XLII
XLII
El pase
Los dos prisioneros de guerra ocupaban dos salas en la misma fortaleza. Estas dos salas estaban contiguas la una a la otra y situadas al piso de la calle; pero los bajos de las prisiones pueden pasar por terceros pisos. Las prisiones no empiezan, como las casas, a flor de tierra; por lo común tienen dos cuerpos subterráneos.
Cada puerta de la prisión estaba custodiada por un piquete de hombres escogidos entre los guardias de la princesa; pero la muchedumbre, habiendo visto estos preparativos que satisfacían sus deseos de venganza, había ido abandonado poco a poco las avenidas de la prisión, en donde se había apiñado al saber que Canolles y Cauviñac acababan de ser conducidos. Entonces, los piquetes que estaban colocados en el corredor interior, más bien por guardar a los prisioneros del furor popular que por temor de que se escapasen, se retiraron, contentándose con dejar un refuerzo de centinelas.
No teniendo el pueblo más que ver en donde estaba, se había dirigido hacia el lugar en que se ejecutaban las justicias, es decir, hacia la Explanada. Las palabras lanzadas desde lo alto de la sala del consejo a la multitud, se habían extendido en el que habría algún espectáculo terrible aquella misma noche, o por la mañana del día siguiente a más tardar. Para el populacho era un placer más el no saber a punto fijo qué pensar de este espectáculo, porque le quedaba el atractivo del misterio.
Artesanos, hacendados, mujeres y niños corrían hacia las murallas; pero como la noche estaba oscura y la luna no debía salir hasta cerca de media noche, muchos de ellos iban con una antorcha en la mano. Por otro lado, casi todas las ventanas estaban abiertas, y en muchas de ellas habían puesto sobre el balustre hachones o candilejas, como se acostumbra en los días de festejos. Sin embargo, por el murmullo de la multitud, por las patrullas que sucesivamente cruzaban a pie y a caballo, se comprendía que no era una fiesta ordinaria la que se anunciaba con tan lúgubres preparativos.
De tiempo en tiempo partían gritos furiosos de los grupos, que se formaban y se disipaban con una rapidez, que sólo pertenece a la influencia de ciertos acontecimientos. Estos gritos eran siempre los mismos que en dos o tres intervalos diferentes habían penetrado en el interior del tribunal:
«¡Mueran los prisioneros! ¡Venganza a Richón!».
Estos gritos, estas luces, este ruido de caballos habían sacado a la vizcondesa de Cambes, de su sentida oración.
Se puso a la ventana, y contemplaba con estremecimiento a aquellos hombres y aquellas mujeres, que con sus ojos alterados y sus salvajes gritos, parecían bestias feroces soltadas en un circo, reclamando con sus rugidos las víctimas humanas que desean devorar. Preguntábase a sí misma, cómo era posible que tantos seres, a quienes los dos prisioneros jamás habían hecho daño alguno, pudieran pedir con tanto encarnizamiento la muerte de dos de sus semejantes, y no sabía qué respuesta darse aquella pobre mujer, que las pasiones humanas no conocían sino las que sirven para endulzar el corazón.
Desde la ventana en que estaba, veía la vizcondesa de Cambes aparecer por encima de las casas y jardines la extremidad de las altas y sombrías torres de la fortaleza.
Allí estaba Canolles, y allí se fijaban con especialidad sus miradas.
Pero no obstante, no podía evitar que de tiempo en tiempo recayesen sobre la calle, y entonces veía aquellos semblantes amenazadores, oía aquellos gritos de venganza, y un hielo mortal corría por sus venas.
—¡Oh —decía—, tienen gusto en prohibirme que le vea, y es preciso que yo penetre hasta él! ¡Estos gritos pueden llegar a sus oídos; puede creer que le olvido; puede acusarme, maldecirme! ¡Oh! Cada momento que pasa sin que yo busque un medio de tranquilizarle, me parece una traición hacia él; me es imposible permanecer en esta inacción, cuando acaso me llama en su socorro. ¡Oh! Es necesario que yo le vea… sí; pero, ¿cómo verle, Dios mío? ¿Quién me conducirá a prisión? ¿Qué poder me abrirá sus puertas? La princesa ha rehusado darme un pase; pero acababa de concederme tanto, que bien tenía derecho de negarme esto. Hay guardias, hay enemigos alrededor de esa fortaleza, una población entera que ruge, que olfatea la sangre y no quiere que se le arrebate su presa; se creerá que yo quiero sacarle, salvarle; ¡oh, sí! Yo le salvaría si no estuviese ya en seguridad bajo la salvaguardia de la palabra de Su Alteza. Si les digo que quiero verle solamente, no me creerán y me rechazarán, luego al probar semejante tentativa contra la voluntad de la princesa, ¿no es arriesgar y comprometer el favor adquirido? ¿No es exponerme a que retire la palabra dada?
Y no obstante, dejarle pasar así en la angustia y el tormento las largas horas de la noche, ¡es imposible! Supliquemos a Dios, y tal vez Dios me inspirará.
Y por segunda vez fue la vizcondesa de Cambes a arrodillarse delante de su crucifijo, empezando a orar con un fervor, que hubiera conmovido a la princesa misma, si la princesa hubiera podido oírla.
—¡Oh, no iré, no iré! —decía—, porque comprendo que me es imposible ir. Toda la noche me acusará quizás… pero mañana, mañana, sí, Dios mío, mañana me absolverá, ¿es verdad? Entretanto, el ruido que crecía, la exaltación de la muchedumbre, que se aumentaba por grados, los reflejos de luz siniestra que como relámpagos penetraban hasta ella e iluminaban por instantes su habitación, que permanecía a oscuras, le causaban tal terror, que se cubrió sus oídos con las manos y se apoyó con sus ojos cerrados en el cojín de su reclinatorio.
Entonces se abrió la puerta, y sin sentirlo entró un hombre, que se detuvo en el umbral, fijando en ella una mirada de afectuosa compasión, y que viendo moverse los hombros de la joven, tan dolorosamente agitados por los sollozos, se acercó dando un suspiro, y le puso la mano sobre el brazo.
La señora de Cambes se alzó asustada.
—¡Señor Lenet… —dijo—; señor Lenet! ¡Ah! ¡No me habéis abandonado!
—No —respondió Lenet—. Creí que no estaríais suficientemente tranquila todavía, y me he atrevido a venir, para saber si puedo seros útil en algo.
—¡Oh, querido señor Lenet! —dijo la vizcondesa—. ¡Qué bueno sois, y cuánto os tengo que agradecer!
—Parece que no me había engañado —dijo Lenet—. ¡Raras veces nos equivocamos, Dios mío, al pensar que tus criaturas padecen! —añadió con una melancólica sonrisa.
—¡Oh! ¡Sí, señor, le contestó Clara, sí tenéis razón, padezco!
—¿No habéis obtenido todo cuanto deseabais señora? Y más de lo que yo mismo esperaba, os lo confieso.
—Sí, no hay duda; pero…
—Pero… comprendo. ¿Os aterráis al ver la alegría de ese populacho sediento de sangre, y os apiadáis de la suerte de ese otro desgraciado que va a morir en lugar de vuestro amante?
La señora de Cambes se puso en pie, y permaneció inmóvil un instante, pálida y con los ojos fijos en Lenet.
Luego llevó su mano helada a su frente cubierta de sudor, y dijo:
—¡Ah! ¡Perdonadme, o más bien maldecidme! Porque en mi egoísmo, ni aun había pensado en él. No, Lenet, no, os lo confieso con toda la humildad de mi corazón; mis temores, mis lágrimas, mis ruegos, son por que había olvidado al que tiene que morir.
Lenet se sonrió tristemente.
—Sí —dijo—, así debe ser, porque está en la naturaleza humana que así sea. Acaso el egoísmo de los individuos produce la salud de las masas. Cada cual hace en torno de sí y de los suyos su círculo con una espada. Vamos, vamos, señora, proseguid vuestra confesión hasta el fin. Confesad con franqueza que os pesa la tardanza conque el infeliz sufre su destino; porque el infeliz asegura con su suerte la vida de vuestro prometido.
—¡Oh! Aún no había pensado en eso, Lenet, os lo juro. Pero no obliguéis a mi espíritu a detenerse en nada, porque le amo tanto, que no sé lo que sería capaz de desear en el desvarío de mi amor.
—¡Pobre niña! —dijo Lenet con un tono de profunda compasión—. ¿Por qué no dijisteis todo eso más antes?
—¡Oh, Dios mío! Me asustáis. ¿Es demasiado tarde? ¿No se le ha salvado del todo?
—Sí, está salvado —dijo Lenet—, puesto que la princesa ha empeñado su palabra; pero…
—¿Pero qué?
—Pero… ¿no hay nada seguro en este mundo? Y vos que como yo le creéis salvado, ¿no lloráis en vez de regocijaros?
—Yo lloro porque no puedo verle, amigo mío —contestó Clara—. Meditad que debe oír esos espantosos gritos y creer su peligro cercano; considerad que puede acusarme de tibieza, de olvido, de traición. ¡Oh! Lenet, Lenet, ¡qué suplicio! En verdad, si la princesa supiese lo que yo sufro, tendría compasión de mí.
—¡Y bien, señora! —dijo Lenet—, es necesario verle.
—¡Verle, imposible! Sabéis que he pedido el permiso a Su Alteza y que Su Alteza me lo ha rehusado.
—Lo sé, lo apruebo en el fondo de mi corazón; y no obstante…
—¡Y no obstante me exhortáis a la desobediencia! —exclamó la vizcondesa sorprendida, mirando fijamente a Lenet, que embarazado por esta mirada bajó los ojos.
—Yo soy anciano, querida vizcondesa —dijo él—, y por lo mismo soy desconfiado; no en esta ocasión, porque la palabra de la princesa es sagrada. No morirá más que uno de los prisioneros; pero habituado durante el curso de mi vida a ver todos los lances de la suerte volverse contra el que se cree más favorecido, tengo por principio que debe siempre aprovecharse la ocasión que se presenta. Ved a vuestro prometido, señora; vedle, creedme.
—¡Oh! —exclamó la señora de Cambes—. Os juro que espantan vuestras palabras, Lenet.
—No es esa mi intención. Por otra parte, ¿os agradaría que os aconseje no verle? No, seguramente. Y sin duda me rechazaríais con más fuerza, si hubiese venido a deciros lo contrario de lo que os digo.
—¡Oh sí lo confieso! Pero me habláis de verle, éste era sólo mi único deseo, ésta era la súplica que dirigía a Dios cuando llegasteis. Pero, ¿no es imposible?
—¿Hay algo imposible para la mujer que tomó a San Jorge? —dijo Lenet sonriendo.
—Hace dos horas —dijo la vizcondesa—, que medito un medio de penetrar en la fortaleza, y aún no le hallo.
—Y si yo os presentase ese medio —dijo Lenet—, ¿qué me daríais?
—Os daría… ¡Oh! Mirad, os daría la mano el día que me encaminase al altar con él…
—Gracias, hija mía —dijo Lenet—, tenéis razón. En efecto, yo os amo como un padre. Gracias.
—¡El medio, el medio! —dijo la señora de Cambes.
—Vedle aquí. Yo había pedido a la princesa un pase para conversar con los prisioneros; porque si hubiese habido un medio de salvar al capitán Cauviñac habría querido atraerle a nuestro partido. Mas ahora este pase es inútil, puesto que acabáis de condenarle a muerte con vuestras súplicas por el señor de Canolles.
La vizcondesa se estremeció a su pesar.
—Tomad, pues, este papel —continuó Lenet—; como veis, no tiene ningún nombre.
Clara le tomó y leyó:
«El conserje de la fortaleza dejará comunicar al portador de este pase con el prisionero de guerra que le agrade hablar, por espacio de media hora.
CLARA CLEMENCIA DE CONDÉ».
—Tenéis un traje de hombre —dijo Lenet—, ponéoslo. Tenéis un pase, haced uso de él.
—¡Pobre oficial! —murmuró la vizcondesa—, no pudiendo desechar del pensamiento la idea de Cauviñac, ejecutado en lugar de Canolles.
—Sufre la ley común —contestó Lenet—. El débil es devorado por el fuerte, falto de apoyo, paga por el protegido. Mucho lo sentiré; es un mozo de mérito.
Entretanto, la señora de Cambes volvía y revolvía el papel entre sus manos.
—¿Sabéis —dijo ésta—, que me tentáis cruelmente con este pase? ¿Sabéis que una vez que yo tenga entre mis brazos a mi pobre amigo, soy capaz de llevármelo al cabo del mundo?
—Y os lo aconsejaría si fuera posible; pero ese pase no es una carta blanca, y no le podéis dar otro destino que el que tiene.
—Es cierto —dijo Clara volviéndolo a leer—. Sin embargo, se me ha concedido al señor de Canolles; ¡es mío, y no pueden quitármele ya!
—Nadie piensa en eso. Vamos, vamos, vizcondesa, no perdáis tiempo; poneos vuestro vestido de hombre y partid. Ese pase os concede media hora; yo sé que media hora es poca cosa, pero después de esa media hora vendrá toda la vida. Vos sois joven, la vida será larga. ¡Dios la haga feliz!
La señora de Cambes cogió a Lenet de la mano, le atrajo hacia sí, y le besó en la frente, como lo habría hecho con el más tierno padre.
—Id, id —dijo Lenet rechazándola dulcemente—, no perdáis tiempo. El que ama verdaderamente, carece, de resignación. Luego, viéndola pasar a otra sala en que Pompeyo, llamado por ella, la esperaba para ayudarla a cambiar de traje, murmuró:
—¡Ay! ¿Quién sabe?