XVI
XVI
El falso exento y el fingido colector
—Ahora, señor Barrabás —dijo Cauviñac—, ¿lleváis en vuestra maleta algún vestido un poco menos lujoso que el puesto, y que os dé el aire de empleado de impuestos y resguardos?
—Tengo el del colector, que sabéis tenemos…
—¡Bien, muy bien! ¿Y tenéis su nombramiento?
—El teniente Ferguzón me había dicho que no se extraviase, y lo he guardado con mucho cuidado.
—El teniente Ferguzón es el hombre más previsor que conozco. ¡Ea! Vestíos de colector y tomad ese nombramiento.
Barrabás salió, y al cabo de diez minutos volvió completamente transformado. Encontró a Cauviñac vestido de negro, que se parecía, a no dudarlo, a un empleado de justicia.
Ambos se encaminaron a casa del procurador. Maese Rabodín habitaba en un tercer piso en el fondo de un departamento, que se componía de una antesala, un despacho y un gabinete, sin duda habría otras piezas; pero como éstas no se abrían a los clientes, no hablaremos de ellas.
Cauviñac atravesó la antesala, dejó a Barrabás en el despacho, echó al pasar una mirada apreciadora sobre los dos escribientes, que estaban al parecer ocupados en garrapatear, y pasó a su sancta sanctorum.
Maese Rabodín estaba sentado ante un bufete tan lleno de legajos, que el digno procurador parecía que estaba encerrado bajo las sumarias, expedientes y autos.
Era éste un hombre alto, seco y amarillo; llevaba un vestido negro pegado a sus enjutos miembros, como la piel de la anguila va unida a su cuerpo. Al sentir el ruido de los pasos de Cauviñac, enderezó su largo tronco encorvado, levantando la cabeza que entonces sobrepujó al baluarte de papeles que le rodeaba. Brillaban tanto los ojillos del procurador con un reflejo sombrío de avaricia y codicia, que Cauviñac creyó por un instante haber encontrado al basilisco animal que los sabios modernos miran como fabuloso.
—Caballero —dijo Cauviñac—, dispensad si me presento así en vuestro aposento sin anunciarme —pero añadió sonriendo del modo más atractivo—; éste es un privilegio de mi cargo.
—Un privilegio de vuestro cargo —dijo Maese Rabodín.
—¿Y tendréis la bondad de decirme cuál es vuestro cargo?
—Soy exento de Su Majestad.
—¿Exento de Su Majestad?
—Tengo ese honor.
—Caballero, no os comprendo.
—Vais a comprenderme. ¿Conocéis a Maese Biscarrós, no es cierto?
—Es verdad que lo conozco; es mi cliente.
—¿Qué pensáis de él? Si no lo tenéis a mal.
—¿Qué pienso?
—Sí.
—¡Pienso… pienso… psí! Que es un hombre muy guapo.
—Pues bien, caballero, estáis equivocado.
—¿Conque estoy equivocado?
—Vuestro hombre guapo es un rebelde.
—¡Cómo, un rebelde!
—Sí, señor; un rebelde que se estaba aprovechando de la posición aislada de su posada para constituirla en foco de conspiración.
—¡De veras!
—Que se había comprometido a envenenar al rey, a la reina y al señor de Mazarino, si por acaso parasen en su posada.
—¡De veras!
—Y a quien acabo de prender y conducir a las cárceles de Liburnio, por la prevención de un crimen de esa majestad.
—Caballero, me sofocáis —dijo Maese Rabodín apoyándose de espadas en un sillón.
—Hay más, caballero —continuó el supuesto exento—, y es que os halláis comprometido en este negocio.
—¿Yo, señor? —exclamó el procurador pasando de amarillo-limón a verde-manzana—; ¡yo comprometido! ¿Y cómo es eso?
—Vos tenéis una suma, que el infame Biscarrós destinaba al pago de una armada rebelde.
—Es cierto, caballero, que he recibido por él…
—Una suma de cuatro mil libras; se le ha dado la tortura de los borceguíes, y a la octava punta ha confesado el miserable que esa suma debía hallarse en vuestro poder.
—Lo está efectivamente, pero no hace más que un momento que la tengo.
—¡Tanto peor, caballero, tanto peor!
—¿Por qué es peor?
—Porque voy a verme en la precisión de asegurar vuestra persona.
—¿Mi persona?
—Sin duda. El auto de acusación os designa como cómplice.
El procurador pasó de verde-manzana a verde-botella.
—¡Ah! Si no hubieseis recibido esa suma —continuó Cauviñac—, sería otra cosa; pero vos confesáis que la habéis recibido, y ya conocéis que esto es un instrumento de convicción.
—Caballero, y si estoy pronto a entregarla, si os la doy ahora mismo, si declaro que no tengo ninguna relación con el miserable Biscarrós, si le desmiento…
—No por eso dejarán de pesar sobre vos graves sospechas. Sin embargo, debo deciros que la inmediata devolución del dinero…
—Sí, señor, ahora mismo —exclamó Maese Rabodín.
—Todavía está el dinero, ahí en el talego en que se me ha mandado; no he hecho más que examinar la suma, nada más.
—¿Y es exacta?
—Contadla vos mismo, señor; contadla vos mismo.
—No, de ningún modo; yo no tengo facultad para tocar al dinero de Su Majestad. Pero viene conmigo el recaudador de Liburnio, que se le ha ordenado me acompañe para entenderse de las diferentes sumas que el infame Biscarrós diseminaba de este modo para reunirlas en caso necesario.
—En efecto, me había encargado, que así que recibiese esas cuatro mil libras, se las hiciese remitir sin dilatación.
—Lo veis, sin duda sabe ya que la princesa se ha fugado de Chantilly con dirección a Burdeos, y el miserable reunía todos esos recursos para hacerse jefe de partido.
—¿Y vos no sospechabais nada?
—Nada, señor; nada.
—¿Nadie os había avisado?
—Nadie.
—¿Cómo tenéis atrevimiento de decir eso? —exclamó Cauviñac extendiendo el dedo hacia la carta del paisano, que había quedado abierta entre otros varios papeles sobre el bufete de Maese Rabodín—. ¿Cómo decís eso, cuando vos mismo me suministráis la prueba en contrario?
—¿Cómo la prueba?
—¡Válgame Dios! Leed.
Rabodín leyó con voz trémula:
«Maese Rabodín, os remito las cuatro mil libras de costas e intereses en que he sido condenado contra Maese Biscarrós, que sospecho hará de ellas un uso culpable».
—¡Un uso culpable! —repitió Cauviñac—, ya veis que la horrible conducta de vuestro cliente se ha extendido hasta aquí.
—¡Caballero, estoy aterrado! —dijo el procurador.
—No debo ocultaros, caballero —dijo Cauviñac—, que mis órdenes son severas.
—Os juro que soy inocente.
—¡Pardiez! Lo mismo decía Biscarrós antes de aplicarle la tortura; pero al quinto clavo cambió de lenguaje.
—Os digo, caballero, que estoy dispuesto a entregaros el dinero. Vedle ahí, tomadle, pues ya me pincha.
—Hagamos las cosas en regla —dijo Cauviñac—. Ya os he dicho que no tengo facultad para tocar el dinero del rey.
Y dirigiéndose entonces hacia la puerta, dijo:
—Venid, señor recaudador; cada cual a su oficio.
Barrabás entró.
—El señor lo confiesa todo —continuó Cauviñac.
—¡Cómo que lo confieso todo! —exclamó el procurador.
—Sí; vos habéis confesado que estabais en correspondencia con Biscarrós.
—Señor, yo no he recibido nunca más que dos cartas suyas, y no le he escrito más que una.
—El señor confiesa que tiene fondos pertenecientes al acusado.
—Ahí están, señor. Jamás he recibido por cuenta suya más que esas cuatro mil libras, que estoy pronto a entregaros.
—Señor colector —dijo Cauviñac—, justificad vuestra identidad por medio de vuestro despacho; contad ese dinero, y dad un recibo de él en nombre de Su Majestad.
Barrabás tendió su nombramiento al procurador, que le rechazó con la mano, temiendo hacerle una injuria leyéndolo.
—Ahora —dijo Cauviñac—, mientras que Barrabás, temeroso de equivocarse, contaba el dinero; ahora es menester seguirme.
—¿Seguiros?
—Sin duda. ¿No os he dicho que sois sospechoso?
—¡Pero, señor! Os juro no tiene Su Majestad un servidor más leal que yo.
—Nada hay más fácil que afirmar, vos mejor que nadie lo sabéis, señor procurador; y en justicia no basta con la afirmación del presunto reo, se necesitan pruebas.
—Pruebas, las daré.
—¿Cuáles?
—Toda mi vida pasada.
—Eso no es bastante; es menester una garantía para lo futuro.
—Indicadme lo que sea preciso, y lo haré.
—Hay un excelente medio de probar de manera incontestable vuestra lealtad al rey.
—¿Cuál?
—En este momento se encuentra en Orléans un capitán amigo mío, que forma una compañía para el rey.
—¿Y bien?
—Deberíais alistaros es esa compañía.
—¿Yo, caballero? ¡Un procurador!…
—El rey tiene mucha necesidad de procuradores, caballero, porque sus negocios andan muy embrollados.
—Lo haría con mucho gusto, señor; pero ¿y mi despacho?
—Vuestros oficiales le desempeñarán.
—¡Es imposible! ¿Y las firmas?
—Disimulad, señor, si me mezclo en la conversación —dijo Barrabás.
—¿Cómo? —dijo el procurador—, hablad, caballero, hablad.
—Me parece que si en su lugar el señor, que haría un triste soldado…
—Sí señor, muy triste, tenéis razón —contestó el procurador.
—Si este caballero ofreciese a vuestro amigo, o mejor dicho al rey…
—¿Qué?, caballero; ¿qué puedo ofrecer al rey?
—Sus dos escribientes.
—Sin duda alguna —exclamó el procurador—; seguramente, y con mucho gusto. Que tome vuestro amigo los dos, se los doy; y que son dos mocitos dos claveles.
—El uno de ellos me parece un niño.
—¡Quince años, señor, quince años! Y una fiera prodigiosa para tirar de un tambor. Venid acá, Fricotín.
Cauviñac hizo una seña con la mano, para indicar que deseaba se dejase a Fricotín donde estaba.
—¡El otro! —continuó.
—Tiene diez y ocho años, cinco pies y seis pulgadas; es aspirante de portero en San Salvador, y por consiguiente, ya conoce el manejo de la alabarda. Venid acá, Chalumeau.
—Pero es horriblemente vizco, según me ha parecido —dijo Cauviñac haciendo una segunda seña igual a la primera.
—Tanto mejor, caballero, tanto mejor; así le pondréis centinela, y como estará al raso, verá a un mismo tiempo a derecha e izquierda, mientras que los demás no ven sino lo que tienen delante.
—Sí, es una ventaja, ya lo sé; pero bien comprendéis que el rey tiene mucho en qué pensar. Para pleitear a cañonazos hay más que hacer que para pleitear de palabras; el rey no puede encargarse del equipo de esos dos mocitos; hará bastante si cuida de su instrucción y de su sueldo.
—Caballero —dijo Maese Rabodín—, si no es necesario más que eso para probar mi fidelidad al rey… ¡vamos, haré un sacrificio!
Cauviñac y Barrabás cambiaron una mirada de inteligencia.
—¿Qué opináis, señor colector? —dijo Cauviñac.
—Pienso que el señor parece hombre de bien —repuso Barrabás.
—Y que por consiguiente es necesario tener con él alguna consideración. Dad al señor un recibo de quinientas libras.
—¡Quinientas libras!
—Un recibo, expresando ser dicha cantidad para el equipo de dos reclutas, que el celo de Maese Rabodín ofrece a los ejércitos de Su Majestad.
—Pero al menos, mediante este sacrificio, caballero, ¿podré quedar tranquilo?
—Sin duda.
—¿No se me inquietará?
—Así lo espero.
—¿Y si contra toda justicia se me persiguiese?
—Apelad a mi testimonio.
—¿Pero consentirán vuestros dos escribientes?
—Con mil amores.
—¿Estáis seguro?
—Sí, señor. Sin embargo, convendría no decirles…
—El honor que les espera, ¿no es eso?
—Sería lo más prudente.
—¿Y cómo haremos eso?
—Muy sencillamente; se los mando a vuestro amigo.
—¿Cómo se llama?
—El capitán Cauviñac.
—Se los mando a vuestro amigo el capitán Cauviñac con cualquier pretexto; aunque valdría más que fuese fuera de Orléans para evitar un escándalo.
—Sí, y para que no les dé el deseo a los orleaneses de azotaros con varas, como comandó hacer Camilo con aquel maestro de escuela de la antigüedad…
—Sí, los enviaré fuera de la ciudad.
—A la carretera de Orléans a Tours, por ejemplo.
—A la primera posada.
—Y allí se encontrarán con el capitán Cauviñac a la mesa, que les ofrecerá un vaso de vino proponiéndoles que brinden a la salud del rey; beban con entusiasmo, y catarlos ya hechos soldados.
—Perfectamente; ahora podéis llamarlos.
El procurador llamó a los dos jóvenes. Fricotín era un truhanzuelo de cuatro pies no cabales, vivo, despierto y fornido; Chalumeau era un simplón de cinco pies y seis pulgadas delgado como un hisopo y colorado como un rábano.
—Señores —dijo Cauviñac—, Maese Rabodín, vuestro procurador, os quiere encargar de una misión de confianza; quiere que mañana por la mañana vayáis a la primera venta que se encuentra en el camino de Orléans a Blois, a recoger un legajo de piezas relativas a un proceso formado por el capitán Cauviñac contra el señor de Larochefoucault; por este paseo os regalará Maese Rabodín veinte y cinco libras a cada uno.
Fricotín, mozo naturalmente crédulo, dio un salto de tres pies.
Chalumeau, cuyo carácter era desconfiado, miró a la vez a Cauviñac y al procurador con una expresión de duda, que le hacía tres veces más vizco de lo que era.
—Pero —dijo Maese Rabodín con viveza—, esperad un momento; yo no me he obligado a dar esas cincuenta libras.
—Maese Rabodín —continuó el falso exento—, se reintegrará de esa suma, con los honorarios del proceso entre el capitán Cauviñac y el duque de Larochefoucault.
Maese Rabodín bajó la cabeza, lo habían pillado en el garlito, y no había más recurso que pasar por ello o ir a la cárcel.
—Vamos —dijo el colector—; mirad cómo había previsto vuestros deseos.
Y le entregó un papel, en que había escrito estas líneas:
«He recibido de Maese Rabodín, fidelísmo súbdito de Su Majestad, a título de ofrenda voluntaria, la cantidad de quinientas libras para ayudarle en la guerra contra los príncipes».
—Si os parece —dijo Barrabás—, añadiré los dos escribientes en el recibo.
—No, no —dijo con viveza el procurador—. Está perfectamente así.
—A propósito —dijo Cauviñac a Maese Rabodín—, decid a Fricotín que lleve su tambor, y Chalumeau que se arme con su alabarda; esto menos habrá que comprar.
—¿Pero, bajo qué pretexto queréis que les haga este encargo?
—¡Pardiez! Bajo pretexto de distraerse por el camino.
Después de esto, el falso exento y el fingido colector se retiraron, dejando a Maese Rabodín completamente aturdido por el peligro que habría corrido, y muy contento de haberse salvado a tan poca costa.