XXV
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El convite
El día siguiente de haber entrado en Burdeos la señora princesa, había gran convite en la isla de San Jorge.
Canolles había invitado a su mesa a los principales de la guarnición y a los demás gobernadores de plaza de la provincia.
A las dos de la tarde, hora prefijada para que empezase la comida, se hallaba Canolles rodeado de una docena de caballeros, que a la mayor parte de ellos veía por primera vez, y los cuales refiriendo el gran acontecimiento del día anterior, se divertían a costa de las damas que acompañaban a la princesa, pareciéndose poco a gentes próximas a entrar en campaña, y a quienes están confiados los intereses más serios del reino.
Canolles, radiante y majestuoso bajo su traje dorado, animaba aun este regocijo con un ejemplo. Iba a servirse la comida.
—Señores —dijo el barón—, disimulad, pero nos falta un convidado.
—¿Quién? —preguntaron los jóvenes mirándose entre sí.
—¡El gobernador de Vayres! A quien he escrito, aunque no conozco, y que precisamente por esto tiene derecho a cierta consideración. Espero por consiguiente que tengáis la bondad de acordarme una prórroga de media hora.
—¡El gobernador de Vayres! —dijo un oficial antiguo, habituado sin duda a la exactitud militar—, y a quien esta tardanza le hizo arrancar un suspiro, ¡el gobernador de Vayres! Mas esperad; si no me equivoco, es el marqués de Bernay; pero no administra, tiene un lugarteniente.
—Entonces —dijo Canolles—, no vendrá, y en tal caso mandará a su lugarteniente. En cuanto a él, sin duda está en la corte, centro del favor.
—Pero, barón —dijo uno de los circunstantes—, me parece que no hace falta estar en la corte para entender.
—Yo conozco a un comandante que no tiene por qué quejarse. ¡Cáspita! ¡En tres meses capitán, teniente coronel y gobernador de la isla de San Jorge! Ésta es una bonita carrera, no lo negaréis.
—Lo confieso —repuso Canolles abochornado—. Y como ignoro a qué atribuir semejantes favores, preciso me es creer, en verdad, que hay en mi casa algún genio benéfico para hacerla prosperar de este modo.
—Conocemos el genio bienhechor del señor gobernador —dijo inclinándose el teniente que introdujo al barón en la fortaleza, y no es otro que su mérito.
—No niego el mérito, al contrario —respondió otro oficial—, soy el primero en reconocerlo. Pero a ese mérito debe añadirse la recomendación de cierta señora, la más espiritual, la más bienhechora y amable de Francia, se entiende, después de la reina.
—Fuera equívocos, conde —repuso Canolles sonriendo al nuevo interlocutor—. Si tenéis secretos vuestros, guardadlos para vos; si los tenéis de vuestros amigos, guardadlos para ellos.
—Confieso —contestó el oficial—, que al oír hablar de tardanza, creí se nos iba a demandar perdón en obsequio a algún esplendente tocado. Ahora veo que me engañé.
—¿Y comeremos sin señoras? —preguntó otro.
—¡Oh! A no ser que convide a la princesa y su séquito —dijo el barón—, no veo que podamos reunir a otras. Pero no olvidemos, señores, que nuestra comida es una comida seria; y si nos place hablar de negocios, no importunaremos más que a nosotros mismos.
—Bien dicho, comandante; aunque en verdad, si fijamos la atención, las mujeres levantan en este momento una verdadera cruzada contra vuestra autoridad: si no téngase presente lo que decía delante de mí el señor cardenal a don Luis de Haro.
—¿Qué decía? —preguntó el barón.
—¡Vosotros sois felices! En España las mujeres no se ocupan más que de dinero, coquetería y galanes, al paso que las de Francia no admiten ahora un amante sin haberle examinado antes sobre cuestión política; de tal modo —añadió con acento desesperado—, que las citas amorosas se pasan hoy tratando seriamente de asuntos del gobierno.
—Por eso —dijo el barón—, la guerra que hoy hacemos se llama la guerra de las mujeres; lo que no deja de ser para nosotros lisonjero.
En este momento, habiendo transcurrido la media hora de prórroga solicitada por Canolles, se abrió la puerta, y apareciendo en ella un criado, anunció que el señor gobernador estaba servido.
El barón invitó a los convidados para que le siguiesen; pero al echar a andar, resonó en la sala otro anuncio.
—¡El señor gobernador de Vayres!
—¡Ah! —dijo Canolles—, ese tratamiento le adula.
Y dio un paso para salir al encuentro del colega que le era desconocido; pero de pronto retrocedió sorprendido y exclamando:
—¡Richón…! ¡Richón, gobernador de Vayres!
—El mismo, querido barón —contestó Richón conservando, a pesar de su afabilidad, al aspecto grave que le era habitual.
—¡Ah, tanto mejor, mil veces mejor! —dijo el barón apretándole cordialmente la mano—. Caballeros —añadió—, vosotros no conocéis al señor, pero yo le conozco, y digo sin embozo que no era posible confiarse un empleo de importancia a un hombre más honrado.
Richón tendió a su alrededor una mirada altiva, como la del águila que escucha; y no viendo en todos los semblantes más que una ligera sorpresa, modulada por mucha parte de benevolencia, dijo:
—Mi querido barón, ya que habéis respondido de mí tan satisfactoriamente, hacedme el gusto de presentarme a estos señores a los que aún no tengo el honor de conocer.
Y al mismo tiempo indicó con la vista a tres o cuatro caballeros, para quienes en efecto era enteramente desconocido.
Entonces se efectuó ese cambio recíproco de elevadas cortesías, que daban un carácter tan noble y amistoso a la vez a todas las relaciones de aquella época. Al cabo de un cuarto de hora, ya era Richón amigo de todos aquellos jóvenes oficiales y podía exigir de cada uno de ellos la espada y la bolsa. Su garantía era su bien conocido valor, su reputación sin tacha y su nobleza escrita en sus ojos.
—¡Pardiez, señores! —dijo el comandante de Braunes—, preciso es confesar que aunque hombre de iglesia, el señor de Mazarino es perito en hombres de guerra, y de algún tiempo a esta parte está haciendo las cosas con acierto. Él ha previsto la guerra y escoge sus gobernadores: Canolles aquí, Richón en Vayres.
—¿Llegará el caso de batirse? —preguntó Richón con indiferencia.
—¡Que si llegará el caso de batirse! —contestó un joven que acababa de llegar directamente de la corte.
—¿Vos preguntáis eso, señor Richón?
—Sí.
—Y yo os preguntaría: ¿en qué estado se encuentran vuestros baluartes?
—Casi nuevos, caballeros; porque en tres días que estoy en la plaza, he hecho practicar más reparos de los que se habían hecho en tres años.
—Pues bien, no tardarán mucho en estrenarse —repuso el joven.
—Tanto mejor —dijo Richón—. ¿Qué pueden desear los militares sino la guerra?
—Bueno —dijo el barón—. El rey puede dormir a pierna suelta, pues tiene enfrenados a los Burdeleses con sus dos ríos.
—El hecho es —contestó Richón—, que quien me ha puesto allí puede contar conmigo.
—¿Y desde cuándo decís que estáis en Vayres?
—Desde hace tres días. Y vos, barón, ¿cuánto tiempo hace que estáis en San Jorge?
—Ocho. ¿Se os ha recibido como a mí, Richón?
—Mi entrada ha sido magnífica; y en verdad que no he dado suficientemente las gracias a estos señores. He tenido campanas, tambores, vivas; no han faltado más que salvas, pero me las prometen dentro de pocos días, y esto me consuela.
—Muy bien. Pero ved ahí la diferencia que ha habido entre nosotros dos; mi entrada ha sido tan modesta, como la vuestra suntuosa. Yo tenía orden de introducir en la plaza cien hombres del regimiento de Turena, y no sabía cómo hacerlo, cuando me llegó mi despacho a San Pedro, en donde me hallaba, firmado por el señor de Epernón.
Enseguida me puse en marcha, entregué mi pliego al teniente-gobernador, y tomé posesión de mi destino sin ruido, y allí estoy. El barón, que al principio reía, sintió al acento con que estas últimas palabras fueron pronunciadas, oprimírsele el corazón bajo el peso de un presentimiento siniestro.
—¿Y ocupáis ya vuestra casa? —preguntó a Richón.
—Trato de arreglarla antes —repuso éste tranquilamente.
—¿Y cuánta gente tenéis?
—En primer lugar, los cien hombres del regimiento de Turena, veteranos de Rocroy, con que puede contarse; además, una compañía que estoy organizando en la ciudad, y que instruyo a medida que los alistados me buscan. Son labradores, jóvenes, obreros, y entre todos componen unos doscientos hombres; y por último, espero un refuerzo de cincuenta hombres, levantados por un capitán del país.
—¿El capitán Ramblay? —preguntó uno de los convidados.
—No, el capitán Cauviñac.
—No conozco a ese capitán —dijeron varias voces.
—Yo le conozco —dijo el barón.
—Eso prueba de que es realista.
—No diré yo otro tanto. Sin embargo, tengo motivos para creer que el capitán Cauviñac es hechura del señor de Epernón, y que es fiel partidario del duque.
—En tal caso, eso corrobora lo que he dicho. El que es fiel al duque, lo es a Su Majestad.
—Eso es cierto, batidor de la vanguardia real —dijo el antiguo oficial, que recobraba en la mesa el tiempo perdido en esperar—. En ese sentido he oído hablar de él.
—¿Está en marcha acaso Su Majestad? —preguntó Richón con su ordinaria calma.
—A estas horas —contestó el joven que había venido de la corte— debe hallarse el rey en Blois por lo menos.
—¿Estáis seguro?…
—Segurísimo. El ejército será mandado por el mariscal de La Meilleraye, que debe reunirse por estas cercanías con el duque de Epernón.
—¿En San Jorge tal vez? —dijo el barón.
—O acaso en Vayres —dijo Richón—. El señor de La Meilleraye viene de Bretaña, y Vayres está sobre su camino.
—El que resista el choque de los dos ejércitos, no debe sacar muy bien libradas sus fortificaciones —dijo el gobernador de Braunes—. El señor de La Meilleraye trae treinta piezas de artillería, y el señor de Epernón veinte y cinco.
—Será un fuego digno de ver —dijo el barón—. Por desgracia, no le veremos nosotros.
—¡Ah! —dijo Richón—, a no ser que alguno de nosotros se declare por los príncipes.
—Sí; pero el barón está siempre seguro de ver un fuego cualquiera. Si se declara por los príncipes, verá el de los señores de La Meilleraye y de Epernón, si permanece fiel a Su Majestad, verá el de los Burdeleses.
—¡Oh! En cuanto a esos últimos —contestó el barón—, los creo poco temibles, y confieso que me avergüenza un poco no tener que habérmelas más que con ellos. Por desgracia, yo soy de Su Majestad en cuerpo y alma, y fuerza me será contentarme con una guerra de ciudadanos.
—Guerra que os harán; vivid tranquilo —dijo Richón.
—¿Tenéis algunas probabilidades de eso? —preguntó el barón.
—Tengo más que probabilidades, convicciones. El consejo de los ciudadanos ha resuelto tomar ante todo la isla de San Jorge.
—Bien, que vengan, los espero.
Aquí llegaba la conversación, y acababan de traer los postres, cuando de pronto se oyeron redobles de caja en las puertas de la fortaleza.
—¿Qué significa eso? —preguntó Canolles.
—¡Ah, pardiez! —exclamó el joven oficial que había dado noticias de la corte—; sería gracioso que se os atacase en este momento, querido Canolles. ¡Magnífica sobremesa, un asalto y una escalada!
—Lléveme el diablo si no tiene todas las apariencias de eso —dijo el antiguo oficial—; esos miserables paisanos no tienen más placer que incomodar a la hora de comer.
—Cuando yo estaba en las avanzadas de Charentón, en tiempo de la guerra de París, jamás podíamos desayunarnos ni comer tranquilos.
El barón llamó, y entró el soldado de plantón que había en la antesala.
—¿Qué sucede? —preguntó el barón.
—Nada se sabe aún, señor gobernador. Debe ser sin duda algún mensajero del rey o de la ciudad.
—Informaos y venid a darme aviso.
El soldado salió corriendo.
—A la mesa, señores —dijo Canolles a sus convidados—, la mayor parte de los cuales se habían levantado, tiempo habrá de dejarla cuando nos llame el cañón.
Todos los convidados volvieron a sentarse riendo. Tan sólo Richón, por cuyo semblante había pasado un viso de inquietud, permaneció agitado con los ojos fijos en la puerta, esperando la vuelta del soldado. Pero en vez de éste se presentó un oficial con la espada desnuda, diciendo:
—Señor gobernador, un parlamentario.
—¡Un parlamentario! ¿De parte de quién?
—De parte de los príncipes.
—¿De dónde viene?
—De Burdeos.
—¡De Burdeos! —repitieron todos los convidados, excepto Richón.
—¡Cómo! —dijo el viejo oficial—, ¿está acaso declarada seriamente la guerra para que envíen parlamentarios?
Canolles reflexionó un momento, durante el cual su semblante, risueño diez minutos antes, tomó toda la gravedad que exigían las circunstancias.
—Señores —dijo—, lo primero de todo es el deber. Probablemente me espera una cuestión difícil de resolver con el enviado de los señores Burdeleses. Ignoro cuánto tardaré en volver a vuestro lado…
—¡No, no! —dijeron los convidados en coro—. Por el contrario, es necesario despedimos, comandante; lo que os sucede, es para nosotros un aviso al mismo tiempo para volver a nuestros puestos respectivos… Por consiguiente, importa que nos separemos en este mismo instante.
—Señores, no me tocaba a mi haceros esa proposición; pero ya que me la hacéis, preciso me es confesar que es lo más prudente, y acepto… Los caballos y equipajes de estos señores —dijo Canolles.
Casi en el mismo instante, rápidos en sus movimientos cual si ya se encontrasen en el campo de batalla, los convidados montaron sus caballos o subieron a sus carruajes y seguidos de su escolta se alejaban en la dirección de sus residencias respectivas. Richón quedó el último.
—Barón —dijo a Canolles cuando estuvieron solos—, no he querido dejaros en el acto como los demás, porque nuestro conocimiento data de más tiempo que el de ellos. —Adiós, pues; dadme ahora vuestra mano, y buena suerte.
El barón dio su mano a Richón, mirándole fijamente y diciendo:
—Richón, yo os conozco, alguna cosa os pasa, que no queréis decir, porque acaso no es secreto vuestro. Sin embargo, estáis conmovido, y cuando un hombre de vuestro temple se conmueve, no es por poco.
—¿No vamos a separarnos? —dijo Richón.
—También íbamos a separarnos cuando nos despedimos uno de otro en la posada del «Becerro de Oro», y no obstante estabais tranquilo.
Richón se sonrió tristemente.
—Barón, tengo un presentimiento de que no nos volveremos a ver más.
Canolles se estremeció; tal era la profunda melancolía que exprimía la voz, ordinariamente firme, del partidario aventurero.
—Y bien —repuso aquél—, si no volvemos a vernos, Richón, será que habrá muerto uno de los dos… muerto como valiente; y en tal caso, el que sucumba, al menos estará seguro al morir de sobrevivir en el corazón de un amigo. ¡Abracémonos, Richón! Vos me habéis dicho: buena suerte; yo os diré: ¡Valor!
Los dos jóvenes se abrazaron y sus nobles corazones permanecieron apoyados por algún tiempo el uno sobre el otro.
Al separarse, Richón enjugó una lágrima, la única quizás que hasta entonces habría oscurecido su atrevida mirada; y cual si temiese que el barón viese aquella lágrima, se precipitó fuera de la estancia, avergonzado sin duda de haber dado a un hombre, cuyo valor conocía, semejante muestra de debilidad.