XVIII

XVIII

Amor y celos

—Buenos días, hermanita —dijo Cauviñac a Nanón—, tendiéndole la mano con la más imperturbable flema.

—Buenos días. Según eso, me habías conocido, ¿no es cierto?

—Desde el mismo instante en que te vi. No bastaba con haber ocultado tu rostro, era necesario cubrir también ese lindo lunar y esos dientecitos de perlas; a lo menos, cuando quieras disfrazarte, coqueta, ponte una máscara entera; pero sin duda no tienes presente el… et fugit ad salices…

—Basta —dijo imperiosamente Nanón—, hablemos con formalidad.

—Justamente no deseo otra cosa; tan sólo hablando con formalidad es como se hacen los buenos negocios.

—¿Dices que está aquí la vizcondesa?

—En persona.

—¿Y que el señor de Canolles entra en la posada en este momento?

—Aún no, acaba de echar pie a tierra, y pone la brida en manos de su lacayo. ¡Ah! También le han visto de la otra parte. Mira cómo abren la ventana, y cómo asoma la cabeza de la vizcondesa. ¡Oh! Ha dado un grito de alegría. El señor de Canolles entra precipitadamente en la posada. ¡Escóndete, hermanita, o lo perdemos todo!

Nanón se retiró hacia atrás, apretando convulsivamente la mano de Cauviñac, que la miraba con ojos de compasión paternal.

—¡Y yo que iba a reunirme con él en París! —exclamó Nanón—. ¡Yo que todo lo aventuraba por volverle a ver!

—¡Ah! ¡Todavía tantos sacrificios por un ingrato, hermanita! En verdad que pudieras emplear algo mejor tus beneficios.

—¿Qué irán a decirse ahora que ya están reunidos? ¿Qué irán a hacer?

—A la verdad, querida Nanón, que me pones en gran apuro al hacerme esas preguntas —repuso Cauviñac—. Van… ¡pardiez!… van a amarse mucho, supongo.

—¡Oh! No será —exclamó Nanón mordiéndose con rabia las uñas, tersas como el marfil.

—Yo creo, por el contrario, que sí será —dijo Cauviñac—. Ferguzón, que tiene orden de no dejar salir a nadie, no ha recibido la de impedir la entrada. En este momento, según toda probabilidad, la vizcondesa y Canolles se hacen mutuamente los más deliciosos mimos. ¡Voto al diablo! Mi querida Nanón, has acordado muy tarde.

—¡Lo crees así! —repuso la joven con una indefinible expresión de profunda ironía y refinado rencor—. ¡Lo crees así! Bien, bien; sube aquí conmigo. ¡Pobre diplomático!

Cauviñac obedeció.

—Acá, Beltrán —continuó Nanón dirigiéndose a uno de los mosqueteros—; decid al cochero que vuelva sin afectación, y que vaya a internarse en aquel sotillo que hemos dejado a la derecha al entrar en la aldea.

Después, volviéndose a Cauviñac, le dijo:

—¿No estaremos bien allí para hablar?

—Perfectamente. Mas permíteme a mi vez que tome mis precauciones.

—Toma las que quieras.

Cauviñac indicó que le siguiesen a cuatro de sus hombres que paseaban alrededor de la posada, esponjándose como avisperones al sol.

—Haces muy bien en traer esos hombres —dijo Nanón.

Y si me quieres creer, trae mejor seis que no cuatro; tal vez tendremos tarea que cortarles.

—Bueno —dijo Cauviñac—, tarea, eso es lo que me hace falta.

—Entonces, quedarás satisfecho —repuso la joven.

La silla giró, conduciendo a Nanón, sonrojada, por el fuego de su pensamiento, y a Cauviñac, tranquilo y frío en apariencia pero no menos dispuesto a prestar una profunda atención a las proposiciones que le hiciese su hermana.

Durante este tiempo, Canolles, atraído por el grito de gozo que hacía al verle la vizcondesa, se había lanzado en la posada y había entrado en el aposento de la señora de Cambes, sin fijar su atención en Ferguzón, a quien viera de pie en el corredor; pero no habiendo recibido ninguna consigna relativa al barón, no se había opuesto a su entrada.

—Palabras son ésas que me harían el hombre más feliz del mundo, señora, si vuestra palidez y vuestra turbación no me dijesen claramente que no esperáis sólo por mí.

—Sí, tenéis razón —repuso Clara con una hechicera sonrisa—, quiero deberos una obligación más.

—¿Cuál?

—La de librarme de no sé que peligro que me amenaza. —¿Un peligro?

—Sí. Escuchad.

Clara se fue a la puerta y corrió el cerrojo.

—Me han conocido —dijo volviendo.

—¿Quién?

—Un hombre, cuyo nombre ignoro, pero cuya fisonomía y voz no me son del todo desconocidas. Me parece que oí su voz la noche que en esta misma sala recibisteis la orden de partir enseguida para Mantes, y pienso que le he visto en la caza de Chantilly el día que ocupé el puesto de la señora de Condé.

—¿Y quién creéis que puede ser ese hombre?

—Creo que ha de ser agente del duque de Epernón, y por consiguiente un enemigo.

—¡Diablos! —prorrumpió Canolles—. ¿Y decís que os ha conocido?…

—No me queda la menor duda; me ha llamado por mi nombre, sosteniendo solamente que yo era hombre. Todas estas cercanías están llenas de oficiales del partido real, se sabe que soy del de los príncipes, y tal vez se trata de inquietarme; pero ya estáis aquí y a nadie temo. Vos sois oficial también, y del mismo partido que ellos, y así me serviréis de salvaguardia.

—¡Ay! —dijo el barón—, mucho siento no poderos ofrecer otra defensa y no otra protección que la de mi espada.

—¿Cómo?

—Desde este momento, señora, no estoy al servicio del rey.

—¿De veras? —exclamó Clara en el colmo de su alegría.

—Me había propuesto enviar mi dimisión, fechada en el lugar que os encontrase. Os he encontrado, señora, y mi dimisión se fechará en Jaulnay.

—¡Oh, libre, libre! ¡Sois libre! Podéis abrazar el partido de la lealtad y de la justicia, podéis adheriros a la causa de los príncipes, es decir, a la de toda la nobleza.

—¡Oh! ¡Bien sabía yo que erais muy digno caballero para no comportaros así!

Y Clara tendió a Canolles una mano, que él besó con arrobamiento.

—¿Y cómo ha sido eso, cómo ha pasado? Referidme vuestro suceso con todos sus detalles.

—¡Oh! No seré muy extenso. Anticipadamente escribí al señor de Mazarino, avisándole lo que había ocurrido; al llegar a Mantes recibí una orden de presentarme a él, me llamó cabecilla infeliz, y yo le llamé poco seso; se echó a reír, me enfadé, alzó la voz, le envié a pasear, y me volví a mi casa. Esperé que tuviese a bien hacerme llevar a la Bastilla, y esperó que una buena reflexión me hiciese salir de Mantes. A las veinte y cuatro horas tuve ese buen pensamiento, debido a vos; porque recordé lo que me habíais ofrecido, y juzgué que podríais esperarme, aunque no fuese más de un segundo. Entonces, respirando el aire libre, descargado de toda responsabilidad, de todo deber me acordé de una cosa, y era que os amaba, señora, y que podía ya decíroslo en alta voz y con toda osadía.

—¡Es decir que habéis perdido por mi vuestro empleo, que por mí habéis caído en desgracia, y que por mí estáis arruinado! ¡Querido Canolles! ¿Cómo os podré pagar jamás tantas obligaciones, cómo os probaré mi gratitud?

Y con una sonrisa y una lágrima, que le devolvía cien veces más de lo que había perdido, la señora de Cambes hizo caer a sus pies a Canolles.

—¡Ah, señora! —le dijo—. Desde este momento, por el contrario, soy rico y feliz; porque voy a seguiros, porque jamás me separaré de vos; porque mi dicha está en vuestros ojos y en vuestro amor mi riqueza.

—¿Nada os detiene ya?

—·Nada.

—Me pertenecéis todo entero. Y quedándome con vuestro corazón, ¿puedo ofrecer a la princesa vuestro brazo?

—Sí.

—¿Habéis enviado ya vuestra dimisión?

—Todavía no. Quería primero volveros a ver, pero como os he dicho, ahora que os veo, voy a escribirla aquí en este mismo instante.

—¡Escribid, pues; escribid antes de nada! Si no lo hacéis, seréis considerado como un tránsfuga; también es preciso que esperéis, antes de dar ningún paso decisivo, a que sea aceptada esa dimisión.

—No temáis nada, queridita diplomática, me la concederán de buena voluntad; mi torpeza de Chantilly no les deja ningún sentimiento. ¿No me han dicho —añadió Canolles riendo—, que soy una cabecilla infeliz?

—Sí; pero nosotros reformaremos esa opinión, perded cuidado. Vuestro asunto de Chantilly tendrá mejor éxito en Burdeos de lo que lo ha tenido en París, creedme. Pero escribid, Canolles, escribid pronto, a fin de que partamos; porque os lo confieso, barón, mi estancia en esta posada no me tranquiliza.

—¿Habláis de lo pasado? ¿Son recuerdos los que os espantan? —dijo Canolles tendiendo dulcemente la vista a su alrededor, y fijándola en la alcoba de dos camas, que ya más de una vez había atraído sus miradas.

—No; hablo del presente. Mis temores nada tienen de común con vos. Hoy no es a vos a quien temo.

—¿Pues a quién teméis? ¿Qué tenéis que temer?

—¡Eh! ¡Dios mío, quién sabe!

En este momento, como para justificar los temores de Clara, resonaron a la puerta tres golpes, dados con una solemne gravedad.

El barón y la vizcondesa quedaron en silencio, mirándose con inquietud y queriéndose interrogar el uno al otro.

—¡En nombre del rey —dijo una voz—, abrid!

Y súbitamente la frágil puerta se hizo astillas. Canolles quiso acudir a su espada, pero ya un hombre se había interpuesto entre su espada y él.

—¿Qué quiere decir esto?… —dijo el barón.

—Vos sois el señor de Canolles, ¿no es cierto? —El mismo.

—¿Capitán del regimiento de Navalles?

—Sí.

—¿Enviado con una misión del señor duque de Epernón?

Canolles hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—Entonces, en nombre del rey de Su Majestad la reina regente, yo os arresto.

—¿Vuestra orden?

—Vedla aquí.

—Pero, señor —dijo el barón devolviendo el papel, después de haber tendido sobre él una rápida ojeada—; me parece que os conozco.

—¡Pardiez, vaya si me conocéis! ¿No es esta misma aldea en que ahora os arresto, donde os traje de parte del señor duque de Epernón la comisión de partir para la corte? Vuestra fortuna dependía de aquella comisión, caballero mío; errado el golpe, tanto peor para vos.

Clara había reconocido al indiscreto preguntón.

—Mazarino se venga —murmuró Canolles.

—Vamos, caballero, partamos —dijo Cauviñac.

Clara permanecía inmóvil. Canolles, indeciso, parecía próximo a volverse loco. Su desgracia era tan grande, tan grave, tan inesperada, que se sentía abrumado con su peso; con todo, inclinó la cabeza y se resignó.

Por otra parte, en aquella época las palabras «en nombre del rey», conservaban aún toda su magia, y nadie probaba a resistirse a ellas.

—¿A dónde me lleváis? —dijo—, ¿o se os ha prohibido hasta darme el consuelo de saber a dónde voy?

—No, señor, y voy a decíroslo, os llevamos a la fortaleza de la isla de San Jorge.

—¡Adiós, señora! —dijo Canolles inclinándose respetuosamente ante la vizcondesa de Cambes—. ¡Adiós!

—Vamos, vamos —dijo para sí Cauviñac—, no están las cosas tan adelantadas como yo creía. Se lo diré a Nanón, y eso la tranquilizará.

Después, dirigiéndose al umbral de la puerta, gritó:

—Cuatro hombres para escoltar al capitán, y otros cuatro de avanzada.

—Y yo —exclamó la señora de Cambes extendiendo los brazos hacia el prisionero—. A mí, ¿adónde se me lleva? Porque si el barón es culpable, ¡oh! Yo soy mucho más que él.

—Vos, señora —respondió Cauviñac—, podéis retiraros; sois libre.

Y salió conduciendo al barón.

La vizcondesa se levantó reanimada por un rayo de esperanza, y preparó todo lo necesario para su partida, a fin de que no hubiese ocasión de sustituir estas buenas disposiciones por otras órdenes contrarias.

—Libre —dijo—, podré velar por él. Partamos.

Y abalanzándose a la ventana, vio partir la cabalgata que conducía al barón; cambió con él un último adiós, y llamando a Pompeyo, que con la esperanza de una parada de dos o tres días, se había ya aposentado en la mejor habitación que pudo encontrar, le dio orden de disponerlo todo para la marcha.