XXXV

XXXV

La audiencia particular

Al día siguiente de la entrevista con su amante en la iglesia del Carmen, la vizcondesa de Cambes se presentó a la princesa con intención de cumplir la promesa que había hecho a Canolles.

Toda la ciudad estaba conmovida, acababan de anunciar la llegada del rey delante de Vayres, y al mismo tiempo que su llegada la heroica defensa de Richón, que con quinientos hombres había rechazado por dos veces al ejército real, compuesto de doce mil. La princesa había salido exclamando y batiendo las palmas:

—¡Oh! ¡Qué no tenga yo cien capitanes como el valiente Richón!

La vizcondesa de Cambes tomó parte en la admiración general, doblemente contenta por poder aplaudir abiertamente la conducta de un hombre que estimaba, y por encontrar de este modo la ocasión oportuna de hacer su demanda, cuyo éxito habría sido dudoso por una noticia desagradable. Mientras que por el contrario, con el buen resultado estaba casi segura de una victoria.

Pero en medio de su contento, la princesa tenía sin embargo muchas y grandes ocupaciones para que la señora de Cambes se atreviese a aventurar su demanda.

Se trataba de mandar a Richón un socorro de hombres, pues se conocía fácilmente que deberían hacerle falta, en vista de la próxima reunión del ejército del señor de Epernón al ejército real. El consejo se ocupaba de organizar el socorro. Viendo Clara que los negocios políticos se sobreponían en aquellos momentos a los negocios del corazón, tomó el puesto de consejera de Estado, y este día no se trató de Canolles.

Una frase muy concisa, pero muy tierna, advirtió al querido prisionero de este retraso. Esta nueva prórroga le fue menos sensible de lo que pudiera creerse, hay en la espera de un feliz acaecimiento casi tan gratas sensaciones como en el acaecimiento mismo. Eran muchas las delicadezas amorosas del corazón de Canolles, para que él no se complaciese en lo que llamaba la antesala de la dicha. La señora de Cambes le suplicó esperarse con paciencia, y él esperó casi con júbilo.

Al otro día estaba ya organizado el socorro. A las once de la mañana se embarcaba; pero como el viento y la corriente eran contrarios, se calculó que por mucha diligencia que se hiciese, como quiera que no avanzaba sino a fuerza de remos, no podría arribar la expedición tan pronto como se deseaba, pues llevaba además orden de reconocer de paso la ciudadela de Branne, que estaba por la reina, y se sabía que su gobierno se hallaba vacante.

La princesa pasó la mañana en inspeccionar los preparativos y pormenores del embarque. La tarde debía consagrarse a un gran consejo, con el fin de oponerse, si era posible, a la reunión del duque de Epernón con el mariscal de La Meilleraye, o de retardar al menos esta reunión hasta tanto que el socorro enviado a Richón estuviese dentro de la ciudadela.

Le fue forzoso a la señora de Cambes esperar hasta el otro día; pero a cosa de las cuatro tuvo ocasión de hacer una seña a Canolles que pasaba por debajo de sus ventanas, y había tanto pesar y amor en aquella seña, que el barón casi se reputó feliz de haber tenido que esperar.

Sin embargo, a la noche, para estar segura de que el retraso no se prolongaría por más tiempo, y a fin de obligarse a sí misma hacer a la princesa una confidencia que no dejaba de causarle algún embarazo, pidió la señora de Cambes para la mañana siguiente una audiencia particular a la señora de Condé, audiencia que, como puede concebirse, le fue acordada sin réplica.

A la hora prefijada entró la vizcondesa en la habitación de la princesa, que la recibió con más lisonjera sonrisa, hallábase sola, como había solicitado.

—Y bien, chiquita —le dijo la princesa—, ¿qué hay de grave para que me pidas una audiencia particular y secreta, cuando sabes que a todas las horas del día estoy a la disposición de mis amigos?

—Señora —contestó Clara—, no hay más, sino que en medio de la felicidad debida a Vuestra Alteza, vengo a suplicaros pongáis especialmente los ojos en vuestra fiel servidora, que también necesita un poco de felicidad.

—Con mucho gusto, mi amable Clara; jamás igualará la felicidad que Dios te conceda a la que yo te deseo. Habla, ¿qué quieres? Y si la gracia a que aspiras está en mi poder, cuenta desde luego con ella.

—Estoy viuda y libre, pero esta libertad me es más molesta de lo que me sería la esclavitud, y quisiera cambiar mi aislamiento en una posición mejor.

—Eso es decir que quieres casarte, ¿no es así, chiquita? —preguntó riendo la princesa.

—Creo que sí, señora —contestó la señora de Cambes ruborizada.

—Bien sea; eso nos concierne.

Clara hizo un movimiento.

—Tranquilízate, tendremos en consideración tu orgullo; tú necesitas un duque y par, vizcondesa. Yo te lo escogeré entre mis leales.

—Vuestra Alteza se molesta demasiado —dijo la señora de Cambes—, y yo no pensé daros esa molestia.

—Sí, pero yo quiero tomármela, porque debo pagarte en felicidad lo que me has dado en lealtad; sin embargo, esperarás a la conclusión de esta guerra, ¿eh?

—Esperaré todo lo menos posible, señora —contestó Clara sonriendo.

—Me hablas como si ya estuviese hecha tu elección, como si tuvieses en la mano el marido que me pides.

—En efecto, señora, así es.

—¿De veras? ¿Y quién es ese dichoso mortal? Habla, nada temas.

—¡Oh, señora! —dijo la vizcondesa—. Disimulando, pero no sé por qué, estoy temblando.

La princesa se sonrió, tomó la mano de Clara y la atrajo hacia sí.

—¡Pobre niña! —le dijo.

Después, mirándola con una expresión que redobló el embarazo de la vizcondesa, añadió:

—¿Le conozco yo?

—Creo que Vuestra Alteza le ha visto varias veces.

—¿No hay para qué preguntar si es joven?

—Veintiocho años.

—¿Si es noble?

—Es un buen caballero.

—¿Si es valiente?

—Tiene sentada su reputación.

—¿Si es rico?

—Yo lo soy.

—Sí, chiquita, sí, no lo hemos olvidado.

—Eres de los señores más opulentosos de nuestros dominios, y con placer recordamos, que en nuestra guerra más de una vez los luises de oro del señor de Cambes y los pesados escudos de tus aldeanos, nos han sacado de apuros.

—Vuestra Alteza me honra recordándome cuán fiel le soy.

—Bien. Le haremos coronel de nuestro ejército, si no es más que capitán, y mariscal de campo si es coronel, ¿porque presumo que será fiel?

—Fue de los Lens, señora —contestó la vizcondesa con toda habilidad que desde algún tiempo había adquirido en los estudios diplomáticos.

—¡Excelente! Ahora sólo queda que saber una cosa —añadió la princesa.

—¿Cuál, señora?

—El nombre del dichoso caballero que posee ya el corazón, y pronto poseerá la persona de la más bella guerrera de nuestro ejército.

La señora de Cambes, estrechada en sus últimas trincheras, reunía todo su valor para pronunciar el nombre del barón de Canolles, cuando de pronto resonó en el patio el galope de un caballo, seguido de los sordos rumores que acompañan a las grandes noticias. La princesa oyó este doble ruido, y acudió a la ventana. El mensajero cubierto de sudor y polvo, echaba pie a tierra; y cercado por cuatro o cinco personas, a quienes atrajo a su alrededor su entrada, parecía dar detalles, que a medida que salían de su boca, consternaban a los que le escuchaban. La princesa no pudo por más tiempo dominar su curiosidad, y abriendo la ventana gritó:

—¡Dejadle subir!

El mensajero alzó la cabeza, reconoció a la princesa y se lanzó a la escalera. Cinco minutos después entraba en su aposento, salpicado de barro, con los cabellos en desorden, y con voz ahogada dijo:

¡Vuestra Alteza me perdonará si me presento en su presencia en este estado! Pero soy portador de una de esas noticias que hacen saltar las puertas sólo con pronunciarlas. ¡Vayres ha capitulado!

La princesa dio un salto hacia atrás; la vizcondesa dejó caer los brazos anonadada; Lenet, que había entrado detrás del mensajero, palideció.

Otras cinco o seis personas, que olvidando por un instante el respeto debido a la princesa habían invadido la sala, quedaron mudas de estupor.

—Señor de Ravailly —dijo Lenet—, porque el mensajero no era otro que nuestro capitán de Navalles, repetid lo que acabáis de decir, pues aún lo dudo.

—Repito, caballero, que Vayres ha capitulado.

—¡Capitulado! —repitió la princesa—. ¿Y el refuerzo que conducíais?

—¡Llegó tarde, señora! Richón se rendía en el mismo instante de nuestro arribo.

—¡Richón se rendía —exclamó la princesa— el cobarde!

Esta exclamación de la princesa hizo correr el hielo por las venas de todos los presentes. Sin embargo, todos quedaron mudos, menos Lenet.

—Señora —dijo severamente y sin ningún miramiento al orgullo de la princesa—, no olvidéis que el honor de los hombres está en las palabras de los príncipes, como su vida está en manos de Dios. No llaméis cobarde al más bravo de vuestros servidores, si no queréis que mañana los más fieles os abandonen al ver cómo tratáis a sus iguales, y quedaros sola, maldita y perdida.

—¡Caballero!… —dijo la princesa.

—Señora —contestó Lenet—, repito a Vuestra Alteza que Richón no es un cobarde, que respondo de él; y que si efectivamente ha capitulado, no podría hacer otra cosa.

La princesa, pálida de cólera, iba a contestar a Lenet con alguna de sus extravagancias con que creía dar un buen sentido al orgullo; pero en vista de todos aquellos semblantes que se apartaban de ella, de Lenet con la frente levantada, de Ravailly con la cabeza inclinada, conoció que en efecto sería una perdida si continuaba en este sistema fatal. Apeló enseguida a su habitual argumento.

—¡Qué princesa tan desgraciada soy! —dijo—. Todo me abandona, la fortuna y los hombres. ¡Ah, hijo mío, mi pobre hijo!, seréis perdido como vuestro padre.

Este grito de la debilidad de la mujer, el desahogo del dolor maternal, tiene siempre un eco en los corazones.

Esta comedia que ya tantas veces le había salido bien a la princesa, produjo el efecto que esperaba.

Durante este tiempo Lenet se enteraba por Ravailly de todo cuanto había podido saber acerca de la capitulación de Vayres.

—Que Richón no es un cobarde, señora.

—¡Ah!, bien lo decía yo —exclamó después de un momento.

—¿Y qué decíais? —preguntó la princesa.

—¿Y cómo lo sabéis?

—Porque se ha sostenido dos días con sus noches; y se habría sepultado bajo las ruinas de su fuerte acribillado de balas, si una compañía de reclutas no se hubiera sublevado, según parece, obligándole a capitular.

—Debía morir, caballero, antes que rendirse —repuso la princesa.

—¡Eh! Señora, ¿se muere siempre que se quiere morir? —dijo Lenet—. Pero al menos —añadió volviéndose hacia Ravailly—, ¿espero que será prisionero con garantía?

—Temo que sin ella —contestó Ravailly—. Se me ha dicho que quien había tratado era un teniente de la guarnición; de suerte que bien pudiera haber alguna traición encubierta, y que hubiese sido entregado Richón, en vez de haber puesto sus condiciones.

—Sí, sí —exclamó Lenet— vendido, entregado, eso es. Conozco bien a Richón, y sé que es incapaz, no diré de una bajeza, pero ni aun de una debilidad. ¡Oh, señora! —continuó Lenet dirigiéndose a la princesa—, vendido, entregado, ¿lo oís? Pronto, pronto, ocupémonos de él. ¿Un tratado hecho por un teniente, decís, Ravailly? Alguna grave desgracia amenaza a la cabeza del pobre Richón.

Escribid pronto, señora, escribid; os lo suplico.

—¡Yo! —dijo ásperamente la princesa—. ¡Yo! ¡Que escriba yo! ¿Para qué?

—Para salvarle, señora.

—¡Bah! —repuso la princesa—. Cuando una fortaleza se rinde, se toman precauciones.

—¿Pero no escucháis, señora, que no le ha rendido? ¿No oís que dice el capitán que ha sido entregado, vendido tal vez, que ha tratado un teniente y no él?

—¿Qué queréis que hagamos a vuestro Richón? —dijo la princesa.

—¿Qué se ha de hacer? ¡Olvidáis, señora, por qué medios se introdujo en Vayres! ¡Que hemos usado para con él de una carta blanca del duque de Epernón!

—¡Que se ha resistido a un ejército mandado por la reina y el rey en persona! ¡Que Richón es el primero que ha alzado el estandarte de la rebelión! ¡Que se va a hacer en él un ejemplar, en fin! ¡Ah, señora! En nombre del cielo, escribid al señor de La Meilleraye; enviad un mensajero, un parlamentario.

—¿Y qué misión daremos a ese mensajero, a ese parlamentario?

—La de impedir a toda costa la muerte de un bravo capitán; porque si no os apresuráis… ¡Oh! ¡Yo conozco a la reina, señora, y tal vez vuestro mensajero llegue demasiado tarde!

—¡Demasiado tarde! —repuso la princesa—. ¡Eh! ¿No tenemos desquites? ¿No tenemos en Chantilly, en Montrón, y aquí mismo, oficiales del rey prisioneros?

La señora de Cambes se levantó asustada.

—¡Ah, señora! —dijo éste—. Haced lo que os dice el señor Lenet; las represalias no darán la libertad a Richón.

—No se trata de la libertad, se trata de la vida —repuso Lenet con su perseverancia sombría.

—Y bien —dijo la princesa—, lo que hagan haremos, la prisión por la prisión, el cadalso, por el cadalso.

La vizcondesa lanzó un grito, y cayó de rodillas.

—¡Ah, señora! —exclamó—. Richón es uno de mis amigos. Yo venía a demandaros una gracia, y vos habíais prometido acordármela; pues bien, os suplico uséis de todo vuestro influjo para salvar a Richón.

Clara estaba de rodillas. La princesa aprovechó esta ocasión para conceder a los ruegos de Clara lo que había rehusado a los consejos algo rudos de Lenet. Se dirigió a una mesa, cogió una pluma y escribió al señor de La Meilleraye proponiéndole el canje de Richón por el oficial que escogiese la reina entre los que tenía prisioneros.

Escrita esta carta, buscó con la vista el mensajero que debía enviar. Entonces, a pesar de los padecimientos de su antigua herida y de su cansancio actual, Ravailly se ofreció con la sola condición de que le diesen un caballo fresco. La princesa le autorizó para tomar en sus caballerizas el que más le acomodase, y el capitán partió al momento, movido por los gritos de la multitud, las exhortaciones de Lenet y las súplicas de la vizcondesa.

Un instante después, se escucharon los rumores del pueblo reunido, a quien Ravailly acababa de explicar su encargo, y que en su alegría gritaba desaforadamente:

—¡La señora princesa! ¡El duque de Enghien!

Cansada la princesa de estas apariciones diarias, que más bien parecían órdenes que ovaciones, quiso en un instante probar a negarse a los deseos del populacho; pero como en tales circunstancias acaece, ella pateó, y pronto los gritos degeneraron en alaridos.

—¡Vamos —dijo la princesa tomando a su hijo de la mano—, vamos! Somos siervos; ¡obedezcamos!

Y aparentando una afable sonrisa, apareció en el balcón y saludó a aquel pueblo del que a la vez era esclava y reina.