XLVIII

XLVIII

Una mujer como hay pocas

En tanto que esto pasaba en Burdeos, y mientras el populacho arrastraba por las calles el cuerpo del desgraciado Canolles, y el duque de Larochefoucault se dirigía a lisonjear el orgullo de la señora de Condé, diciéndole que para hacer el mal era tan poderosa como una reina; mientras que Cauviñac y Barrabás ganaban las puertas de la ciudad, conociendo que era inútil llevar más adelante su misión, un coche, tirado por cuatro caballos, faltos de aliento y chorreando espuma, acababa de pasar por la ribera opuesta del Gironda a Burdeos, entre la aldea de Beleroix y la de la Bastida.

Acababan de dar las once. Un postillón que seguía a caballo, saltó al momento a tierra tan luego como vio parado el coche, y abrió la portezuela.

Una mujer descendió con prontitud, miró al cielo, que estaba enrojecido por un reflejo sangriento, y se puso a escuchar los rumores que se oían a lo lejos.

—¿Estás segura de que nadie nos ha seguido? —le dijo a su camarera, que bajaba delante.

—Sí, señora —contestó ésta—, los dos picadores que de orden vuestra se habían quedado detrás, acaban de llegar y dicen que no han visto ni oído nada.

—¿Y tú no oyes nada hacia el lado de la ciudad?

—Me parece que oigo gritos lejanos.

—¿No ves alguna cosa?

—Veo como la luz de un incendio.

—Ésas son antorchas.

—Sí, señora, sí, porque se agitan y corren como fuegos fatuos. ¿No oís, señora? El ruido se aumenta y los gritos casi se perciben.

—¡Dios mío! —balbuceó la joven cayendo de rodillas sobre el suelo húmedo—. ¡Dios mío, Dios mío!

Ésta era su única plegaria. Una sola palabra se presentaba a su espíritu, y su boca no sabía articular más que el nombre del que solamente podía hacer un milagro en su favor.

En efecto, la camarera no se había equivocado, las antorchas se agitaban, los gritos parecían acercarse; se oyó un tiro seguido de otros cincuenta, después un gran tumulto, luego se fueron extinguiendo las antorchas, y por último los gritos se alejaron. La lluvia empezó a caer y la tempestad bramaba en el silencio. ¡Pero qué le importaba todo esto a la joven! No era al rayo a lo que temía.

Permaneció con la vista fija hacia aquel punto en que había visto tantas luces y oído tan gran alboroto. No vio ni oyó nada más, y a luz de los relámpagos le pareció que la plaza se había quedado desierta.

—¡Oh! —exclamó—, no tengo fuerzas para esperar más. ¡A Burdeos! ¡Que me conduzcan al momento a Burdeos!

En aquel momento se oyó como un ruido de caballos que se iba acercando.

—¡Ah! —exclamó la joven, por fin vienen—. ¡Veles allí! Adiós, Fineta, retírate, es necesario que yo vaya sola; montadla en las ancas de vuestro caballo, Lombardo, y dejad en el coche todo lo que he traído.

—Pero, ¿qué vais a hacer, señora? —dijo la camarera aturdida.

—¡Adiós, Fineta, adiós!

—Pero, ¿por qué os despedís, señora? ¿A dónde vais?

—¡A Burdeos!

—¡Oh, no hagáis tal, señora, en nombre del cielo! Os matarán.

—Y bien, ¿para qué crees tú que yo quiero ir?…

—¡Oh, señora!… ¡Lombardo, socorredme, ayudadme! Impidamos que la señora…

—¡Silencio! Retírate, Fineta. Ya que te he tenido presente, sosiégate y vete, no quiero que te ocurra una desgracia. Obedece, que se acercan. ¡Veles ahí!

En aquel momento se adelantó hacia ellas un caballero, otro le seguía a corta distancia. Su caballo se siente rugir, más que respirar.

—¡Hermana! ¡Hermana mía! —exclama—. ¡Ah! Llego a tiempo.

—¡Cauviñac! —exclama Nanón—. Y bien. ¿Se ha concertado eso?, ¿me esperan?, ¿partimos?

Pero Cauviñac en lugar de contestarle, se arroja de su caballo al suelo, coge en sus brazos a Nanón, que se deja conducir con la inmóvil rigidez de los espectros y los locos, la coloca en el coche, hace subir a Fineta y a Lombardo a su lado, cierra la portezuela y salta sobre su caballo. En vano la pobre Nanón vuelta en sí se resiste y grita.

—No la soltéis —dijo Cauviñac—, por nada del mundo no la soltéis. Barrabás, guarda la otra portezuela; y tú, cochero, si dejas el galope, te salto los sesos.

Estas órdenes fueron tan rápidas, que hubo un momento de indecisión. El carruaje tardaba en arrancar, los criados temblaban, los caballos vacilaban al partir.

—¡Aprisa, con mil diablos! —gritó Cauviñac—. ¡Que, que vienen!

En efecto, a lo lejos se empezaban a sentir pisadas de caballos, como se percibe el rugido de un trueno que se va aproximando rápido y amenazador. El miedo es contagioso. El cochero a la voz de Cauviñac comprendió que amenazaba algún gran peligro, y golpeó los costados de sus caballos.

—¿A dónde vamos? —dijo.

—¡A Burdeos, a Burdeos! —gritaba Nanón desde el interior del carruaje.

—¡A Liburnio, con mil rayos! —grita Cauviñac.

—Señor los caballos caerán muertos antes de andar dos leguas.

—¡No exijo que anden tanto! —grita Cauviñac golpeando con su espada—. Que lleguen hasta el puesto de Ferguzón es cuanto deseo.

Y la pesada máquina arranca, parte y rueda con espantosa rapidez. Hombres y caballos se animan unos a otros, los unos con gritos y los otros con relinchos.

Nanón trataba de retroceder, de luchar, pretendiendo saltar del carruaje abajo; pero sus fuerzas agotadas con la lucha; cae de espaldas rendida de fatiga. No oye ni ve. A fuerza de buscar a Cauviñac entre aquella confusión de sombras fugitivas, le acomete un vértigo, cierra los ojos, da un grito y queda fría en los brazos de su camarera.

Cauviñac se adelanta, sale huyendo al frente de los caballos. El suyo deja un rastro de fuego sobre el empedrado del camino.

—¡A mí, Ferguzón, a mí! —grita.

Y oye como un hurra en lontananza.

—¡Oh, infierno! —exclama Cauviñac—, tú luchas contra mí, pero hoy perderás aún. ¡Ferguzón, a mí, Ferguzón!

Dos o tres tiros retumban por detrás, pero al frente se les contesta con una descarga cerrada.

El coche se para; dos de los caballos han caído de fatiga, otro herido de un balazo.

Ferguzón y su gente caen sobre las tropas del duque de Larochefoucault. Como es triple el número, los Burdeleses incapaces de resistir, vuelven grupas, y vencedores y vencidos, perseguidores y fugitivos, semejantes a una nube arrebatada por el viento, desaparecen en la noche.

Cauviñac queda solo con los criados, y Fineta sosteniendo a Nanón, que está privada de sentido.

Felizmente, se hallaban tan sólo a unos cien pasos de la aldea de Carbonblanc. Cauviñac llevó a Nanón en sus brazos hasta la primera casa del pueblo. Allí, después de haber dado orden de traer el carruaje, colocó a su hermana en una cama; y sacando de su bolsillo una cosa que a Fineta no le fue posible distinguir, la introdujo en la crispada mano de la desgraciada señora.

Al día siguiente, al salir Nanón de lo que creía que había sido un ensueño horroroso, se llevó la mano a la cara, y un objeto sedoso y perfumado acarició sus labios. Era un bucle de cabellos de Canolles, que Cauviñac había conquistado heroicamente con peligro de su vida, entre los tigres Burdeleses.