XLVI

XLVI

Represalias

Apenas hubo desaparecido la señora de Cambes, apenas se perdió su voz a lo lejos y se cerró la puerta detrás de ella, el círculo de oficiales se estrechó alrededor de Canolles, y viéronse aparecer, saliendo no se sabe de dónde, dos hombres de siniestra figura, que acercándose al duque, le pidieron humildemente sus órdenes.

El duque, por toda respuesta, se contentó con designarles al prisionero.

Después, acercándose a éste, le dijo saludándole con la política glacial que le era acostumbrada:

—Caballero, sin duda habéis comprendido que la fuga de vuestro compañero de infortunio hace caer sobre vos la muerte a que estaba él destinado.

—Sí, señor —contestó Canolles—, o a lo menos lo sospecho; mas lo que sé de cierto, es que la princesa ha hecho nominalmente gracia a mi persona. Yo he visto, y vos también habéis podido ver hace poco, la orden de libertad en manos de la señora vizcondesa de Cambes.

—Es cierto, caballero —contestó el duque—; mas la señora princesa no pudo precaver el caso que ocurre.

—¿Es decir —repuso Canolles—, que la señora princesa retira su firma?

—Así es —contestó el duque.

—¡Una princesa de sangre falta a su palabra!

El duque permaneció impasible.

Canolles miró a su alrededor.

—¿Ha llegado ya el momento? —dijo.

—Sí, señor.

—Creí que se esperaría la vuelta de la señora vizcondesa de Cambes; se le ha prometido no hacer nada en su ausencia. ¡Pero todo el mundo falta hoy a su palabra!

Y el prisionero fijó su vista llena de reconvención, no en el duque de Larochefoucault, sino en Lenet.

—¡Ay, caballero —exclamó éste con las lágrimas en los ojos—, perdonadnos! La señora de Condé ha rehusado positivamente vuestra gracia, por más que le he suplicado. El señor duque es testigo, y Dios también; pero eran precisas las represalias a la muerte de Richón, y ha sido de piedra. Ahora juzgadme vos mismo, señor barón, en lugar de hacer pesar la situación terrible en que os halláis sobre vos la señora de Cambes, he osado, perdonadme, pues conozco que necesito mucho vuestro perdón, he osado hacerla pesar toda entera sobre vos, sobre vos, que sois un soldado, sobre vos, que sois un caballero.

—¡Según eso —balbuceó el barón—, ahogado por la emoción, según eso no la veré mas! ¡Cuando me dijisteis que la abrazase, era por última vez!

Un sollozo más fuerte que el estoicismo, que la razón y el orgullo, se escapó del pecho de Lenet; se retiró hacia atrás y lloró amargamente. Canolles tendió entonces su penetrante mirada sobre todos aquellos hombres que le rodeaban, en todo el círculo no vio más que gentes endurecidas por la cruel muerte de Richón, y que observaban en su aspecto, si no habiéndose debilitado el uno se debilitaría el otro; o al lado de estas personas tímidas, que contraían sus músculos para disimular sus emociones y hacer desaparecer las lágrimas y los suspiros.

—¡Oh, es horrible esta idea! —murmuró el barón en un instante de ilustración sobrehumana en que descubre al alma horizontes infinitos sobre todo lo que se llama vida—, es decir, sobre algunos cortos instantes de felicididad esparcidos como islas en medio de un océano de lágrimas y sufrimientos… ¡Esto es horrible! ¡Yo tenía una mujer adorada, que por primera vez venía a decirme que me amaba! ¡Un porvenir largo y apacible! ¡La realización del sueño de toda mi vida! ¡Y en un instante, en un instante, en un segundo, la muerte toma posesión de todo esto!…

Su corazón se oprimió, y sintió picarle los ojos como si fuese a llorar; pero en aquel momento recordó, como le había dicho Lenet, que era un hombre y un soldado.

—¡Orgullo —pensó él—, solo y único valor que realmente existe, ven en mi ayuda! ¡Yo llorar una cosa tan fútil como la vida!… ¡Cuánto se reirían si pudieran decir: Canolles lloró al saber que iba a morir! ¿Qué hice el día que vinieron a sitiarme en San Jorge, y donde los Burdeleses querían matarme como hoy? Combatí, me chanceé, reí… Y bien, por el cielo que me oye, y que en este momento lucha con mi ángel bueno, haré hoy lo mismo que hice aquel día; y si no combato ya, a lo menos me chancearé aún, a lo menos reiré siempre.

Enseguida su semblante quedó tan tranquilo, como si hubiesen huido todas las emociones de su corazón. Se pasó la mano por sus hermosos cabellos negros, y aproximándose con un paso firme y la sonrisa en los labios a Larochefoucault y Lenet, dijo:

—Señores, vos lo sabéis, en este mundo, tan lleno de accidentes diversos, raros e inesperados, es preciso acostumbrarse a todo. Yo me he tomado, sin tener la atención de pedíroslo, un minuto para acostumbrarme a la muerte; si es demasiado, os ruego me disimuléis el haberos hecho aguardar.

Un profundo asombro circuló por los grupos, el prisionero mismo conoció que del asombro se pasaba a la admiración. Este sentimiento tan glorioso para él, le engrandeció y duplicó sus fuerzas.

—Cuando gustéis, señores —dijo—; yo soy ahora el que espera.

El duque, sobrecogido de estupor un instante, recobró su flema acostumbrada e hizo una seña.

A esta seña se abrieron de nuevo las puertas, y el cortejo se dispuso para ponerse en marcha.

—¡Un momento —dijo Lenet con el fin de ganar tiempo— un momento, señor duque! Conducimos al señor de Canolles a la muerte, ¿no es cierto?

El duque hizo un movimiento de sorpresa, y Canolles miró con asombro a Lenet.

—Pues sí —dijo el duque.

—Bien —repuso Lenet—, siendo así, este digno caballero no puede pasar sin un confesor.

—Perdonad, caballero —dijo Canolles—, al contrario, pasaré perfectamente sin él.

—¡Cómo! —dijo Lenet haciendo al prisionero señas, que éste no quería comprender.

—Soy hugonote —replicó Canolles—, y hugonote acérrimo, os lo advierto. Si queréis dispensarme un último favor, dejadme morir tal como soy.

Y a la vez que rehusaba, un gesto de gratitud hizo conocer a Lenet que el barón había comprendido perfectamente su pensamiento.

—Entonces, si nada nos detiene ya, marchemos —dijo el duque.

—¡Que se confiese! —gritaron algunos furiosos.

Canolles se alzó sobre las puntas de los pies, miró a su alrededor con ojo tranquilo y firme, y volviéndose hacia el duque, le dijo severamente:

—¿Vamos a cometer bajezas, caballero? Me parece que si alguno tiene derecho de hacer su voluntad aquí, ése soy yo, que soy el héroe de la fiesta. Yo rehuso un confesor y pido el patíbulo, y esto lo más pronto posible; a mi vez estoy cansado de esperar.

—¡Silencio, allá bajo! —gritó el duque volviéndose hacia los grupos:

Luego, cuando el poderío de su voz y de su mirada hubo restablecido del todo el silencio, dijo a Canolles:

—Caballero, haréis lo que os agrade.

—Gracias. Entonces partamos y apretemos el paso… si queréis.

Lenet tomó el brazo de Canolles.

—Id, por el contrario, despacio —le dijo éste—. ¿Quién sabe? Un sobreseimiento, una reflexión, un suceso, son posibles. Andad lentamente, os lo exijo en nombre de la que os ama, y que llorará tanto si andamos demasiado aprisa…

—¡Oh! —contestó Canolles—, no me habléis de eso, os lo ruego; todo mi valor se estrella en ese pensamiento, ser separado de ella para siempre. Pero ¿qué digo?… Al contrario, señor Lenet, habladme de ella, repetidme que me ama, que me amará siempre y que me llorará sobre todo.

—Vamos, querido y desgraciado hijo —le dijo Lenet—, no os enternezcáis; pensad en que nos miran y que se ignora de qué hablamos.

Canolles levantó la cabeza con orgullo; y por un movimiento lleno de elegancia, sus hermosos y negros cabellos se desprendieron en bucles sobre su cuello. Habían llegado a la calle, numerosas antorchas iluminaban su marcha, de suerte que podía verse su semblante tranquilo.

Oyó que algunas mujeres lloraban y decían:

—¡Pobre barón, tan joven y tan hermoso!

Siguió en silencio el camino, y luego dijo súbitamente Canolles:

—¡Oh! Señor Lenet, sin embargo, quisiera verla todavía una vez.

—¿Queréis que vaya a buscarla? ¿Queréis que os la traiga? —preguntó Lenet, sin querer hacer lo que decía.

—¡Oh, sí! —murmuró Canolles.

—Pues bien, voy corriendo; pero la mataréis.

—¡Mejor! —dijo el barón, porque en aquel momento se apareció el egoísmo en su corazón, diciéndole: si la matas, no la poseerá otro jamás.

Enseguida, sobreponiéndose, dijo conteniendo a Lenet:

—No, no, le habéis prometido permanecer a mi lado. Quedaos.

—¿Qué dice? —preguntó el duque al capitán de guardias. Canolles oyó la pregunta.

—Digo, señor duque —contestó él—, que no creía hubiese tanta distancia de la prisión a la Explanada.

—¡Ay! —repuso Lenet—, no os quejéis, pobre joven, que ya llegamos.

En efecto, las antorchas que iluminaban la marcha de la vanguardia que precedía a la escolta, desaparecían en aquel momento al volver de una calle.

Lenet estrechó la mano del barón, y queriendo tentar un último esfuerzo antes de llegar al sitio de la ejecución, se dirigió al duque.

—Señor —le dijo muy quedo—, por última vez os lo ruego, ¡gracia! Perdéis vuestra causa haciendo ejecutar a Canolles.

—Al contrario —repuso el duque—, probamos así que la consideramos justa, puesto que no tenemos que usar represalias.

—Las represalias se usan entre iguales, señor duque, y vos mismo lo decís, la reina será siempre la reina, y nosotros sus súbditos.

—No discutamos sobre tales cosas delante de Canolles —contestó alto el duque—, bien veis que eso es inoportuno.

—No habléis de gracia delante del duque —dijo Canolles—, bien veis que está en ocasión de dar su golpe de Estado, no le impidamos el paso por tan poca cosa…

El duque no contestó; mas por la presión de sus labios y su mirada irónica, se conoció que el golpe había sido bien dirigido. Durante este tiempo se había continuado marchando, y Canolles a su vez se encontraba a la entrada de la Explanada. A lo lejos, es decir, hacia la extremidad opuesta de la plaza, se veía la multitud apiñada y un vasto círculo formado por los relucientes cañones de los mosquetes. En el centro se alzaba cierta cosa informe y negra, que Canolles no distinguió bien en las tinieblas, creyó que era un patíbulo ordinario; pero llegando súbitamente las antorchas al centro de la plaza, iluminaron aquel objeto, al principio dudoso, y destacaron el perfil horrible de una horca. 

—¡Una horca! —dijo Canolles deteniéndose y extendiendo la mano hacia la máquina—. ¿No es una horca lo que veo allá abajo, señor duque?

—En efecto, no os equivocáis —contestó fríamente aquél.

El rubor de la indignación coloreó la frente del joven, separó los dos soldados que marchaban a sus costados, y de un salto se encontró cara a cara con Larochefoucault.

—Caballero —dijo—, ¿olvidáis que soy hidalgo? Todos saben, y el verdugo mismo no ignora, que un noble tiene derecho a que se le corte la cabeza.

—Caballero, hay circunstancias…

—No os hablo en mi nombre —interrumpió Canolles—, sino en nombre de toda la nobleza, en la que ocupáis un rango tan elevado, vos que habéis sido príncipe, vos que sois duque; y será un deshonor, no para mí, que soy inocente, sino para todos vosotros, cuantos sois, el que uno de los vuestros haya muerto en una horca.

—Caballero, el rey ha hecho ahorcar a Richón.

—Richón era un valiente soldado, noble por su corazón, tanto como el que más lo sea en el mundo, pero que no era noble de nacimiento; y yo lo soy…

—¿Olvidáis —repuso el duque—, que aquí se trata de represalias? Aunque fueseis un príncipe de sangre, se os ahorcaría. El barón, con un movimiento instintivo buscó la espada a su lado, pero no encontrándola, el sentimiento de su situación recobró toda su fuerza. Su cólera se desvaneció, y conoció que su superioridad estaba en su propia debilidad.

—Señor filósofo —le dijo—, ¡desgraciados los que usan de represalias, y dos veces desgraciados los que al usarlas no dan oídos a la humanidad! Yo no pedía gracia, pedía justicia. Hay personas que me aman, caballero, e insisto en esta palabra, porque sé que ignoráis que pueda amarse. Pues bien, en el corazón de esas personas vais a imprimir para siempre, con el recuerdo de mi muerte, la innoble imagen de la horca. Os pido una estocada, un mosquetazo; dadme vuestro puñal para que yo mismo me hiera, y luego colgad mi cadáver si os agrada.

—Richón ha sido ahorcado vivo, caballero —contestó fríamente el duque.

—Está bien, ahora escuchadme. Día vendrá en que os herirá una terrible desgracia; ese día os acordaréis de que vuestra desgracia es un castigo del cielo. En cuanto a mí, muero con la convicción de que mi muerte es obra vuestra.

Y Canolles temblando y pálido, pero lleno de exaltación y de valor, se acercó a la horca colocándose desdeñoso y fiero frente a frente al populacho con el pie en el primer tramo de la escala.

—Ahora, señores verdugos —dijo—, haced vuestro oficio.

—No hay más que uno —dijo la multitud sorprendida—. ¡El otro! ¿Dónde está el otro? ¡Nos habían prometido dos!

—¡Ah, esto me consuela! —dijo Canolles sonriendo—. Ese excelente populacho no está contento de lo que hacéis por él. ¿Lo oís, señor duque?

—¡Muera!, ¡muera! ¡Venganza a Richón! —bramaron diez mil voces.

—Si yo los instara —pensó Canolles—, serían capaces de hacerme pedazos, y entonces no me ahorcarían, y el duque rabiaría… ¡Sois unos cobardes! —gritó—. ¡Unos miserables! Reconozco entre vosotros los que estuvieron en el ataque del fuerte de San Jorge, y a quienes he visto huir. Hoy os vengáis de mí, porque os derroté.

Un rugido le respondió.

—¡Sois unos cobardes —repuso él—, unos rebeldes, unos miserables!

Mil puñales centellaron, y algunas piedras vinieron a caer al pie del patíbulo.

—Esto va bien —murmuró Canolles, y luego dijo en alta voz—, el rey ha hecho ahorcar a Richón, y ha hecho muy bien. Cuando tome a Burdeos, hará colgar a otros muchos.

A estas palabras, la multitud se precipitó como un torrente hacia la Explanada, trastornó a los guardias, rompió las empalizadas y se lanzó rugiendo hacia el prisionero.

Sin embargo, a una señal del duque, uno de los verdugos había suspendido el cuerpo de Canolles por debajo de los brazos, mientras el otro le pasaba un lazo al cuello.

Canolles sintió la presión de la cuerda y redobló sus injurias, si quería ser matado a tiempo, no había que perder un minuto. En este instante supremo mira a alrededor, en todas partes no vio otra cosa que ojos inflamados y armas amenazadoras.

Solamente un hombre, un soldado a caballo, le mostró su mosquete.

—¡Cauviñac, ése es Cauviñac! —exclamó Canolles, aferrándose a la escala con las dos manos, que no habían sido atadas. Cauviñac le hizo una seña con su mosquete, y se lo echó a la cara.

Canolles le comprendió.

—¡Sí, sí! —gritó con un movimiento de cabeza.

Ahora digamos cómo Cauviñac se encontraba en aquel sitio.