XVII
XVII
Las dos rivales
A la mañana siguiente sucedió cuanto había previsto Cauviñac, el sobrino y el ahijado llegaron los primeros, ambos montados sobre sus caballos; más tarde Fricotín y Chalumeau, el uno con su tambor y el otro con su alabarda. Mucho fue necesario vencer por una y otra parte, cuando se les explicó que estaban alistados al servicio de los príncipes; pero todas las dificultades se allanaron ante las amenazas de Cauviñac, las promesas de Ferguzón y la lógica de Barrabás.
Los caballos del sobrino y el ahijado se destinaron a conducir los equipajes; y como era una compañía de infantería la que tenía encargo de formar Cauviñac, los dos nuevos reclutas nada tuvieron que decir.
Pusiéronse en camino. La marcha de Cauviñac se asemejaba a un verdadero triunfo. El ingenioso partidario había encontrado el medio de atraer a la guerra los más tenaces partidarios de la paz. A unos hacía abrazar la causa del rey, y a otros la de los príncipes. Quienes creían servir al parlamento, quienes al rey de Inglaterra, y hubo quien propusiese una excursión a la Escocia para reconquistar sus Estados. Ya desde luego había mediado alguna diferencia en los colores, alguna discordancia en las reclamaciones, que el teniente Ferguzón, a pesar de su persuasión, había tenido que someter por fuerza a la regla de la obediencia pasiva. Sin embargo, con la ayuda de un misterio continuo y necesario, respecto al éxito de la opinión, soldados y oficiales se dejaban conducir, sin saber lo que iba a ser de ellos. A los cuatro días de haber salido Cauviñac de Chantilly, había reunido veinticinco hombres. Muchos ríos formidables al desembocar en el mar, tienen un origen menos imponente.
Cauviñac buscaba un centro, llegó a una pequeña aldea que estaba situada entre Chatellerault y Poitiers, y creyó haber encontrado allí lo que buscaba. Era ésta la aldea de Jaulnay; Cauviñac la reconoció por haber estado en ella una noche a traer una orden a Canolles, y estableció su cuartel general en la posada, donde recordaba haber cenado bastante bien aquella noche. Por otra parte, no había tampoco donde escoger; pues ya hemos dicho que aquella posada era sola.
Apostado así sobre el camino principal de París a Burdeos, Cauviñac tenía a sus espaldas las tropas del señor de Larochefoucault, que sitiaban a Saumur, y a su vanguardia las del rey, que se concentraban en la Guiena.
Tendiendo así la mano a unos y otros, se guardaba muy bien de enarbolar un color determinado antes de tiempo, y trataba solamente de componer un núcleo de unos cien hombres de quienes poder sacar gran partido. El engañamiento marchaba bien, y Cauviñac tenía ya concluida casi la mitad de su tarea.
Un día que Cauviñac, después de haber pasado toda la mañana en caza de hombres, estaba por costumbre en acecho a la puerta de la posada conversando con su teniente, vio asomar por el extremo del camino a una señora joven, que iba a caballo seguida de un escudero, montado como ella, y dos machos cargados de equipajes.
La soltura y gallardía con que la bella amazona manejaba su caballo, el talante rígido y fiero del escudero que la acompañaba, despertaron un recuerdo en la cabeza de Cauviñac. Puso su mano sobre el brazo de Ferguzón, que malhumorado aquel día, estaba triste y pensativo, y le dijo señalándole a la viajera:
—¡Ve allí el soldador número 50 del regimiento de Cauviñac, o que la muerte me lleve!
—¿Quién, aquella señora?
—Justamente.
—¡Vaya, pues! Ya tenemos un sobrino que debía ser abogado, un ahijado que debía ser clérigo, dos escribientes de procurador, dos droguistas, un médico, dos panaderos y dos paveros; malos soldados todos, me parece, si no se les agrega una mujer, porque un día u otro será necesario batirse.
—Sí, pero nuestro tesoro no asciende aún más que a veinticinco mil libras (se ve que tanto la tropa como el dinero, habían sido la bola de nieve); y si pudiéramos llegar a redondear esa suma, por ejemplo, a treinta mil libras, me parece que no sería mala partida.
—¡Ah! Si ves la cosa bajo ese aspecto, es muy diferente; nada tengo que decir, y apruebo tu pensamiento.
—¡Silencio! Vas a ver.
Cauviñac se acercó a la joven señora, que estaba parada delante de una de las ventanas de la posada, interrogando a la huésped, que le respondía desde adentro del aposento.
—A vuestras órdenes, caballero —dijo Cauviñac con finura, llevándose caballerosamente la mano a su sombrero.
—¡Caballero, a mí! —dijo la dama sonriendo.
—A vos, sí, lindo vizconde.
La señora se ruborizó.
—No sé qué es lo que queréis decir, caballero —respondió.
—¡Oh, sí! Y la prueba es que tenéis ya medio palmo de colorete en las mejillas.
—Seguramente os equivocáis, caballero.
—¡No tal, no! Por el contrario, sé perfectamente lo que me digo.
—Vamos, caballero, basta de bromas.
—Ea, señor, no hablo de broma; y si queréis la prueba os la voy a dar. Yo he tenido el honor de encontraros, hará unas tres semanas, en el traje propio de vuestro sexo, una tarde a orillas del Dordoña, seguido de vuestro fiel escudero el señor Pompeyo. ¿Está con vos aún el señor Pompeyo? ¡Calle, sí, justamente, hele ahí, el buen Pompeyo! ¿Decid también que no le conozco?
El escudero y la joven se miraron estupefactos.
—Sí, sí —continuó Cauviñac—, eso os admira, mi lindo vizconde; pero no os atreveréis a decir que no sois el mismo que encontré allí, bien sabéis, en el camino de San Martín de Cubzac, a un cuarto de legua de la posada de Maese Biscarrós.
—No niego ese encuentro, caballero.
—¡Ah! ¿Lo veis?
—Solo sé que ese día iba disfrazada.
—No, no, hoy es cuando lo estáis; eso nada tiene de particular. En toda la Guiena están dadas las señas del vizconde de Cambes, y juzgáis prudente, para alejar toda sospecha, adoptar momentáneamente ese traje, que por otra parte, debo haceros justicia, os sienta perfectamente.
—Caballero —dijo la vizcondesa con una turbación que en vano quería disimular—; si no entremezcláis en vuestra conversación algunas palabras sensatas, de veras os creeré loco.
—No os haré por cierto ese mismo cumplido; pues creo muy razonable disfrazarse cuando se conspira.
La joven, cada vez más inquieta, fijó en Cauviñac una mirada.
—En efecto, caballero —dijo ella—, me parece que os he visto en alguna parte; pero no recuerdo dónde.
—La primera vez, ya os he dicho que fue a orillas de Dordoña.
—¿Y la segunda?
—La segunda en Chantilly.
—¿El día de la caza?
—Justamente.
—Entonces, caballero, nada tengo que temer; sois de los nuestros.
—¿Por qué?
—Porque estabais en casa de la princesa.
—Permitidme que os diga que ésa no es una razón.
—Sin embargo, me parece…
—Allí había mucha gente, para tener la certeza de que todos los que allí se encontraban eran amigos.
—Cuidado con ello, caballero; haríais que concibiese una idea singular de vos. —¡Eh! Pensad de mí lo que os agrade; no soy muy sensible.
—Pero, en fin, ¿qué deseáis?
—Haceros, si lo tenéis a bien, los honores de esta posada.
—Gracias, caballero, no los necesito; y espero a otro sujeto.
—Está muy bien; desmontad, y mientras llega ese sujeto hablaremos un rato.
—¿Qué hay que hacer, señora? —preguntó Pompeyo.
—Desmontar, pedir una habitación y disponer la cena —dijo Cauviñac.
—Caballero —dijo la vizcondesa—, me parece que aquí es a mí a quien toca dar órdenes.
—Eso es según y conforme, vizconde, si se atiende a que yo mando en Jaulnay, y a que tengo cincuenta hombres a mi disposición. Pompeyo, haced lo que he dicho.
Pompeyo bajó la cabeza y entró en la posada.
—¿Pero qué es esto, caballero, me arrestáis? —preguntó la joven.
—Tal vez.
—¿Cómo?, tal vez.
—Sí, eso dependerá de la conversación que vamos a tener juntos. Pero tomaos la molestia de bajar, vizconde; así, bien, ahora aceptad mi brazo; los mozos de la posada cuidarán de llevar vuestro caballo a la cuadra.
—Obedezco, caballero, porque ya lo habéis dicho, sois aquí el más fuerte, no tengo ningún medio de resistencia; pero sólo os advierto una cosa, y es que la persona que espero, y que va a venir, es un oficial del rey.
—Y bien, vizconde, me haréis el honor de presentarme a él, y tendré sumo gusto en conocerle.
La vizcondesa comprendió que no podría oponer resistencia, y echó a andar delante, haciendo seña a su extraño interlocutor de que podía seguirla.
Cauviñac la acompañó hasta la puerta de la habitación que le había preparado Pompeyo; y ya iba a atravesar el umbral detrás de ella, cuando subiendo rápidamente la escalera Ferguzón, se acercó a su oído y le dijo:
—¡Capitán, un carruaje con tres caballos, un joven enmascarado dentro, dos lacayos en las portezuelas!
—¡Bueno! —repuso Cauviñac—. Ése es probablemente el caballero que se espera.
—¡Ah! ¿Se espera un caballero?
—Sí; y ya le salgo al encuentro. Quédate en este corredor y no pierdas de vista la puerta, deja entrar a todo el mundo, pero que nadie salga.
—Basta, capitán.
Una silla de posta acababa en efecto de parar a la puerta de la posada, escoltada por cuatro hombres de la compañía de Cauviñac, que le habían encontrado a cuatro leguas de la villa, y desde aquel momento la habían acompañado. En el fondo de la silla estaba, más tendido que sentado, un caballero vestido de terciopelo azul, embozado en una ancha capa forrada. Desde el momento en que los cuatro hombres rodearon el carruaje, el caballero les había dirigido varias preguntas; pero viendo que a pesar de su exigencia, aquellas preguntas habían quedado sin respuesta, parecía que se había resignado a esperar, y sólo de tiempo en tiempo alzaba la cabeza para ver si se acercaba algún jefe a quien poder pedir la explicación de la conducta singular que su gente había tenido con él.
Por lo demás, era imposible apreciar en su justo valor la impresión que produjo en el joven viajero este suceso, en atención a que le cubría la mitad del rostro una de esas caretas de raso negro, llamados lobos, y que en aquella época estaban muy a la moda. Fuera de esto, lo que la máscara dejaba ver, es decir, lo alto de la frente y lo inferior de la cara, denotaba juventud, belleza y valor; los dientes eran pequeños y blancos, y a través de la careta centelleaban sus ojos.
Había a cada lado del carruaje un lacayo; ambos estaban pálidos y temblorosos, a pesar del mosquetón que traían apoyado en el muslo, y eran tan altos, que parecían montados en sus caballos, por estar elevados sobre las portezuelas del coche. Este cuadro hubiera podido pasar por una escena de salteadores deteniendo a unos viajeros, a no ser por la luz del medio día, la posada, la figura risueña de Cauviñac y el aplomo de los pretendidos ladrones.
A la vista de Cauviñac, que avisado por Ferguzón, aparecía a la puerta, el joven detenido lanzó un pequeño grito de sorpresa, y se llevó vivamente la mano a la cara, como para asegurarse de que aún llevaba su máscara.
Esta convicción pareció tranquilizarle algún tanto.
Por muy rápido que fuese este movimiento, no se escapó a la penetración de Cauviñac. Miró al viajero, como hombre acostumbrado a descubrir los rasgos aun en las fisonomías más disfrazadas, después de lo cual se estremeció a su pesar con una sorpresa casi igual a la que había manifestado el caballero vestido de terciopelo azul; sin embargo, se repuso, y quitándose el sombrero con una gracia particular, dijo:
—Bella señora, seáis bien venida.
Los ojos del viajero brillaron con asombro a través de las aberturas de su careta.
—¿Adónde vais de ese modo? —continuó Cauviñac.
—¿Adónde voy? —repuso el viajero desentendiéndose del saludo—, ¡adónde voy! Mejor que yo debéis saberlo vos, puesto que no soy libre de continuar mi viaje. Voy adonde me queráis llevar.
—Permitidme que os advierta —continuó Cauviñac con una delicadeza progresiva—, que eso no es responder, bella señora. Vuestra detención es momentánea. Después que hayamos hablado un momento de nuestros asuntos, sin disfraz en el corazón ni en el rostro, continuaréis vuestro camino sin impedimento alguno.
—Perdonad —dijo el joven viajero—, antes de ir más lejos es preciso deshacer un error. Según dais a entender, me tenéis por mujer, cuando por el contrario, estáis viendo por mis vestidos que soy hombre.
—Vos no ignoráis el proverbio latino: En nimium crede colori. El sabio no juzga por apariencias. Y como yo tengo pretensiones de sabio, resulta que bajo ese traje mentiroso, he reconocido…
—¿Qué? —preguntó el viajero con impaciencia.
—¡Psi! Ya os lo he dicho, ¡una mujer!
—Pero si soy una mujer, ¿por qué me detenéis?
—¡Toma! Porque en los tiempos en que vivimos son las mujeres más perjudiciales que los hombres; así es, que a nuestra guerra pudiera llamársele con propiedad. La reina y la señora de Condé son las dos potencias beligerantes. Éstas tienen por tenientes generales a la señorita de Chevreuse, la señora de Montbazón, la de Longueville… y vos. La señorita de Chevreuse es el general del señor coadjutor; la señora de Montbazón lo es del señor de Beaufort; la señorita de Longueville es el general de Larochefoucault, y vos… vos, que me parece que tenéis trazas de ser el general del duque de Epernón.
—Vamos, está visto, caballero, que sois loco —dijo el joven viajero encogiéndose de hombros.
—No os daré más crédito, hermosa señora, que el que hace un momento daba un joven que me hacía el mismo cumplido.
—¡El vizconde de Cambes! —exclamó el joven viajero.
—¿Le sosteníais, quizás, que ella era un hombre?
—Justamente. Yo, que conocí enseguida a mi caballerito, por haberlo visto una tarde a principios del mes de mayo, rondar a la posada del «Becerro de Oro», no me he dejado engañar por sus sayas, sus cofias y su vocecita de tiple; como tampoco me dejo engañar de vuestra armilla azul, de vuestro sombrero gris y vuestras botas; y le he dicho: amigo mío, adoptad el nombre, traje y voz que os dé la gana, no por eso dejaréis de ser el vizconde de Cambes.
—¡Ah! Os choca el nombre, a lo que parece. ¿Le conocéis también por casualidad?
—¿Un caballerito muy joven, casi un niño?
—Tendrá diez y siete o diez y ocho años lo más.
—¿Muy rubio?
—Muy rubio.
—¿Grandes ojos azules?
—Muy grandes y muy azules.
—¿Está aquí?
—Aquí está.
—¿Y decís que va?…
—Disfrazado de mujer el bribón, como vos vais disfrazada de hombre, bribona.
—¿Y a qué viene aquí? —dijo el joven con una vehemencia y una turbación, que se hacían cada vez más visibles, al paso que Cauviñac se mostraba más sobrio de gestos y más avaro de palabras.
—¿Qué sé yo? —repuso Cauviñac recalando cada una de sus palabras—, pero parece que tiene una cita con uno de sus amigos.
—¿Uno de sus amigos?
—Probablemente.
—¿Barón?
—Tal vez.
—¿Y se llama?…
La frente de Cauviñac se plegó bajo un pensamiento difícil, que por primera vez se presentaba a su imaginación, y que al entrar en ella hacía visiblemente una revolución en su cerebro.
—¡Oh, oh! —murmuró—. Éste sería un buen bocado.
—Y se llama… —repitió el joven viajero.
—Esperad —dijo Cauviñac—, esperad… su nombre acaba en «olles».
—¡El señor de Canolles! —exclamó el viajero, cuyos labios se cubrieron de una palidez mortal, lo que hacía resaltar de una manera siniestra lo negro de su máscara sobre la blancura de su piel.
—Ese mismo, el señor de Canolles —respondió Cauviñac siguiendo con los ojos sobre la parte visible del rostro y sobre el cuerpo del joven la revolución que en él se efectuaba—. El señor de Canolles, habéis dicho bien.
—¿Conocéis vos también al señor de Canolles?
—¡Caramba! ¿Vos conocéis a todo el mundo?
—Basta de bromas —dijo el joven, cuyos miembros trémulos mostraban que estaba próximo a desmayarse.
—¿Dónde está esa señora?
—En aquel cuarto. Mirad, la tercera ventana contando desde esa que tiene las cortinas amarillas.
—Quiero verla —exclamó el viajero.
—¡Ay, ay! ¿Me habré yo equivocado y seréis vos ese señor de Canolles a quien espera? O más bien, ¿no será el señor de Canolles aquel lindo caballerito que viene allí, seguido de un lacayo, que me parece un señor fatuo?
El joven viajero se arrojó hacia el cristal delantero del carruaje con tanta precipitación, que le rompió con la frente.
—¡Él es! —exclamó, sin advertir siquiera que salían algunas gotas de sangre de una herida leve—. ¡Oh, desgraciada! ¡Él viene! ¡Va a encontrarla! Estoy perdida.
—¡Ah! Bien veis que sois una mujer.
—Se habían citado —continuó el joven viajero torciéndose los brazos—. ¡Oh!, me vengaré.
Cauviñac quería soltar una nueva broma, pero el joven le hizo una seña imperiosa con la mano, mientras que con la otra arrancaba su careta; y entonces se vio aparecer el pálido semblante de Nanón fulminando amenazas a los ojos tranquilos de Cauviñac.