I
I
La cita en medio del río
En otro tiempo se elevaba un hermoso pueblo de blancas casas y rojizos techos, casi encubiertos por los tilos y las hayas, a muy poca distancia de Liburnia, alegre villa que se refleja en las rápidas aguas del Dordoña, entre Fronsac y San Miguel de la Rivera. Por entre sus casas, simétricamente alineadas, pasaba el camino de Liburnia a San Andrés de Cubzac, formando la única vista que disfrutaban aquéllas. A poco más de cien pasos de una de estas hileras de casas, se extiende serpenteando el río, cuya anchura y poderío empiezan a anunciar, desde aquel sitio, la proximidad del mar.
Pero la guerra civil había estampado sus desoladoras huellas en aquel país, destruyendo las árboles y los edificios, expuestos a todos sus caprichosos furores; y no pudiendo huir, como lo hicieran sus habitantes, se deslizaron poco a poco sobre los céspedes, protestando a su modo contra la barbarie de las revoluciones intestinas; empero la tierra, que sin duda ha sido creada para servir de tumba a todo cuanto fue, ha ido cubriendo lentamente el cadáver de aquellas casas, tan graciosas y alegres en otro tiempo; la hierba ha brotado sobre aquel suelo ficticio, y el viajero que hoy camina por la senda solitaria, no podrá sospechar al ver aparecer sobre los montecillos desiguales, alguno de esos numerosos rebaños tan comunes en el mediodía; que ovejas y pastores huellan indiferentes el cementerio en que reposa una aldea.
Por el tiempo a que nos referimos, es decir, hacia el mes de mayo de 1650, la aldea en cuestión, se extendía por ambos lados del camino, que como una grande arteria la alimentaba con un lujo, deslumbrador de vegetación y de vida; el forastero que entonces la atravesara, se detendría con gusto a observar los aldeanos ocupados en uncir y desuncir los caballos de sus carretas, los bateleros arrojando a la ribera de sus redes, en las que se agitaban bulliciosos los peces blancos y rosados del Dordoña, y los herreros que golpeando rudamente sobre el yunque hacían brotar, bajo el peso de su mano, multitud de centellas divergentes, que a cada golpe de sus martillos iluminaban la atezada concavidad de sus fraguas.
Sin embargo, lo que más le habría encantado sobre todo, si el camino le hubiese dado ese apetito proverbial entre los postillones, hubiera sido una casa larga, que estaba situada a unos quinientos pasos de la aldea, y que sólo se componía de dos pisos, bajo y principal; la cual exhalaba por su chimenea ciertos vapores, y por sus ventanas ciertos aromas, con los que, mucho mejor que con la figura del becerro dorado pintada sobre una plancha de hierro y suspendido de una varilla del mismo metal clavada en la tablazón del primer piso, se indicaba el encuentro de una de esas casas hospitalarias, cuyos moradores, mediante cierta retribución, toman a su cargo el reparar las fuerzas de los viajeros.
Sin duda se me preguntará cuál era la causa de que el parador del «Becerro de Oro» estuviese situado a quinientos pasos de la aldea, siendo así que podía haber estado alineado entre las lindas casas agrupadas a uno y otro lado del camino.
A lo cual podré contestar desde luego, que por muy escondido que estuviese en aquel rincón de tierra el huésped era, en punto a cocina, un artista de primer orden. Dándose a conocer, bien en medio, o ya a la extremidad de una de las dos largas aceras que formaban la aldea, pues corría peligro de ser confundido con cualquiera de aquellos bodegoneros, que se veía precisado a admitir como cofrades suyos, pero que no podía decidirse a mirarlos como iguales; por el contrario aislándose, llamaba sobre sí las miradas de los inteligentes en la materia, los que si una vez habían probado los manjares de su cocina, se decían unos a otros: cuando vayáis de Liburnia a San Andrés de Cubzac, o de San Andrés de Cubzac a Liburnia, no dejéis de deteneros a desayunar, comer o cenar en el parador del «Becerro de Oro», que está a quinientos pasos de la pequeña aldea de Matifou.
Ya se ve, los inteligentes que paraban, salían contentos y enviaban a otros nuevos; de suerte que el hábil posadero hacía poco a poco su fortuna, sin que por esto, cosa rara, dejase su casa de permanecer a la misma altura gastronómica; lo que prueba, como ya lo hemos dicho, que Maese Biscarrós era un verdadero artista.
En una de esas hermosas tardes del mes de mayo, en que la naturaleza ya reanimada en el mediodía, empieza a reanimarse en el Norte, se desprendían de las chimeneas y ventanas del parador del «Becerro de Oro», un humo más denso, y olores mucho más suaves que los de costumbre, al mismo tiempo que en el umbral de la casa, estaba Maese Biscarrós en persona, vestido de blanco, según la usanza de los sacrificadores de todos los tiempos y países, desplumando con sus augustas manos algunas codornices y perdices, destinadas a uno de aquellos exquisitos banquetes que él sabía tan perfectamente disponer, y que según su costumbre —consecuencia constante del amor que a su oficio tenía—, dirigía hasta en sus más pequeños pormenores.
El sol tocaba el ocaso; las aguas del Dordoña, que en uno de los tortuosos rodeos de que está sembrado su curso se alejaban del camino como un cuarto de legua, hasta besar los cimientos del pequeño fuerte de Vayres, que empezaban a blanquearse bajo las negras sombras del ramaje; un no sé qué de tranquilo y melancólico se difundía por la campiña a merced de las brisas vespertinas; los abrigos permanecían con sus caballos desuncidos, y los pescadores con sus redes mojadas, los murmullos de la aldea se iban extinguiendo poco a poco, dejando de resonar el golpe de martillo, y dando fin a las labores del día, comenzaba a oírse el primer canto del ruiseñor en el bosquecillo vecino.
A las primeras notas que se escaparon de la garganta del alado cantor, Maese Biscarrós se puso también a cantar, por acompañarle sin duda; resultando de esta rivalidad filarmónica y de la atención que el posadero prestaba a su tarea, que dejase de percibir una pequeña tropa compuesta de seis caballeros que aparecían a la extremidad del pueblo de Matifou, y que se dirigían a su posada.
Pero una interjección lanzada desde una ventana del primer piso, y el movimiento rápido y agitado con que cerraron aquella ventana, hicieron abrir los ojos al digno posadero; y entonces vio al caballero que caminaba a la cabeza de tropa avanzar directamente hacia él.
Hemos dicho con alguna impropiedad directamente, porque aquel hombre se detenía cada veinte pasos, lanzando a derecha e izquierda miradas escudriñadoras y desentrañando, digámoslo así, de una sola ojeada senderos, árboles y breñas; con una mano sostenía un mosquete, que descansaba sobre su muslo, hallándose al parecer dispuesto, tanto al ataque como a la defensa, y dirigiendo de vez en cuando una seña a sus compañeros, que imitaban en todo sus movimientos, para que se pusiera en marcha; entonces se aventuraba a dar algunos pasos, y empezaba nuevamente la maniobra.
Biscarrós seguía al caballero con los ojos; y de tal suerte le preocuparon sus singulares movimientos, que durante todo aquel espacio se olvido de arrancar del cuerpo del ave las plumas que tenía entre el índice y el pulgar.
«Es un caballero que busca mi casa, —dijo Biscarrós— pero sin duda el digno hidalgo es miope; y eso que mi “Becerro de Oro” hace poco que fue restaurado, y el bulto de la muestra es considerable. Veamos, pongámonos en relieve».
Y Maese Biscarrós se colocó en medio del camino, donde continuó desplumando su pájaro con maneras llenas de pompa y majestad.
Este movimiento produjo el resultado que esperaba; apenas el caballero lo vio cuando espoleó su caballería con dirección a él, y saludándole cortésmente, le dijo:
—Maese Biscarrós; ¿habéis visto llegar por este lado una partida de gente de guerra, amigos míos que deben venir en mi busca? Gentes de guerra es demasiado decir; ¡llamémosles gente de espada, o gente armada, en fin! ¡Sí, gente armada, esto da mejor idea! ¿Habéis, pues, visto una pequeña partida de gente armada?
Biscarrós, lisonjeado hasta lo sumo de verse llamar por su nombre, saludó a su vez afablemente, sin haber observado que el extranjero, a un sólo golpe de vista dirigido sobre su posada, había leído su nombre y calidad en la muestra, como también la identidad del propietario sobre su significativa figura.
En cuanto a gente armada, caballero, respondió después de reflexionar un momento, no he visto más que a un hidalgo y su escudero, que hará cosa de una hora paran en mi fonda.
—¡Ah! ¡Ah! —dijo el extranjero acariciando su rostro casi imberbe, y sin embargo lleno de virilidad—; ¡ah! ¡Ah! ¡Está un hidalgo con su escudero en vuestro parador! Y los dos armados, ¿no es así?
—Sí, señor; ¿queréis que mande a decir a ese hidalgo que deseáis hablarle?
—No —repuso el extranjero—; eso no estaría en el orden. Inquietar así a un desconocido, sería tal vez tratarle con demasiada familiaridad, sobre todo si el incógnito es persona de calidad. No, no, Maese Biscarrós; ¿si quisierais describírmelo, o más bien enseñármele sin que él me pudiese ver?
—Enseñárosle es muy difícil, señor, mayormente cuando parece que él trata de ocultarse, puesto que cerró su ventana en el momento mismo de aparecer vos y vuestros compañeros en el camino; describíroslo me parece más a propósito; es un jovencito rubio y delicado, de unos diez y seis años escasos, y que parece tener apenas fuerza suficiente para llevar el espadín que pende de su tahalí.
La frente del extranjero se plegó bajo la sombra de un recuerdo.
—Bien, bien —contestó—, ya sé por quién lo dices; por un señorito rubio y afeminado que monta un caballo árabe, y le acompaña un viejo escudero, entero como una asta de pica; no es ése al que busco.
—¡Ah! ¡No está ése a quien busca el señor! —dijo Biscarrós.
—No.
—Pues bien, si el señor trata de esperar al que busca, y que sin duda no puede menos de pasar por aquí, pues no hay otro camino, debe entrar en mi fonda y refrescar, tanto él como sus compañeros.
—Gracias; no necesito más que daros gracias… y preguntaros, ¿qué hora será?
—Las seis están dando en este momento en el reloj del lugar, caballero; ¿no escucháis el fuerte sonido de la campana?
—Bien. Ahora me queda pediros un último favor, Maese Biscarrós.
—Con mucho gusto.
—Decidme, si os place, ¿cómo podría procurarme un bote y un remero?
—¿Para atravesar el río?
—No, para pasearme por él.
—Nada más fácil; el pescador que me surte de pescado… ¿Os gusta el pescado, señor? —preguntó a manera de paréntesis Biscarrós, volviendo de nuevo a su idea de hacer cenar el extranjero en su casa.
—Es un mediano plato —respondió el viajero—; sin embargo, cuando está sazonado convenientemente, no le hago asco.
—¡Ah! Señor; yo siempre tengo un pescado excelente.
—Os doy la enhorabuena, Maese Biscarrós; pero volvamos a lo que nos trae.
—Tenéis razón; pues bien, a esta hora ya habrá concluido su jornada, y probablemente estará comiendo.
—Desde aquí podéis ver su barca amarrada a unos sauces; mirad, allá abajo, junto a aquel olmo. Su casa está detrás de esa mimbrera; estoy seguro que le encontraréis a la mesa.
—Gracias, Maese Biscarrós —dijo el extranjero—; y haciendo señas a sus compañeros para que le siguieran, guió rápidamente hacia los árboles, y llamó en la cabaña designada. La mujer del pescador abrió la puerta.
Como había dicho Maese Biscarrós, el pescador estaba comiendo.
—Toma tus remos —dijo el caballero—, y sígueme; se trata de ganar un escudo.
El pescador se levantó con una precipitación que atestiguaba la poca liberalidad que usaba en sus negociaciones el hostelero del «Becerro de Oro».
—¿Es tal vez para bajar a Vayres? —preguntó.
—Es únicamente para conducirme al medio del río, y permanecer allí durante algunos minutos.
El pescador abrió cada ojo como un plato al escuchar el capricho del extranjero; y como se trataba de ganar un escudo, y además había visto a veinte pasos del caballero que había llamado a su puerta, destacarse el perfil de sus compañeros, no puso la menor dificultad, pensando con razón que el menor indicio de falta de voluntad, traería consigo el empleo de la fuerza; y que en tal caso perdería la recompensa ofrecida.
Así, pues, se apresuró a decir al extranjero que él, su barca y sus remos estaban a sus órdenes.
Encaminóse la pequeña tropa hacia el río; y mientras que el extranjero se dirigió hasta la orilla del agua, la tropa se detuvo en lo alto de la pendiente, colocándose, sin duda por temor de una sorpresa, de modo que pudiesen ver en todas direcciones. Desde el punto establecido podían a la vez dominar la llanura que se extendía a sus espaldas, y proteger a la embarcación que se balanceaba a sus pies.
El extranjero, que era un joven alto, rubio, pálido y nervioso, aunque enjuto, y de una fisonomía perspicaz, si bien rodeaba sus ojos azules un círculo ceniciento, y vagaba sobre sus labios una expresión de cinismo vulgar; el extranjero, decimos, revisó sus pistolas con cuidado, colgóse el mosquetón a lo bandolero, requirió un largo espadón, y fijó sus atentas miradas en la ribera opuesta; vasta pradera por lo que cruzaba un sendero que partiendo del ribazo del río, terminaba en línea recta en la villa de Ison, cuyo pardusco campanario y blanquecinas humaredas, se percibían sobre los dorados celajes de la tarde.
Por el otro lado, a la derecha, y casi a la distancia de medio cuarto de legua, se elevaba el fuertecillo de Vayres.
—¡Vamos! —dijo el extranjero que empezaba a impacientarse, dirigiéndose a los centinelas—; ¿viene, o no?…
—¿Le veis por fin asomar a derecha o izquierda, por delante o por detrás?…
—Me parece —dijo uno de aquellos hombres— distinguir un grupo por el camino de Ison; pero no estoy bien seguro, porque el sol me deslumbra. Mirad, sí, eso es, uno, dos, tres, cuatro, cinco hombres, precedidos por uno que lleva un sombrero galoneado y una capa azul. Es sin duda el mensajero que esperamos, que se habrá hecho escoltar para mayor seguridad.
—Está en su derecho —respondió flemáticamente el extranjero—. Venid a tener mi caballo, Ferguzón.
El personaje a quien había sido dirigida esta orden en tono medio amistoso, medio imperativo, se apresuró a obedecer, y bajó la colina; durante este intervalo el extranjero echó pie a tierra, y al momento que el otro llegó, le puso la brida sobre el brazo y se dispuso para pasar al bote.
—Escuchad —dijo Ferguzón poniéndole la mano sobre el brazo—; ¡no convienen valentías inútiles, Cauviñac! Si veis el menor movimiento sospechoso por parte de vuestro hombre, empezad por alojarle una bala en la cabeza.
—Ya veis cómo se hace acompañar de buena tropa el astuto compadre.
—Sí, pero es menos fuerte que la nuestra. Les aventajamos en valor y en número, y no tenemos por qué temer.
—¡Ah! ¡Ah! Ya asoman allí sus cabezas.
—¡Ah! ¡Diablos! ¿Y cómo se las van a arreglar? —dijo Ferguzón—; no podrán encontrar un batel. ¡Oh! Sí tal; ved, allí aparece uno como por encanto.
—Es el de mi primo, barquero de Ison, van a arreglar —dijo el pescador, a quien parecía le interesaban demasiado aquellos preparativos, y temblaba a la idea de si iría a suscitarse un combate naval a bordo de su chalupa y la de su primo.
—Bueno, mirad, ya se embarca el de la capa azul —dijo Ferguzón—, y solo, a fe mía, conforme con las estrictas condiciones del tratado.
—No le haremos esperar —dijo el extranjero—, y saltando en el batel a su vez, indicó al pescador que tomase su puesto.
—Mucho cuidado, Rolando —repitió Ferguzón, volviendo a sus prudentes recomendaciones—. El río es ancho, no vayáis a aproximaros demasiado a la ribera opuesta, que os saluden con una descarga de mosquetería, sin que podamos contestarles; conteneos si es posible a la parte de acá de la línea de demarcación.
Aquél a quien Ferguzón había llamado unas veces Rolando y otras Cauviñac, y que igualmente respondía a uno y otro nombre, sin duda porque el uno sería de pila, y el otro apellido de familia o nombre de guerra, hizo un movimiento de cabeza, diciendo:
—Nada temas, ya está todo previsto, podrán cometer algunas imprudencias los que nada tienen que perder, pero el negocio es demasiado interesante para que yo me exponga tontamente a perder el fruto; si se comete alguna imprudencia, no será por parte mía, al remo, batelero.
El pescador soltó su amarra, hundió su largo botador entre las hierbas, y la barca empezó a alejarse de la orilla al mismo tiempo que partía de la ribera opuesta la chalupa del pescador de Ison. Había en medio del agua una pequeña estacada compuesta de tres troncos, y sobre ella un trapo blanco, que servía para indicar a los buques largos de transporte que bajaban por el Dordoña, la existencia de un banco de rocas de peligroso acceso. A la simple vista podía percibirse en el reflejo de las aguas, las puntas negras y lisas de las rocas, que se hallaban a corta distancia de la superficie del río; pero en aquel momento en que el Dordoña estaba lleno, sólo indicaba la presencia del escollo el pequeño trapo y el leve hervidero de las aguas.
Sin duda los dos remeros comprendieron que aquel punto era el más a propósito para la conjunción de los dos parlamentarios; y ambos dirigieron los esquifes a aquel punto. El primero que abordó fue el barquero de Ison, el cual, por orden de su pasajero, ató su batel a una de las argollas de la estacada.
En este momento, el pescador que había salido de la ribera opuesta, se volvió hacia su viajero para recibir sus órdenes, y quedó en extremo sorprendido de no hallar en su barca otra cosa que un hombre enmascarado y envuelto en una capa.
El miedo que nunca le faltaba, se redobló entonces, y sólo balbuceando, se atrevió a pedir sus órdenes a aquel extraño personaje.
—Amarra el bote a ese leño; lo más cerca que puedas de la barca del señor —dijo Cauviñac extendiendo la mano hacia uno de los troncos.
Y la mano con que indicaba pasó del tronco designado, al hidalgo conducido por el barquero de Ison.
Obedeció el pescador, y las dos barcas arrastradas por la corriente borde, dieron lugar a que los dos plenipotenciarios entrasen en la conferencia siguiente.