III
III
La emboscada
Había pasado media hora de la escena que acabamos de referir cuando volvió a abrirse con precaución la ventana que tan bruscamente había sido cerrada en el parador de Maese Biscarrós; y después de haber mirado con atención a derecha e izquierda, se apoyó sobre el antepecho de ella un joven de diez y seis a diez y ocho años, vestido de negro, con puños plegados según la moda de aquel tiempo; una camisa de fina batista bordada salía orgullosamente de su justillo, y caía ondulando sobre sus calzones galoneados de cintas, su mano pequeña, elegante y torneada, verdadera mano de estirpe, frotaba con inquietud unos guantes de gamo bordados en sus costuras, un sombrero de color gris de perla, cimbrado a su extremidad bajo el doblez de una magnífica pluma azul, sombreaba sus cabellos largos y tornasolados de reflejos dorados, que adornaban perfectamente un rostro ovalado, de tez blanca, labios rosados y negras pestañas. Pero es preciso decirlo, todo este gracioso conjunto que debía hacer del joven uno de los más preciosos caballeros, estaba en aquel momento velado bajo un tinte sombrío, con cierto aire de mal humor, que sin duda procedía de una inútil espera; porque el joven fijaba incesantemente su ávida mirada en el camino, confundido ya a lo lejos en la bruma de la tarde.
Golpeaba con impaciencia su mano izquierda con los guantes; a cuyo ruido el hostelero, que acababa de desplumar sus perdices, levantó la cabeza, y quitándose su gorro le dijo:
—¿A qué hora cenaréis, mi señor hidalgo?, porque sólo esperamos vuestras órdenes para serviros.
—Ya sabéis —le contestó aquél— que yo no ceno solo, y que espero a un camarada; cuando le veáis llegar, podéis disponer desde luego nuestra comida.
—No lo digo, caballero —contestó Maese Biscarrós—, por censurar a vuestro amigo, él es dueño de venir o de no venir; pero es muy mala costumbre ésta de hacerse esperar.
—No lo acostumbra por cierto; y por eso su tardanza me admira.
—Pues a mí no sólo me admira, señor, sino que me aflige, el asado se va a quemar.
—Quitadle del asador.
—Entonces va a estar frío.
—Poned otro al fuego.
—No estará cocido a tiempo.
—Siendo así, amigo, haced lo que queraís —dijo el joven—, no pudiendo menos de sonreírse, a pesar de su mal humor, al ver la desesperación del fondista.
—Os abandono a vuestra suprema sabiduría.
—No hay sabiduría, como no sea la de Salomón —respondió aquél— que baste a hacer bueno un manjar recalentado. Dicho este axioma, que veinte años después debía poner en verso Boileau entró Maese Biscarrós en su fonda moviendo tristemente la cabeza.
Entonces el joven, como para entretener su impaciencia hizo sonar sus botas sobre el suelo de la habitación, volviendo poco después vivamente a la ventana, al ruido lejano de los pasos de un caballo que creyó haber oído.
—Gracias a Dios —exclamó por último—, ya está ahí.
En efecto, a la otra parte del bosquecillo en que cantaba el ruiseñor, y a cuyos melodiosos acentos no había el joven prestado atención alguna, por causa sin duda de su preocupación, vio aparecer a un caballero; pero con grande admiración, esperó en vano que desembocase en el camino, el recién venido tomó a la derecha, y penetró en el bosquecillo, donde no tardó en perderse de vista su sombrero; prueba cierta de que el caballero había echado pie a tierra. Un momento después el observador percibió a través de las ramas, apartadas, con precaución a uno y otro lado, una casaca gris y el destello de uno de los últimos rayos del sol poniente, que reflejaba sobre el cañón de un mosquete.
Quedóse el joven pensativo en la ventana, porque efectivamente el caballero que se ocultaba en el bosquecillo, no era el compañero que esperaba; y a la expresión de impaciencia que crispaba su elástico semblante sucedió cierta expresión de curiosidad.
No tardó mucho en aparecer otro sombrero en el recodo del camino, y entonces el joven se ocultó de manera que no pudiese ser visto.
Reprodújose la misma escena anterior, el nuevo personaje que acababa de llegar y traía también casaca gris y mosquetón, dirigió acto continuo al primero algunas palabras, que a nuestro observador no le fue posible comprender a causa de la distancia; y a consecuencia de las instrucciones que sin duda le dio su compañero, internóse en el soto paralelo al bosquecillo, bajóse del caballo, y agazapándose tras de una piedra, esperó.
Desde el puesto elevado en que se hallaba el joven, veía asomar el sombrero detrás de la piedra, y al lado del sombrero brillar un punto luminoso, este reflejo procedía de la extremidad del cañón del mosquete.
Un sentimiento de vago terror cruzó por la imaginación del joven hidalgo, que observa esta escena ocultándose cada vez más.
—¡Ay! ¿Si será a mí y a los mil luises que llevo conmigo lo que buscan? Pero no, porque suponiendo que Richón llegue, y que yo pueda ponerme en camino esta misma noche, voy a Liburnia y no a San Andrés de Cubzac; por consiguiente no tengo que pasar por el sitio en que se han emboscado esos malvados. Si al menos estuviese aquí todavía mi viejo Pompeyo, le consultaría…
—Pero, si no me engaño, aquéllos son otros dos hombres más, y vienen a reunirse con los primeros. ¡Hola! Esto tiene todas las trazas de una reunión sospechosa.
Y diciendo esto el joven dio un paso atrás.
Efectivamente, en aquel momento otros dos caballeros aparecían en el mismo punto culminante del camino; pero esta vez sólo uno de ellos, vestía casaca gris. El otro iba montado sobre un poderoso caballo negro, y embozado en una magnífica capa; llevaba un fieltro galoneado y adornado de una pluma blanca; bajo la capa, que el viento de la tarde levantaba, se dejaba ver un riquísimo bordado que brillaba serpenteando sobre una ropilla de color de nácar.
Hubiérase dicho que el día prolongaba su duración para alumbrar esta escena, porque los últimos rayos de sol, desprendiéndose de uno de esos grupos de nubes negras que se extienden a veces de una manera tan pintoresca en el horizonte, encendieron súbitamente los destellos de mil rubíes en los vidrios de una lindísima casa situada a unos cien pasos del río, y que el joven no hubiera percibido sin esta circunstancia, por estar escondida entre las ramas de un espeso arbolado. Este aumento de luz permitía observar desde luego, que las miradas de los espías se dirigían alternativamente, de la entrada del pueblo, a la casita de los brillantes cristales; notándose asimismo que los de las casacas grises parecían tener el mayor respeto al de la pluma blanca, a quien no hablaban sino con el sombrero en la mano, observándose por último que habiéndose abierto una de las ventanas iluminadas, salió al balcón una mujer, se inclinó un instante hacia fuera, cual si esperase a alguno, y volvió a entrar enseguida temiendo sin duda a ser vista desde el campo.
Al mismo tiempo que aquélla se ocultaba, se iba perdiendo el sol detrás de la montaña, y a medida que bajaba, parecía sumergirse en la sombra el piso bajo de la casa; la luz, abandonando poco a poco las ventanas, se remontaba a los techos de pizarra, y desaparecía, en fin, después de haberse solazado un momento en un manojito de flechas de oro que servía de veleta.
Cualquiera inteligencia mediana habría encontrado allí un considerable número de indicios; y si sobre estos indicios no podían establecerse certezas, podía, deducirse a lo menos probabilidades.
Era, pues, probable que aquellos hombres espiasen la casita aislada, sobre cuyo balcón había aparecido por un instante una mujer.
Asimismo era probable que aquella mujer y aquellos hombres esperasen a una misma persona, aunque con muy diversas intenciones; y además, que la persona esperada debiese venir por la aldea, y por consiguiente pasar por delante del parador, situado entre la aldea y el bosquecillo, como éste lo estaba a la mitad del camino del parador a la casa. Y por último, que el caballero de la pluma blanca fuese el jefe de los caballeros de casaca gris, y que a juzgar por el ardor que desplegaba empinándose sobre sus estribos para ver más a lo lejos, este jefe estaba celoso, y acechaba sin duda por su propio interés.
En el mismo momento en que el joven acababa de hacer esta serie de raciocinios mutuamente encadenados, se abrió la puerta de su habitación, y entró en ella Maese Biscarrós.
—Mi querido huésped —dijo el joven, sin dar lugar al que tan a propósito llegaba a exponerle el motivo de su visita; motivo que desde luego adivinó—, venid acá, y si mi pregunta no es indiscreta, explícame a quién pertenece aquella casita que se ve allá abajo como un punto blanco en medio de los álamos y de los sicomoros.
El huésped siguió con los ojos la dirección del dedo indicador; rascándose la frente, dijo con una sonrisa que trataba de hacer picaresca:
—Lo ignoro a fe mía; porque tan pronto pertenece a uno como a otro… Vuestra puede ser, si es que tenéis algún motivo para buscar la soledad; bien sea que deseéis ocultaros, o ya sea solamente que queráis ocultar allí a cualquier otro.
El joven se sonrojó.
—¿Pero quién habita hoy esa casa?
—Una señora joven, que se hace pasar por viuda, y a quien viene a visitar la sombra de su primero, y tal vez la de su segundo marido. Sólo hay una cosa en esto de particular, y es que las dos sombras probablemente se entienden entre sí, puesto que jamás llegan a encontrarse.
—¿Y hace mucho tiempo —preguntó el joven sonriendo— que habita la hermosa viuda esa casa aislada, tan a propósito para recibir apariciones?
—Hará dos meses, con corta diferencia; y siempre está retirada, que creo no habrá persona que pueda jactarse de haberla visto durante este tiempo, porque sale rarísima vez, y cuando lo hace, es sólo cubierta con un velo. Una camarera, muy linda en verdad, viene todas las mañanas a encargar a mi fonda la comida para todo el día, se la llevan, ella recibe los platos en el vestíbulo, paga generosamente, y acto continuo da con la puerta en las narices al criado que le envío. Esta noche tienen festín, y precisamente para ella es para quien yo preparo las codornices y perdices que me habéis visto desplumar.
—¿Y a quién le da de cenar?
—Sin duda a una de las dos sombras de que os he hablado.
—¿Habéis llegado a ver alguna vez a esas dos sombras?
—Sí, sólo pasar, de noche, después de puesto el sol, o de mañana, antes de alumbrar la aurora.
—No me queda la menor duda de que los habréis mirado con detención, mi querido Biscarrós, pues se conoce con sólo que pronunciéis una palabra, que sois un buen observador. Veamos, ¿qué habéis notado de particular en el aire de esas dos sombras?
—La una viene a ser un hombre de sesenta a sesenta y cinco años, y ésta me parece ser la del primer marido, porque viene con la seguridad que da a un hombre la autoridad de sus derechos, la otra es la de un joven de veintiséis a veintiocho años; y ésta, debo decirlo, es más tímida, y tiene eternamente el aire de un alma en pena. Así es que yo juraría que es la del segundo marido.
—¿Y a qué hora habéis recibido orden de servir la cena?
—A las ocho.
—Pues ya son las siete y media —dijo el joven sacando de su bolsillo un magnifico reloj—, que antes había ya consultado varias veces; no tenéis tiempo que perder.
—Estad tranquilo por esa parte, que no caerá en falta la cena; he subido solamente para hablaros de la vuestra, pues tengo pensado, si es que lo lleváis a bien, retardarla algún tanto; y ahora lo que conviene es que vuestro compañero, una vez que se tarda, no venga hasta después de una hora, y así ya la encontrará corriente.
—Pues bien, mi querido huésped —dijo el caballerito con el aire de un hombre para quien el grave asunto de una comida servida a tiempo no es sino una cosa secundaria—; no toméis cuidado por nuestra cena, aún cuando la persona que espero llegase, porque tenemos que hablar. Si la cena no está dispuesta, hablaremos antes de ella, y si lo está, por el contrario, hablaremos después.
—En verdad, señor —dijo el huésped—, que sois un hidalgo muy complaciente; y una vez que estáis dispuesto a descansar en mi buen celo, permaneced tranquilo, que no quedaréis descontento.
Dichas estas palabras, Maese Biscarrós hizo al salir una profunda reverencia, a la que el joven contestó con una ligera inclinación.
—Ahora —dijo el joven para sí—, ocupando de nuevo con curiosidad su puesto cerca de la ventana, ya lo comprendo todo. La dama estará esperando a alguno que debe venir de Liburnia, y los hombres del bosquecillo se proponen asaltarle antes de que tenga tiempo de llamar a la puerta de la casa.
Al mismo tiempo que así reflexionaba, y como para justificar la previsión de nuestro sagaz observador, se dejó oír hacia su izquierda el ruido de los pasos de un caballo. La mirada del joven, viva como el relámpago, sondeó inmediatamente la espesura del bosque para espiar la actitud de las gentes emboscadas. Aunque la noche empezaba ya a confundir los objetos bajo una media tinta de obscuridad, le pareció ver que unos separaban las ramas, y que otros se levantaban para mirar por encima de la peña; demostrando tener, tanto el movimiento de éstos como el de aquéllos, todas las apariencias de una agresión. Al mismo tiempo un ruido seco parecido al de montar un mosquete, vino por tres veces a herir su oído haciéndole estremecer su corazón.
Volvióse entonces hacia el lado de Liburnia con el objeto de ver a la persona amenazada por aquel sonido de muerte, y vio efectivamente aparecer sobre un caballo de elegante soltura y marchando al trote, un lindo joven con la cabeza levantada, el aire de vendedor, y el brazo doblado descansando su mano sobre la cadera, su capa corta y doble de raso, descubriría graciosamente su espalda derecha. Desde lejos parecía esta figura llena de elegancia, de muelle poesía y satisfecho orgullo, de más cerca, se descubriría un rostro de finos rasgos, animada tez, mirada fogosa, boca entreabierta por la costumbre de sonreír, negro y delicado bigote, y dientes menudos a la par que blancos. El triunfante remolino que con su vara de acerbo iba formando, producía un pequeño silbido, semejante al que acostumbraban los elegantes de la época, y que el señor Gastón de Orléans había hecho de moda, acababan de hacer del nuevo personaje un caballero perfecto, según las leyes vigentes del buen tono en la corte de Francia, que ya empezaba a dar ejemplo a todas las demás de Europa.
Cincuenta pasos detrás de él y montando en un caballo, cuyo paso se regía según la marcha del primero, venía un presumido lacayo lleno de vanidad, que parecía tener entre los criados un rango no menos distinguido que su amo entre los caballeros.
El bello adolescente que estaba en la ventana del parador, demasiado joven aun, sin duda, para presenciar fríamente una escena del género de la que iba a tener lugar, temblaba con la idea de que los dos incomparables que tan llenos de indiferencia y seguridad se adelantaban, iban, según todas las probabilidades, a ser pasados por las armas, al cruzar por la emboscada que les esperaba.
Pareció suscitarse en su interior un rápido combate entre la timidez de su edad y el amor a su prójimo. Venció, por último, el sentimiento generoso; y cuando el caballero iba a pasar por delante del parador sin volver aún la cabeza, cediendo a un impulso repentino a una resolución irresistible, se dirigió al joven, e interpelando al bello viajero, exclamó:
—Deteneos, caballero, si lo tenéis a bien; pues tengo que deciros una cosa importante.
A estas palabras, el caballero levantó la cabeza; y viendo al joven en la ventana, detuvo su caballo con un movimiento tan rápido, que hubiera hecho honor al mejor escudero.
—No detengáis vuestro caballo —continuó el joven—, sino al contrario, acercaos a mi sin afectación y como si me conocieseis. Dudó el viajero un instante; pero cuando observó el aire del que hablaba, pareciéndole que se las había con un noble de buen porte y simpático semblante, se quitó el sombrero, y se adelantó sonriendo.
—Estoy a vuestras órdenes, caballero —le dijo—; ¿en qué puedo serviros?
—Acercaos más, caballero —continuó el de la ventana—, porque no puede decirse muy alto lo que tengo que anunciaros. No estéis descubierto, pues es necesario hacer creer que nos conocemos de muy atrás, y que venís a esta posada en busca mía.
—Pero, señor —dijo el viajero—; no comprendo…
—Bien pronto comprenderéis, un poco de paciencia, cubríos, ¡así! Aproximaos aun más cerca, más cerca, dadme la mano, perfectamente; ¡cuánto me alegro de veros! Ahora no paséis de esta posada, o de lo contrario estáis perdido.
—¡Pues qué hay! Me asustáis en verdad —dijo el viajero sonriéndose.
—¿No es cierto que os encamináis a aquella casita en que se ve una luz?
El caballero hizo un movimiento de sorpresa.
—Pues bien, en el camino que conduce a ella, allí, en el recodo de la senda, entre aquel sombrío matorral, os están esperando cuatro hombres.
—¡Ah! —exclamó el caballero mirando con demasiada atención al pálido jovencillo—. ¿Estáis verdaderamente seguro?
—Les he visto llegar unos después de otros, bajar de los caballos, ocultarse los unos detrás de los árboles y los otros detrás de las peñas. Y hace un momento, cuando desembocasteis del lugar, les he sentido montar sus mosquetes.
—¡Bravo! —dijo el caballero, que comenzaba a sorprenderse a su vez.
—Es tan cierto como os lo digo —continuó el joven del sombrero gris—; y si hubiera más luz, acaso podríais verlos y reconocerlos.
—¡Oh! —dijo el viajero—; no necesito reconocerlos para saber ciertamente quiénes son esos hombres. Pero a vos, ¿quién os ha dicho que yo iba a aquella casa, y que es a mí a quien se está acechando?
—Lo he adivinado.
—¡Sois un Edipo muy hechicero, por cierto! ¡Ah! ¡Me quieren fusilar!… ¿Y cuántos se han reunido para esta linda operación?
—Cuatro, de los cuales uno parece ser el jefe.
—Y el jefe es más viejo que los demás, ¿no es así?
—Así parece, según he podido juzgar desde aquí.
—¿Corcovado?
—Redondo de espaldas, y el rostro agrio e imperioso, también he podido notar que lleva una pluma blanca, ropilla bordada y capa oscura.
—Justamente; ése es el duque de Epernón.
—¡El duque de Epernón! —exclamó el hidalgo.
—¡Ah! Ya veis que os refiero mis secretos —dijo el viajero riendo—. Esto no lo hago con todos; pero vos me prestáis un servicio demasiado grande para que no os considere digno de mayor intimidad. ¿Y cómo van vestidos los que le acompañan?
—De casacas grises.
—Ciertamente, esos son sus bastoneros.
—Que hoy se han convertido en mosqueteros.
—Con bastante motivo, por mi honor. Ahora, ¿sabéis que deberías hacer, mi querido hidalgo?
—No, pero hablad; y si lo que debo hacer puede seros útil, desde luego estoy dispuesto a serviros.
—¿Tenéis armas?
—Sí, tengo mi espada.
—¿Tendréis lacayo?
—Sin duda; pero no está aquí, le he mandado al encuentro de un sujeto que espero.
—Pues bien, deberíais ayudarme.
—¿A qué?
—A cargar a esos miserables, y hacerles pedir perdón, tanto a ellos como a su jefe.
—¿Estáis loco, caballero? —exclamó el joven con un acento que probaba que por nada en el mundo estaba dispuesto a una expedición semejante.
—En efecto, os pido perdón —dijo el viajero—, me había olvidado de que el negocio no os interesa.
Después, volviéndose hacia su lacayo, que al ver detenido a su amo, había por su parte hecho alto conservando su distancia, le dijo:
—Castorín, ven acá.
Llevando al mismo tiempo la mano a las pistoleras de su silla, como para asegurarse del buen estado de sus pistolas.
—¡Ah!, caballero —exclamó el hidalgo extendiendo el brazo como para detenerle—; caballero, en nombre del cielo, os suplico que no arriesguéis vuestra vida en semejante aventura. Entrad más bien en la posada, y así no daréis ninguna sospecha al que os aguarda; pensad que se trata del honor de una mujer.
—Tenéis razón —dijo el caballero—, aunque en esta circunstancia no se tratase precisamente del honor, sino de la fortuna. Castorín, amigo —continuó dirigiéndose a su lacayo, que ya se había acercado—; no pasamos por ahora más adelante.
—¡Cómo! ¿Qué decís, señor? —exclamó Castorín, casi tan desconcertado como su amo.
—Digo que la señora Francineta se verá esta noche privada del placer de veros, en atención a que la pasamos en el parador del «Becerro de Oro», entrad, pues, y mandad disponer la cena y la cama.
Y como el caballero se apercibiese sin duda de que el señor Castorín se disponía para replicar, acompañó sus últimas palabras con un movimiento de cabeza que no admitía una larga discusión, así pues, Castorín, bajando sus orejas y sin atreverse a aventurar una sola palabra, desapareció bajo la puerta principal.
Siguió el viajero a Castorín un momento con la vista, y después de haber reflexionado, pareció que tomaba una resolución; echó pie a tierra, dirigiéndose a la puerta, por la que ya había entrado su lacayo, el cual le salió al encuentro; el caballero echóle sobre el brazo la brida de su caballo, y en dos brincos subió a la habitación del joven, quien al ver abrir tan súbitamente su puerta, dejó escapar un movimiento de sorpresa mezclada de temor, que el recién llegado no pudo observar a causa de la oscuridad.
—Esto no admite réplica —dijo el viajero acercándose festivamente al joven y estrechando cordialmente una mano que no se le tendía, no cabe duda, amigo, os debo la vida.
—Caballero —dijo el joven dando un paso atrás—; exageráis demasiado el servicio que os he prestado.
—Nada de modestia, es lo mismo que os digo; conozco bien al duque, es brutal como el diablo. Pero vos sois un modelo de perspicacia, un fénix de caridad cristiana. Mas decidme, vos que sois tan amable, tan complaciente, ¿habéis extendido vuestra bondad hasta dar aviso en la casa?
—¿En qué casa?
—En la casa a donde yo iba, ¡pardiez! En la casa en que se me espera.
—No —dijo el joven—, lo confieso francamente, no he pensado en ella siquiera; además hubiera podido pensar que carecía de medios para ejecutarlo. Hace dos horas escasas que estoy aquí, y apenas conozco a nadie en esta casa.
—¡Voto al diablo! —prorrumpió el viajero con un movimiento de inquietud—. ¡Pobre Nanón, sentiría que le sucediese algo!
—¡Nanón! ¡Nanón de Lartigues! —exclamó el joven estupefacto.
—¡Canario! ¿Sois acaso hechicero? —dijo el caminante—. Veis emboscarse unos hombres junto al camino, y adivináis a quién desean atrapar. Yo os digo un nombre de pila, y vos adivináis el nombre de familia. Explicadme pronto este misterio, o de lo contrario os denuncio y os hago condenar al fuego por el parlamento de Burdeos.
—¡Ah! Esta vez —repuso el joven—, convendréis fácilmente en que no se necesita sutileza para leer vuestro pensamiento, habiendo nombrado como a vuestro rival al duque de Epernón, es evidente que al nombrar una Nanón cualquiera, debiera ser esa Nanón de Lartigues, tan bella, rica y espiritual, según se dice, que tiene hechizado al duque, y cuyo gobierno dirige, lo que hace que en toda la Guiena sea tan aborrecida como él… y, ¿vos ibais a casa de esa mujer? —continuó el joven con un tono de reconvención.
—Sí, a fe mía, lo confieso; y ya que la he nombrado no me desdigo. Nanón es una muchacha encantadora llena de fidelidad a sus promesas, cuando halla placer en guardarlas, y enteramente sacrificada al que ama, mientras le dura su amor. Esta noche debía cenar con ella; pero el duque ha volcado la olla.
—¿Queréis que mañana os presente a ella? ¡Qué diablo! Ello es preciso que el duque se vuelva a Agén de una hora a otra. —Gracias— dijo con sequedad el joven. —Yo no conozco a la señora de Lartigues más que de nombre, y no deseo conocerla de otro modo.
—¡Oh! Os habéis incomodado, ¡pardiez! Nanón es una chica que se le puede conocer de todas maneras.
El joven frunció el entrecejo.
—¡Ah! ¡Perdonad! —dijo admirado el viajero—. Pero creía que a vuestra edad…
—Es cierto —dijo el joven apercibiéndose del mal efecto que su rigorismo producía—; estoy en la edad en que generalmente se aceptan semejanzas proposiciones; en efecto, la aceptaría con gusto, si no estuviese aquí de paso, ni me viera precisado a continuar esta noche mi camino.
—¡Oh! ¡Pardiez! No os iréis sin que yo sepa al menos quien es el gentil caballero que con tanta galantería me ha salvado la vida. El joven pareció dudar; y contestó después de un instante:
—Soy el vizconde de Cambes.
—¡Ya! ¡Ya! —contestó su interlocutor—; he oído hablar de una lindísima vizcondesa de Cambes, que es muy querida de la princesa, y que posee gran cantidad de tierras en las cercanías de Burdeos.
—Es parienta mía —dijo con viveza el joven.
—Os doy la enhorabuena a fe mía, vizconde, porque se le llama incomparable, y espero que si en este punto me favorece la ocasión, me presentaréis a ella, yo soy el barón de Canolles, capitán del regimiento de Navalles, y al presente disfruto de la licencia que el señor duque de Epernón a tenido a bien concederme por recomendación de la señora de Lartigues.
—¡El barón de Canolles! —exclamó a su vez el vizconde, mirando a su interlocutor con toda la curiosidad que despertaba en él aquel nombre famoso en las galantes aventuras de la época.
—¿Me conocíais? —dijo Canolles.
—Solamente de fama —dijo el vizconde.
—De mala fama, ¿no es cierto? ¿Qué queréis? Cada cual sigue la marcha que le ha trazado la naturaleza, soy aficionado a la vida alegre.
—Sois muy dueño de vivir como os agrade, respondió el vizconde, mas permitidme sin embargo una observación.
——¿Cuál?
—Esa mujer se encuentra enteramente comprometida por vuestra causa, y el duque vengará en ella el engaño con que le ha envuelto por favoreceros.
—¡Diablos! ¿Acaso creéis…?
—Sin duda. Por ser una mujer… ligera… la señora de Lartigues no deja de ser mujer; y comprometida por vos, os toca velar por su seguridad.
—Tenéis razón, a fe mía, mi joven Néstor, y confieso que hechizado por vuestra conversación, he olvidado mis deberes de hidalgo; hemos sido vendidos, y es del todo probable que el duque no ignora nada. Es cierto que si Nanón estuviese avisada siquiera, pondría en juego su astucia y poco le costaría el obtener el perdón del duque. Vamos a ver; ¿tenéis nociones del arte de la guerra?
—Ninguna —respondió el vizconde riendo—; pero creo que las aprenderé donde voy.
—Pues bien, yo os daré la primera lección. Ya sabéis que en buena guerra, cuando la fuerza es inútil se echa mano de la astucia. Ayudadme pues.
—Me parece excelente partido. ¿Pero de qué manera? ¡Decid!
—La posada tiene dos puertas.
—Nada sé de eso.
—Yo sí, una que da a la carretera y otra que cae al campo.
—Salgo, pues, por la que da al campo, describo un semicírculo, y voy a llamar a casa de Nanón, que también tiene una puerta por la espalda.
—¡Es probable que os sorprendan en esa casa! —exclamó el vizconde, sois en verdad un excelente táctico.
—¡Qué se me sorprenda! —respondió Canolles.
—Sin duda. El duque cansado de esperar, y no viéndonos salir de aquí, se dirigirá a la casa.
—¡Oh! Una vez dentro, no saldréis más.
—Sí, pero yo no haré más que entrar y salir.
—Decididamente, joven —dijo Canolles—, vos sois mago.
—Seréis sorprendido, asesinado quizás a su vista, esto es cuanto conseguiréis.
—¡Bah! —dijo Canolles—; hay allí armarios.
—¡Oh! —prorrumpió el vizconde.
Este ¡oh!, fue pronunciado de tal manera, y con tan elocuente entonación, que contenía tantos reproches encubiertos, tanto pudor vergonzoso, y una delicadeza tan suave, que Canolles se detuvo enteramente cortado, y fijó a pesar de la obscuridad, su penetrante mirada sobre el joven, que estaba recostado en el antepecho de la ventana.
El vizconde sintió todo el peso de aquella mirada, y dijo con aire festivo:
—De hecho, tenéis razón, barón; id allá, pero ocultaos bien, a fin de que no puedan sorprenderos.
—Pues bien, he pensado mal —dijo Canolles—, tenéis mucha razón; ¿pero de que manera se le podrá prevenir?
—Me parece que una carta…
—¿Y quién la lleva?
—Creo haberos visto un lacayo. Un lacayo, en semejante circunstancia, no se arriesga más que a recibir algunos palos; mientras que un noble arriesga su vida.
—En verdad que me hacéis perder la chaveta —dijo Canolles—, Castorín desempeñará esta comisión a las mil maravillas, tanto más, cuanto que yo sospecho que el tuno tiene sus inteligencias en la casa.
—Ya veis que todo puede arreglarse aquí mismo —dijo el vizconde.
—Sí, ¿tenéis tinta, papel y pluma?
—No, pero de todo hay abajo.
—Perdonad —dijo Canolles—; yo no sé lo que me pasa esta noche, que no paro de cometer necedad sobre necedad. No importa, os agradezco vuestros buenos consejos, vizconde, y voy a ponerlos en práctica en este mismo instante.
Y Canolles, sin perder de vista al joven, a quien examinaba hacía ya algunos momentos con una tenacidad singular, se dirigió a la puerta, y bajó la escalera; mientras que el vizconde, inquieto y casi turbado, murmuraba estas palabras:
—¡Cómo me mira! ¿Me habrá conocido?
Entre tanto Canolles había bajado; y después de haber dirigido una dolorosa mirada a las codornices, perdices y demás golosinas que el mismo Maese Biscarrós embasaba en una canasta colocada sobre la cabeza de su ayudante de cocina, y que acaso se iba a comer otro, habiendo sido preparadas ciertamente para él, preguntó por la habitación que había debido disponerle Castorín; hízose traer allí tinta, plumas y papel, y escribió a Nanón la siguiente carta:
«Querida Señora:
Si la naturaleza ha dotado vuestros bellos ojos de la facultad de ver durante la noche, podréis distinguir, a cien pasos de vuestra puerta, entre un grupo de árboles, al señor duque de Epernón, que me espera para hacerme fusilar, y comprometeros después horriblemente. Pero como no me acomoda perder la vida, ni haceros perder vuestro reposo, podéis vivir tranquila por este lado. Por mi parte, pienso irme a disfrutar un poco del permiso que por vuestra mediación se me firmó el otro día, a fin de que aprovechase mi libertad para venir a veros. No sé absolutamente a dónde voy, y hasta ignoro si me encamino a alguna parte; mas como quiera que sea, acordaos de vuestro fugitivo cuando haya pasado la borrasca. En el “Becerro de Oro” os podrán informar del camino que tomo. Espero que os sea grato el sacrificio que me impongo, pero vuestros intereses me son más caros que mi placer; y digo mi placer, porque habría tenido gusto especial en apalear el señor de Epernón y a sus esbirros bajo el seguro de su disfraz. Creedme, alma, mía, vuestro más rendido, y sobre todo vuestro más fiel».
Canolles firmó este billete henchido de toda la fanfarronada gascona, cuyos efectos sobre la Gascona Nanón no desconocía; después de lo cual llamó a su lacayo.
—Venid acá, señor Castorín —le dijo—, y confesadme francamente a que alturas os encontráis con la señora Francineta.
Pero, señor, respondió Castorín en extremo admirado de la pregunta; no sé si debo…
—Tranquilizaos, señor fatuo; no me mueve ninguna intención hacia ella, ni vos tenéis el honor de ser mi rival. Lo que yo os pido es sólo una simple noticia.
—¡Ah! Señor, en ese caso ya es otra cosa.
—La señora Francineta se ha dignado apreciar mis cualidadades.
—Es decir que estáis en buen lugar, ¿no es así, señor bribón? Muy bien. Entonces, tomad este billete; dad la vuelta por la pradera.
—Sé el camino, señor —dijo Castorín con aire de importancia.
—Justo, y vais a llamar por el pórtico. ¿Sin duda conocéis ya dicha puerta?
—Perfectamente.
—Tanto mejor. Tomad, pues, el camino, llamad a la mencionada puerta, y entregad esta carta a la señora Francineta.
—En ese caso, señor —dijo Castorín gozoso—, podré pues…
—Podéis partir al momento, tenéis diez minutos para ir y venir; y es preciso que esta carta se entregue en el mismo instante a la señora de Lartigues.
—Pero, señor —dijo Castorín—, que olfateaba alguna mala ventura; ¿y si no me abre la puerta?
—Seréis un tonto, pues deberéis tener alguna manera particular de llamar, en virtud a la cual no se le deja en la calle a ningún galán; si sucede lo contrario, soy un hidalgo bien desventurado, por tener a mi servicio un bellaco como vos.
—Es cierto que tengo una seña, señor —dijo Castorín adoptando el acento más seductor que pudo—. Doy dos golpes seguidos, y después otro.
—No os pregunto tanto; me importa muy poco con lo que os abran. Id, pues, y si os sorprenden comeos el papel, pues de lo contrario os corto las orejas cuando volváis.
Castorín partió como un rayo; pero al llegar al pie de la escalera, se detuvo, y a despecho de todas las reglas introdujo el billete en una de sus botas; salió después por la puerta del corral, y describiendo un largo cerco, atravesando breñas como un raposo, salvando fosos como un lebrel, fue a llamar a la puerta escusada del modo particular que había tentado a explicar a su amo, y que tenía tal eficacia, que al momento le fue abierta.
A los diez minutos estaba ya Castorín de vuelta sin ninguna desgracia, anunciando a su amo que el billete había quedado en las manos de la bella señorita Nanón.
Canolles había empleado aquellos diez minutos en abrir su saco de noche, preparar su bata y hacer poner la mesa. Escuchó con visible satisfacción el relato de Castorín, después fue a dar una vuelta por la cocina, dando imperiosamente sus órdenes en alta voz, y bostezando desmesuradamente, como hombre que espera con impaciencia el momento de acostarse. Esta maniobra tenía por objeto dar a entender al duque de Epernón, en caso de que le hiciese espiar, que el barón jamás había pensado pasar más allá del parador, a donde había llegado como simple e inofensivo viajero a pedir una cena y una cama; y en efecto, este plan obtuvo el resultado que el barón se prometía, una especie de adelanto que estaba bebiendo en el rincón más oscuro de la cocina, llamó al mozo, pagó su gasto, se levantó y salió sin afectación, murmurando entre dientes una canción. Canolles le siguió hasta la puerta y le vio los pasos de muchos caballos que parecían alejarse; la emboscada había sido levantada.
Entonces volvió a entrar el barón, y libre ya su espíritu de temores por parte de Nanón, no pensó en otra cosa más que en pasar la noche de la manera más divertida que le fuese posible. Enseguida mandó a Castorín que preparase cartas y dados, y que hecho esto, fuese a preguntar al vizconde de Cambes si tendría a bien hacerle el obsequio de recibirle.
Obedeció Castorín, y encontró en el umbral del aposento a un escudero viejo y cano, que con la puerta entreabierta respondió a su cumplimiento con el aire más avinagrado.
—No es posible en este momento, el señor vizconde está ocupado.
—Muy bien —dijo Canolles—, esperaré.
Mas como oyese un gran ruido hacia la parte de la cocina, se fue por matar el tiempo a ver un rato lo que pasaba en la parte más importante de la casa.
Érase que el pobre marmitón había vuelto más muerto que vivo. En el recodo del camino había sido detenido por cuatro hombres, que le interrogaron acerca del objeto de su paseo nocturno; y al saber que iba a llevar a cenar a la señora de la casa aislada, le habían despojado de su gorro, su blanco vestido y su mandil. El más joven de los cuatro había revestido con las insignias de su profesión, había puesto en equilibrio la canasta sobre su cabeza, y desempeñado el puesto del aprehendido cocinero, había seguido en su lugar el camino de la casita.
Diez minutos después, volvió y estuvo hablando en voz baja con uno que parecía ser jefe de aquella tropa. Habíasele devuelto entonces al marmitón su vestido, su gorro y su mandil, colocándole la cesta sobre la cabeza, y dándole un puntapié en el trasero para indicarle la dirección que debía seguir. El pobre diablo, sin esperarse a pedir más, había salido a escape llegando a caer medio muerto de terror bajo el umbral de la puerta, donde le acababan de recoger.
Esta aventura era del todo inteligible para cuantos allí había, excepto para Canolles; pero como éste no tuviese motivo que le impulsara a dar explicaciones, dejó al huésped, mozos, sirvientes, cocinero y marmitón perderse en conjeturas sobre el suceso; y mientras ellos se desataban a más y mejor en hacer castillos en el aire, subió el barón a la habitación del vizconde, y creyendo que la primera invitación que le había dirigido por medio de Castorín le dispensaba de dar un segundo paso del mismo género, abrió la puerta sin cumplimiento, y entró.
Estaba en medio del aposento una mesa iluminada y aderezada con dos cubiertos, faltándole para estar completa los platos que debían adornarla.
Presagió Canolles un alegre augurio a la vista de aquellos dos cubiertos. Sin embargo, al verle entrar, el vizconde se levantó con un movimiento tan brusco, que daba fácilmente a conocer que había sido sorprendido por su visita, y que no estaba destinado para el segundo cubierto, como desde luego se había lisojeneado en creer.
Esta sospecha quedó confirmada por las primeras palabras que le dirigió el vizconde.
—¿Puedo saber, señor barón —le dijo adelantándose hacia él con mucha ceremonia—, a qué nueva circunstancia debo el honor de vuestra visita?
Respondió Canolles algo desconcertado por tan extraño recibimiento
—A una circunstancia muy natural, me ha dado apetito, y pensaba que deberíais tenerlo también. Vos estáis solo, y también lo estoy, y quería tener el honor de proponeros pasaseis a cenar conmigo.
El vizconde miró a Canolles con una visible desconfianza, y pareció algo embarazado para responderle.
—Por mi honor —dijo Canolles riendo—, podría decirse que os meto miedo. ¿Sois acaso caballero de Malta? ¿Se os destina para la iglesia, o vuestra respetable familia os ha educado inspirándoos horror hacia los Canolles?…
—¡Vamos, pardiez! No tengáis cuidado, que no perderéis porque pasemos juntos una hora a la mesa, el uno enfrente del otro.
—Me es imposible bajar a vuestra habitación, barón.
—Pues bien, no bajéis. Y ya que yo he subido a la vuestra…
—Aun es más imposible, caballero; espero a un sujeto.
Esta vez quedó del todo desarmado Canolles.
—¡Ah! ¿Esperáis a un sujeto?
—Sí.
—A fe mía —dijo Canolles después de un momento de silencio—, casi era más de apreciar que me hubieseis dejado continuar mi camino a riesgo de cuanto pudiera sucederme, que no ver así desvanecerse por medio de esa repugnancia que me manifestáis, un servicio que he recibido de vos, y que me parece no haberos remunerado suficientemente aún.
Encendióse el rostro del joven, y acercándose a Canolles le dijo con voz temblorosa:
—Perdonad, caballero, conozco toda mi falta de atención; pero si no me fuera indispensable tener que tratar de asuntos gravemente serios e importantes de familia con la persona que espero, creed que sería para mí un honor y un placer a la vez admitir el partido, aunque…
—¡Oh! Acabad —dijo Canolles—; cualquier cosa que me digáis la recibiré bien, estoy decidido a no enfadarme con vos por nada del mundo.
El joven continuó:
—Aunque nuestro conocimiento sea sólo uno de esos efectos imprevistos de la casualidad, uno de esos encuentros fortuitos, una de esas relaciones efímeras…
—¿Y por qué ha de ser eso? —preguntó Canolles…
—Por el contrario, de este modo es como se forman las largas y sinceras amistades; y en mi sentir debemos considerar como un favor de la Providencia lo que sólo atribuís a la casualidad.
—La Providencia, caballero —repuso el vizconde riendo—, quiere que yo parta dentro de dos horas, y que según toda probabilidad, siga un camino diametralmente opuesto al vuestro; siento, pues, en el alma no poder aceptar como deseara esa amistad que me ofrecéis con tanta sinceridad, y que aprecio en su valor.
—A fe mía —dijo Canolles—, que sois decididamente un joven singular, y vuestro primer impulso de generosidad me había dado desde luego una idea muy distinta de vuestro carácter.
—Pero en fin, como ha de ser; yo no tengo en manera alguna derecho a ser exigente, puesto que más bien os estoy obligando, pues habéis hecho por mí mucho más de lo que yo tenía derecho a esperar de un desconocido. Me voy, pues, a cenar solo, pero la verdad, vizconde, esta resolución es para mí algo dura, pues el monólogo no ha entrado aun en mis costumbres.
Y en efecto, a pesar de lo que había dicho Canolles, y de la resolución que indicaban sus palabras de retirarse, no lo ejecutaba, sujetábale cierta cosa de que él no podía darse razón, sentía una atracción invencible que arrastraba hacia el vizconde; pero éste, tomando una bujía, se aproximó a Canolles, y tendiéndole la mano, le dijo con una deliciosa sonrisa:
—Caballero, como quisiera que sea, y no obstante lo corto de nuestra entrevista, creed que celebro infinito haber podido seros útil en algo.
Canolles no vio más que el cumplido, cogió la mano que el vizconde le presentaba, y que en vez de corresponder a su masculina y amistosa presión, se retiró trémula y extendida; y comprendiendo después que por disfrazada que estuviese su rendida frase, no era otra cosa que una despedida, se retiró enteramente disgustado y sobre todo muy pensativo.
Encontróse a la puerta con la sonrisa desdentada del viejo criado, el cual, tomando la bujía de mano del vizconde, acompañó ceremoniosamente a Canolles hasta su aposento, y volvió acto continuo a buscar a su amo, que le esperaba en lo alto de la escalera.
—¿Qué hace? —preguntó el vizconde en voz baja.
—Creo que se decide a cenar solo —respondió Pompeyo.
—¿Entonces no volverá a subir?
—Así lo espero a lo menos.
—Haced preparar los caballos, Pompeyo, y así tendremos eso adelantado. Pero —añadió el vizconde aplicando el oído—, ¿qué ruido es ése?
—Creo que es la voz del señor Richón.
—Y la del señor Canolles.
—Me parece que dan quejas.
—Al contrario, se reconocen. Escuchad.
—¡Dios quiera que Richón no le diga!…
—¡Oh! No hay que temer por eso, es un hombre muy circunspecto…
—¡Chit!
Los dos observadores guardaron silencio, mientras se dejaba oír la voz de Canolles.
—¡Dos cubiertos, Maese Biscarrós! —gritaba el barón—, ¡dos cubiertos! El señor Richón cena conmigo.
—Dispensadme, si queréis —respondió Richón—, me es imposible.
—¡Quiá!… ¿Pues qué, tratáis de cenar solo como ese joven hidalgo?
—¿Qué hidalgo?
—Ése que hay arriba.
—¿Cómo le llaman? El vizconde de Cambes.
—¿Conocéis al vizconde?
—¡Pardiez! Si me ha salvado la vida.
—¿Él?
—Sí, él.
—¿Cómo ha sido eso?
—Cenad conmigo, y ya os contaré el suceso habiendo cenado.
—No puedo absolutamente; ceno con él.
—En efecto él esperaba a uno.
—Ese uno soy yo; y como quiera que me he tardado mucho más de lo que debiera, espero me permitiréis que os deje, ¿no es así, barón?
—No, ¡por vida del cielo! ¡No lo permito! —gritó Canolles—. Se me ha puesto en la cabeza que había de cenar acompañado esta noche, y habéis de cenar conmigo, o yo he de cenar con vos. Maese Biscarrós, dos cubiertos.
En tanto que Canolles se volvía para ver si era ejecutada esta orden, Richón enfilaba la escalera subiendo rápidamente sus gradas. Al llegar a la última, una pequeña mano cogió la suya haciéndole entrar en el cuarto del vizconde de Cambes, cuya puerta se cerró inmediatamente detrás de él, y para más seguridad dos cerrojos acabaron de corroborar su clausura.
—A la verdad —murmuró Canolles buscando inútilmente al desaparecido Richón, y sentándose a su solitaria mesa—; la verdad, no sé que hay contra mí para matarme, y otros me huyen como si estuviese atacado de peste.
—¡Voto al diablo! Se me quita el apetito, y me siento triste, vamos, soy capaz esta noche de achisparme como un soldado alemán. ¡Hola! Castorín, venid acá, si no queréis que os apalee. ¡Ah! ¿Qué oigo? Se encierran allá arriba como si conspirasen. ¡Vamos, soy un bestia duplicado! En efecto, conspiran, eso es; ya está todo explicado. Pero, ¿por quién conspiran? ¿Será acaso el coadjutor, por los príncipes, por el parlamento, por el rey, por la reina, o por el señor de Mazarino? ¡Qué diablo! Que conspiren contra quien les dé la gana, me es igual, ya he vuelto a recobrar el apetito. Castorín, hacedme servir y echadme de beber, os lo perdono.
Y Canolles entabló filosóficamente la primera cena que había sido preparada para el vizconde de Cambes, que a falta de nuevas provisiones, Maese de Biscarrós se había visto precisado a recalentar.
Mientras que el barón de Canolles buscaba infructuosamente uno que le acompañase a cenar, y que cansado de sus inútiles gestiones se decidía a cenar solo, veamos lo que pasaba en casa de Nanón.