XXXVIII
XXXVIII
El consejo de guerra
Richón fue conducido a Liburnio y presentado ante la reina, que le miró de arriba a abajo con arrogancia, ante el rey, que le quiso anonadar con una mirada feroz, y ante el señor de Mazarino, que le dijo:
—Habéis hecho un lindo juego, señor Richón.
—Y he perdido, ¿no es así, monseñor? Ahora falta saber lo que jugamos.
—Me temo que no hayáis jugado vuestra cabeza —repuso Mazarino.
—Que se avise al señor de Epernón que el rey quiere verle —dijo Ana de Austria—. En cuanto a ese hombre, que espere aquí su juicio.
Y retirándose con un altivo desdén, salió de la sala, dando la mano al rey, seguida de Mazarino y sus cortesanos.
El duque de Epernón había llegado, en efecto, hacía una hora; pero como viejo enamorado, su primera visita había sido para Nanón. En el centro de la Guiena había sabido la heroica defensa que Canolles había hecho en la isla de San Jorge; y como hombre lleno de confianza en su señora, cumplimentaba a Nanón por la conducta de su querido hermano, cuya fisonomía no obstante, resaltaba sencillez, y no anunciaba tanta nobleza ni tanto valor.
Nanón tenía otra cosa que hacer en vez de reírse interiormente de la prolongación del quid pro quo. Tratábase en este momento, no sólo de su propia felicidad, sino también de la libertad de su amante. Nanón amaba tan apasionadamente a Canolles, que no quería creer en la idea de una perfidia de parte suya, aunque esta idea se hubiese presentado con mucha frecuencia a su imaginación. En el interés que él había puesto para alejarla, no había visto ella más que una tierna solicitud, le creía prisionero por fuerza, le lloraba y aspiraba sólo al momento en que, merced al señor de Epernón, pudiese libertarle.
Así, por medio de diez cartas escritas al querido duque, había apresurado su vuelta con todo su poder.
Por fin había llegado, y Nanón le presentó su súplica con respecto a su pretendido hermano, que deseaba sacar lo más antes posible de manos de sus enemigos, o más bien de las de la vizcondesa de Cambes, porque ella creía que en realidad Canolles no corría otro peligro que el de enamorarse más y más de Clara.
Empero este peligro era para Nanón un peligro capital.
Así es que demandaba con las manos juntas al señor de Epernón la libertad de su hermano.
—Nunca más a tiempo —contestó el duque—. Ahora mismo acabo de saber que el gobernador de Vayres se ha dejado prender; por consiguiente se le canjeará por ese pobre Canolles.
—¡Oh! —exclamó Nanón—. Ved ahí una merced del cielo, querido duque.
—¿Queréis mucho a ese hermano, Nanón?
—¡Oh! Más que a mi vida.
—¡Qué cosa tan extraña! No haberme hablado jamás de él hasta aquel día famoso que tuve la imprudencia de…
—Conque, señor duque… —interrumpió Nanón.
—No hay más, envío el gobernador de Vayres a la princesa y ella nos remite a Canolles; cosa es que todos los días se hace en la guerra, es un canje puro y sencillo.
—Sí. ¿Pero la princesa no estimará en más al señor de Canolles que a un simple oficial?
—Y bien, en ese caso, en lugar de un oficial se le mandan dos o tres, ya se arreglará de modo que quedéis contenta. ¡Entendéis, hermosa mía! Y cuando vuestro bravo comandante de la isla de San Jorge entre en Liburnio, entonces le recibiremos en triunfo.
Nanón estaba muy distante de pensar en regocijos.
Entrar de nuevo en la posesión de Canolles, era el sueño ardiente de todas sus horas. En cuanto a lo que diría el duque de Epernón cuando viese lo que Canolles era, le inquietaba poco. Una vez puesto en libertad el barón, le diría que era su amante, lo repetiría en alta voz y delante de todo el mundo.
A esta altura estaban las cosas, cuando entró el mensajero de la reina.
—¿Veis? —dijo el duque—. Esto viene muy a tiempo, querida Nanón; voy a casa de Su Majestad y llevaré el cartel de canje.
—¿De suerte que mi hermano estará aquí?
—Tal vez mañana —dijo el duque.
—Id, pues —dijo Nanón—, y no perderáis un instante. ¡Oh! Mañana, mañana —añadió levantando los brazos al cielo con una expresión admirable de súplica—. Mañana, ¡Dios lo quiera!
—¡Oh, qué corazón! —murmuró el duque de Epernón al salir. Cuando el señor de Epernón entró en la sala de la reina, Ana de Austria, inflamada de cólera, se mordía sus gruesos labios, que eran la admiración de la corte, justamente porque eran el punto defectuoso de su semblante.
Así, pues, el duque de Epernón, hombre galante y habituado a la sonrisa de los demás, fue recibido como Burdelés sublevado. El señor de Epernón miró a la reina con admiración, ella no había contestado a su saludo, y con las cejas fruncidas le miraba con toda la altivez de su majestad real.
—¡Ah, ah! ¿Sois vos, señor duque? —le dijo al cabo, después de un momento de silencio—. Venid acá, quiero cumplimentaros por la manera que tenéis de elegir los empleos de vuestro mando.
—¿Qué he hecho, pues, señora? —preguntó el duque sorprendido—. ¿Qué ha ocurrido?
—Ha ocurrido, que habéis nombrado gobernador de Vayres a un hombre que se ha atrevido a disparar el cañón contra el rey. Nada más.
—¡Yo señora! —dijo el duque—. Pero ciertamente, Vuestra Majestad se halla en algún error. Yo no he nombrado al gobernador de Vayres… a lo menos que yo sepa.
El duque se contenía, porque su conciencia le reprochaba de no expedir él solo los nombramientos.
—¡Ah! ¡Eso es nuevo! —contestó la reina—. ¿El señor Richón, no ha sido nombrado por vos, tal vez?
Y marcó estas últimas palabras con una profunda malicia.
El señor de Epernón, conociendo el talento de Nanón para distribuir empleos a los hombres, tardó poco en tranquilizarse.
—No recuerdo haber nombrado a Richón —dijo—; pero si yo le he nombrado, el señor Richón debe ser un buen servidor del rey.
—¡A ver! —dijo la reina—. El señor Richón, según vos, es un buen servidor del rey. ¡Fuego! ¡Qué servidor, que en menos de tres días nos han muerto quinientos hombres!
—Señora —repuso el duque con inquietud—, si es así, debo confesar que he hecho mal. Pero antes de condenarme, permitidme obtener la prueba de que soy yo quien le ha nombrado. Y esa prueba voy a buscarla.
La reina hizo un movimiento para contener al duque, pero se contuvo y le dijo:
—Id. Y cuando me hayáis traído vuestra prueba, os daré yo la mía.
El duque de Epernón salió corriendo y no se detuvo hasta llegar a casa de Nanón.
—Y bien —le dijo ella—, ¿me traéis el cartel de canje, mi querido duque?
—¡Ah! ¡Sí, de eso se trata! —contestó el duque—. La reina está furiosa.
—¿Y de qué procede el furor de Su Majestad?
—De que o vos o yo hemos nombrado a Richón gobernador de Vayres, y de que ese gobernador, que se ha defendido como un león, a lo que parece, acaba de matarnos quinientos hombres.
—¡Richón! —dijo Nanón—. Yo no conozco ese nombre.
—Ni yo tampoco, así me lleve el diablo.
—En ese caso, decid resueltamente a la reina que se equivoca.
—Mirad no seáis vos la equivocada.
—Esperad, no quiero tener qué echarme en cara; voy a decíroslo.
Y Nanón pasó a su despacho, consultó su registro de negocios en la letra R, que estaba virgen de todo nombramiento dado a Richón.
—Podéis volver —dijo saliendo—, y decir resueltamente a la reina que está en un error.
El duque de Epernón se puso en un salto desde la casa de Nanón a la casa capitular.
—Señora —dijo entrando erguido en la habitación de la reina—, soy inocente del crimen que se me imputa. El nombramiento de Richón procede de los ministros de Vuestra Majestad.
—¿Según eso, mis ministros se firman de Epernón? —repuso con actitud la reina.
—¿Cómo es eso?
—Sin duda, puesto que ésta es la firma que hay al pie del nombramiento de Richón.
—Señora, es imposible —contestó el duque con el tono vacilante del hombre que empieza a dudar de sí mismo.
La reina se encogió de hombros.
—¡Imposible! —dijo—. Pues bien, leed.
Y le presentó un despacho que estaba en la mesa, y sobre el cual tenía puesta la mano.
El duque cogió el despacho, le recorrió con avidez, examinó cada pliegue del papel, cada palabra, cada letra, y quedó consternado. Un recuerdo terrible cruzó por su imaginación.
—¿Puedo ver a ese señor Richón? —preguntó.
—Nada hay más fácil —contestó la reina—. He hecho que esté en la sala inmediata para daros esta satisfacción.
Luego, volviéndose hacia los guardias que esperaban sus órdenes a la puerta, añadió:
—Que traigan a ese miserable.
Los guardias salieron, y un instante después fue conducido Richón con las manos atadas y la cabeza cubierta.
El señor de Epernón se encaminó hacia él, y fijó en el prisionero una mirada, que soportó éste con su dignidad habitual. Como tenía el sombrero puesto, uno de los guardias se lo tiró al suelo de un revés.
Este insulto no provocó el menor movimiento de parte de Richón.
—Ponedle una capa y una careta —dijo el duque—, y traedme una bujía encendida.
Obedecióse desde luego a los dos primeros preceptos.
La reina miraba con asombro estos preparativos singulares. El señor de Epernón daba vueltas en torno de Richón enmascarado, mirándole con la mayor atención y tratando de recorrer todos sus recuerdos con apariencias de duda.
—Traedme la bujía que he pedido —dijo—. Esta prueba fijará todas mis dudas.
Trajeron la bujía. El señor de Epernón acercó el despacho a la luz, y al calor de la llama apareció sobre el papel una cruz doble, trazada encima de la firma con una tinta simpática.
A su vista la frente del duque pareció despejarse, y exclamó:
—Señora, este despacho está firmado por mí, es cierto; pero no ha sido expedido ni para Richón ni para ningún otro. Me fue extraído por ese hombre casi con violencia; pero antes de librar esta carta blanca, había hecho en el papel una especie de contraseña, que Vuestra Majestad puede ver, y que sirve de prueba terminante contra el culpable. Mirad.
La reina cogió ávidamente el papel y miró la contraseña que el duque le indicaba con la punta del dedo.
—No comprendo una sola palabra de la acusación que acabáis de hacer contra mí —dijo sencillamente Richón.
—¡Cómo! —exclamó el duque—. ¿No erais vos el enmascarado a quien yo entregué este papel sobre el Dordoña?
—Jamás he hablado a vuestra señoría hasta hoy. Jamás he estado enmascarado sobre el Dordoña —contestó fríamente Richón.
—Si no sois vos, fue otro hombre enviado en vuestro lugar.
—De nada me serviría ocultar la verdad —repuso Richón, siempre con la misma calma—. Ese despacho, señor duque, lo he recibido por orden de la señora princesa de Condé, de las mismas manos del señor duque de Larochefoucault, le había llenado con mi nombre y apellido el señor Lenet, cuya letra tal vez conozcáis. De qué modo ese despacho cayó en manos de la princesa; cómo el señor de Larochefoucault era poseedor de él, en qué lugar mi nombre y apellido fueron escritos por el señor Lenet en ese papel, son cosas que ignoro absolutamente, cosas que poco importan, y que a mí no me conciernen.
—¡Ah! ¿Lo creéis así? —dijo el señor de Epernón con un tono burlón.
Y aproximándose a la reina, la refirió en voz baja una larga historia, que la reina escuchó con extremada atención. Ésta era la delación de Cauviñac y la aventura del Dordoña; pero como la reina era mujer, comprendió perfectamente el movimiento de celos del duque. Cuando hubo concluido éste, dijo ella:
—Eso es una infamia unida a una alta traición, y nada más. El que no ha vacilado en hacer fuego sobre su rey, bien podía vender el secreto de una mujer.
—¿Qué diablos están ahí diciendo? —murmuró Richón arrugando la frente; porque sin oír lo bastante para comprender la conversación, oía lo suficiente para adivinar que su honor estaba comprometido. Además, los ojos chispeantes del señor de Epernón y de la reina no le prometían nada bueno; y por muy valiente que fuese el gobernador de Vayres, esta doble amenaza no dejaba de inquietarle, aunque fuese imposible adivinar sobre su semblante, armado de una calma despreciativa, lo que pasaba en su corazón.
—Es necesario que se le juzgue —dijo la reina—. Reunamos un consejo de guerra, vos le presidiréis, señor duque de Epernón. Elegid vuestros asesores y despachemos pronto.
—Señora —dijo Richón—, no hay consejo que reunir ni juicio que formar. Yo soy prisionero bajo la palabra del señor mariscal de La Meilleraye, soy prisionero voluntario, y la prueba es que he podido salir de Vayres con mis soldados; que podía haber huído antes o después de su salida, y no lo he hecho.
—No entiendo nada de negocios —contestó la reina levantándose para pasar a una sala inmediata—. Si tenéis buenas razones, las podéis hacer valer delante de vuestros jueces. ¿No estaréis bien aquí para presidir, señor duque?
—Sí, señora —contestó éste.
Y eligiendo al instante doce oficiales en la antesala, constituyó el tribunal.
Richón empezaba a comprender. Los jueces improvisados tomaron sus asientos; después de lo cual el relator le preguntó su nombre, apellido y calidad.
Richón contestó a estas tres preguntas.
—Se os acusa de alta traición por haber disparado contra las tropas del rey —dijo el relator—. ¿Confesáis haberos rendido culpable de este crimen?
—No debo negar lo que es cierto. Sí, señor, yo he disparado contra las tropas reales.
—¿En virtud de qué derecho?
—En virtud del derecho de la guerra, en virtud del mismo derecho que en igual circunstancia han invocado el señor de Conti, el señor de Beaufort, el señor de Elbeuf y otros muchos.
—Este derecho no existe, caballero, porque ese derecho no es otra cosa que la rebelión.
—Sin embargo, en virtud de ese derecho ha celebrado mi teniente una capitulación, capitulación que invoco.
—¡Capitulación! —exclamó el duque con ironía, porque sospechaba que la reina estaba escuchando, y su sombra le dictaba como ultrajante esta palabra—. ¡Capitulación! ¡Vos tratar con un mariscal de Francia!
—¿Por qué no —contestó Richón—, puesto que ese mariscal de Francia trataba conmigo?
—Entonces manifestad esa capitulación, y juzgaremos de su valor.
—Es una convención verbal.
—Producid vuestros testigos.
—No tengo más que uno solo.
—¿Cuál?
—El mariscal mismo.
—Que se llame al mariscal —repuso el duque.
—Es inútil —dijo la reina abriendo la puerta, pues estaba escuchando por la cerradura—. Hace dos horas que el mariscal partió; marcha él sobre Burdeos con nuestra vanguardia.
Y volvió a cerrar la puerta.
Esta aparición heló los corazones de todos, porque imponía a los jueces la obligación de condenar a Richón.
El prisionero sonrió amargamente.
—¡Ah! —dijo—. Ése es el honor que el señor de La Meilleraye concede a su palabra. Teníais razón, señor —dijo volviéndose hacia el duque de Epernón—; he hecho muy mal en tratar con un mariscal de Francia.
Desde este momento Richón se encerró en el silencio y el desdén, y a cuantas preguntas hicieron cesó completamente de responder.
Esto simplificaba demasiado el procedimiento; así, pues, el resto de las formalidades duró apenas una hora.
Se escribió poco y se habló menos aún. El relator concluyó con la muerte; y a una seña del duque de Epernón los jueces votaron por unanimidad la muerte.
Richón escuchó esta sentencia como si hubiera sido un simple espectador; y siempre impasible y mudo, fue entregado por la cesión al preboste del ejército.
El señor de Epernón pasó a ver a la reina, a quien encontró de muy buen humor, y por lo tanto le convidó a comer. El duque, que se creía en desgracia, aceptó y pasó a casa de Nanón para participarle la felicidad de permanecer aun en la buena gracia de su soberana.
La encontró sentada en un sillón, junto a una reja que daba sobre la plaza pública de Liburnio.
—Y bien —le dijo—, ¿habéis descubierto algo?
—Lo he descubierto todo —contestó el duque.
—¡Bah! —repuso Nanón con inquietud.
—¡Ah! ¡Dios mío, sí! ¿Recordáis aquella delación que tuve la necedad de creer, aquella delación sobre vuestros amores con vuestro hermano?
—¿Y bien?
—¿Os acordáis de la carta blanca que se me exigió?
—Sí. ¿Qué más?
—El delator está en nuestro poder, querida, cogido en las líneas de su firma en blanco como un zorro en un lazo.
—¡De veras! —dijo Nanón asustada, porque sabía que este delator era Cauviñac, y aunque no profese a su hermano una verdadera ternura, no habría querido que le ocurriese una desgracia. Además, este hermano podía, para salir de apuros, decir una multitud de cosas que Nanón quería que permaneciesen secretas.
—El mismo, querida —continuó de Epernón—. ¿Qué os parece la aventura? El tunante, por medio de esa carta blanca, se había nombrado, por su autoridad privada, gobernador de Vayres; pero Vayres ha sido tomado y el culpable está entre nuestras manos.
Todos estos pormenores cabrían de tal modo en las industriosas combinaciones de Cauviñac, que Nanón sintió redoblarse su pavor.
—Y ese hombre —dijo con voz turbada—, ese hombre, ¿qué habéis hecho de él?
—¡Ah! Por vida mía —repuso el duque—, vos misma vais a ver lo que hemos hecho, sí, por vida mía —añadió levantándose—, esto se presenta a las mil maravillas. Descorred la cortina, o mejor, abrid la ventana de par en par, ¡voto al Diablo! Es un enemigo del rey y puede vérsele ahorcar.
—¡Ahorcar! —exclamó Nanón—. ¿Qué decís, señor duque? ¡Colgar al hombre de la carta blanca!
—Sí, hermosa mía. ¿No veis allá abajo en el mercado, una cuerda que se balancea atada a aquella viga; no veis la muchedumbre que corre? Mirad, mirad; ¿percibís los fusileros que conducen al hombre allí, abajo, a la izquierda? ¡Eh! Observad, el rey sale a la ventana.
El corazón de Nanón se dilataba en su pecho, y parecía subírsele hasta la garganta. Sin embargo, a una rápida ojeada había visto que el hombre que conducían no era Cauviñac.
—Vamos, vamos —dijo el duque—, el señor Richón va a ser colgado tan largo como es. Esto le enseñará a calumniar a las mujeres.
—¡Pero —exclamó Nanón agarrando la mano del duque y reuniendo todas sus fuerzas—; pero si no es culpable ese desgraciado, si tal vez valiente, si es un hombre honrado, vais a asesinar a un inocente!
—No, no, os equivocáis grandemente, querida; es falsario y calumniador. Además, aunque no fuese más que gobernador de Vayres, sería reo de alta traición; y me parece que con ser culpable de este crimen ya será bastante.
—¿Pero no tenía la palabra del señor de La Meilleraye?
—Así lo ha dicho, pero yo no lo creo.
—¿Cómo el mariscal no ha ilustrado al tribunal sobre un punto tan importante?
—Había partido hacía dos horas cuando compareció el reo ante sus jueces.
—¡Oh! ¡Dios mío, Dios mío! Señor, alguna cosa me dice que ese hombre es inocente —dijo Nanón—, y que su muerte nos traerá desgracias a todos. ¡Ah! ¡Señor, en nombre del cielo, vos que sois poderoso, vos que decís que no sabéis rehusarme nada, concededme el perdón de ese hombre!
—¡Imposible, querida! La reina misma le ha condenado, y donde ella está no tengo yo ningún poder.
Nanón dio un suspiro, semejante a un gemido.
En este momento había llegado Richón bajo la galería del mercado, tranquilo y silencioso como siempre, hasta la viga de que pendía la escala y la cuerda, que se habían colocado de antemano. Richón subió con paso firme aquella escala, dominando su noble cabeza toda aquella multitud, sobre la que extendió su mirada armada de un frío desdén. Entonces el preboste le pasó el lazo por el cuello, y el pregonero dijo en alta voz que el rey hacía justicia en el señor Esteban Richón, falsario, traidor y villano.
—Hemos llegado a un tiempo —dijo Richón—, en que más vale ser villano que mariscal de Francia.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando el escalón faltó bajo sus pies y su cuerpo palpitante se balanceaba pendiente de la viga fatal.
Un movimiento universal de terror dispersó a la multitud sin que se dejase oír un sólo grito de: «¡Viva el rey!», aunque todos pudieron ver a las dos majestades en su ventana. Nanón se cubrió el rostro con las manos y fue a refugiarse al ángulo más retirado de la sala.
—Y bien —dijo el duque—, penséis lo que queráis, querida Nanón, yo creo que esta ejecución será un buen ejemplo; y cuando sepan en Burdeos que a sus gobernadores se les cuelga, tengo curiosidad de saber lo que harán.
A la idea de lo que podían hacer, Nanón abrió la boca para hablar, pero no pudo más que lanzar un grito terrible, alzando al cielo las manos, como para suplicarle no permitiera que fuese vengada la muerte de Richón. Después, como si todos los resortes de su vida se hubieran roto en ella, cayó desplomada sobre el pavimento.
—¿Pero qué es eso, qué hay? —exclamó el señor de Epernón—. ¿Qué tenéis, Nanón, qué os pasa? ¿Es posible que os pongáis en ese estado por haber visto colgar a un villano? Vamos, querida Nanón, levantaos, volved en vos, Dios me perdone, está desmayada; y esos Ageneses que dicen que es insensible. ¡Hola! ¡Uno! ¡Vinagre! ¡Socorro! ¡Agua fría!
Y viendo el duque que ninguno acudía a sus gritos, salió corriendo para ir a buscar él mismo lo que inútilmente pedía a sus criados, los cuales no podían oírle sin duda, por hallarse aún ocupados en el espectáculo que acababa de regalarles gratis la generosidad real.