duque de Larochefoucault.
La princesa devolvió el saludo a su vez, tomó la credencial de manos del caballero, la entregó a Lenet, e hizo seña a los nobles de pasar a la derecha.
Apenas hubieron estos ocupado el puesto indicado, se acercó otro caballero, y dijo:
—Yo me llamo Claudio Raoul de Lessac, conde de Clermont; me acompañan seis nobles amigos míos. Cada uno traemos mil pistolas, que deseamos se nos permita depositar en el tesoro de Vuestra Alteza, venimos armados y equipados, y un simple sueldo diario nos bastará. Aquí está nuestra credencial firmada por el señor duque de Bouillón.
—Pasad a mi derecha, señores, y no dudéis de mi gratitud —dijo la princesa tomando la carta de Bouillón, que examinó como la primera, y que como aquélla pasó después a manos de Lenet. Los caballeros obedecieron.
—Yo me llamo Luis Fernando de Lorges, conde de Duras —dijo entonces un tercer caballero—. No traigo amigos ni dinero; mi fuerza y mi riqueza consisten sólo en mi espada, con la que me he abierto paso a través del enemigo, porque me hallaba sitiado en Bellegarde. Tomad mi credencial del señor vizconde de Turrena.
—Venid, venid, caballero —dijo la princesa tomando con una mano la credencial, y dándole a besar la otra.
—Venid, y permaneced a mi lado, os hago uno de mis oficiales. Los demás nobles fueron imitando el ejemplo de los anteriores, cada cual traía su credencial, ya del señor de Larochefoucault, del señor Bouillón o del señor de Turrena, cada cual entregaba su credencial y pasaba después a la derecha de la princesa. Cuando el lado derecho estuvo lleno, la princesa mandó pasar a la izquierda los restantes.
De este modo se fue desocupando la sala poco a poco; y no tardó mucho en quedarse solo Cauviñac con sus esbirros, formando un grupo solitario, contra el cual murmuraban los otros con desconfianza lanzándole miradas coléricas y amenazadoras.
Lenet dirigió hacia la puerta una ojeada. La puerta estaba bien cerrada, y él sabía que detrás de ella estaba el capitán con una docena de hombres bien armados.
Entonces, dirigiéndose a los desconocidos, les dijo:
—Vosotros, señores, ¿quiénes sois? ¿Nos haréis el honor de nombraros y de mostrarnos vuestras credenciales?
Desde el principio de esta escena, cuyo desenlace inquietaban en extremo la inteligencia conocida de Ferguzón, se había difundido sobre su semblante una sombría inquietud, y esta inquietud se había comunicado poco a poco a sus compañeros que, como Lenet, miraban hacia la puerta; pero su jefe, majestuosamente arrebozado en su capa, había permanecido tranquilo, y a la invitación de Lenet, dando dos pasos adelante y saludando a la princesa, dijo:
—Señora, yo me llamo Rolando de Cauviñac, y traigo al servicio de Vuestra Alteza esos cinco hidalgos, que pertenecen a las primeras familias de Guiena, pero que desean conservar el incógnito.
—Pero sin duda no habréis venido a Chantilly sin haber sido recomendados por alguien, señores —dijo la princesa sobresaltada con la idea del alboroto que iba a resultar de la prisión de aquellos seis hombres sospechosos—. ¿Dónde están vuestras credenciales?
Cauviñac se inclinó reconociendo la justicia de esta demanda, metió la mano en el bolsillo y sacó de él un papel hecho cuatro dobleces, que entregó a Lenet con el más profundo saludo.
Lenet le abrió, leyó, y con la más festiva expresión vino a calmar sus facciones contraídas por una aprensión muy natural. Mientras que leía Lenet, Cauviñac recorría con mirada de triunfo los grupos de los asistentes.
—Señora —dijo Lenet en voz baja inclinándose al oído de la princesa—; ved qué fortuna, ¡una firma en blanco del duque de Epernón!
—Caballero —dijo la princesa con la sonrisa más placentera—, ¡gracias! ¡Tres veces gracias, por mi esposo, por mí y por mi hijo!
La sorpresa había enmudecido a todos los espectadores.
—Caballero —dijo Lenet—, este pliego es demasiado interesante para que intentéis cedérnosle sin condición. Esta noche, después de la cena, si os parece bien, hablaremos, y me diréis en qué podemos seros útiles.
Y Lenet guardó en su faltriquera la firma que Cauviñac tuvo la delicadeza de no reclamarle.
—Y bien —dijo Cauviñac a sus compañeros—, ¿no os había dicho que os convidaba a cenar con el señor duque de Enghien?
—A la mesa, señores —dijo la princesa.
A estas palabras se abrieron las dos hojas de la puerta lateral, que daban a la gran galería del castillo, y se vio una magnífica cena.
Ésta fue animadísima, la salud del príncipe fue tomada por tema más de diez veces en los brindis, y acogía su aclamación casi de rodillas por los convidados, con espada en mano e imprecaciones contra Mazarino, capaces de hundir los muros.
Todos hicieron el honor a la excelente mesa de Chantilly; hasta Ferguzón, el prudente Ferguzón, se dejó llevar del atractivo de los vinos de Borgoña, con los que por primera vez trababa conocimiento. Ferguzón era de la Gascuña, y no se había hallado hasta entonces en el caso de apreciar otros vinos que los de su país, que consideraba excelentes, pero que, si hemos de dar crédito al duque de San Simón, no gozaban aún en aquella época de un gran renombre.
No sucedía esto a Cauviñac, justo apreciador del valor de los frutos de Moulin-á-Vent, Nutis y Chambertín, no hacia de ellos más que un consumo razonable. No olvidando la soplada sonrisa de Lenet, conocía que le era necesaria toda su razón para hacer con el astuto consejero un trato del que no tuviese que arrepentirse; esta conducta llamó la admiración de Ferguzón, Barrabás y sus tres compañeros, que ignorando la causa de su templanza, llevaron su simpleza hasta el extremo de pensar que su jefe sufría los efectos de un íntimo arrepentimiento.
Al terminarse la cena, como empezasen a ser más frecuentes las libaciones, desapareció la princesa, llevándose consigo al duque de Enghien, y dejando a sus convidados en libertad de prolongar su festín hasta cuando mejor les pareciese. Al fin, todo se había llevado a cabo según sus deseos; y de ello hizo a la viuda una reseña circunstanciada, refiriéndole la escena del salón y la cena de la galería, omitiendo solamente las palabras que Lenet le había dicho al oído en el momento de levantarse de la mesa.
—No olvide Vuestra Alteza que debemos partir a las diez.
Ya eran cerca de las nueve, y la princesa empezó sus preparativos. Durante este tiempo, Lenet y Cauviñac cambiaron una mirada. Lenet se levantó, y Cauviñac hizo otro tanto, Lenet salió por una puertecita situada en un ángulo de la galería, Cauviñac comprendió la maniobra, y le siguió.
Lenet condujo a Cauviñac a su gabinete, el aventurero iba detrás de él con aire indiferente y confiado; pero no obstante, según andaba, su mano acariciaba al descuido la empuñadura de un largo puñal, prendido a su cintura, y su rápida y ardiente mirada penetraba con atención pasajera las puertas entreabiertas y las tapicerías flotantes.
Aunque no temía precisamente que se le vendiese, tenía no obstante la costumbre de estar siempre prevenido contra la traición.
Así que llegaron al gabinete, que estaba medio iluminado por una lámpara, pero de cuya soledad era fácil asegurarse a un sólo golpe de vista, indicó Lenet con la mano una silla a Cauviñac. Éste se sentó a un lado de la mesa, próximo a la lámpara que ardía sobre ella, y Lenet al opuesto.
—Caballero —dijo Lenet— por captarse desde luego la confianza del hidalgo, ante todas las cosas, ahí tenéis vuestra firma en blanco. Os pertenece, como vuestra, ¿no es cierto?
—Caballero —contestó Cauviñac—, es una cosa que pertenece al primero que la ocupe, pues que, como podéis ver, debajo del nombre del señor de Epernón no hay ningún otro.
—Al preguntaros si os pertenece, quiero decir, si la poseéis con consentimiento del duque de Epernón.
—La he recibido de su propia mano, caballero.
—Según eso, no es ni sustraída ni arrebatada con violencia, no digo por vos, sino por cualquier otro de quien la hubiese recibido. ¿No podéis, tal vez, haberla adquirido por segunda mano?
—Os digo que me ha sido dada por el duque, de buen grado, y a título de cambio contra un papel que yo le he entregado.
—¿Y habéis contraído con el duque de Epernón la obligación de emplear este documento en cosa determinada?
—No me he comprometido a nada con el duque de Epernón.
—¿Y el que la posea puede usar de ella con toda seguridad?
—Sí, puede.
—Entonces, ¿por qué no usáis vos mismo de ella?
—Porque conservando yo esa firma en blanco, no puedo obtener más que una cosa, mientras que cediéndoosla puedo conseguir dos.
—¿Y cuáles son esas dos cosas?
—En primer lugar, dinero.
—No le tenemos.
—Seré razonable.
—¿Y la segunda?
—Un empleo en el ejército de los príncipes.
—Los señores príncipes no tienen ejército.
—Le tendrán.
—¿No os convendría mejor un despacho para aliar una compañía?
—Justamente os lo iba a proponer.
—¿No falta más que el dinero?
—Sí el dinero falta.
—¿Qué cantidad deseáis?
—Diez mil libras, ya os he dicho que sería razonable.
—¡Diez mil libras!
—Sí; necesito precisamente hacer algunos adelantos para armar y equipar a mi gente.
—En efecto, no es demasiado.
—¿Consentís?
—Es negocio concluido.
Lenet sacó un despacho firmado, le llenó con los nombres que le dijo Cauviñac, estampó en él el sello de la princesa, y se lo entregó, después, abriendo una especie de caja de resorte, en la que estaba encerrado el tesoro del ejército rebelde, sacó de ella diez mil libras en oro, que alineó en pilas de veinte luises cada una.
Cauviñac las contó escrupulosamente, unas después de otras, y al llegar a la última hizo seña con la cabeza a Lenet, indicándole que la firma en blanco quedaba en su poder.
Lenet la tomó y la puso en la caja de resorte, creyendo sin duda que un papel tan precioso no podía guardarse mejor.
En el momento de guardar Lenet en su bolsillo la llave de la caja, entró con precipitación un criado a decirle que se le llamaba para un negocio de importancia.
Enseguida Lenet y Cauviñac salieron del gabinete; Lenet para seguir al criado, y Cauviñac para volver a la sala del festín. Durante este tiempo, la princesa hacía sus preparativos de marcha, que consistían en cambiar su traje de corte con otro de amazona, cómodo a la vez para carruaje y caballo, en entresacar sus papeles, a fin de quemar los inútiles y llevarse los que interesaban, y en reunir por último, sus diamantes, que había hecho desmontar, con el objeto de que ocupasen menos hueco, y el poder en una ocasión apremiante sacar partido de ellos con más facilidad.
El duque de Enghien tenía que llevar el traje que se había puesto para la corrida de caza, en atención a que no había tiempo más que para hacerle aquél. Su escudero Vialas debía caminar constantemente a la portezuela del coche, montado en su caballo blanco, a fin de acomodarle en el sillín y salir con él escape si fuese necesario. Temiendo que se durmiese, se le había hecho a Perico que viniera a jugar con él; pero era inútil esta precaución, el orgullo de verse vestido de hombre le mantenía despierto.
Puestos los tiros ocultamente a los carruajes como para conducir a París a la señora vizcondesa de Cambes, habían sido llevados aquéllos a una calle sombría de castaños de Indias, en donde era imposible descubrirlos, con las portezuelas abiertas y los cocheros en los pescantes, esperaban a unos veinte pasos del rastrillo principal.
Sólo se aguardaba la señal, que debían ser una tocata de cuernos. La princesa, teniendo fijos los ojos en el reloj de pared, que marcaba las diez menos cinco minutos, se levantó por último, y se dirigió al duque de Enghien para tomarle de la mano, cuando de pronto se abrió precipitadamente la puerta, y Lenet entró, o mejor dicho, se arrojó en la sala.
Al ver su rostro pálido y la turbación de su mirada, la princesa palideció y se turbó a su vez.
—¡Oh, Dios mío! —le dijo ésta dirigiéndose hacia él—, ¿qué tenéis, qué hay?
—Hay —le contestó Lenet con voz entrecortada por la emoción—, que acaba de llegar un caballero, que solicita hablaros en nombre del rey.
—¡Gran Dios! —exclamó la princesa—, ¡estamos perdidos!
—¿Y qué haremos, mi querido Lenet?
—Sólo una cosa.
—¿Cuál?
—Desnudar en el momento al señor duque de Enghien, y poner a Perico sus vestidos.
—Yo no quiero que se me quite mi ropa para dársela a Perico, —exclamó el joven príncipe, próximo a deshacerse en lágrimas a esta sola idea; mientras que Perico, en el colmo de su alegría, creía haber oído mal.
—Es preciso, monseñor —dijo Lenet con ese acento poderoso que ocurre en las ocasiones graves, y que es capaz de impresionar hasta a un chiquillo—; si no consentís —continuó el consejero—, vais a ser conducido ahora mismo con vuestra mamá a la prisión del señor príncipe vuestro padre.
El duque de Enghien guardó silencio; mas Perico, por el contrario, incapaz de dominar sus sentimientos, se dejaba llevar de una indecible explosión de júbilo y de orgullo, se llevaron a los dos a una sala baja inmediata a la capilla, donde debía ejecutarse la metamorfosis.
—Por fortuna —dijo Lenet—, la señora viuda está aquí que a no ser por esto, quizá nos hubiera fastidiado el tal Mazarino.
—¿Por qué?
—Porque el mensajero ha debido empezar por visitar a la señora viuda, y en este momento se encuentra en su antesala.
—Pero ese mensajero del rey no es otra cosa que un vigilante, sin duda, un espía que nos manda la corte.
—Vuestra Alteza lo ha dicho.
—Su consigna debe ser de no perdernos de vista.
—Sí, pero, ¿qué le hace, si no es a vos a quién verá?
Lenet se sonrió.
—Yo me entiendo, señora, y respondo de todo. Haced que Perico se vista de Príncipe, y que el príncipe se vista de jardinero; yo me encargo de enseñar a Perico su lección.
—¡Oh, Dios mío! Dejar partir a mi hijo solo.
—Vuestro hijo, señora, partirá con su madre.
—Es imposible.
—¿Por qué? Del mismo modo que se ha encontrado un falso duque de Enghien, se encontrará también fácilmente una falsa princesa de Condé.
—¡Oh! Ahora ya lo comprendo, mi buen Lenet, mi querido Lenet; pero, ¿quién me representará? —añadió la princesa con cierta inquietud.
—Tranquilizaos, señora —respondió el imperturbable consejero—; la princesa de Condé de que quiero valerme y a quien destino a la observación del espía de Mazarino, acaba de desnudarse apresuradamente, y en este momento se está metiendo en vuestra cama.
Expliquemos cómo había pasado la escena de que Lenet acababa de dar cuenta a la princesa.
Mientras que los caballeros continuaban en la sala del convite y brindando a la salud de dos príncipes y maldiciendo a Mazarino; mientras que Lenet trataba en su gabinete con Cauviñac, sobre el cambio de la firma en blanco; y mientras hacía la princesa sus últimos preparativos de viaje, se había presentado un caballero en el rastrillo principal del castillo, seguido de su lacayo.
El conserje le había abierto, pero del conserje había encontrado el recién venido al alabardero que ya conocemos.
—¿De dónde venís? —le preguntó éste.
—De Mantes —respondió el caballero.
Hasta aquí todo iba bien.
—¿Adónde vais? —continuó el alabardero.
—A hablar con la señora princesa viuda de Conde en primer lugar; a ver después a la señora princesa, y últimamente a su hijo el señor duque de Enghien.
—¡No se puede entrar! —dijo el alabardero asestando su alabarda.
—¡Por orden del rey! —contestó el caballero sacando un papel de su bolsillo.
A estas formidables palabras se inclinó la alabarda, el centinela llamó, a su voz un oficial de la casa, y habiendo entregado su credencial el mensajero de Su Majestad, fue introducido inmediatamente en las habitaciones.
Por fortuna Chantilly era grande, y los aposentos de la señora duquesa viuda estaban bastante distantes de la galería en que tenían lugar las últimas escenas del estrepitoso festín, cuya primera parte hemos delineado.
Si el mensajero hubiera solicitado en primer lugar ver a la princesa y a su hijo; pero la etiqueta exigía que ante todo saludase a la princesa madre. El primer camarero le hizo entrar en un extenso gabinete contiguo al dormitorio de Su Alteza.
—Disimulad, caballero —le dijo aquél—, Su Alteza se sintió indispuesta súbitamente antes de ayer, y acaban de sangrarla por tercera vez no hace dos horas. Voy a anunciarle vuestra, llegada, y dentro de un momento tendré el honor de introduciros.
El caballero hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y quedó solo sin apercibir que le espiaban por el hueco de las cerraduras, tratando de reconocerle.
En primer lugar Lenet; después Vialas, el escudero del príncipe, y últimamente La Roussiére, el capitán de cazas.
Dado caso que alguno de los tres le hubiese reconocido, hubiera entrado, y so pretexto de acompañarle, se había hecho cargo de distraerle a fin de ganar tiempo.
Pero ninguno de ellos pudo conocer al que tanto interés se tenía en ganar. Era éste un bello joven vestido con uniforme de infantería, y que al parecer estaba como disgustado, pudiendo traducirse que este disgusto sería ocasionado tal vez por la misión de que estaba encargado.
Se puso a mirar los retratos de familia y el mueblaje del gabinete, deteniéndose particularmente ante el retrato de la princesa viuda, ante quien iba a ser introducido, el cual había sido hecho en los más bellos tiempos de su juventud y de su hermosura.
Fiel a su promesa, el camarero volvió al cabo de algunos minutos en busca del caballero para conducirle ante la princesa madre. Carlota de Montmorency se había incorporado en el lecho; su médico Bourdelot acababa de separarse de su cabecera; y encontrando en el umbral de la puerta al oficial, le hizo un saludo muy ceremonioso, que le devolvió aquél en la misma forma.
Cuando la princesa sintió los pasos del enviado y oyó palabras que cambiaba con el médico, hizo una seña rápida en dirección al espacio que mediaba entre la cama y la pared, y entonces se movió casi imperceptiblemente durante dos o tres segundos la colgadura de pesados flecos que rodean el lecho, a excepción del costado que la viuda había abierto para recibir la visita.
Hallábase en efecto entre la colgadura y la pared la joven princesa de Condé y Lenet, que habían entrado por una puerta secreta practicada en la ensambladura, y estaban impacientes por saber desde el principio de la conversación, lo que podía venir a hacer a Chantilly cerca de las princesas el mensajero del rey.
El oficial dio tres pasos en la sala, y saludó con un respeto que no procedía sólo de las reglas de etiqueta.
La señora viuda había dilatado sus grandes ojos negros con el aire imponente de una reina próxima a encolerizarse; su silencio se parecía al que precede a la tempestad. Su mano, de una blancura mate, emblanquecida aun más por las tres sangrías que había sufrido, hizo seña al mensajero para que le entregara el despacho de que era portador.
El capitán extendió su mano hacia la de la princesa, y la entregó respetuosamente el pliego de Ana de Austria; después de lo cual esperó que la princesa hubiese leído las cuatro líneas que contenía.
—¡Muy bien! —dijo la viuda doblando el papel con mucha sangre fría para que no fuese afectada—. Comprendo la intención de la reina, por muy envuelta que venga entre palabras atentas, soy vuestra prisionera.
—¡Señora! —profirió el oficial con embarazo.
—Prisionera fácil de guardar, caballero —añadió la señora de Condé—, pues no me hallo en estado de ir muy lejos; y además tengo un centinela muy severo, como habréis podido ver al entrar aquí, en mi médico Bourdelot.
Diciendo estas palabras, fijó la viuda sus ojos en el mensajero, cuya fisonomía le pareció bastante agradable para disminuir en algún tanto la amarga acogida debida al portador de semejante orden.
—Ya sabía yo que el señor de Mazarino era capaz de violencias muy indignas; pero jamás le creí tan miedoso, que temiese a una pobre anciana enferma, a una viuda infeliz y a un niño. Porque yo creo que la orden de que sois portador concierne también a mi hija la princesa y al duque mi nieto.
—Señora —dijo el joven—, sentiría infinito que Vuestra Alteza se resienta contra mí, por haber tenido la desgracia de cumplir forzosamente esta misión. Yo he llegado a Mantes conduciendo un mensaje para la reina, en la postdata del mensaje se recomendaba el mensajero a Su Majestad, la reina entonces tuvo la bondad de decirme que me quedase a su lado, añadiendo que probablemente tendría necesidad de mis servicios. A los dos días la reina me manda venir aquí; pero al aceptar, como era mi deber, la misión cualquiera que fuese, que Su Majestad se dignase confiarme, me atreveré a decir que ni la he solicitado, ni había dejado de rehusarla, si los reyes fuesen personas a quienes se les pudiese rehusar ninguna cosa.
Y diciendo estas palabras, el oficial se inclinó por segunda vez, tan respetuosamente como lo había hecho la primera.
—Auguro bien de vuestra explicación; y después de haberos escuchado hablar en esos términos, espero poder soportar tranquilamente mi enfermedad. Sin embargo, caballero, no tengáis ningún reparo en decirme con franqueza la verdad. ¿Se me vigilará hasta en mi aposento, como se hace con mi pobre hijo en Vincennes? Si se permite escribir, ¿mis cartas serán o no revisadas? Si, contra toda apariencia, esta enfermedad me permite levantarme acaso, ¿se limitarán mis paseos?
—Señora —respondió el oficial—, escuchad la consigna que la reina misma me ha dispensado el honor de darme:
«Id, me ha dicho Su Majestad, y afirmad a mi prima de Condé que haré por los príncipes todo cuanto permita la seguridad del Estado. Por medio de esta carta le ruego reciba a uno de mis oficiales, el cual puede servir de medianero entre ella y yo, para los mensajes que me quiera dirigir. Este oficial —dijo la reina— seréis vos».
—Éstas —continuó el joven con las mismas demostraciones respetuosas—, son, señora, las propias palabras de Su Majestad. La princesa había escuchado este relato con la misma atención que se pone para sorprender en una nota diplomática el sentido que resulta frecuentemente de una palabra colocada con tal o cual condición, o de un acento puesto en tal o cual lugar.
Después de un instante de reflexión, viendo la princesa sin duda en este mensaje todo cuando había temido encontrar en él desde luego, es decir, un espionaje íntimo, se mordió los labios, y dijo:
—Habitaréis en Chantilly, caballero, conformándome con los deseos de la reina; además, diréis qué aposento os será más agradable y cómodo, y le tendréis.
—Señora —respondió el caballero frunciendo ligeramente el entrecejo—; ya he tenido el honor de explicar a Vuestra Alteza mucho más de lo que me permiten mis instrucciones. Yo, pobre oficial, y sobre todo mal cortesano, me hallo peligrosamente colocado enfrente de la cólera de Vuestra Alteza y la orden de la reina, y en este caso me parece que Vuestra Alteza pudiera demostrar su generosidad absteniéndose de mortificar a un hombre, que solamente es un instrumento pasivo. Muy sensible me es, señora, tener que hacer lo que la reina manda. Mi deber, es obedecer religiosamente las órdenes de la reina. Lo he dicho, y lo repito; jamás habría solicitado esta comisión, y me alegraría de que se le hubiese ordenado a otro, me parece que esto es decir bastante…
Y el oficial levantó la cabeza con un rubor que hizo ruborizar por el mismo estilo la frente altanera de la princesa.
—Caballero —replicó ésta—, sea cualquiera el rango de la sociedad en que nos hallemos colocados, como habéis dicho muy bien, debemos obedecer a Su Majestad. Yo seguiré el ejemplo que me dais, y obedeceré como vos; pero de cualquier modo debéis conocer que es muy duro no poder recibir uno en su casa a un digno hidalgo como vos, con la libertad de hacerle los honores que corresponden.
Desde este instante sois aquí el dueño, y podéis mandar. El oficial saludó profundamente a la princesa, y replicó:
—Señora, Dios quiera que yo no olvide la distancia que me separa de Vuestra Alteza y el respeto que debo a su casa.
—Vuestra Alteza continuará mandando aquí, y yo seré el primero de vuestros servidores.
A estas palabras el joven se retiró sin encogimiento, sin servilismo ni altanería, dejando a la viuda agitada por una ira, más intensa, cuanto que no podía hacer presa de ella a un mensajero tan discreto y respetuoso.
Al mismo tiempo la conversación rápida que se suscitó en el hueco que mediaba entre el testero y la cama, tocante a Mazarino, habría podido aniquilar al ministro, si las maldiciones tuviesen el poder de matar como los proyectiles.
El caballero encontró en la antesala al lacayo que le introdujo.
—Señor —dijo éste acercándose al mensajero—, la señora princesa de Condé, de quien habéis solicitado audiencia de parte de la reina, consiente en recibiros. Si tenéis a bien seguirme… El oficial comprendió este giro, dirigido sólo a salvar el orgullo de las princesas, y se mostró tan reconocido al favor que se le dispensaba, como si este favor no fuese impuesto por una orden superior. Atravesó varios aposentos precedido por el camarero, llegando por último a la puerta del dormitorio de la princesa. En este momento el camarero se volvió y dijo:
—La señora princesa, por estar fatigada de la caza, se ha metido en cama y os recibirá acostada. ¿A quién debo anunciar?
—Al barón de Canolles, de parte de Su Majestad la reina regente —respondió el caballero.
A este nombre, que la pretendida princesa oyó desde su lecho, hizo un movimiento de sorpresa tal, que a ser visto, habría comprometido sin duda su identidad. Bajó precipitadamente con la mano derecha hasta los ojos su cofia, mientras que con la izquierda corría hasta su barba la rica cortina de la cama.
—Que entre —dijo con voz alterada.
El oficial entró.