XIX
XIX
El prisionero
Fue el camino para Canolles más triste aun de lo que esperaba. En efecto, al caballo que concede al preso mejor guardado una falsa apariencia de libertad, le había reemplazado el coche, diabólica falúa de acero, cuya forma se ha conservado en Turena; además de esto el barón llevaba las piernas atadas a las de un hombre de nariz aguileña, cuya mano se apoyaba con cierta especie de amor propio en la culata de una pistola de hierro.
Algunas veces durante la noche, porque dormía de día, esperaba sorprender la vigilancia del nuevo Argos; pero a los lados de la nariz de águila brillaban dos grandes ojos de búho, redondos, relumbrantes y del todo a propósito para las observaciones nocturnas; de modo que adondequiera que dirigía la vista el barón, veía siempre aquellos dos ojos redondos lucir en la dirección de su mirada.
Mientras que él dormía, lo hacía también uno de aquellos ojos; siendo una facultad que la naturaleza había concedido a aquel hombre, la de dormir con un sólo ojo.
Dos días y dos noches pasó Canolles en tristes reflexiones; porque la fortaleza de la isla de San Jorge, poco dañina por otra parte, adquiría a los ojos del prisionero proporciones espantosas, a medida que el temor y los remordimientos invadían más profundamente su corazón.
Conocía que su encargo, relativo a la princesa, era una misión de confianza que él había sacrificado a sus amores, y que el resultado de la falta cometida por él en esta ocasión era terrible. La señora de Condé, en Chantilly, no era más que una mujer fugitiva; en Burdeos era una princesa rebelde.
Temía, porque sabía por tradición las sombrías venganzas de una Ana de Austria colérica.
Otro remordimiento más lento, pero tal vez más punzante que el primero, le acosaba. Había en el mundo una mujer joven, hermosa, espiritual; una mujer que se había valido de su influencia para elevarle, que no se había servido de su crédito más que para protegerle; una mujer que por él había aventurado veinte veces su posición, su porvenir, su fortuna; y esta mujer, no sólo la más hechicera de las queridas, sino también la más decidida amiga, había sido abandonada sin motivo por él, en el momento en que ella pensaba en él, y que en vez de venganza le había dispensado nuevos favores. Así es que su nombre, en lugar de presentarse a su imaginación con el acento de la reconvención, había resonado en su oído con la halagüeña dulzura de un favor casi real. Es cierto que este favor había llegado en mala ocasión, en una ocasión en que, de seguro, habría preferido una desgracia; pero, ¿ésta era falta de Nanón? Nanón no había visto en este cometido cerca de Su Majestad otra cosa que un engrandecimiento de fortuna y consideración para el hombre en quien incesantemente pensaba.
Canolles entraba en sí mismo con ingenuidad, y no con la mala fe de los acusados, a quienes se obliga hacer una confesión general. ¿Qué le había hecho Nanón para que él la abandonase? ¿Qué había en la señora de Cambes para que la siguiese? ¿Qué tenía, pues, de magnífico y deseable el caballerito de la posada del «Becerro de Oro»? ¿La señora de Cambes llevaba alguna ventaja que la hiciese triunfar de Nanón? ¿Tanto aventajan unos cabellos rubios a unos negros, que obliguen a ser perjuro e ingrato a un hombre, y a más hacerle traidor y desleal a su rey, sólo con el fin de cambiar aquellas trenzas negras por otras rubias? Y no obstante, ¡oh miseria de la organización humana! El barón hacía todas estas reflexiones llenas de sentido, como se ve, pero no se persuadía.
El corazón encierra multitud de misterios, parecidos a éstos que constituyen la felicidad de los amantes y la desesperación de los filósofos.
Esto no impedía al barón reconvenirse a sí mismo y acusarse en alto grado.
—Voy a ser castigado, decía para sí, pensando que el castigo destruye la falta; voy a ser castigado, ¡tanto mejor! ¡Allá abajo habrá algún buen capitán áspero, insolente, brutal, que me leerá, con la importancia de carcelero jefe, una orden de Mazarino; me indicará con el dedo el fondo de un subterráneo, y me mandará a que me pudra a quince pies debajo de la tierra, en compañía de las ratas y los sapos, cuando habría podido vivir al aire libre, florecer al sol en los brazos de una mujer que me amaba, y a quien he amado y a quien tal vez amo aún!
¡Maldito vizconde, bah! ¿Por qué encubrías a una vizcondesa tan linda? ¡Sí, muy linda! ¿Pero hay en el mundo una vizcondesa que valga lo que ésa me va a costar?
Porque no estriba todo en el gobernador, y el calabozo a quince pies debajo de la tierra. Si se me cree traidor, no dejarán las cosas a medio aclarar; se me averiguará la vida sobre mi estancia en Chantilly, que a la verdad, no pagaría lo suficiente si hubiese sacado más partido; pero que sólo me ha producido tres besos en la mano, ni más ni menos. ¡Bruto de mí, que teniendo la fuerza en mi mano y pudiendo abusar no he usado de ella! ¿Cabecilla infeliz, como dice Mazarino, que siendo traidor no me hago pagar mi traición? ¿Y quién me la pagará ahora?
Y Canolles se encogió de hombros, respondiendo con desprecio a su propio pensamiento.
El hombre de los ojos redondos, que por mucho que viese no podía comprender nada de aquella pantomima, le miraba asombrado.
Si se me pregunta —continuó el barón—, no responderé a la verdad, ¿qué voy a responder? ¿Que no quería al señor de Mazarino? Entonces no debía haberle servido. ¿Qué amaba a la señora de Cambes? ¡Ésta no es una razón para una reina y un primer ministro! No responderé nada. Pero los jueces son personas muy susceptibles, y cuando preguntan quieren que se les conteste, y además hay tormentos brutales en las cárceles de provincia; me romperán estas piernecitas que tanto me envanecían, y se me enviará de nuevo dislocado a hacer compañía a mis ratas y mis sapos. Quedaré zambo para toda mi vida, como el príncipe de Conti… tan feo… y esto suponiendo que me cubra con sus alas la clemencia de Su Majestad, lo que no hará.
Además del gobernador, las ratas, los sapos y los tormentos, había también patíbulos en que se decapitaba a los rebeldes, vigas donde se colgaban a los traidores, y ciertas plazas de armas para fusilar a los desertores. Pero todo esto no era nada para un buen mozo como Canolles, en comparación a llevar las piernas zambas.
Resolvióse, pues, a hacer de tripas corazón y a preguntar a su compañero de viaje acerca de esto.
Los ojos redondos, la nariz de águila y el gesto encapotado de aquel personaje, no animaban mucho al prisionero para entablar un diálogo. Sin embargo, como por antipática que sea su fisonomía, es imposible que deje de haber algún momento en que no se desvanezca algún tanto su ceño, Canolles aprovechó un segundo en que un mohín parecido a una sonrisa, apareció en el semblante del oficial subalterno que le hacía la guardia de un modo tan exacto, y le dijo:
—¿Caballero?
—Caballero… —repuso el subalterno—. Dispensad si interrumpo vuestras reflexiones.
—No hay de qué, caballero; yo no reflexiono nunca.
—¡Ah, diablos, pues estáis dotado de una feliz organización!
—Sí; no tengo de qué quejarme.
—No me pasa eso a mí; pues tengo mucho en qué pensar.
—¿Por qué, caballero?
—Porque se me arrebata así, en el momento en que menos lo pensaba, para conducirme no sé dónde.
—Sí, lo sabéis, caballero, porque se os ha dicho.
—Es verdad. Vamos a San Jorge, ¿no es así?
—Ciertamente.
—¿Creéis que estaré allí mucho tiempo?
—No sé, caballero; mas según me habéis sido recomendado, creo que sí.
—¡Ah! ¿Y es muy fea la isla de San Jorge?
—¿No conocéis la fortaleza?
—Por dentro, no; jamás he penetrado en ella.
—Pues no es muy hermosa, no, fuera de las habitaciones del gobernador, que acaban de reedificar, y que son muy alegres, a lo que parece, lo demás del edificio es una estancia bastante triste.
—Bien.
—¿Y pensáis que se me interrogue?
—Ésa es la costumbre.
—¿Y si no respondo?
—¿Si no respondéis?
—Sí.
—¡Diablos! En ese caso, ya sabéis que hay el tormento.
—¿El ordinario?
—Ordinario o extraordinario; eso es según la acusación… ¿De qué se os acusa, caballero?
—Recelo —dijo el barón—, que de crimen de Estado.
—¡Ah! En ese caso gozaréis del tormento extraordinario… Diez pucheros…
—¿Cómo diez pucheros?
—Sí.
—¿Qué queréis decir?
—Digo que os darán diez azumbres de agua caliente.
—¿Está el agua vigente en la isla de San Jorge?
—¡Oh, yo lo creo! Sobre el Garona, ya veis.
—Tenéis razón; como está a la mano… ¿Y cuántos cántaros hacen diez azumbres?
—Tres cántaros, o tres y medio.
—Me hincharé.
—Un poco. Pero si tenéis la precaución de aveniros con el carcelero…
—¿Y bien?
—Todo podréis componerlo.
—¿Y en qué consiste, si queréis decírmelo, el servicio que puede prestarme el carcelero?
—Puede haceros beber aceite.
—¿Y el aceite es un específico?
—¡Soberbio! Caballero.
—¿Lo creéis así?
—Hablo por experiencia.
—¡Cómo! ¿Vos habéis bebido?
—No. Quiero decir que he visto beberlo; que viene a ser lo mismo, con corta diferencia.
—Tenéis razón —dijo el barón, no pudiendo menos de sonreír a pesar de lo grave de la conversación—. Conque decía que habéis visto…
—Sí, señor, he visto a un hombre beberse las diez azumbres con una gran facilidad, merced al aceite, que había preparado convenientemente las vías. Es verdad que se hinchó, como es costumbre; pero con un buen fuego, se le hizo deshinchar sin graves averías. Esto es lo esencial de la segunda parte de la operación. Retened bien estas dos palabras, calentar, sin quemar.
—Comprendo —dijo el barón—. ¿Habéis sido tal vez ejecutor de altas obras?
—¡No, señor! —replicó su interlocutor con una modestia llena de urbanidad.
—¿Ayudante, quizás?
—No, señor; aficionado, nada más.
—¡Ah, ya! Y el señor aficionado se llama…
—Barrabás.
—Hermoso nombre, nombre antiguo, ventajosamente conocido en las Escrituras.
—En la Pasión, caballero.
—Eso es lo que quise decir; pero he usado por costumbre de otra locución.
—¡Hola! Preferís las Escrituras; ¿según eso sois hugonote?
—Sí; aunque hugonote, demasiado ignorante… ¿Creeréis que apenas sé tres mil versículos de los salmos?
—En efecto, es bien poco.
—La música se me pegaba más… Muchos de mi familia han sido ahorcados y quemados.
—Yo espero que tal suerte no estará reservada para vos.
—No sé, porque hoy se tolera mucho más. A todo tirar, me sumergirán en el río.
Barrabás soltó a reír.
El corazón del barón se estremeció de alegría, pues había conquistado a su guarda.
En efecto, si su carcelero interino llegaba a serlo permanente, tenía ya todas las probabilidades de obtener el aceite; así, pues, resolvió seguir la conversación desde el punto en que había quedado.
—Señor Barrabás —dijo—, ¿y estamos destinados a separarnos pronto, o tendré el honor de continuar gozando vuestra compañía?
—No, señor. Llegando a la isla de San Jorge tendré el gran pesar de dejaros, pues tengo precisión de volver a mi compañía.
—¡Hola, bien! ¡Pertenecéis a una compañía de arqueros!
—No, señor; a una compañía de soldados.
—¿Alzada por el ministro?
—No, señor; por el capitán Cauviñac, aquel mismo que tuvo el honor de arrestaros.
—¿Y servís al rey?
—Me parece que sí.
—¿Qué diablos decís? ¿Pues qué no estáis seguro?
—¿Quién tiene seguridad de nada en este mundo?
—Entonces, si dudáis, deberíais para fijar vuestra suerte hacer una cosa.
—¿Cuál?
—Dejarme marchar.
—No puede ser.
—Os advierto que pagaré cumplidamente vuestra competencia.
—¿Con qué?
—¡Con dinero, pardiez!
—No lo tenéis.
—¿Cómo que no lo tengo?
—Sacadlo a ver.
Canolles registró vivamente sus bolsillos.
—En efecto —dijo— ha desaparecido mi bolsa. ¿Quién me la ha cogido?
—Yo, señor —respondió Barrabás saludándole respetuosamente…
—¿Y con qué objeto?
—Con el de que no pudieseis corromperme.
Canolles, estupefacto, miró al digno ministro con admiración, y habiéndole parecido incontestable el argumento, no replicó ni una palabra.
De aquí resultó que habiendo recaído los viajeros en su primitivo silencio, siguió la marcha hacia su fin, con el mismo aspecto triste que había empezado.