XIII
XIII
El espía enamorado
Canolles no sabía aún qué determinar; así pues, al entrar en su aposento se puso a pasear a lo largo y a lo ancho, como suele hacerlo quien está indeciso, sin ver que Castorín, que esperaba su regreso, se había levantado al verle entrar, y le seguía con una bata extendida en las manos, detrás de la que se ocultaba.
Castorín tropezó con un mueble, y Canolles se volvió hacia él.
—¿Qué haces ahí con esa bata?
—Espero que os desnudéis.
—No sé cuándo lo haré. Pon esa bata sobre un sillón, y espera.
—¡Cómo, señor! ¿No os desnudáis? —preguntó Castorín, criado naturalmente terco, que esta noche parecía más indigesto que de costumbre—. Pues qué, señor, ¿no tratáis de acostaros enseguida?
—No.
—¿Pues cuándo piensa el señor acostarse?
—¡Qué te importa!
—Me importa demasiado, como que estoy muy cansado.
—¡Ah! ¡De veras! —dijo Canolles parándose y mirando a la cara a Castorín—, ¿estás muy cansado?
Y el caballero leyó visiblemente en el semblante de su lacayo esa impertinente expresión de los criados que desean se les despida.
—¡Muy cansado! —dijo Castorín.
Canolles se encogió de hombros.
—Sal —le dijo—, y espera en la antesala; cuando te necesite, llamaré.
—Os advierto —señor—; que si tardáis mucho, no me encontraréis en la antesala.
—¿Y tendrá el señor Castorín la bondad de decirme a dónde irá?
—A mi cama. Me parece que cuando se han caminado doscientas leguas, es ya hora de acostarse.
—Señor Castorín, me parece que sois un bergante.
—Si cree el señor que un bergante no es digno de ser su lacayo, no tiene más que decir una palabra, y le desembarazaré de mi servicio —respondió Castorín adoptando el aire más majestuoso.
En aquel momento no era la paciencia la virtud que más dominaba a Canolles; y si Castorín hubiera tenido la facultad de entrever solamente alguna pequeña parte de la tempestad que se condensaba en el alma de su amo, es evidente que por mucho que le apremiase el deseo de verse libre, habría esperado otra ocasión para hacerle la proposición que acababa de aventurar. El caballero se dirigió directamente hacia él, y cogiendo uno de los botones de su justillo entre el pulgar y el índice, movimiento que llegó más tarde a hacerse muy familiar en un hombre más grande que lo fuera jamás el pobre Canolles, dijo:
—Repítelo.
—Repito —contestó Castorín con la misma osadía—, que si no está el señor contento de mí, le evitaré el disgusto de mis servicios.
Canolles soltó a Castorín y se dirigió con gravedad a tomar su bastón. Castorín comprendió de lo que se trataba, y exclamó:
—¡Señor, tened cuidado con lo que vais a hacer! Yo no soy un simple lacayo, estoy al servicio de la señora princesa.
—¡Ah! ¡Ah! —pronunció Canolles bajando el bastón ya levantado—. ¡Ah!, ¿estás al servicio de la señora princesa?
—Sí, señor; hace un cuarto de hora —dijo Castorín enderezándose.
—¿Quién os ha contratado a su servido?
—El señor Pompeyo, su mayordomo.
—¡El señor Pompeyo!
—Sí.
—¡Bah! ¿Y por qué no me has dicho eso enseguida? —exclamó Canolles. Sí, sí; tienes razón en dejarme, querido Castorín, toma dos doblones de indemnización de los palos que he estado a punto de darte.
—¡Oh! —prorrumpió Castorín, no atreviéndose a tomar el dinero—, ¿qué significa eso? ¿Os burláis de mí, señor?
—No, todo lo contrario. Sé en buen hora lacayo de la princesa. Pero dime, ¿cuándo debe empezar tu servicio?
—Desde el instante en que el señor me deje en libertad.
—Pues bien, yo te dejaré en libertad mañana, eres todavía mi lacayo y estás obligado a obedecerme.
—¡Con mucho gusto! ¿Qué tiene vos que mandarme, señor? —dijo Castorín decidido a tomar los dos doblones.
—Te mando, ya que tantas ganas tienes de acostarte, que te desnudes y te metas en mi cama.
—¡Cómo, señor!, ¿qué queréis decir? No entiendo…
—No es necesario entender, sino obedecer; ¿estamos? Desnúdate, voy a ayudarte.
—¡Cómo! ¿Vos ayudarme?
—Sin duda. Puesto que tú vas a ejecutar el papel del señor de Canolles, justo es que yo ejecute el de Castorín.
Y sin aguardar el permiso de su criado, le quitó el barón el justillo, con el que se vistió, el sombrero, que colocó sobre su cabeza, y dándole dos vueltas a la llave, lo dejó encerrado antes que pudiese volver de su sorpresa, bajando enseguida rápidamente la escalera.
Canolles empezaba a penetrar por último en todo aquel misterio, aunque una parte de los hechos estuviese aún envuelta para él en una oscura nube. En el término de dos horas le había parecido no ser del todo natural cuanto había visto y oído. La actitud de los habitantes de Chantilly era estudiada, toda persona que encontraba le parecía que desempeñaba un papel, y entretanto los pormenores que presenciaba se refundían en una armonía general que indicaba al observador enviado por la reina la necesidad de redoblar su vigilancia, si no quería ser el juguete de alguna gran intriga.
El ser Pompeyo lacayo del vizconde de Cambes, aclaraba muchas dudas, y las que aún le quedaban se disiparon bien pronto, cuando al bajar al patio vio, no obstante la profunda oscuridad de la noche, avanzar cuatro hombres, disponiéndose a entrar por la misma puerta que él acababa de abrir, estos cuatro hombres eran conducidos por el mismo ayuda de cámara que le sirvió de introductor en las habitaciones de las princesas. Detrás de ellos seguía otro hombre embozado en una capa.
Esta gente se detuvo en el umbral de la puerta, esperando las órdenes del hombre de la capa.
—Y sabéis su habitación —dijo éste con voz imperiosa dirigiéndose al ayuda de cámara—, y le conocéis, puesto que le habéis conducido. Tened mucho cuidado, y sobre todo que no pueda salir, colocad la gente en lo alto de la escalera, en el corredor, donde queráis; eso importa poco con tal que sin sospechar nada sea él guardado, en lugar de ser él quien guarde a Sus Altezas.
Canolles se replegó y se hizo más impalpable que una sombra en el ángulo en que la noche proyectaba su más densa oscuridad; desde allí sin ser visto vio desaparecer bajo la bóveda los cinco vigilantes que se le ponían, mientras que el hombre de la capa, después de haberse asegurado de la ejecución de sus órdenes, se marchaba por el mismo camino que había venido.
—Esto no indica aún nada terminante —dijo para sí Canolles siguiéndole con la vista—, porque el despecho no puede obligarles a darme la revancha; ¡por fin, con tal que ese diablo de Castorín no vaya a gritar, llamar o hacer alguna locura!… Conozco que he hecho mal en no taparle la boca; pero desgraciadamente ya es demasiado tarde. Vamos a empezar la ronda.
Acto continuo, Canolles, después de haber dirigido a su alrededor una mirada inquisitorial, atravesó el patio y se dirigió al ala del edificio detrás de la que estaban situadas las caballerizas.
Toda la animación del castillo parecía haberse refugiado a esta parte de la casa. Oíase el manoteo de los caballos y las carreras de la gente apresurada. La sillería resonaba con el continuo choque de los bocados y arneses. Sentíanse rodar los carruajes fuera de las cocheras, y llamarse y responderse con voces medio apagadas por el temor, pero que podían entenderse muy bien aplicando atentamente el oído.
Canolles permaneció un instante escuchando, y conoció, a no dudar, que se aprestaba todo lo necesario para una marcha.
Atravesó todo el espacio comprendido entre una y otra ala, pasó por debajo de una bóveda y llegó hasta la fachada del castillo.
Allí se detuvo. En efecto, las ventanas del piso bajo brillaban con una luz demasiado viva, para no traslucir que había encendidas en el interior una considerable cantidad de bujías; y como estas luces iban y venían trazando una grande sombra y extensas líneas luminosas sobre el césped del jardín, Canolles conoció que estando allí el centro de la actividad, allí debía estar también el foco de la empresa.
Canolles dudó un momento si debería o no sorprender el secreto que se le trataba de ocultar; pero bien pronto conoció que su título de enviado de la reina, y la responsabilidad que esta misión le imponía, disculpaban muchas cosas, aun en las conciencias más escrupulosas.
Acercóse con precaución andando a lo largo de la muralla, cuya base estaba tanto más oscura, cuanto mayor era el resplandor de las ventanas, situadas a seis o siete pies del suelo; subió sobre un recantón, del recantón pasó a una saliente de la muralla, con una mano se sostuvo de una anilla, con la otra del borde de la ventana, y por un ángulo del cristal asestó la mirada más penetrante y observadora que se ha introducido jamás en el santuario de una conspiración.
Junto a una mujer en pie, y que clavaba el último alfiler destinado a fijar sobre su cabeza su sombrero de viaje, vio algunas doncellas que acababan de vestir a un niño en traje de caza. El niño tenía la espalda vuelta a Canolles, de modo que sólo podía distinguir su cabellera rubia.
Pero la señora, alumbrada de lleno por dos candelabros de seis brazos que a cada lado del tocador sostenían dos criados de pie, semejantes a dos cariátides, presentó a Canolles el exacto original del retrato que poco antes había visto en la semioscura habitación de la princesa.
Alli estaba el rostro oval, la boca severa, la nariz de imperiosa curva de la mujer cuya viva imagen reconocía entonces Canolles; todo daba a demostrar en ella la dominación, su gesto resuelto, su mirada centelleante, sus bruscos movimientos de cabeza. Todo denotaba obediencia en los que la asistían, sus saludos, su precipitación en traer el objeto pedido, su prontitud en responder a la voz de su soberana, o en interrogar su mirada.
Muchos oficiales de la casa, entre los que Canolles reconoció al ayuda de cámara, acomodaban en maletas, cofres y sacos de noche, unos joyas, los otros dinero, y además el arsenal de las señoras, que comúnmente se llama tocador. El joven príncipe, durante este tiempo, jugaba y corría entre los activos sirvientes; pero por una singular fatalidad, Canolles no pudo verle el rostro.
—Ya lo sospechaba —murmuró—, se me quiere burlar, pues estas gentes lo están preparando y disponiendo para un viaje. Sí, pero no saben que yo puedo con un gesto cambiar esta escena de actividad en otra de duelo. No tengo más que acudir al terraplén, silbar tres veces con este silbato de plata, y en cinco minutos, atraídos por su acre sonido, habrán penetrado doscientos hombres en este castillo, arrestado a las princesas y maniatado a todos esos oficiales que ahora ríen con tanta soma. Sí —continuó Canolles, sólo que esta vez hablaba de corazón y no con los labios—; sí, ¡pero y ella, que duerme o finge dormir allá abajo!… la perderé para siempre; me aborrecerá, y esta vez habré merecido su odio. Es más, me despreciará diciendo que he ejecutado hasta el fin de mi oficio de espía; y a pesar de esto, una vez que ella obedece a la princesa, ¿por qué no he de obedecer yo a la reina?
En este momento, como si el acaso hubiese querido combatir aquel cambio de resolución, se abrió una puerta del aposento en que se efectuaba el tocado de la princesa, y entraron por ella dos personas muy alegres y apresuradas, un hombre de cincuenta años y una mujer de veinte.
A su vista el corazón de Canolles se depositó todo en sus ojos. Acababa de reconocer los hermosos cabellos, los frescos labios, la mirada inteligente del vizconde de Cambes, que sonriendo aún, vino a besar respetuosamente la mano de Clemencia de Maillé, princesa de Condé; pero esta vez traía los vestidos propios de su verdadero sexo, y representaba la vizcondesa más deliciosa del mundo.
Habría dado Canolles en aquel momento diez años de vida por oír su conversación; pero en vano aplicaba su cabeza a los vidrios, sólo un rumor ininteligible llegaba hasta su oído. Vio a la princesa hacer un gesto de despedida a la joven, y besarle la frente, recomendándole al mismo tiempo una cosa que hizo reír a todos los circunstantes; además vio a esta última dirigirse a las habitaciones de ceremonia, acompañada de algunos oficiales ínfimos, disfrazados con uniformes de oficiales superiores; también vio al digno Pompeyo inflado de orgullo, con un vestido de color de naranja recamando de plata, que doblándose con nobleza y apoyándose, como Jafet de Armenia, en la empuñadura de un enorme espadón, acompañaba a su señora, mientras ésta alzaba graciosamente su largo vestido de raso; después empezó a desfilar sin ruido por una puerta de la izquierda la comitiva de la princesa, ésta marchaba en primer término, no con el paso de una fugitiva, sino con el de una reina; detrás iba el escudero Vialas, que llevaba en sus brazos al duquecito de Enghien cubierto con una capa; luego Lenet con un cofre cincelado y legajos de papeles, y últimamente el capitán del castillo cerraba la marcha, que precedían dos oficiales con espada en mano.
Toda esta gente salió por un pasadizo secreto; Canolles saltó enseguida desde su observatorio al suelo, y se dirigió a la bóveda, en que hacía tiempo habían sido apagadas las luces. Entonces vio pasar todo el cortejo, que se encaminó a las caballerizas; ya no quedaba duda de que iban a partir.
En este momento se presentó a la imaginación de Canolles la idea de los deberes que le estaban impuestos por la misión que le había confiado la reina. La mujer que iba a salir de Chantilly, y a quien él dejaba escapar, era la Guerra Civil, ya armada, que de nuevo iba a devorar las entrañas de la Francia. Sin duda le era bochornoso, como hombre, constituirse en espía y guardia de una mujer; era otra señora de Longueville, que había prendido fuego a los cuatro ángulos de París.
Canolles acudió al terraplén que dominaba al parque, y aplicó a sus labios el silbato de plata.
Un soplo habría bastado para descubrir todos aquellos preparativos. La señora de Condé no habría salido de Chantilly, o si hubiera salido, no anduviera cien pasos sin ser envuelta con su escolta por fuerza triple. De este modo Canolles cumplía con su misión sin correr el menor peligro; de un sólo golpe destruía la fortuna y el porvenir de la casa de Condé, y con el mismo golpe establecía sobre las ruinas de ella su fortuna, fundando su porvenir, como en otro tiempo lo habían hecho los Vitry y los Luynes, y recientemente los Guitaut y los Miossens, en circunstancias tal vez menos importantes aún para la salud del trono.
Pero Canolles alzó la vista hacia el aposento en que tras las cortinas de terciopelo encarnado brillaba dulce y melancólica la luz de la lámpara con que la falsa princesa se alumbraba, y creyó que se dibujaba su sombra querida sobre las grandes cortinas blancas.
Entonces, todas las resoluciones del raciocinio y los cálculos del egoísmo, desaparecieron ante este rayo de escasa luz, como ante los primeros albores del día se desvanecen todos los sueños y fantasmas de la noche.
—El señor de Mazarino —dijo Canolles para sí con fervor apasionado—, es bastante rico para perder todos estos príncipes y princesas que se le escapan; pero yo no soy tan rico para perder el tesoro que desde este momento me pertenece, y que guardaré celoso como un dragón.
Ahora queda sola, en mi poder, depende de mí; a cualquier hora del día y de la noche puedo entrar en su habitación, y no huirá sin decírmelo, porque he recibido su palabra sagrada. ¡Qué importa que sea engañada la reina! Ordenó que viniese y que guarde a la princesa de Condé, y lo hago; pudieran haberme dado sus señas, o haber enviado cerca de ella un espía más hábil que yo.
Y Canolles volvió a meter el silbato en su bolsillo, escuchó el rechinar de los cerrojos, el ruido que se asemejaba a un trueno lejano de los carruajes sobre el puente del parque, y perderse el murmullo decreciente de una cabalgata a lo lejos. Entonces, cuando objetos y rumores hubieron desaparecido, sin pensar en que acababa de jugar su vida contra el amor de una mujer, o mejor dicho, contra una sombra de felicidad, pasó al segundo patio, que estaba desierto, y subió con precaución su escalera, sumergida como la bóveda en la más profunda oscuridad.
Por mucha que fuese la precaución de Canolles, no pudo impedir al llegar al corredor el tropezar contra una persona que parecía escuchar a su puerta, y que lanzó un grito sordo de terror.
—¿Quién sois? ¿Quién sois? —preguntó el personaje con voz de espanto.
—¡Eh! ¡Pardiez! —dijo Canolles—. ¿Quién sois vos, que os introducís como espía en esta escalera?
—¡Soy Pompeyo!
—¡El mayordomo de la señora princesa!
—Sí, sí, el mayordomo de la señora princesa.
—¡Ah! Entonces ya es diferente —dijo el caballero—. Yo soy Castorín.
—¡Castorín! ¿El criado del señor barón de Canolles?
—El mismo.
—¡Ah, mi querido Castorín! —dijo Pompeyo—. Siento haberos asustado.
—¿A mí?
—¡Sí, por cierto! ¡Ya se ve, el que no ha sido soldado!… ¡Bah!… ¿Y puedo seros útil en algo, mi amigo? —continuó Pompeyo con cierta importancia.
—Sí.
—Decid, pues.
—Podéis anunciar ahora mismo a la señora princesa, que mi amo desea hablarle.
—¿A esta hora?
—Precisamente.
—¡Imposible!
—¿Cómo tal?
—No lo dudéis.
—¿Conque es decir que no recibirá entonces a mi amo?
—¡No!
—De real orden, señor Pompeyo. Id a decírselo así.
—¡De real orden!… —exclamó Pompeyo—. ¡Voy, voy!
Y Pompeyo bajó impetuosamente la escalera, impelido a la vez por el respeto y miedo, que son dos lebreles capaces de hacer correr a una tortuga.
Canolles continuó su camino, entró en su aposento, donde encontró a Castorín roncando magistralmente arrellanado en su gran sillón, tomó sus vestidos de oficial, y esperó el suceso que acababa de disponer.
—A fe mía —dijo entre sí—, podré no desempeñar bien los negocios del señor de Mazarino; pero me parece que los míos no van del todo mal.
Esperó Canolles inútilmente la vuelta de Pompeyo; y viendo al cabo de diez minutos que no venía ni otro en su lugar, resolvió presentarse solo.
En aquel momento despertó a Castorín, a quien una hora de sueño había calmado la bilis, le ordenó con un tono que no admitía réplica que estuviese dispuesto para cuanto pudiera ocurrir, y se dirigió a la habitación de la princesa.
Encontró el barón a la puerta un criado de pie y muy mal humorado, porque acababa de llamarle la campanilla en el momento en que, terminados sus quehaceres, creía por último, como Maese Castorín, entregarse a un sueño reparador después de un día de tanta fatiga.
—¿Qué queréis, caballero? —dijo el criado al ver a Canolles.
—Deseo presentarme a la señora princesa de Condé.
—¿A esta hora, señor?
—¡Cómo, a esta hora!
—Sí; me parece bastante tarde.
—¡Qué estáis diciendo, bribón!
—No obstante, caballero… —balbuceó el lacayo.
—No solicito, quiero —dijo Canolles con un tono de extremada altanería.
—Queréis… Aquí no manda nadie más que la señora princesa.
—El rey manda en todas partes… ¡De orden del rey!
El lacayo se estremeció y bajó la cabeza.
—¡Perdonad, caballero! —repuso temblando—; yo no soy más que un pobre criado, y no puedo por mí mismo adelantarme a abriros la puerta de la señora princesa. Permitidme que vaya a llamar un camarero.
—¿Acostumbran los camareros a acostarse en Chantilly a las once?
—Se ha estado de caza todo el día —repuso el lacayo.
—¡Es injusto!… —murmuró Canolles— necesitan tiempo para vestir de camarero a cualquiera.
Luego añadió alto:
—Está bien, id, esperaré.
El lacayo se fue corriendo a alarmar el castillo, en el que ya Pompeyo, espantado por su mal encuentro, había difundido un indecible pavor.
Cuando Canolles quedó solo prestó una gran atención, y oyó entonces carreras en los salones y corredores inmediatos; vio a la escasa luz de algunas antorchas medio apagadas colocarse en los ángulos de la escalera hombres armados con mosquetes, y en todas direcciones sintió por último reemplazar un murmullo amenazador al silencio de estupor que un instante antes reinaba en todo el castillo.
Canolles llevó la mano a su silbato y se aproximó a una ventana, y a través de los vidrios percibía destacarse, como una masa nebulosa, la cima de los corpulentos árboles, a cuyas plantas había hecho emboscar los doscientos hombres que trajo consigo.
—No conviene —dijo reflexionando—, esto nos conduciría a un combate que no me tendría cuenta.
Más vale esperar; lo peor que me puede suceder esperando, es el que me asesinen, al paso que llevándome de ligero puedo perderla…
Apenas acababa Canolles de hacer esta reflexión, cuando vio abrirse una puerta y aparecer un nuevo personaje en ella.
—La señora princesa no está visible —dijo el recién venido con una precipitación—, que no le permitió saludar al caballero. Está acostada, y ha prohibido que penetre hasta ella ninguna persona, sea quienquiera.
—¿Quién sois vos? —dijo Canolles mirando de alto a bajo al extraño personaje—, ¿quién os ha permitido la insolencia de hablar a un caballero con el sombrero puesto?
Y con la punta del bastón hizo Canolles saltar el sombrero de la cabeza de su interlocutor.
—¡Caballero! —exclamó éste dando con energía un paso atrás.
—Os he preguntado quién sois —dijo Canolles.
—Yo soy —respondió aquél—, soy, como podéis ver por mi uniforme, el capitán de guardias de Su Alteza.
Canolles se sonrió.
En efecto, había tenido tiempo para apreciar por su aspecto al que le hablaba, y había conocido que se las había con un despensero de ancho vientre, campanudo como sus botellas, un vantel lozano, aprisionado en un justillo de oficial, que por falta de tiempo o sobra de abdomen, no había podido acabarse de abrochar.
—Está muy bien, señor capitán de guardias —dijo Canolles—. Recoged vuestro sombrero y contestad.
El capitán ejecutó la primera parte del precepto de Canolles, como hombre que conocía aquella linda máxima de la disciplina militar, para saber mandar es menester saber obedecer.
—Capitán de guardias —repuso Canolles—. ¡Canario!, ése es un magnífico empleo.
—Sí, señor, magnífico; ¿y en fin? —pronunció el individuo alzándose.
—No os estiréis tanto, señor capitán —dijo Canolles—, que vais a romperos hasta la última agujeta, y se pueden caer los calzones hasta las rodillas, que sería una desgracia.
—En fin, caballero, ¿vos, quién sois? —dijo a su vez el supuesto capitán.
—Caballero, yo, imitando el ejemplo de urbanidad que me habéis dado, voy a responder a vuestra pregunta como habéis respondido a la mía. Soy capitán del regimiento de Navalles, y vengo en nombre del rey como embajador, revestido de un carácter pacífico o violento; advirtiéndoos que usaré de uno o de otro, según que se obedezcan o no las órdenes de Su Majestad.
—¿Violento, caballero? —exclamó el fingido capitán—, ¿un carácter violento?…
—¡Muy violento, sí! Os lo advierto.
—¿Y contra Su Alteza?
—¿Por qué no? Su Alteza no es más que la primera súbdita de Su Majestad.
—No os aventuréis a usar de la fuerza; pues tengo cincuenta hombres de armas dispuestos a vengar el honor de Su Majestad.
Canolles no quiso decirle que sus cincuenta hombres de armas eran otros tantos lacayos y marmitones, dignos de servir bajo las órdenes de tal jefe; y que en cuanto al honor de Su Alteza, no había allí que temer, pues a aquella hora corría ya por el camino de Burdeos. Sólo le respondió con esa sangre fría más aterradora que una amenaza, tan habitual a los valientes acostumbrados al peligro:
—Si tenéis cincuenta hombres armados, señor capitán, yo tengo doscientos soldados que componen la vanguardia de un ejército real. ¿Queréis declararos en rebelión contra Su Majestad?
—No, señor, no —respondió vivamente el hombre gordo en extremo humillado—. Líbreme Dios; solamente os suplico deis testimonio de que no cedo sino a la fuerza.
—Esta bien; eso es lo más que debo hacer por vos en calidad de un compañero.
—En ese caso os conduciré ante la señora princesa madre, que aún no está dormida.
Canolles no necesitó reflexionar para apreciar el peligro que le ofrecía esta asechanza; pero se libró de ella fácilmente con la ayuda de su omnipotencia.
—No tengo orden de ver a la princesa madre, sino a Su Alteza la princesa joven.
El capitán de guardias bajó de nuevo la cabeza, les hizo hacer un movimiento retrógrado a sus gruesas piernas, arrastró su larga espada por el pavimento, volviendo a salir por la misma puerta por entre dos centinelas, que temblaban durante esta escena, y que al anuncio de la llegada de doscientos hombres habían estado próximos a abandonar el puesto, pues tenían pocos ánimos de ser mártires de fidelidad en el castillo de Chantilly.
Diez minutos después volvió con innumerables ceremonias el capitán, acompañado de dos guardias para conducir a Canolles ante la princesa, en cuya cámara fue introducido sin tener que sufrir nuevas detenciones.
Canolles reconoció el aposento, los muebles, la cama y hasta el perfume que despertaba su memoria; pero en vano buscó dos cosas, el retrato de la verdadera princesa que había visto en su primera visita, y que había iluminado su entendimiento mostrándole los indicios de la burla que trataban de jugarle, y el semblante de la falsa princesa por quien acababa de hacer tan grande sacrificio. El retrato había desaparecido por una precaución algo tardía, y sin duda, en consecuencia de esta misma precaución, el rostro de la persona acostada estaba vuelto hacia la pared con una impertinencia propia de un príncipe.
Cerca de ella y entre la pared y el lecho había dos mujeres en pie.
El caballero habría disimulado sin esfuerzo esta falta de atención; pero como temía que una nueva sustitución no hubiese permitido huir a la señora de Cambes, como había huido la princesa, sus cabellos se erizaron de terror sobre su cabeza, y quiso desde luego convencerse de la identidad del personaje que ocupaba el lecho, llamando en su ayuda el poder supremo que su misión le revestía.
—Señora —dijo inclinándose profundamente—, Vuestra Alteza me dispensará si me presento así ante ella después de haberle dado mi palabra de esperar sus órdenes; pero acabo de sentir gran ruido en el castillo, y…
La persona acostada se estremeció, pero no contestó una palabra. Canolles trató de indagar si algún indicio le hacía conocer si era aquélla la persona que buscaba; pero en medio de los ondulantes flecos, y entre la blanda espesura de plumazones y cortinas, le fue imposible distinguir otra cosa que la forma de una persona acostada…
Canolles continuó:
—Y mi obligación me impone el deber de cerciorarme de que este lecho contiene aún la misma persona con quien he tenido el honor de hablar hace media hora.
Esta vez no fue un simple estremecimiento, sino un verdadero movimiento de terror. Este movimiento no se escapó a la observación de Canolles, que se sintió aterrado.
—Si me ha engañado —dijo para sí—; si a pesar de la palabra que solemnemente me ha dado, ha huido, salgo al momento del castillo, monto a caballo, me pongo a la cabeza de mis doscientos hombres, y agarro a los fugitivos, aunque tenga que incendiar treinta pueblos para alumbrar mi camino.
Canolles esperó un instante; mas la persona acostada no respondió ni se volvió. No quedaba la menor duda de que se deseaba ganar tiempo.
—Señora —dijo por último el caballero con una impaciencia que no trataba de disimular—; suplico a Vuestra Alteza recuerde que soy el enviado del rey, y que en nombre del rey reclamo el honor de ver vuestro semblante.
—¡Oh, esto es una inquisición insoportable! —dijo entonces una voz trémula, que hizo estremecer de gozo al joven oficial, porque acababa de escuchar una voz que no podía imitar otra ninguna—. Si como decís, caballero, es el rey quien os obliga a conduciros así, es porque el rey, como niño, aún no conoce los deberes de un caballero, obligar a una mujer a mostrar su semblante, es hacerle el mismo insulto que si se le arrancase la máscara.
—Señora, hay una palabra ante la cual se humillan los hombres cuando procede de los reyes, y que los reyes acatan cuando emana del destino; es indispensable.
—Pues bien —dijo la joven—, ya que estoy sola y sin defensa contra la orden del rey y las exigencias de su mensajero, obedezco ya que es indispensable. Caballero, miradme.
Entonces un brusco movimiento dividió el antemural de almohadas, cubiertas y randas que defendía a la bella sitiada, y a través de esta brecha improvisada apareció, encendida de pudor más que de indignación, la rubia cabeza y delicioso rostro que la voz había denunciado anteriormente. Con la rapidez del hombre habituado a darse cuenta de situaciones, si no iguales, parecidas al menos, se aseguró Canolles de que no era la cólera quien había hecho bajar aquellos ojos circundados de sedosas pestañas, ni quien hacía temblar aquella blanca mano que sujetaba sobre un cuello de nácar los rizos de una cabellera fugitiva y la batista de unos lienzos perfumados.
La fingida princesa permaneció un instante en esta posición, que habría querido hacer amenazadora, y que sólo era irritada; mientras que Canolles la miraba respirando deliciosamente y comprimiendo con ambas manos los latidos de su corazón, que saltaba de gozo.
—¡Y bien, caballero! —dijo al cabo de algunos segundos la bella perseguida—; ¿es bastante la humillación? ¿Me habéis examinado ya a vuestro gusto? Sí, ¿no es cierto? ¡Vuestro triunfo es completo!
Pues bien, sed al menos vencedor generoso. Retiraos.
—Quisiera obedeceros, señora, pero debo llenar mis instrucciones hasta el fin. Hasta ahora no se ha llenado más que la parte de mi misión que a Vuestra Alteza concierne; pero no es suficiente haberos visto, es menester que vea yo ahora al señor duque de Enghien.
A estas palabras, pronunciadas con el tono propio de un hombre que sabe tiene el derecho de mandar y que quiere ser obedecido, sucedió un silencio profundo. La supuesta princesa se incorporó, apoyándose en la mano, y fijó en Canolles una de esas miradas extrañas que parecía no pertenecer más que a ella. ¡Contenía tantas cosas distintas a la vez! Esta mirada quería decir, ¿me habéis conocido, sabéis quién soy realmente? Si lo sabéis, dejadme, perdonadme; vos que sois el más fuerte, ¡tened piedad de mí!
Canolles comprendió todo cuanto esta mirada contenía; pero resistiendo a su elocuencia seductora, respondió a la mirada con la voz:
—Me es imposible, señora. La orden es terminante.
—Hágase todo cuanto queráis, caballero, una vez que no tenéis condescendencia alguna con el rango ni con la posición. Seguid a estas damas, que os conducirán cerca del príncipe mi hijo.
—¿No podrían estas damas —dijo Canolles—, traer vuestro hijo aquí, en lugar de conducirme cerca de él, señora? Me parece que esto sería mucho mejor.
—¿Y por qué, caballero? —preguntó la fingida princesa, mucho׳ más inquieta de esta nueva demanda de lo que lo había estado de ninguna de las otras.
—Porque durante este tiempo haría partícipe a Vuestra Alteza de un extremo de mi misión, que no puede comunicarse sino a vos sola.
—¿A mí sola?
—A vos sola —respondió Canolles con una cortesía más profunda que ninguna de cuantas hasta entonces había hecho.
Esta vez, la mirada de la princesa, que sucesivamente había pasado de la dignidad a la súplica, y de la súplica a la inquietud, se fijó en Canolles con la firmeza del terror.
—¿Qué hay en esta entrevista que pueda asustaros, señora? —dijo Canolles—. ¿No sois vos una princesa y yo un caballero?
—Sí, tenéis razón, y yo mal en temer; sí, aunque tengo el gusto de veros por primera vez, la fama de vuestra delicadeza y lealtad ha llegado hasta mí. Id a traer el señor duque de Enghien, señoras, y volved con él.
Las dos mujeres se retiraron del lecho dirigiéndose a la puerta; pero volviéndose una para asegurarse de la certeza de esta orden, a una señal que confirmaba las palabras de su señora o de la que ocupaba su puesto, salieron de la habitación.
Canolles las siguió con la vista, hasta que cerraron la puerta. Entonces volvió sus ojos centelleantes de júbilo hacia la fingida princesa.
—Veamos —dijo ésta incorporándose y cruzando las manos—; veamos, señor de Canolles, ¿por qué me perseguís así?
Y esto diciendo, miraba al joven oficial, no con la mirada altiva de princesa que había ensayado sin éxito, sino por el contrario, con una expresión tan interesante y expresiva, que todos los pormenores hechiceros de su primera entrevista, todos los episodios trastornadores del viaje, todos los recuerdos de aquel amor naciente, en fin, brotaron en tropel, envolviendo como embalsamados vapores el corazón de Canolles.
—Señora —dijo éste dando un paso hacia la cama—, yo persigo en nombre del rey a la señora princesa de Condé y no a vos, que no sois la princesa.
La persona a quien estas palabras se dirigían dio un pequeño grito, palideció, y apoyó una de sus manos sobre su corazón.
—¿Qué queréis decir, caballero? ¿Quién os figuráis que soy? —exclamó.
—¡Oh! En cuanto a esto no me sería muy fácil explicarlo; pero casi me atrevería a jurar que sois el más precioso vizconde, si no fuerais la más adorable vizcondesa.
—¡Caballero! —dijo la fingida princesa, esperando imponer a Canolles recordándole su dignidad—, ¡caballero, de todo cuanto me decís sólo comprendo una cosa, y ésta es que me faltáis al respeto, que me insultáis!
—Señora —dijo el barón—, no se falta al respeto a Dios adorándole, ni se insulta a los ángeles arrodillándose ante ellos.
Y a estas palabras, Canolles se inclinó como para arrodillarse.
—Caballero —dijo vivamente la vizcondesa deteniendo a Canolles—; caballero, la princesa de Condé no puede sufrir…
—La princesa de Condé, señora —respondió él—, va a estas horas sobre su buen caballo en compañía de Vialas su escudero, el señor de Lenet su consejero, sus caballeros, sus capitanes y todos de su casa, en fin, por el camino de Burdeos, y no tiene nada que ver con lo que pasa ahora entre al barón de Canolles y el vizconde o la vizcondesa de Cambes.
—¿Qué estáis ahí diciendo, caballero? ¿Estáis loco?
—No, señora. Yo no digo más que lo que he visto, ni refiero más de lo que he oído.
—Entonces, si habéis visto y oído lo que decís, debe estar terminada vuestra misión.
—¿Lo creéis así, señora? Ya no tengo más que hacer que volverme a París y confesar a la reina que, por no desagradar a una mujer que amo (no arméis así de cólera vuestros ojos), que por no desagradar a una mujer que amo he violado sus órdenes, he consentido la fuga de su enemiga, cerrando los ojos a cuanto veía, y en fin, que he vendido, sí, la causa de mi rey…
La vizcondesa pareció conmovida, y miró a Canolles con una compasión casi tierna.
—¿No tenéis la mejor de todas las disculpas, la imposibilidad? ¿Podíais solo detener la imponente escolta de la princesa? ¿Os habían ordenado combatir solo contra cincuenta caballeros?
—No estaba solo, señora —dijo el barón moviendo la cabeza—. Yo tenía, y tengo aún ahí, en el bosque, a quinientos pasos de nosotros, doscientos soldados, que puedo reunir y llamar a mi lado con solo un silbido; por consiguiente, me era muy fácil detener a la princesa, que por su parte no podría resistir. Y en fin, suponiendo que mi escolta fuese más débil que la suya, en vez de ser cuatro veces más fuerte, en todo caso podía combatir, y podía hacerme matar combatiendo; esto me sería tan fácil —continuó el joven inclinándose más y más—, como grato me sería tocar esa mano, si me atreviese a hacerlo.
En efecto, aquella mano en que el barón fijaba sus ardientes ojos, aquella mano fina, torneada y blanca, aquella mano insinuante había caído fuera de la cama, y palpitaba a cada palabra del joven. La vizcondesa, ciega también por esa electricidad del amor, cuyos efectos había ya experimentado en la pequeña posada de Jaulnay, no pudo pensar que debía retirar aquella mano que inspirara al barón un feliz punto de comparación. Ella se olvidó de esto, y el joven oficial, dejándose caer de rodillas, aplicó su boca sobre la mano con una timidez voluptuosa, que al contacto de sus labios se retiró como si la hubiese quemado un hierro ardiendo.
—¡Gracias, señor de Canolles! —dijo la joven—, os agradezco en el fondo de mi corazón lo que habéis hecho por mí, y creed que no lo olvidaré nunca. Pero duplicad el precio del servicio que me hacéis, apreciando mi posición y retirándoos. ¿No es necesario que nos separemos, puesto que está terminado vuestro encargo?
Éste nos, pronunciado con una entonación tan dulce, que pareció contener un viso de pesar, hizo vibrar con dolor hasta las fibras más secretas del corazón de Canolles.
En efecto, el sentimiento del dolor casi siempre existe en el fondo de las alegrías extremadas.
—Obedeceré, señora —dijo—. Sólo os haré observar, no por eludir mi obediencia, sino por evitaros tal vez un remordimiento, que si os obedezco estoy perdido. En el instante en que confiese mi falta, y en que no aparezca como el juguete de vuestra astucia, seré víctima de mi complacencia… Se me declarará traidor; seré encarcelado… pasado por las armas quizás; y esto es muy sencillo, porque he cometido una traición.
Clara dio un grito y cogió involuntariamente la mano del barón, que soltó enseguida, dejándola caer con una confusión deliciosa.
—Entonces, ¿qué haremos? —dijo ella.
El corazón del joven se dilató, esta dichosa fórmula de comunión iba haciéndose favorita en la señora de Cambes.
—¡Perderos a vos, tan generoso! —continuó la joven—. ¡Perderos yo! ¡Oh!, jamás. ¿A qué precio puedo salvaros? ¡Hablad, hablad!
—Sería necesario que me permitieseis, señora, continuar mi papel hasta el fin. Sería necesario, como he dicho, que yo apareciese engañado, y que diese cuenta al señor de Mazarino de lo que veo y no de lo que sé.
—Sí; pero si se supiese que todo esto lo hacéis por mí, si se trasluciese que nos hemos encontrado antes, que ya me habéis visto, pensad que entonces yo seré perdida a mi vez.
—Señora —dijo Canolles con profunda melancolía—, la frialdad que manifestáis, el aire de dignidad que tan poco os cuesta conservar en mi presencia, me dan a conocer que no dejaréis escapar un secreto, que desde luego no existe en vuestro corazón.
Clara guardó silencio, pero una mirada fugitiva y una imperceptible sonrisa que asomó a su pesar a los labios de la bella prisionera, contestaron al barón de un modo capaz de hacerle el más afortunado de todos los hombres.
—¿Me quedaré? —dijo con una inexplicable sonrisa.
—¡Ya que es preciso!… —contestó la vizcondesa.
—En ese caso voy a escribir al señor de Mazarino.
—Sí, idos.
—¿Cómo?
—Digo que vayáis a escribirle.
—No, es menester que yo le escriba desde aquí, desde vuestra cámara; es menester que feche mi carta desde el pie de vuestra cama.
—Pero eso no está en la orden.
—Ved mis instrucciones, señora; leedlas vos misma… Y Canolles dio un papel a la vizcondesa, que leyó:
«El barón de Canolles guardará de vista a la señora princesa y al duque de Enghien su hijo».
—De vista —dijo Canolles.
—De vista, sí; eso dice.
Clara conoció entonces todo el partido que un hombre enamorado, como lo estaba el barón, podía sacar de aquellas instrucciones; pero también conoció el servicio que prestaba a la princesa prolongando respecto a ella el error de la corte.
—Escribid, pues —dijo como mujer resignada.
Canolles la interrogó con la mirada, y del mismo modo le mostró ella un neceser, que contenía todo lo necesario para escribir.
Canolles abrió aquel mueble, del que sacó papel, tintero y pluma, colocándolos sobre una mesa, que acercó todo lo posible a la cama. Pidió, como si Clara fuese aun la princesa, el permiso para sentarse, que le fue concedido, y escribió al señor de Mazarino el oficio siguiente:
«Monseñor:
He llegado al castillo de Chantilly a las nueve de la noche. Vuestra Eminencia puede conocer que no he omitido en nada la diligencia, puesto que a las seis y media tuve el honor de recibir su permiso.
He hallado a las dos princesas en cama; la señora viuda gravísimamente enferma, y la princesa fatigada de una grande caza que ha hecho durante el día.
Según las instrucciones de Vuestra Eminencia, me he presentado ante Sus Altezas, que en el mismo instante han despedido a todos sus convidados, y en este momento tengo a mi vista a la señora princesa y su hijo».
—Y su hijo —repitió el joven volviéndose a la vizcondesa—. ¡Diablos! Me parece que miento, y la verdad no quisiera mentir.
—Tranquilizaos —replicó Clara riendo—, si no habéis visto aún a mi hijo, vais a verle.
—Y su hijo —dijo Canolles riendo, y continuando su carta donde había quedado.
«Desde la misma cámara de la princesa y sentado a la cabecera de su cama, tengo el honor de dirigir estas líneas a Vuestra Excelencia».
Firmó, y después de pedir respetuosamente su permiso a Clara, tiró de un llamador. Poco después entró un ayuda de cámara.
—Llamad a mi lacayo —dijo Canolles—, y avisadme cuando esté en la antesala.
Cinco minutos después avisaron al barón que Castorín estaba en su puesto.
—Toma —le dijo Canolles—; lleva este billete al oficial que manda mis doscientos hombres, y dile que lo mande a París por expreso.
—Pero, señor barón —respondió Castorín, a quien semejante comisión en medio de la noche parecía que no le agradaba—, creía haberos dicho que el señor Pompeyo me había contratado al servicio de la señora princesa.
—Y en nombre de la señora princesa te trasmito esa orden; Vuestra Alteza —dijo Canolles volviéndose hacia la cama—, tendrá la bondad de confirmar mis palabras. Ya sabéis de cuánta importancia es que esta carta sea remitida en el instante.
—Id —dijo la fingida princesa con una entonación y un gesto llenos de majestad.
Castorín se inclinó hasta el suelo, y salió.
—¿Ahora —dijo Clara dirigiendo hacia Canolles sus manecitas juntas y suplicantes—, os vais a retirar, sí?
—¡Perdonad, señora!… —respondió Canolles—. ¿Y vuestro hijo?
—Es justo —contestó Clara sonriendo—. Vais a verle.
En efecto, apenas hubo acabado la señora de Cambes de decir estas palabras, arañaron a la puerta, según costumbre de entonces. Parece que el cardenal de Richelieu, en su afición por los gatos, había puesto a la moda esta manera de llamar. Durante el tiempo de su larga privanza, habían arañado a la puerta del señor de Richelieu; después, a la del señor de Chaviny, que tenía justo derecho a esta sucesión, aunque no fuese más que a título de heredero natural; y últimamente a la del señor de Mazarino. Así, pues, no había dificultad en arañar también a la puerta de la princesa.
—Ya vienen —dijo la señora de Cambes.
—Bueno. Entonces vuelvo a recobrar mi carácter oficial.
Y el barón separó la mesa, quitó de en medio la silla, tomó su sombrero, y se colocó respetuosamente de pie a cuatro pasos de la cama de la princesa.
—Adentro —dijo la vizcondesa.
Enseguida entró en la sala el cortejo más ceremonioso que pudiera verse.
Componíase de damas, oficiales, camareros, todo el servicio ordinario de la princesa.
—Señora —dijo el primer camarero—, se ha despertado a monseñor el duque de Enghien, y puede aun recibir ahora al mensajero de Su Majestad.
Una mirada que dirigió el barón a la señora de Cambes, le dijo tan claramente como habría podido hacerlo la voz:
—¿Era esto en lo que habíamos quedado?
Esta mirada, que contenía todas las súplicas de un corazón afligido, fue comprendida maravillosamente, y sin duda por reconocimiento a todo cuanto Canolles había hecho, y tal vez por ejercer algún tanto esa malicia oculta eternamente en lo más profundo de los mejores corazones femeniles.
—Traed aquí —dijo—, al señor duque de Enghien. Este caballero verá a mi hijo en mi presencia.
Apresurándose a obedecer; y pasado un instante penetró en la estancia el joven príncipe.
Hemos dicho que siguiendo Canolles hasta en sus más pequeños pormenores los últimos preparativos de marcha de la princesa, había visto al joven príncipe jugar y correr, pero sin percibir su semblante. Sólo había observado que su traje era un sencillo vestido de caza, y creyó que no por atención a él se le había revestido con el espléndido traje que a su vista se presentaba. La idea que ya tenía de que el príncipe había marchado con su madre, llegó a convertirse en realidad, durante algún tiempo contempló en silencio al heredero del ilustre príncipe de Condé, y sin disminuir en nada el respeto que debía demostrar, se dibujó ligeramente en sus labios una imperceptible sonrisa de ironía.
—Tengo a mucha felicidad —dijo inclinándose—, ser admitido a gozar el honor de presentar mis homenajes a monseñor el duque de Enghien.
La señora vizcondesa, en quien el niño tenía fijos sus grandes ojos, le hizo seña de saludar con la cabeza, pareciéndole que el barón seguía todos los accidentes de esta escena con aire socarrón.
—Hijo mío —dijo con un cálculo de malignidad que hizo estremecer a Canolles, que adivinaba ya por el movimiento de los labios de la señora de Cambes que iba a ser víctima de alguna traición femenina—; hijo mío, el oficial que tenéis delante es el señor barón de Canolles, enviado por Su Majestad; dad vuestra mano a besar al señor barón de Canolles.
A esta orden, Perico, que estaba instruido perfectamente por Lenet, que como había prometido a la princesa se había encargado de su educación, alargó una mano que no había tenido tiempo ni medio de convertir en mano de noble, y fue preciso que Canolles estampase en ella un beso, entre las risas ahogadas de los circunstantes. Un hombre menos experto que el barón en la materia, habría fácilmente reconocido la burla que se le jugaba.
—¡Ah, señora de Cambes! —murmuró Canolles—; ¡ya me pagaréis este beso!
Y al mismo tiempo se inclinó respetuosamente ante Perico, en acción de gracias por el honor que le acababa de dispensar. Después, conocido que en pos de esta prueba, la última del programa, le era imposible permanecer por más tiempo en la habitación de una mujer, dijo volviéndose hacia el lecho:
—Señora, mi misión de esta noche ha terminado; sólo espero vuestro permiso para retirarme.
—Retiraos, caballero —dijo Clara—. Ya veis que estamos aquí muy tranquilos; podéis dormir tranquilo también.
—Sólo me resta suplicaros me dispenséis un eminente favor, señora.
—¿Cuál? —preguntó la señora de Cambes, inquieta, porque había comprendido por la entonación de la voz del barón, que se disponía a tomar el despique.
—La de acordarme la gracia que acabo de recibir de vuestro hijo.
Esta vez estaba presa la vizcondesa; no había medio de rehusar a un oficial del rey el favor ceremonioso que reclamaba así en presencia de todos. La señora de Cambes alargó al barón su mano temblando.
Él se adelantó hacia el lecho, como lo habría hecho hacia el trono de una reina, asió por la punta de los dedos la mano que se le presentaba, puso una rodilla en tierra, y estampó sobre aquella piel fina y blanca un prolongado beso, que todos atribuyeron a respeto, y que sólo para la vizcondesa fue una ardiente presión de amor.
—También me habéis prometido y aún jurado —dijo a media voz Canolles levantándose— no salir del castillo sin darme aviso. Cuento con la promesa y con el juramento.
—Contad con ellos, caballero —contestó la señora de Cambes—, cayendo sobre su almohada casi desvanecida.
El barón, a quien había hecho estremecer la expresión de la voz, trató de leer en los ojos de la bella prisionera la confirmación de la esperanza que le había dado su acento; pero los hermosos ojos de la vizcondesa estaban herméticamente cerrados.
Canolles reflexionó que los cofres cerrados son los que contienen los más preciosos tesoros, y se retiró con el paraíso en el alma.
Decir cómo nuestro hidalgo pasó aquella noche, como velando o durmiendo no tuvo más que un ensueño delicioso, durante el cual pasaron por su imaginación todos los pormenores de la quimérica aventura que ponía en sus manos el más precioso tesoro que haya podido abrigar jamás un avaro bajo las alas de su corazón; referir los proyectos que hizo para someter el porvenir a los cálculos de su amor y a los caprichos de su fantasía; enumerar las razones que se dio a sí mismo para convencerse de que obraba bien, sería cosa imposible, mayormente siendo la locura una fatiga irresistible, para todo otro espíritu que el del loco.
Canolles se durmió tarde, dado caso que pueda llamarse sueño al delirio febril que sucedió a su velada; y no obstante, apenas alumbraba el día la cima de los álamos, aun no había descendido hasta la superficie de las claras aguas en que duermen las ninfas de largas hojas, cuyas flores sólo se abren al sol, cuando ya Canolles abandonara el lecho, y vistiéndose deprisa había bajado al jardín. Su primera visita fue hacia el ala que habitaba la princesa, su primera mirada a la ventana de su habitación, ya sea que la prisionera aun no se hubiese dormido, o que se hubiese despertado ya, una luz demasiado fuerte para ser la de una lámpara de noche, enrojecía las cortinas de damasco, herméticamente corridas. Canolles se detuvo a su vista, que sin duda hizo entrar en aquel momento en su corazón gran número de insensatas conjeturas; y sin llevar más adelante su paseo, aprovechándose del zócalo de una estatua, que le ocultaba convenientemente, entabló a solas con su quimera ese diálogo eterno de los pechos enamorados, que encuentran el objeto amado en todas las poéticas emanaciones de la naturaleza.
Hacía cosa de media hora en que el barón se hallaba todavía en su observatorio, mirando con indecible dicha aquellas cortinas ante las cuales cualquiera otro habría pasado con indiferencia, cuando vio abrir una ventana de la galería, apareciendo en su fondo casi entera la honesta figura de Maese Pompeyo. Todo cuanto tenía relación con la señora de Cambes, inspiraba al barón un poderoso interés; así es que retirando la vista de las magnéticas cortinas, creyó observar que Pompeyo trataba de establecer con él una correspondencia por señas. Al principio dudó Canolles que estas señas le fuesen dirigidas, y miró a su alrededor; pero Pompeyo, que notó la duda en que se encontraba el barón, acompañó a sus señas un siseo apelativo, que habría parecido muy poco en el orden de parte de un escudero al embajador de Su Majestad el rey de Francia, si este siseo no hubiese tenido por exscusa una especie de punto blanco casi imperceptible a otros ojos que los de un enamorado, que inmediatamente reconoció en este punto blanco un papel doblado.
—¡Un billete! —dijo para sí Canolles—. Me escribe, ¿qué significa esto?
Y se acercó casi temblando, aunque su primer movimiento fue una extremada alegría; pero hay siempre en las grandes alegrías de los enamorados cierta parte de aprensión, en que tal vez consiste su mayor encanto; tener la convicción de la felicidad, no ser ya feliz.
A medida que el barón se aproximaba, Pompeyo se aventuraba más a mostrar el papel; por último, Pompeyo extendió el brazo, y Canolles tendió su sombrero. Estos dos hombres se habían comprendido prodigiosamente, como se ve; el primero dejó caer el billete, y el segundo le recibió con destreza, y enseguida se internó en un sotillo para leerle; libremente; mientras que Pompeyo, sin duda por temor al reuma, cerró en el momento la ventana.
Pero no se lee así el primer billete de la mujer que se ama, sobre todo cuando el billete inesperado no presenta más motivo de turbación que el de temer que atente a nuestra felicidad. En efecto, ¿qué tenía que decirle la señora de Cambes, cuando en nada se había alterado en la especie de programa concertado la víspera entre ambos? ¿No podía contener este billete alguna fatal noticia?
Canolles estaba tan convencido de esto, que en lugar de aplicar el papel a sus labios, como lo acostumbra a hacer un amante en tales casos, le volvió y le revolvió por todos los lados mirándole con un terror progresivo.
Sin embargo, como al fin era preciso abrirle, sea en un momento, sea en otro, llamó en su ayuda todo su valor, rompió el sello, y leyó:
«Caballero, continuar por más tiempo en la situación que estamos, es cosa absolutamente imposible. Yo espero que seréis del mismo modo de pensar; vos debéis padecer, siendo considerado por todos los habitantes de casa como un vigilante desagradable; y por otra parte, debo temer, si os recibo con más agrado que en mi lugar lo haría la princesa, que llegue a traslucirse que ejecutamos una doble comedia, cuyo desenlace sería indudablemente la pérdida de mi reputación».
El barón se enjugó la frente, sus presentimientos no le habían engañado. El día, ese gran disipador de fantasmas, había venido a desvanecer todos sus sueños dorados.
Movió lentamente la cabeza, dio un suspiro, y continuó:
«Fingid que descubrís la intriga de que hemos usado, para llegar a conseguir este descubrimiento, hay un medio muy sencillo, que yo misma os suministraré, si me prometéis acceder a mi ruego. Ya veis cómo no trato de disimular absolutamente cuánto dependo de vos. Si accedéis a mi súplica, os haré entregar un retrato mío, que lleva mi nombre y mis armas al pie. Diréis que os habéis encontrado este retrato en una de vuestras rondas nocturnas, y que por él habéis conocido que no soy yo la princesa.
Necesito deciros que, como un recuerdo de mi gratitud, que conservaré en el fondo de mi corazón, si partís esta mañana misma, os autorizo (suponiendo, no obstante, que le tengáis por de algún valor), os autorizo para que guardéis esta miniatura.
Dejadnos sin volverme a ver, si es posible, y llevaréis consigo toda mi gratitud, mientras que por mi parte conservaré vuestro recuerdo como el de uno de los caballeros más nobles y leales que he conocido en mi vida».
El barón volvió a leer el billete, y quedó petrificado.
Por grande que sea el favor que se dispense en una carta de despedida, por mucha que sea la dulzura con que se encubra una repulsa, o un adiós, no por esto dejan de ser el adiós, la repulsa y la despedida, una cruel decepción para el alma. Sin duda era una cosa muy grata aquel retrato, pero la causa que motivaba su ofrecimiento disminuía gran parte de su valor. Además, ¿de qué servía el retrato teniendo allí el original bajo su mano, y pudiendo no dejarle escapar? Sí; pero Canolles, que no había dado un paso atrás ante la cólera de la reina y de Mazarino, temblaba ante un gesto de disgusto de la señora de Cambes.
Sin embargo, ¡cómo le había engañado esta mujer, primero en el camino, después en Chantilly tomando el puesto de la princesa, y últimamente dándole la víspera una esperanza, que le robaba al otro día! Pero todas estas decepciones, ninguna le era tan cruel como esta última. En el camino, ella no le conocía, y se libraba de un compañero molesto, y nada más; tomando el puesto de la señora de Condé, obedecía a una orden impuesta, desempeñaba un papel designado por su soberana, y no le era posible obrar de otro modo; pero esta vez que ya le conocía, después de haber parecido apreciar su desprendimiento, después de haber pronunciado dos veces aquel nos, que había vibrado hasta en el fondo del corazón del joven, volverse atrás, deshacerse de su bondad, renegar de su reconocimiento, escribir, por último, una carta semejante, esto era a los ojos del barón, más que crueldad, casi un desprecio.
De este modo se despechaba, se dejaba llevar por una dolorosa cólera, sin advertir que detrás de aquellas cortinas, tras las cuales había desaparecido la luz como si el día hubiese absorbido, una espectadora bien cubierta por el damasco y por los tableros de la ventana, miraba la pantomima de su desesperación saboreándola tal vez.
—Sí, sí —decía el joven acompañando sus pensamientos con gestos análogos al sentimiento que le preocupaba—, sí, ésta es una despedida en regla, un gran acontecimiento coronado por un desenlace vulgar, una esperanza poética trocada en una decepción brutal; pero no aceptaré así el ridículo que se me prepara. Más apreciaría su odio que no esta pretendida gratitud que me promete. ¡Ah, sí!, ¡fiarme ahora en su promesa!… Esto sería como confiarse en la constancia del viento y en la calma del mar.
¡Ah, señora, señora! —continuó el barón dirigiéndose hacia la ventana—; ésta es la segunda vez que os escapáis; pero os juro, que si encuentro una ocasión semejante, no os escaparéis a la tercera.
Y Canolles subió a su aposento con intención de vestirse y entrar, fuese de grado o por fuerza, en la habitación de la señora de Cambes. Pero al entrar en la suya y fijar la vista en el reloj, observó que apenas eran las siete.
Aún no había nadie levantado en el castillo. Canolles se echó sobre un sitial y cerró los ojos para refrescar sus ideas y arrojar, si era posible, los fantasmas que danzaban a su alrededor, no abriéndolos más que para consultar su reloj de cinco minutos.
Dieron las ocho, y el castillo empezó a animarse, llenándose poco a poco de ruido y movimiento. Esperó Canolles aun media hora con extremada inquietud. Por último, no pudiendo contenerse más, bajó; y atrapando a Pompeyo, que tomaba con orgullo el aire en el gran patio, rodeado de lacayos, a quienes refería sus campañas en Picardía con el difunto rey, le dijo como si lo viese al pobre por primera vez:
—¿Sois vos el mayordomo de Su Alteza?…
—Sí, señor —replicó Pompeyo admirado.
—Tened la bondad de avisar a Su Alteza, que deseo se me dispense el honor de ofrecerle mis respetos.
—Señor… pero Su Alteza…
—Su Alteza está levantada.
—Sin embargo…
—Id.
—Yo creía que vuestra partida…
—Mi partida dependerá de la entrevista que voy a tener con Su Alteza.
—Y digo esto, porque tengo una orden del rey.
A estas palabras, Canolles golpeó majestuosamente sobre el bolsillo de su casaca; punto que adoptó como el más satisfactorio de cuantos había podido emplear desde la víspera.
Pero al dar este golpe de Estado, nuestro negociador conocía que todo su valor le abandonaba. En efecto, desde la víspera había disminuido en gran parte su importancia; la princesa había partido cerca de las doce; sin duda habría caminado toda la noche, y por consiguiente debía hallarse a veinte o venticinco leguas de Chantilly. Aunque el barón tratase de emplear cualquiera diligencia acompañado de su gente, no había ya medio de alcanzarla; y dado caso de que la alcanzase, habiendo partido con un centenar de caballeros, ¿quién le aseguraba que la escolta de la fugitiva no ascendiese ya a aquella hora a tres a cuatrocientos partidarios? Siempre le quedaba, como había dicho la noche anterior, el recurso de hacerse matar; ¿pero tenía derecho de sacrificar consigo a los hombres que le acompañaban, terminando así con una escena sangrienta sus caprichos amorosos? La vizcondesa, si él se había equivocado la víspera acerca de los sentimientos que la animaban hacia él; si su turbación no había sido más que una farsa, podía burlarse abiertamente de él, y tenía entonces que sufrir la silba de los lacayos y de los soldados ocultos en el bosque, la desgracia de Mazarino, la cólera de la reina, y sobre todo la ruina de un naciente amor; porque jamás una mujer ha amado al que un sólo instante ha intentado poner en ridículo.
Mientras les daba vuelta a todos estos pensamientos en su imaginación, llegó Pompeyo con las orejas a decirle que la señora princesa le esperaba.
Esta vez se suprimió todo ceremonial. La señora de Cambes le esperaba vestida de pie en un pequeño salón contiguo a la cámara. Estaban impresas sobre su semblante las señales del insomnio, que en vano había tratado de desvanecer, sobre todo, un ligero tinte aplomado que cubría la órbita de sus ojos, indicaba que éstos no se habían cerrado, o se habían cerrado apenas.
—Ya veis, caballero —dijo la vizcondesa sin dejarle tiempo, de hablar—, que accedo a vuestros deseos, pero con la esperanza, lo confieso, de que esta entrevista será la última, y que a vuestro turno accederéis a los míos.
—Perdonad, señora —dijo el barón—; pero después de vuestra conversación de anoche, había esperado menos rigor en vuestras exigencias, y contaba que en cambio de cuanto he hecho por vos, por vos sola, pues no conozco a la señora de Condé, ¿entendéis? Había esperado que os dignaríais soportar por más tiempo mi permanencia en Chantilly.
—Sí, señor, lo confieso —contestó la señora de Cambes—; en el primer momento… la turbación inherente a la posición en que me encontraba… la magnitud del sacrificio que hacíais por mí… el interés de la princesa que exigía ganase tiempo, pudieron arrancar de mi boca palabras poco acordes con mi pensamiento; pero durante esta larga noche reflexionando, y vuestra permanencia o la mía en este castillo por más tiempo son una cosa imposible.
—¡Imposible, señora! —dijo Canolles—. ¿Olvidáis que todo le es posible a quien habla en nombre del rey?
—Señor de Canolles, yo espero que ante todas las cosas seréis caballero, y no trataréis de abusar de la posición en que me ha colocado mi lealtad a la princesa.
—Señora —contestó el barón—, ante todas las cosas, es preciso convenir en que soy un loco. Bien lo debéis haber conocido; pues sólo un loco habría podido hacer lo que yo he hecho. ¿No os apiadaréis de mi locura, señora?
—¡No me obliguéis a partir, os suplico!
—En ese caso seré yo quien os ceda el puesto, caballero. Yo seré quien, a vuestro pesar, os llamaré a vuestros deberes. Veremos si me detenéis a la fuerza, si nos expondréis a entrambos al estadillo de un escándalo.
—¡No, no, caballero! —continuó la señora de Cambes con un acento, que Canolles sentía vibrar por primera vez—, no, ya reflexionaréis que no puede ser eterna vuestra permanencia en Chantilly; ya os acordaréis de que os esperan en otra parte.
Esta palabra, que brilló como un relámpago a los ojos de Canolles, le recordó la escena de la posada de Biscarrós, el descubrimiento que la vizcondesa había hecho de las relaciones del joven con Nanón, y entonces lo comprendió todo.
Aquel insomnio no era producido por las ansiedades del presente, sino por los recuerdos del pasado. La resolución de la mañana, que propendía a evitar la presencia del barón, no era el resultado de la reflexión, sino la impresión de los celos.
Medió entonces entre estas dos personas, de pie una delante de la otra, un instante de silencio; pero durante este silencio, cada cual escuchaba la voz de su propio pensamiento, que hablaba dentro de su pecho por medio de los latidos de su corazón.
—¡Celosa! —decía Canolles—, ¡celosa! ¡Oh! Todo lo comprendo desde este momento. ¡Sí, sí! ¡Quiere convencerse de que la amo bastante para sacrificar cualquier otro amor! ¡Esto es una prueba!
Por su parte, la señora de Cambes se decía:
—Yo soy para el barón una distracción de ánimo; me he encontrado en su camino en el momento, sin duda, en que veía obligado a abandonar la Guiena, y me ha seguido como sigue el viajero a un fuego fatuo; pero su corazón se ha quedado en la casita rodeada de árboles adonde iba la tarde que le encontré. Es enteramente imposible que yo conserve cerca de mí a un hombre que ama a otra, y a quien tendría la debilidad de amar tal vez si le viese por más tiempo. ¡Oh! ¡Sería, no sólo vender mi honor, sino también los intereses de la princesa, si fuese débil hasta el punto de amar al agente de sus perseguidores!
Así es, que exclamó súbitamente, contestando a su propio pensamiento.
—¡Oh! No, no, es menester que partáis, caballero.
—Partid, o parto yo.
—¿Olvidáis, señora —dijo Canolles—, que me habéis dado la palabra de no partir, sin advertírmelo antes?
—Pues bien, caballero; os advierto que salgo de Chantilly en este mismo instante. —¿Y creéis que lo permitiré?— dijo Canolles.
—¡Cómo! —exclamó la vizcondesa—, ¿me sujetaríais por fuerza?
—Señora, yo no sé lo que haré. Lo que sí sé es que me es imposible dejaros.
—¿Entonces soy vuestra prisionera?
—Sois una mujer a quien he perdido ya dos veces, y a quien no quiero perder la tercera.
—¡Eso es una violencia!
—Sí, señora, violencia —contestó el barón—, si éste es el único medio de conservaros.
—¡Oh! —exclamó la señora de Cambes—; en efecto, ¡es una felicidad conservar a una mujer que gime, que reclama su libertad, que no os ama, que os detesta!
Canolles se estremeció y trató de desenvolver rápidamente todo cuanto se agolpaba a sus labios y a su pensamiento. Comprendió que era llegado el momento de jugar el todo por el todo.
—Señora —dijo el barón—, las palabras que acabáis de pronunciar con un acento tan veraz, que no dan cabida a meditar su significado, han resuelto todas mis incertidumbres. ¡Vos gemir, vos ser esclava! ¡Yo retener a una mujer que no me ama, que me detesta! No, señora, no, tranquilizaos, no será así. Yo había creído que la felicidad que siento al veros, os haría soportable mi presencia; había esperado, después de haber perdido mi consideración, el reposo de mi conciencia, mi porvenir, mi honor, tal vez, que me indemnizaríais este sacrificio, concediéndome algunas horas, que sin duda no volveré a encontrar jamás. Todo esto era posible si me hubieseis amado… si os hubiera sido indiferente al menos; porque sois buena, y habríais hecho por piedad lo que otra hiciera por amor. Pero no tengo que luchar con la indiferencia, sino con el odio; y desde luego es muy distinto, tenéis razón. Solamente me perdonaréis, señora, el no haber comprendido que podía obtenerse en cambio de un amor desenfrenado. A vos toca permanecer reina y señora libre en este castillo, como fuera de él, y a mí retirarme, como lo hago. Dentro de diez minutos habréis reconquistado vuestra libertad. ¡Adios, señora, adiós para siempre!
Y el barón, con un desorden que siendo fingido al principio, se había trocado en real y doloroso al fin de su período a la vizcondesa, se volvió buscando la puerta, que no encontraba, y repitiendo la palabra, ¡adiós!, ¡adiós! Con un acento tan profundamente sentido, que partiendo del corazón, tocaba al corazón. Las verdaderas aflicciones tienen su eco propio, como las tempestades.
La señora de Cambes no esperaba esta obediencia de Canolles; había reunido sus fuerzas para una lucha, mas no para una victoria, y a su vez se sintió dominada por tanta resignación unida a tanto amor. Y como el joven hubiese ya dado dos pasos hacia la puerta, extendiendo los brazos con una especie de sollozo, sintió de pronto una mano que se apoyaba sobre su hombro con la presión más significativa; no era sólo tocarle, era detenerle.
Canolles se volvió.
La señora de Cambes estaba en pie delante de él. Su brazo, graciosamente extendido, aun tocaba su hombro, y la expresión de dignidad que se notaba poco antes en su semblante, se había convertido en una deliciosa sonrisa.
—¡Muy bien caballero! —le dijo—, ¡así es como obedecéis a la reina! Vais a partir teniendo orden de permanecer aquí. ¡Sois un traidor!
Canolles dio un grito, cayó de rodillas, y apoyó su frente ardorosa en las dos manos que ella le tendía.
—¡Oh, esto es para morir de gozo! —exclamó.
—¡Ay!, no os regocijéis aún —dijo la señora de Cambes—; pues si os detengo, no es por otra cosa sino porque nos separemos así; es porque no llevéis la idea de que soy una ingrata; es porque me deis con gusto la palabra que os he dado yo, y veáis en mí a lo menos una amiga, ya que los partidos opuestos que seguimos me impiden ser para con vos otra cosa jamás.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Canolles—, me había engañado aún otra vez. ¡Vos no me amáis!
—No hablemos ahora de nuestros sentimientos, barón, sino del peligro que ambos corremos en permanecer aquí.
—Vamos, partid, o dejadme partir; es preciso.
—¡Qué decís, señora!
—La verdad. Dejadme aquí; volved a París; decid a Mazarino y a la reina lo que os ha sucedido. Yo os ayudaré en cuanto esté de mi parte; ¡pero partid, partid!
—¿Cuántas veces habré de repetíroslo? —exclamó el barón—, ¡dejaros es morir!
—No, no, vos no moriréis, porque conservaréis la esperanza de que nos volveremos a encontrar en tiempos más felices. —La casualidad me ha interpuesto en vuestro camino, señora, o mejor dicho, os ha colocado en el mío dos veces ya. La casualidad se puede cansar, y si os pierdo no os encontraré más.
—¡Pues bien! En ese caso yo os buscaré.
—¡Oh, señora! Mandadme morir por vos, la muerte es un instante de dolor, y nada más; pero no me pidáis que os deje aún, esta idea despedaza mi corazón.
Pensadlo bien; si apenas os he visto, apenas os he hablado.
—Pues bien; si os prometo permanecer aquí todo el día; si todo el día podéis verme y hablarme. ¿Estaréis contento? Decid.
—Yo nada prometo.
—Entonces yo tampoco. Un sólo compromiso había contraído con vos; ya lo sabéis, el de avisaros el momento en que partiría. Pues bien, dentro de una hora parto.
—¿Conque es necesario hacer todo cuanto queréis?
—¿Es preciso obedeceros a todo trance? ¿Hacer abnegación de mí mismo, por seguir ciegamente vuestra voluntad? Pues bien, si todo es indispensable, seréis complacida; no tenéis delante más que a un pobre esclavo, dispuesto a obedeceros. Mandad, señora, mandad.
Clara tendió la mano al barón, y con la voz más dulce y halagüeña, le dijo:
—Un nuevo tratado en cambio de mi palabra, si no me separo de vos desde este momento hasta las nueve de la noche, ¿partiréis a las nueve?
—Os lo juro.
—Venid, pues. El cielo está sereno, y nos promete un delicioso día; hay rocío en las praderas, perfumes en el aire y bálsamo en las florestas. ¡Pompeyo!
El digno mayordomo, que sin duda había recibido orden de permanecer en la puerta, entró enseguida…
—Mis caballos de paseo —dijo la señora de Cambes con aire de princesa—; esta mañana voy a los estanques, y pasaré por la quinta, donde pienso desayunarme. Vos me acompañaréis, señor barón —continuó—, está en las atribuciones de vuestro cargo, una vez que habréis recibido de Su Majestad la reina la orden de no perderme de vista.
Una nube de sofocante alegría cegaba al barón y le envolvía con esos vapores que en otros tiempos transportaba al cielo a los antiguos dioses. Dejóse conducir sin oposición y sin voluntad casi; pues estaba trastornado, ebrio, loco. Bien pronto en medio de un delicioso bosque, y por entre calles misteriosas, cuyos pimpollos caían flotantes sobre su frente desnuda, abrió los ojos a la realidad, estaba de pie, mudo, con el corazón comprimido por un goce casi tan punzante como el dolor, caminando con su mano enlazada a la de la vizcondesa, que iba tan pálida, tan muda, y seguramente tan dichosa como él.
Pompeyo les seguía a una respetuosa distancia, bastante cerca para verlo todo, bastante lejos para no oír nada.